No conseguimos reunimos con la policía local hasta casi las once. Fue un encuentro breve y cordial. Una situación parecida a cuando el pretendiente le pide al padre la mano de la futura novia. En general, poco importa lo que diga el anciano padre. La boda se va a celebrar de todos modos. Backus comunicó a los agentes locales, con palabras meticulosamente escogidas y amistosas, que el gran G había llegado a la ciudad para dirigir el cotarro. Se produjeron los desacuerdos y gestos en contra que eran de rigor sobre determinados aspectos, pero se conformaron con las promesas vacías que Backus les hizo.
Durante la reunión evité sistemáticamente el contacto visual con Thorson. Mientras nos desplazábamos desde el edificio federal, Rachel me explicó el motivo de las tensiones matutinas entre Thorson y ella. La noche anterior se había encontrado con él en el pasillo al salir de mi habitación. Seguramente dedujo lo que quería saber al verla un tanto despeinada. Lancé un gruñido cuando me lo dijo, porque aquello complicaba las cosas. A ella no le importaba gran cosa; al parecer, le hacía mucha gracia la situación. Al final de la reunión con la policía local, Backus distribuyó las tareas. A Rachel y Thompson les asignó la escena del crimen de Orsulak. Yo los acompañaría. Mize y Matuzak tenían que rastrear los interrogatorios que la policía local había hecho a los amigos de Orsulak y reconstruir los movimientos del detective muerto en su último día. Thorson y Cárter se ocuparían del caso del pequeño Joaquín y tendrían que volver a patearse el terreno previamente cubierto por la policía local. Grayson actuaría de enlace con la poli de Phoenix, y Backus, naturalmente, dirigiría la función desde la oficina local y le informarían desde Quantico o desde las otras ciudades de cualquier avance que se produjera en el caso.
Orsulak vivía en un pequeño rancho amarillo de paredes estucadas, en South Phoenix, una barriada de la periferia. Vi tres coches para desguace aparcados en unos campos agostados y dos recintos de venta dominical de coches en plena euforia en un bloque de viviendas.
Rachel sacó la llave que le había dado Grayson, cortó el adhesivo oficial que sellaba la puerta de jamba a jamba e hizo girar la llave en la cerradura; pero antes de empujar la puerta, se volvió hacia mí.
– Ten en cuenta que descubrieron el cadáver al cabo de tres días y medio. ¿Podrás resistido?
– Pues claro.
No sé por qué me cohibió que me hiciera esa pregunta delante de Thompson, que sonrió considerándome un novato. También me molestó ese detalle, aunque en realidad, mi categoría no llegaba siquiera a novato.
Habíamos dado tres pasos hacia el interior cuando me envolvió el hedor. Como reportero, había visto muchos cadáveres, pero nunca había tenido el gusto de entrar en un recinto cerrado donde un cuerpo se hubiera descompuesto durante tres días antes de que lo descubrieran. El olor a putrefacción casi se mascaba. Como si el espíritu de William Orsulak impregnase el lugar y a todo aquel que se atreviera a entrar. Rachel dejó la puerta abierta para que se ventilase un poco el interior.
– ¿Qué buscas? -le pregunté en cuanto me pareció que podía dominar mis náuseas.
– Pues no lo sé muy bien -replicó Rachel-. Ya lo han registrado los agentes locales, sus amigos…
Se acercó a la mesa del comedor, que era la habitación de la derecha de la puerta, puso sobre ella la carpeta que llevaba y la abrió. Empezó a hojear el contenido. Era parte del material que los polis locales habían entregado a los agentes.
– Echa un vistazo por ahí -me dijo Rachel-. Me da la impresión de que registraron a conciencia, pero a lo mejor encuentras algo. No toques nada.
– De acuerdo.
La dejé allí y eché una ojeada a mi alrededor. Lo primero que vi fue una butaca en la sala de estar. Era de color verde oscuro pero tenía una mancha negruzca en el reposacabezas, una mancha de sangre. Sangre de Orsulak.
