12

Larry el Piernas me tuvo todo el resto de la tarde en vilo. A las cinco intenté llamarle, pero no pude localizarlo en el Área Tres u Once-Veintiuno, como llamaban al cuartel general del Departamento. La secretaria del despacho de homicidios se negó a revelarme su paradero o a buscarlo. A las seis ya me había resignado a admitir que me había engañado, cuando oí que llamaban a la puerta. Era él.

– Eh, Jack -me dijo antes de entrar-. Vamos a dar una vuelta.

Washington había aparcado el coche en el vado reservado a la entrada del hotel. En el salpicadero había puesto un distintivo policial para que no le multaran. Entramos en el coche y arrancó. Cruzó el río y se dirigió al norte por la avenida Michigan. La nieve no dejaba de caer y se amontonaba a ambos lados de la calle. Muchos de los coches estacionados tenían una capa de varios centímetros en las superficies horizontales. Dentro del coche de Washington podía verse mi aliento, aunque la calefacción estaba al máximo.

– Creías que nevaba mucho en tu ciudad, ¿eh, Jack? -Sí.

Sólo me estaba dando conversación. Yo estaba ansioso por saber lo que tenía que decirme, pero pensé que sería mejor esperar, acomodarme a su ritmo. Siempre podía volver a mi papel de periodista y hacerle preguntas, pero más tarde.

Giró al oeste por División y se alejó del lago. Pronto desaparecieron los destellos de los barrios de Gold Coast y Miracle Mile y empezaron a aparecer edificios algo más sórdidos y en mal estado. Pensé que quizá nos dirigíamos hacia la escuela de donde había desaparecido Bobby Smathers, aunque Washington no me lo dijo. Ya era noche cerrada. Pasamos bajo la El y enseguida avistamos una escuela. Washington la señaló con el dedo.

– De ahí salió el chico. Hay un patio. Así desapareció -chasqueó los dedos-. Ayer lo puse todo el día bajo vigilancia. Era el aniversario, ya sabes. Sólo por si pasaba algo o el tipo, el autor, volvía al lugar del crimen.

– ¿Y nada?

Washington negó con la cabeza y se sumió en un denso silencio.

Pero no nos detuvimos. Si lo que Washington quería era enseñarme la escuela, había sido sólo un vistazo. Seguimos hacia el oeste y finalmente llegamos a una serie de torres de ladrillo que parecían algo destartaladas. Ya sabía lo que era. Proyectos. Unos monolitos débilmente iluminados que destacaban sobre el cielo azul oscuro. Seguramente habían adquirido la apariencia de la gente que los habitaba. Eran fríos y desesperanzadores, los desposeídos de las afueras de la ciudad.

– ¿Qué estamos haciendo? -pregunté.

– ¿Sabes qué lugar es éste?

– Sí. Vine a estudiar aquí… quiero decir a Chicago. Todo el mundo conocía Cabrini-Green. ¿Qué tiene de particular?

– Yo me crié aquí. Con John Brooks el Lanzado.

Enseguida se me ocurrió pensar en las pocas probabilidades que había tenido: primero, de sobrevivir en un sitio como aquél; después, de sobrevivir en general; y más tarde, de hacerse policía.

– No son más que guetos verticales. John y yo solíamos comentar que sus ascensores eran los únicos que servían para subir al infierno.

Me limité a asentir. Aquello me resultaba muy lejano.

– Y eso sólo cuándo los ascensores funcionaban -añadió.

Caí en la cuenta de que nunca me había parado a pensar que Brooks podía ser negro. No había ninguna foto en el expediente informático ni motivo alguno para que las noticias mencionasen su color. Simplemente había supuesto que sería blanco, y esa presunción tendría que analizarla más tarde. De momento, intentaba imaginarme lo que Washington trataba de decirme al llevarme allí.

Washington entró en el aparcamiento que había junto a uno de los edificios. Había un par de contenedores de basura con pintadas de varias décadas y un tablero de baloncesto oxidado, pero el aro había desaparecido. Aparcó el coche, pero dejó el motor en marcha. No sabía si era para que la calefacción siguiera encendida o para permitirnos una rápida fuga si era necesario. Del edificio que teníamos más cerca salió un grupo de adolescentes con abrigos, con las caras tan negras como el cielo, que cruzaron el patio helado y se escabulleron en otro de los edificios.

– En este momento debes de estar preguntándote qué demonios haces aquí -me dijo Washington entonces-. De acuerdo, lo comprendo. Un muchacho blanco como tú…

De nuevo guardé silencio. Le estaba dejando que llegara hasta el final.

– Fíjate en ése, el tercero a la derecha. Era nuestro edificio. Yo vivía con mi tía abuela en el número catorce y John con su madre en el doce, justo debajo. El trece no existía… bastante mala suerte era ya el hecho de vivir aquí. No teníamos padres. O, por lo menos, no los conocíamos.

Pensé que trataba de decirme algo, aunque no sabía qué. No tenía hila más remota idea del tipo de problemas que habían impelido a los dos amigos a salir de aquella lápida sepulcral que me había señalado. Seguí callado.

