11

La orilla del lago Michigan estaba helada y el hielo aparecía cuarteado y traicionero, aunque hermoso, después de una tormenta. Los pisos más altos de la torre Sears habían desaparecido, devorados por el velo blanquecino que flotaba sobre la ciudad. Observé todo esto mientras llegaba por la autopista Stevenson. Eran las últimas horas de la mañana y supuse que volvería a nevar antes de que acabase el día. Pensaba que hacía frío en Denver hasta que aterricé en Midway

Habían pasado tres años desde la última vez que estuve en Chicago. Y, a pesar del frío, había echado de menos aquella ciudad. A mediados de los ochenta estuve en la escuela universitaria de Medill y allí aprendí a apreciar de verdad la ciudad. Después acaricié la posibilidad de quedarme trabajando en uno de los periódicos locales, pero, tanto en el Tribune como en el Sun-Times, me despacharon con la recomendación de que saliese por ahí a acumular experiencia y volviese después con los recortes de lo que había escrito. Fue una amarga decepción. No tanto por el rechazo como por el hecho de tener que dejar la ciudad. Por supuesto, podía haberme quedado en el Servicio Local de Noticias, donde había trabajado mientras estudiaba, pero no era ése el tipo de experiencia que buscaban aquellos diarios y a mí no me seducía la idea de trabajar en un servicio telegráfico en el que te pagaban como si fueras un estudiante más necesitado de juntar recortes que de dinero. Así que volví a casa y conseguí el puesto en el Rocky. Habían pasado muchos años. Al principio volvía a Chicago al menos dos veces al año para ver a los amigos y visitar algunos de mis bares favoritos, pero con los años fui espaciando mis visitas. Habían pasado tres desde la última. Mi amigo Larry Bernard acababa de aterrizar en el Tribune después de haber andado por ahí acumulando la misma experiencia que me habían exigido a mí. Fui a verle y no había vuelto desde entonces. Supongo que yo también había reunido los recortes suficientes para aspirar a un puesto en el Tribune, pero no había encontrado el momento de enviarlos a Chicago.

El taxi me llevó hasta el Hyatt siguiendo el río desde el Tribune. No podía registrarme en el hotel hasta las tres, de modo que le dejé mi maleta al botones y me dirigí a los teléfonos públicos. Después de trastear con la guía telefónica, llamé al Área Tres de Crímenes Violentos del Departamento de Policía de Chicago y pregunté por el detective Lawrence Washington. Cuando se puso al teléfono, colgué. Sólo quería localizarlo, asegurarme de que estaba allí. Mi experiencia como reportero me había enseñado que nunca hay que fijar citas con los polis. Si lo haces, todo lo que consigues es proporcionarles el lugar y la hora exactos para que no acudan. A muchos no les gusta hablar con periodistas, y a la mayoría ni siquiera les gusta que les vean en su compañía. Y hay que ser prudente con los pocos que hablan contigo. Hay que entrar de puntillas. Es como un juego.

Miré el reloj después de colgar. Casi mediodía. Me quedaban veinte horas. Mi vuelo a Dulles salía a las ocho de la mañana siguiente.

Al salir del hotel cogí un taxi y le dije al conductor que subiera la calefacción y que me llevase a Belmont y Western, pasando por el parque Lincoln. De camino quería detenerme en el lugar donde había sido hallado el pequeño Smathers. Había pasado un año desde el día en que se descubrió su cadáver. Tenía la impresión de que el lugar, si daba con él, tendría casi el mismo aspecto que aquel día.

Abrí la bolsa, puse en marcha el ordenador y busqué en él los recortes del Tribune que había cargado la noche anterior en la biblioteca del Rocky. Fui pasando noticias sobre el caso Smathers hasta encontrar el párrafo en que se describía el hallazgo del cadáver, hecho por un guía del zoo que atajaba por el parque cuando venía del apartamento de su novia. El chico fue hallado en un claro recubierto de nieve en el que se habían jugado los campeonatos de la Liga italoamericana de petanca el verano anterior. La noticia decía que aquel desmonte, entre las calles Clark y Wisconsin, era visible desde el establo rojo que formaba parte de la granja municipal, en el zoo.

No había mucho tráfico y llegamos al parque en diez minutos. Le dije al conductor que se desviase por Clark y que subiera por el lado en que se cruza con Wisconsin.