En el suelo, delante de la butaca, y cerca de la pared de atrás, dos círculos de tiza señalaban los agujeros de donde habían extraído las balas. Thompson se arrodilló allí y abrió la caja de herramientas. Empezó a hurgar en los agujeros con un punzón fino de acero. Lo dejé allí y me adentré en la casa.
Había dos dormitorios, el de Orsulak y otro más, que estaba lleno de polvo y parecía en desuso. VI fotos de dos adolescentes en la cómoda del dormitorio del detective, pero estaba seguro de que los chicos no habían utilizado nunca la otra habitación, nunca habían ido a visitarle. Deambulé sin prisas por las habitaciones y el cuarto de baño del pasillo, pero no vi nada que me pareciera relevante para la investigación. En mi fuero interno tenía la esperanza de dar con algo sustancioso, que fuera de utilidad e impresionara a Rachel, pero salí con las manos vacías.
Cuando volví a la sala de estar no vi ni a Rachel ni a Thompson.
– ¡Rachel!
No hubo respuesta.
Fui a la cocina pasando por el comedor, pero tampoco había nadie. Crucé el lavadero, abrí una puerta y me asomé a un oscuro, garaje; estaba vacío. Al volver a la cocina vi la puerta entreabierta y miré por la ventana que estaba sobre el fregadero. Percibí movimiento entre la crecida maleza del final del patio trasero. Rachel caminaba con la cabeza agachada entre las altas hierbas, y Thompson la seguía.
El patio estaba despejado hasta unos veinte metros detrás de la casa. A ambos lados lo cercaba una valla de planchas
de unos dos metros de altura. Pero al fondo no había linde señalado y el patio descendía hacia el lecho de un arroyo seco cubierto de maleza. Rachel y Thompson avanzaban siguiendo un rastro que se alejaba de la casa.
– Gracias por esperarme -dije, cuando llegué a su altura-. ¿Qué hacéis?
– ¿A ti qué te parece, Jack? -dijo Rachel-. ¿Que el Poeta aparcó tranquilamente a la entrada, llamó a la puerta y se cargó a Orsulak después de que éste lo invitase a entrar?
– No lo sé, pero lo dudo.
– Yo también. No, estuvo vigilándolo. A lo mejor varios días. Pero los agentes locales interrogaron a todo el vecindario y nadie vio vehículos que no fueran de los residentes. Nadie vio nada fuera de lo normal.
– ¿Así que crees que entró por aquí?
– Es una posibilidad.
Rachel escrutaba el terreno a medida que iba caminando. Buscaba cualquier cosa. Una huella en el barro, una rama rota. Se paró varias veces y se agachó a mirar algunos escombros que había en el sendero. Un paquete de tabaco, un botellín de refresco. No tocó nada. Si fuera necesario, lo recogerían después.
Seguimos el sendero caminando bajo las líneas de alta tensión hasta una zona de matorrales muy espesos que delimitaba la parte trasera de un campamento de caravanas. Subimos a un montículo y le echamos un vistazo desde arriba. No estaba bien cuidado y muchas de las caravanas tenían añadidos improvisados de cualquier manera, que hacían de porches y leñeras. En algunas caravanas, habían cerrado el porche con grandes plásticos para utilizarlo como dormitorio o espacio adicional. Un halo de miseria emanaba de los treinta y pico habitáculos apiñados como sardinas en lata.
– Bueno, qué, ¿vamos allá? -preguntó Rachel, como si fuéramos a una merienda.
– Las damas primero -dijo Thompson.
Había unos cuantos habitantes del campamento sentados en los peldaños de la entrada o en sillones desvencijados colocados frente a las caravanas. Eran latinos en su mayoría, y algunos negros. Unos pocos hindúes, quizá. Nos vieron salir de entre la maleza sin prestarnos una atención especial, y eso indicaba que nos habían identificado como polis. Nosotros mostramos la misma indiferencia hacia ellos a nuestro paso por el estrecho espacio que quedaba entre las hileras de caravanas.
– ¿Qué nos proponemos?
– Echar un vistazo, nada más -contestó Rachel-. Ya haremos las preguntas después. Si nos lo tomamos con calma, sin precipitamos, se darán cuenta de que no hemos venido a incordiarles. Eso puede ayudarnos.