– Eramos amigos de toda la vida. Demonios, acabó casándose con mi primera novia, Edna. Después, en el Departamento, tras unos años en homicidios aprendiendo de los detectives expertos, pedimos que nos pusieran a patrullar juntos. Y lo conseguimos, maldita sea. El Sun-Times publicó una vez nuestra historia. Nos pusieron en el

Área Tres porque incluía este lugar. Se figuraron que formaba parte de nuestra experiencia. De hecho, muchos de nuestros casos salieron de aquí. Al menos, uno de cada dos. Bueno, pues nosotros éramos los únicos disponibles el día que apareció aquel chico con los dedos cortados. Mierda, la llamada fue justo a las ocho. Diez minutos antes y les habría tocado a los del turno de noche.

Se quedó un instante en silencio, probablemente pensando en lo distinto que habría sido todo si la llamada la hubiera cogido algún otro.

– A veces, por la noche, cuando estábamos trabajando en un caso, o de guardia o algo así, John y yo veníamos en coche hasta aquí después del relevo, aparcábamos justo donde estamos ahora y nos limitábamos a contemplar el lugar.

Entonces se me ocurrió cuál debía de ser el mensaje. Larry el Piernas sabía que John el Lanzado no había dirigido el arma contra sí mismo porque conocía al dedillo los problemas que Brooks había tenido que superar para salir de un lugar como aquél. Brooks había logrado salir del infierno y no era cosa de volver a él por propia voluntad.

Ése era el mensaje.

– Así que nunca creíste que se suicidara, ¿no? Washington me miró desde su asiento y asintió.

– Simplemente, era una de esas cosas que sabes, en fin… que él no lo hizo. Lo dije en la sección, pero allí sólo querían quitarse el caso de encima.

– De modo que todo lo que tenías era tu instinto. ¿No hubo ninguna otra cosa anormal?

– Había algo más, pero no les pareció suficiente. Quiero decir que como tenían aquella nota y su historia con el psiquiatra, no necesitaban nada más. Les parecía que encajaba. Ya era un suicidio antes de que cerrasen la bolsa y se lo llevasen. Así de claro.

– ¿Qué era?

– Los dos tiros.

– ¿Qué quieres decir?

– Vamonos de aquí. Vamos a comer algo.

Arrancó el coche, dio una vuelta completa en el aparcamiento y salió a la calle. Nos dirigimos hacia el norte por calles por las que yo nunca había pasado. Sin embargo, tenía una ligera idea de adonde íbamos. Al cabo de cinco minutos me había cansado de esperar la segunda parte de la historia.

– ¿Qué pasa con los dos tiros?

– Disparó dos veces, ¿no?

– ¿Sí? No lo decían los periódicos.

– Nunca dan todos los detalles de nada. El caso es que yo estuve en su casa. Edna me llamó cuando lo encontró. Llegué allí antes que los de la unidad. Había un tiro en el suelo y otro en la boca. La explicación oficial fue que el primero debió de ser una comprobación o algo así, una especie de prueba. Para ver si era capaz. Y que el segundo fue cuando se decidió y lo hizo. No tenía sentido. Al menos para mí.

– ¿Por qué no? ¿Para qué crees que fueron los dos disparos?

– Yo creo que el primero fue el de la boca. El segundo fue para conseguir residuos de pólvora. El autor puso la pistola en la mano de John y disparó al suelo. Encontraron residuos de pólvora en su mano. Era un caso de suicidio. Y se acabó.

– Pero nadie estaba de acuerdo contigo.

– Hasta hoy, no. Hasta que has aparecido tú con todo eso de Edgar Alian Poe. He ido a contárselo a los jefes de la unidad. Les he recordado los problemas que presentaba lo del suicidio. Mis problemas. Volverán a abrir el caso para reconsiderarlo. Mañana por la mañana empezaremos con una reunión en el Once-Veintiuno. El jefe de la sección me va a rebajar del servicio y va a formar una patrulla.

– ¡Qué bien!

Miré por la ventana y permanecí un rato en silencio. Estaba entusiasmado. Las cosas empezaban a ponerse en su sitio. Ahora tenía dos casos reabiertos de supuestos suicidios policiales, en dos ciudades diferentes, que se iban a investigar de nuevo como posibles asesinatos y posiblemente conectados entre sí. Eso era noticia. Y buena, maldita sea. Y era algo que yo podría utilizar como cuña para llegar a los archivos de la Fundación e incluso al FBI. Es decir, si conseguía llegar el primero. Si Chicago o Denver se me adelantaban, me dejarían al margen porque ya no me necesitarían para nada.

– ¿Por qué? -dije en voz alta.

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué alguien está haciendo esto? ¿Qué es exactamente lo que pretenden? Washington no contestó. Se limitó a seguir conduciendo a través de la noche helada.