La nieve que cubría el campo era reciente y tan sólo la hallaban algunas pisadas. También se había acumulado sobre los bancos del sendero hasta alcanzar un espesor de unos ocho centímetros. Esa zona del parque parecía completamente desierta. Bajé del taxi y me dirigí al descampado sin muchas esperanzas, aunque concierta sensación de que iba a encontrar algo. No sabía exactamente qué. Quizás era sólo una sensación. A mitad de camino topé con unas pisadas en la nieve que cruzaban mi ruta de izquierda a derecha. Las crucé y encontré otras que se dirigían en sentido contrario: la fiesta había terminado y habían vuelto por el mismo camino. Chicos, pensé. Quizá yendo hacia el zoo. Si es que estaba abierto. Miré hacia el establo rojo y fue entonces cuando vi las flores al pie de un gigantesco roble, a unos veinte metros de allí.

Caminé hacía el árbol e instintivamente supe que se trataba de una ofrenda floral con motivo del aniversario. Cuando llegué al árbol vi que las flores -relucientes rosas rojas esparcidas como manchas de sangre sobre la nieve- eran artificiales, hechas con virutas de madera. En el hueco de la primera rama del tronco vi que alguien había apoyado una pequeña foto de estudio de un niño sonriente, con los codos sobre una mesa y las manos en las mejillas. Llevaba una chaqueta roja y camisa blanca, con una minúscula pajarita azul. Supuse que la familia había estado allí. Me preguntaba por qué no habrían colocado estos recuerdos y ofrendas sobre la tumba del chico.

Miré a mi alrededor. La laguna próxima al establo estaba helada y había una pareja patinando. Nadie más. Miré hacia la calle Clark y vi al taxi esperando. Al otro lado de la calle se alzaba una torre de ladrillo. El rótulo sobre el toldo de la fachada decía «Casa Hemingway». Era el lugar de donde venía el guía del zoo cuando encontró el cadáver del chico.

Volví a mirar la foto colocada en el hueco del árbol y, sin dudarlo un instante, me puse de puntillas para alcanzarla. La habían plastificado como un carnet de conducir para protegerla de la intemperie. En el dorso habían escrito el nombre del chico y nada más. Me la guardé en el bolsillo de la gabardina. Sabía que un día podía necesitarla para el reportaje.

El taxi me resultó cálido y acogedor, como una sala de estar con chimenea. Empecé a repasar los recortes del Tribune mientras nos dirigíamos hacia el Área Tres.

A grandes rasgos, el caso era tan horripilante como el asesinato de Theresa Lo ñon. El chico había sido secuestrado en el recinto cerrado del patio de recreo de una escuela primaria de la calle División. Había salido con otros dos a tirarse bolas de nieve. Cuando la maestra se percató de que no estaban en clase, salió a buscarlos. Pero Bobby Smathers ya había desaparecido. Los dos testigos de doce años fueron incapaces de contar a la policía lo que había ocurrido. Según ellos, Bobby Smathers sencillamente había desaparecido. Cuando alzaron la vista de la nieve ya no lo vieron. Creyeron que se había escondido con intención de atacarles por sorpresa, así que dejaron de buscar.

Bobby fue hallado al día siguiente en el terraplén cubierto de nieve junto al campo de petanca del parque Lincoln. Varias semanas de dedicación exclusiva a la investigación, dirigida por el detective John Brooks, no llevaron más allá de la explicación de los dos chicos de doce años: que Bobby Smathers, simplemente, había desaparecido de la escuela aquel día.

Mientras revisaba las noticias busqué las similitudes que tenía con el caso Lo ñon. Eran escasas. Ella era una mujer adulta blanca y él un niño negro. Parecía imposible hallar dos víctimas tan diferentes. Pero ambos habían desaparecido durante más de veinticuatro horas antes de ser hallados, y los cuerpos mutilados de las dos víctimas se habían encontrado en parques urbanos. Finalmente, ambos habían pasado sus últimas horas en centros infantiles: el chico en su escuela y la mujer en la guardería donde trabajaba. No veía qué podían significar esas coincidencias, pero era todo lo que tenía.

El cuartel general del Área Tres era una fortaleza de ladrillos anaranjados, un edificio irregular de dos pisos que albergaba también el juzgado del Distrito Municipal número 1 del Condado de Cook. Una incesante marea de ciudadanos entraba y salía por las puertas de cristales ahumados. Crucé la puerta hacia un vestíbulo cuyo suelo estaba húmedo por la nieve derretida. Enfrente había un mostrador también de ladrillo. Uno podía entrar en coche por las puertas de cristal y aún así no llegaría hasta los polis que estaban tras el mostrador. Los ciudadanos que esperaban ante él eran otra historia.