Rachel no paraba de escrutar el campamento y cada caravana que íbamos dejando atrás. Era la primera vez que la veía con las manos en la masa. No estábamos sentados alrededor una mesa tratando de interpretar hechos. Era la hora de la recogida de datos y yo estaba más pendiente de ella que de cualquier otra cosa.
– Vigilaba a Orsulak -dijo Rachel, más para sí misma que dirigiéndose a Thompson o a mí-. Y en cuanto averiguó dónde vivía, empezó a hacer planes. La forma de entrar y salir. Tuvo que usar un camino de fuga y un vehículo para huir, y habría sido un poco tonto si lo hubiera aparcado en medio de la calle de Orsulak.
Por la calle principal, estrecha como era, nos íbamos acercando a la parte delantera del campamento, donde estaba la entrada delantera, que daba a una calle de la ciudad.
– Así que aparcó por aquí y cruzó a pie.
La primera caravana de la entrada tenía en la puerta un cartel que decía: «Oficina.» Y otro, más grande, colocado en una estructura de hierro sobre el techo de la caravana, rezaba: «Parcelas con sol. Campamento de viviendas ambulantes.»
– ¿Parcelas con sol? -exclamó Thompson-. Palmos al sol, diría yo.
– Tampoco es muy apropiado lo de campamento -añadí.
Rachel estaba desconectada, iba a lo suyo, no escuchaba. Pasó de largo los escalones y la puerta de la oficina y llegó hasta la calle del casco urbano. Era de cuatro carriles, en un polígono industrial. Justo delante del campamento había un almacén de guardamuebles con un depósito a cada lado. Rachel miraba a todas partes tomando nota de los alrededores. Se fijó en la única luz de la calle, situada a media manzana de distancia. Adiviné lo que estaba pensando. Que aquello estaría oscuro por la noche.
Avanzó siguiendo el bordillo, peinando el asfalto con la mirada, buscando algo, cualquier cosa, una colilla quizás o un poco de suerte. Thompson se quedó conmigo, dando puntapiés al suelo. Yo no podía dejar de mirar a Rachel. Vi que se paraba, miraba al suelo y se mordía el labio un momento. Me acerqué.
Contra el bordillo, brillando como un alijo de diamantes, había un cristal de seguridad hecho añicos. Revolvió los cristales con la punta del zapato.
El encargado del campamento de caravanas ya se había metido al menos tres lingotazos en lo que iba de día cuando abrimos la puerta y entramos en el atiborrado espacio que se anunciaba como oficina. Era evidente que también cumplía las funciones de vivienda. Estaba sentado en una butaca de pana verde con el escabel desplegado. A pesar de los arañazos de gato que tenía a los lados, era el mejor mueble que había. Aparte del televisor, un Panasonic que parecía nuevo, con vídeo incorporado. Estaba viendo un programa de venta a domicilio y le costó un buen rato apartar los ojos de la pantalla para miramos. El utensilio que anunciaban en ese momento cortaba y troceaba verduras sin
desparramarlas y sin el derroche de tiempo de un robot de cocina.
– ¿Es usted el encargado? -preguntó Rachel.
– ¿No es evidente, oficial?
«Un tío listo», me dije. Tenía unos sesenta años y llevaba pantalones de faena verdes y una camiseta sin mangas con quemaduras de cigarrillo en el pecho, por las que le asomaban unos pelos grises. Era calvo y tenía la cara enrojecida de los bebedores. Era blanco, el único blanco que había visto en el campamento hasta el momento.
– Soy agente -replicó ella, al tiempo que le enseñaba la cartera con la placa.
– ¿FBI? ¿Por qué se preocupa el G por una insignificancia como un asalto a un coche? Ya ve, leo mucho. Sé que ustedes se han puesto el nombre del G. Me gusta.
Rachel nos miró a Thompson y a mí y después otra vez al hombre. Noté el discreto cosquilleo de la ansiedad.
– ¿Cómo sabe lo del asalto al coche? -le preguntó Rachel.
– Les he visto ahí fuera. Tengo ojos. Estaban mirando los cristales rotos. Los amontoné yo mismo con la escoba. Los barrenderos sólo pasan por aquí una vez al mes. Quizá más en verano, porque se junta mucho polvo ahí fuera.