Cenamos en un reservado de la parte trasera del Slammer, un bar de polis próximo al Área Tres. Los dos pedimos el plato especial: pavo asado con salsa, una buena comida para combatir el frío. Durante la comida, Washington me contó algunos detalles del plan de la sección. Me dijo que todo aquello era extraoficial y que si quería escribir algo tendría que sacárselo al teniente que iba a mandar la patrulla. Eso no me representaba ningún problema. La patrulla se iba a formar gracias a mí. El teniente tendría que hablar conmigo.

Washington comía con los codos en la mesa. Parecía que estuviera custodiando el plato. Aveces hablaba con la boca llena, pero era sólo porque estaba emocionado. Yo también lo estaba y me preocupaba proteger mi puesto en la investigación, mi papel en aquella historia.

– Empezaremos por Denver -dijo Washington-. Vamos a trabajar juntos, clarificando los objetivos, y a ver qué ocurre. Por cierto, ¿has hablado con Wexler? Está enfadado contigo, chico.

– ¿Cómo es eso?

– Tú qué crees. No le dijiste nada de Poe, ni de Brooks ni de Chicago. Creo que allí has perdido una buena fuente, Jack.

– Puede. ¿Tienen alguna novedad?

– Sí, el guarda forestal.

– ¿Qué pasa con él?

– Lo han hipnotizado. Le han hecho volver a aquel día. Ha dicho que cuando miró en el interior del coche en busca del arma, tu hermano sólo llevaba un guante. Después alguien se lo volvió a poner en la mano, con la prueba de GSR: Wexler dice que ahora no tienen ninguna duda sobre eso.

Asentí, más para mis adentros que para contestar a Washington.

– Tanto vosotros como los de Denver tendréis que acudir al FBI, ¿no? Se trata de crímenes conexos en diferentes estados.

– Ya veremos. Recuerda que a los policías locales no les entusiasma la idea de trabajar con el FBI. Vas a contárselo y te dan la patada, siempre, y en el culo. Aunque tienes razón, quizás es el único modo. Si esto es lo que yo creo, y lo que crees tú, el FBI acabará viniendo a dirigir el cotarro.

No le dije a Washington que yo pensaba acudir al FBI por mi cuenta. Sabía que tenía que llegar él primero. Aparté el plato, miré a Washington y sacudí la cabeza. La historia era increíble.

– ¿A ti qué te parece? ¿Qué crees que tenemos entre manos?

– Las posibilidades son escasas -dijo Washington-. Primera, que sea un tipo aislado, que anda matando a gente y después hace el doblete y se carga al poli que dirige el caso.

Asentí. Estaba de acuerdo.

– Segunda, que los primeros asesinatos no estén relacionados y que nuestro hombre, simplemente, llega a la ciudad, espera un caso que le guste o que haya visto en la tele, y va a por el poli que lleva la investigación.

– Sí.

– Y la tercera es que tengamos dos asesinos. En ambas ciudades, uno comete el primer asesinato y después viene el otro y comete el segundo, se carga al poli. Esta tercera no me gusta. Plantea demasiadas preguntas. ¿Se conocen? ¿Trabajan juntos? Parece muy remota.

– Tendrían que conocerse. Si no, ¿cómo iba a saber el segundo tipo dónde había estado el primero?

– Exacto. De modo que nos concentramos en las posibilidades uno y dos. Aún no hemos decidido si los de Denver vienen aquí y nosotros enviamos a alguien allí, aunque vamos a considerar los casos del chico y de la muchacha juntos. En busca de alguna conexión, y si la encontramos tendremos algo para empezar.

Asentí. Estaba rumiando la primera posibilidad. Una sola persona, un asesino que lo hubiera hecho todo.

– Si se trata de un solo tipo, ¿cuál es en realidad su objetivo? -pregunté, dirigiéndome más a mí mismo que a Washington-. ¿Es la primera víctima o el policía?

Washington volvió a poner las cejas en forma de uve.

– Quizás -añadí- hayamos dado con uno que quiere matar polis. Ése es su objetivo, ¿vale? Así que utiliza el primer crimen (Smathers, Lofton) para atraer a su presa: el policía.

Miré a nuestro alrededor. Al decirlo en voz alta, a pesar de que había estado dándole vueltas desde el viaje en avión, sentí un escalofrío.

– Espantoso, ¿eh? -me dijo Washington.

– Sí. Realmente espantoso.

– ¿Y sabes por qué? Porque, si es así, habrá más. Cada vez que se supone que un policía se ha suicidado, la investigación es somera y reservada. A ningún departamento le gustan estas historias. Así que las ventilan de un plumazo y ya está. De ese modo se las quitan de encima. Si la primera posibilidad es la correcta, entonces ese tipo no ha empezado por Brooks y terminado por tu hermano. Apuesto a que hay más.

Apartó el plato. Había terminado.

Media hora más tarde me dejaba frente al Hyatt. Del lago soplaba un viento helado. No me apetecía nada quedarme a la intemperie, y Washington no quiso subir a la habitación. Me dio una tarjeta.

– Me vaya casa, tendré el busca en marcha. Llámame.

– Lo haré.

– Vale, pues, Jack-sacó la mano y se la estreché-. Y gracias, hombre.

– ¿Por qué?

– Por hacérselo creer. Te debo una. Y también John el Lanzado.

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