Vi unas escaleras a mi derecha. Recordé que iban a parar al despacho de detectives y estuve tentado de saltarme el procedimiento normal y subirlas. Pero decidí no hacerla. Los policías se enfadan si te saltas las normas aunque sean las de urbanidad. Me acerqué a uno de los polis que había tras el mostrador. Miró la bolsa del ordenador que yo llevaba colgada al hombro.

– Nos dejará eso aquí, ¿no?

– No, no es más que un ordenador -le dije-. Quiero hablar con el detective Lawrence Washington.

– ¿Yusted es…?

– Me llamo Jack McEvoy No me conoce.

– ¿Tiene usted cita con él?

– No. Es sobre el caso Smathers. Dígale eso. El policía alzó las cejas un par de centímetros.

– ¿Sabe qué? Abra la bolsa y déjeme ver el ordenador mientras lo llamo.

Hice lo que me había pedido y abrí el ordenador del modo en que te piden que lo hagas en los aeropuertos. Lo encendí, lo apagué y lo volví a guardar. El poli lo miró con el teléfono pegado a la oreja, mientras hablaba con alguien que supuse sería una secretaria. Me imaginé que con la mención del nombre de Smathers conseguiría, al menos, superar los primeros obstáculos.

– Hay aquí un ciudadano que quiere hablar con Larry el Piernas sobre lo del chico. Se quedó escuchando unos instantes y después colgó.

– Segundo piso. Por la escalera, a su izquierda, al fondo del pasillo, última puerta. Pone Homicidios. Es el tipo negro.

– Gracias.

Mientras subía la escalera pensé en la familiaridad con que el poli se había referido a Smathers como «el chico», y en que la persona que le escuchaba le había entendido enseguida. Eso me decía muchas cosas sobre el caso, más que lo que había leído en los periódicos. Los polis hacen todo lo posible por despersonalizar sus casos. En ese sentido son como los asesinos en serie. Si la víctima no es una persona que ha estado viva, que ha respirado y ha sufrido, no te puede agobiar. Pero llamar «el chico» a la víctima era todo lo contrario a esa práctica. Me dio a entender que al cabo de un año el caso aún era algo importante en el Área Tres.

El despacho de la brigada de homicidios medía lo que la mitad de una pista de tenis y estaba recubierto de moqueta de color verde oscuro.

Había tres compartimentos de trabajo con cinco mesas cada uno. Dos pares de mesas encaradas y la quinta, la del sargento, sola al fondo. A lo largo de la pared de mi izquierda había varias hileras de archivadores con barras de cierre

atravesando los tiradores. Al fondo, tras los compartimentos, dos despachos acristalados miraban a la sala de la brigada. Uno era la oficina del teniente. El otro parecía una sala de interrogatorios. Dentro había una mesa y vi a un hombre y una mujer comiéndose unos bocadillos sacados de unas servilletas de papel que usaban como mantelitos individuales. Además de aquellos dos, había otros tres individuos en sus mesas y una secretaria tras su escritorio, junto a la puerta.

– ¿Quiere usted ver a Larry? -me preguntó.

Asentí y ella señaló al hombre sentado a su mesa al fondo de la sala. Estaba solo en su compartimento. Me dirigí hacia allí. Él no levantó la vista de sus papeles ni siquiera cuando me puse delante.

– ¿Está nevando todavía? -preguntó.

– No. Pero no tardará en volver a caer.

– Eso suele pasar. Soy Washington. ¿Qué quiere usted?

Miré a los otros dos detectives del compartimento adjunto. Ni siquiera me miraban.

– Bueno, quisiera hablar con usted a solas, si es posible. Se trata del pequeño Smathers. Tengo información al respecto.

Sin necesidad de alzar la vista noté que esto hizo que se fijaran en mí. También Washington, por fin, dejó la pluma y levantó la cara para mirarme. Parecía tener treinta y tantos años, aunque ya peinaba algunas canas en el cabello cortado al cepillo. Aún estaba en buena forma, lo hubiera afirmado aun antes de que se pusiera en pie. También me pareció un tipo serio. Llevaba un traje marrón oscuro con camisa blanca y corbata a rayas. La chaqueta del traje apenas podía contener el amplio tórax.

– ¿Quiere hablar conmigo a solas? ¿Adonde quiere ir a parar?

– Bueno, de eso es de lo que quiero hablarle a solas.

– No será usted uno de esos tipos que quieren confesar, ¿eh? Sonreí.

– ¿Y qué, si lo soy? Quizá sea el verdadero culpable.