– No. Quiero decir que cómo se enteró de que habían robado en un coche.
– Porque duermo ahí, en la habitación de atrás. Les oí cuando rompieron la ventana. Les vi hurgar dentro del coche.
– ¿Cuándo fue?
– A ver, tuvo que ser el jueves pasado. Me intrigaba que el dueño no hubiera puesto la denuncia. Pero no me esperaba que viniera el FBI. ¿Y ustedes dos? ¿También son del G?
– No se preocupe por eso, señor… ¿Cómo se llama, caballero?
– Adkins.
– Bien, señor Adkins, ¿sabe usted quién es el dueño del coche?
– No, no lo he visto en mi vida. Sólo oí que rompían el cristal y vi a los chicos.
– ¿Se apuntó la matrícula? -No.
– ¿No avisó a la policía?
– No tengo teléfono. Podía haberme llegado al de Thibedoux, en la parcela tres, pero era tan de noche que los polis no vendrían… Total, por un robo en un coche. No iban a venir. Tienen mucho que hacer.
– Es decir, que nunca, en ningún momento, vio al dueño del vehículo y él no llamó a su puerta para preguntarle si había visto u oído algo.
– Exacto.
– ¿Y los chicos que lo abrieron? -preguntó Thompson, robándole a Rachella pregunta culminante-. ¿Los conoce, señor Atkins?
– Adkins, con D, no con T, señor G.
A Adkins le hizo gracia su propio dominio del alfabeto y se echó a reír.
– Señor Adkins -repitió Thompson, corrigiéndose-. Dígame, ¿sí o no?
– Sí o no, ¿qué?
– Si conoce usted a esos chicos.
– No, no sé quiénes eran.
Desvió la mirada hacia el televisor. En el programa anunciaban ahora un guante con pequeñas cerdas de goma en la palma para cepillar animales domésticos.
– Ya sé para qué más sirve eso -comentó Adkins. Hizo el gesto de masturbarse con la mano y guiñó un ojo a Thompson sonriendo-. En realidad, lo venden para eso, ¿sabe?
Rachel se acercó al aparato y lo apagó. Adkins no protestó. Ella se enderezó y le miró a los ojos.
– Estamos investigando el asesinato de un oficial de policía. Préstenos atención. Tenemos motivos para creer que el coche que abrieron pertenece a un sospechoso. No hemos venido a detener a los chicos que lo abrieron, pero tenemos que hablar con ellos. Usted mentía hace un momento, señor Adkins, lo he visto en sus ojos. Los chicos viven en este campamento.
– No, yo…
– Déjeme terminar. Sí, nos ha mentido. Pero vamos a darle otra oportunidad. Díganos la verdad ahora o volveremos con más agentes y más policías y tomaremos este vertedero, al que usted llama campamento de caravanas, como si le pusiera sitio un ejército. ¿Cree que no encontraremos objetos robados en esas casas de hojalata? ¿Cree que no daremos con alguien que esté en busca y captura? ¿Y con algunos inmigrantes ilegales? ¿Y qué me dice de la infracción de las leyes de seguridad? Ahí mismo hay una, he visto el alargo que sale de la puerta y va al cobertizo. Ahí vive alguien, ¿verdad? Y estoy segura de que usted y su jefe le cobran un plus por ese concepto. O tal vez sólo se lo cobra usted. ¿Qué va a pensar su jefe cuando se entere? ¿Qué va a decirle cuando los ingresos bajen porque los que tenían que pagarle una renta a usted no pueden porque los han deportado o están encerrados bajo orden judicial por no pagar la asistencia infantil? Y en cuanto a usted, señor Ad… kins, ¿quiere que pase el número de serie de ese televisor por el ordenador, a ver si figura en nuestras listas?
– El aparato es mío. Lo compré y lo pagué a tocateja. ¿Sabe lo que es usted, señora del FBI? Una furcia de la bofia de Investigación.
Rachel hizo caso omiso del comentario, pero me pareció que Thompson se giraba para esconder una sonrisa.
– ¿A quién se lo compró y se lo pagó a tocateja?
