La muerte es lo mío. Me gano la vida con ella. Con ella he forjado mi prestigio profesional. Le he sacado provecho. Siempre ha estado rondando a mi alrededor, aunque nunca tan cerca como en aquellos momentos con Gladden y Backus, cuando me echaba el aliento a la cara, clavaba sus ojos en los míos y hacía ademán de agarrarme.
Lo que más recuerdo son sus ojos. No puedo irme a dormir sin pensar antes en sus ojos. No por lo que veía en ellos, sino por lo que no tenían, por lo que les faltaba. Detrás de ellos sólo había oscuridad. Un desespero vacío tan intrigante que a veces me descubría a mí mismo luchando contra el sueño para pensar en él. Y cuando pienso en ellos no puedo dejar de pensar también en Sean. Mi hermano gemelo. Me pregunto si, en el instante final, miró a su asesino a los ojos. Me pregunto si vio lo que yo vi. Una maldad tan pura y tan terrorífica como una llamarada. Todavía lloro por Sean. Y lo seguiré haciendo siempre. Y mientras espero y aguardo al ídolo, me pregunto cuándo volveré a ver esa llamarada.