– No lo creo. Bueno, vamos a la sala. Aunque espero que no me haga perder el tiempo… ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Jack McEvoy

– Vale, Jack; si saco a esa gente de ahí y resulta que me hace perder el tiempo, no nos va a hacer ninguna gracia, ni a ellos ni a mí.

– No creo que eso sea un problema.

Se levantó y comprobé que era más bajo de lo que me imaginaba. La mitad inferior era la de otro hombre. Piernas cortas, rechonchas, bajo un torso ancho y fornido. De ahí el mote que había usado el poli de recepción: Larry el Piernas. Por muy elegante que se vistiera, esa rareza física siempre le traicionaría.

– ¿Pasa algo? -preguntó cuando estuvo delante de mí.

– Oh, no. Yo soy… Jack McEvoy.

Dejé el portátil y tendí la mano, pero Washington no la tomó.

– Pasemos a la sala, Jack.

– Claro.

Me había hecho pagar la ofensa de mi mirada anterior.

Seguí sus pasos hacia la puerta de la habitación en que el hombre y la mujer estaban almorzando. Él se volvió, mirando la bolsa que yo acarreaba.

– ¿Qué es lo que lleva ahí?

– Un ordenador. Tengo un par de cosas para mostrarle, si es que le interesa. Abrió la puerta y el hombre y la mujer levantaron la vista hacia él.

– Lo siento, chicos, se acabó el almuerzo campestre -dijo Washington.

– ¿Puedes damos diez minutos, Piernas?

– Imposible. Tengo aquí a un cliente.

Envolvieron lo que les quedaba del bocadillo y salieron de la sala sin decir palabra. El hombre me lanzó una mirada que interpreté como de disgusto. No hice caso. Washington me cedió el paso y puse el ordenador sobre la mesa, junto a una cartulina doblada con el símbolo de no fumar. Nos sentamos frente a frente. La sala olía a humo rancio y a condimento para ensaladas italiano.

– Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? -me preguntó Washington.

Reuní mis ideas y traté de parecer tranquilo. Nunca me había sentido cómodo al tratar con polis, a pesar de que me fascinaba su mundo. Siempre me daba la impresión de que sospechaban algo de mí. Algo malo. Algo que me delataba.

– No estoy seguro de por dónde empezar. Soy de Denver. Acabo de llegar esta mañana. Soy periodista y he venido para…

– Un momento, un momento. ¿Es usted periodista? ¿Qué clase de periodista? Advertí en su rostro un gesto involuntario de desagrado. Ya me lo esperaba.

– De prensa diaria. Trabajo en úRocky Mauntain News. Sólo escúcheme y si después quiere echarme, pues de acuerdo. Pero no creo que lo haga.

– Mire, hombre, he escuchado todo tipo de historias de tipos como usted. Y no tengo tiempo. Yo no…

– ¿Y qué pasa si le digo que John Brooks fue asesinado?

Busqué en su cara alguna señal de que se lo hubiera creído. No la hubo. No hizo el menor gesto.

– Su compañero -añadí-. Creo que pudo haber sido asesinado. Washington sacudió negativamente la cabeza.

– Bueno, ya he escuchado bastante. ¿Por quién? ¿Quién lo mató?

– La misma persona que mató a mi hermano. -Me detuve un instante y me quedé mirándolo hasta que me prestó toda su atención-. Era un poli de homicidios. Trabajaba en Denver. Lo mataron hace casi un mes. Al principio también pensaron que era un suicidio. Empecé a investigar y he venido a parar aquí. Soy periodista, pero eso no tiene nada que ver. Se trata de mi hermano. Y de su compañero.

Washington alzó las cejas hasta ponerlas en forma de uve y se me quedó mirando un buen rato. Yo esperaba. Estaba al borde del abismo. O me hacía caso o me despachaba. Bajó la vista y echó la silla hacia atrás. Sacó del bolsillo interior de la americana un paquete de cigarrillos y encendió uno. Acercó una papelera de hierro del rincón para usarla como cenicero. Me preguntaba cuántas veces habría oído a la gente decide que fumar no le ayudaría a crecer. Levantaba la cabeza cada vez que exhalaba, de modo que el humo azulado subía y revoloteaba por el techo. Se inclinó sobre la mesa.

– No sé si está usted loco o no. Déjeme ver algún documento de identidad.

Seguíamos estando al borde del abismo. Saqué mi cartera y le di el carnet de conducir, el de prensa y el pase policial del Departamento de Policía de Denver. Los miró detenidamente, aunque yo ya sabía que había decidido escucharme. Había algo en la muerte de Brooks que empujaba a Washington a escuchar la historia de un reportero al que ni siquiera conocía.

– Vale -dijo al devolverme los carnets-. Está usted legitimado. Pero eso no significa que tenga que creerme todo lo que dice.

– No. Aunque me parece que usted ya se lo cree.

– Bueno, ¿va a contarme la historia o no? No piense en si hubo algo incorrecto en este jodido asunto, algo como… como… De todos modos, ¿qué sabe usted de esto?

– No mucho. Sólo lo que salió en los periódicos.

Washington apagó el cigarrillo en el borde de la papelera y tiró la colilla dentro.

– Eh, Jack, cuénteme su historia. Y si no, hágame el puñetero favor de largarse.

No tuve que consultar mis notas. Le conté la historia con todos los detalles, porque me los sabía. Me llevó una media hora, durante la cual Washington se fumó dos cigarrillos más, aunque no me hizo ninguna pregunta. Todo el rato mantenía el cigarrillo en la boca, de modo que el humo le tapaba los ojos. Sabía lo que le estaba ocurriendo. Igual que con Wexler. Le estaba confirmando algo que desde el principio le reconcomía por dentro.

– ¿Quiere el número de Wexler? -le pregunté al terminar-. Él le confirmará todo lo que le he contado.

– No, ya lo conseguiré si lo necesito.

– ¿Quiere hacerme alguna pregunta?

– No. De momento, no. No hacía más que mirarme.

– Y ahora ¿qué?

– Voy a comprobado. ¿Dónde va a estar usted?

– En el Hyatt, río abajo.

– Vale, ya le llamaré.

– Detective Washington, eso no es suficiente.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que he venido aquí a traer información, pero no sólo para dársela y volverme a mi hotel. Quiero que hablemos de Brooks.

– Mira, chico, nada de eso. Tú vienes aquí, me cuentas la historia y no hay…

– Oiga, no se haga el paternalista llamándome chico como si fuera un paleto. Le he dado una cosa y quiero algo a cambio. Para eso he venido.

– De momento no tengo nada que darle, Jack.

– Eso es una chorrada. Puede usted seguir sentado ahí y mintiendo, Larry el Piernas, pero yo sé que usted tiene algo. Y lo necesito.

– ¿Para qué? ¿Para hacer un gran reportaje que atraiga a otros chacales como usted? Esta vez fui yo el que me incliné sobre la mesa.

– Ya se lo he dicho, no se trata de un reportaje.

Me eché hacia atrás y nos quedamos mirándonos. Quería fumar, pero no tenía cigarrillos y no quería pedirle uno. El silencio se rompió cuando uno de los detectives que había visto en la sala de homicidios abrió la puerta y nos miró.

– ¿Todo en orden? -preguntó.

– Largo de aquí, Rezzo -dijo Washington. Y cuando se cerró la puerta comentó-: Pelmazo entrometido… Sabes lo que están pensando, ¿no? Creen que has venido a entregarte por lo del chico. Ahora hace un año, ya sabes. Pasan cosas raras. Y espérate a que oigan la historia.

Me acordé de la foto del chico que llevaba en el bolsillo.

– He pasado por allí cuando venía -le dije-. Hay flores.

– Siempre las hay -contestó Washington-. La familia va por allí con frecuencia.

Asentí y por primera vez me sentí culpable por haber cogido la foto. No dije nada. Sólo esperaba a que Washington hablase. Parecía aliviado. Su expresión era más amable y relajada.

– Mira, Jack, vaya hacer algunas comprobaciones y a pensar algunas cosas. Si digo que te voy a llamar es que te voy a llamar. Vete al hotel, a darte un masaje o lo que quieras. En cualquier caso, te llamo antes de un par de horas.

Asentí de mala gana y él se levantó. Adelantó el brazo derecho por encima de la mesa, con la mano abierta, y se la estreché.

– Buen trabajo. Para un periodista, quiero decir.

Cogí el ordenador y salí. La sala de la brigada estaba más llena de gente en aquel momento y muchos me miraron cuando salía. Supongo que había pasado allí dentro el tiempo suficiente para que se dieran cuenta de que no era un chiflado. Fuera hacía más frío y estaba empezando a nevar de verdad. Tardé un cuarto de hora en encontrar un taxi libre. En el camino de vuelta le pedí al taxista que se desviase hacia el cruce de Wisconsin con Clark, donde me apeé y corrí por la nieve hasta el árbol. Volví a poner la foto de Bobby Smathers en el sitio en que la había encontrado.

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