– En fin. A esos hermanos Tyrell, ¿vale? Fueron los que robaron en el coche. Pero si ahora vienen aquí y me rompen la jeta, la denuncio. ¿Entiende?
Con las señas que nos dio Adkins, llegamos a la caravana de la cuarta plaza, contando desde la entrada principal. Había corrido la voz de que la ley estaba en el campamento. Había más gente en los peldaños de las entradas y en los sillones del exterior. Cuando llegamos al número 4, los hermanos Tyrell ya nos esperaban.
Estaban sentados en un viejo balancín bajo un toldo azul de lona que se extendía desde un lado de la ancha caravana. Junto a la entrada había una lavadora y una secadora cubiertas con una lona azul para protegerlas de la lluvia.
Los dos eran adolescentes, con un año de diferencia entre sí, quizá, y su piel morena revelaba que eran mulatos. Rachel se acercó al borde de la sombra que proyectaba el toldo. Thompson se situó a una distancia de metro y medio a su izquierda.
– Chicos -dijo Rachel, y no le contestaron-. ¿Está vuestra madre en casa?
– No, no está, oficial-dijo el mayor.
El muchacho lanzó al otro una mirada significativa y éste empezó a mover la mecedora con la pierna.
– Ya sabemos -dijo Rachel-, ya sabemos lo listos que sois. No queremos problemas con vosotros. Se lo prometimos al señor Adkins cuando fuimos a su oficina a preguntar cuál era vuestra caravana.
– ¡Adkins, mierda! -dijo el menor.
– Hemos venido por lo del coche que estaba aparcado en la calle la semana pasada.
– No lo vimos. -No, no lo vimos.
Rachel se acercó al mayor y se agachó para hablarle directamente al oído.
– Venga ya -le dijo en voz baja-, éste es uno de los momentos de que os hablaba vuestra madre. Piensa un poco. Usa la cabeza. A ver si te acuerdas de lo que os dijo. No busques problemas, ni para ella ni para vosotros. Te interesa que nos vayamos y te dejemos en paz. Y sólo lo conseguirás de una forma.
Cuando Rachel entró en la sala de la brigada de la oficina local llevaba la bolsa de plástico como un trofeo. La dejó en la mesa de Matuzak y un puñado de agentes se lanzaron a mirar lo que traía. Backus entró y miró la bolsa como si fuera el Santo Grial. Luego miró a Rachel con la emoción reflejada en los ojos.
– Grayson ha consultado con el Departamento de Policía -dijo-. No tienen constancia de que se abriera ningún coche en esa zona. Ni ese día ni esa semana. Digo yo que cualquier ciudadano legal que se encuentre el coche abierto pondría una denuncia.
Rachel asintió.
– Digo yo.
Backus le hizo una seña a Matuzak para que recogiera de la mesa la bolsa de la prueba.
– ¿Sabes lo que tienes que hacer? -Sí.
– Vuelve con un poco de suerte para todos. Nos hace mucha falta.
El contenido de la bolsa era una radio robada de un coche Ford Mustang último modelo, blanco o amarillo, según cuál de los dos hermanos Tyrell tuviera mejor visión en la oscuridad.
No les habíamos sacado más información, pero teníamos la sensación, o la esperanza, de que bastaría con eso. Rachel y Thompson los entrevistaron por separado y luego se los intercambiaron y volvieron a interrogarlos, pero lo único que tenían los hermanos Tyrell era la radio. Dijeron que no habían visto en ningún momento al conductor que dejó el coche junto al bordillo de la acera frente a «Parcelas con sol», y que no se llevaron nada más que la radio, que fue un trabajo rápido de romper y sacar. Ni siquiera se preocuparon de abrir el maletero. Tampoco se fijaron en la matrícula para comprobar si era de Arizona.
Mientras Rachel pasaba el resto de la tarde rellenando papeles y preparando un informe sobre el coche para que lo transmitieran a todas las oficinas locales, Matuzak introdujo el número de serie de la radio en la Unidad de Identificación de Automóviles de Washington D.C., la central, luego pasó el aparato al laboratorio para que lo inspeccionasen. Previamente, tomó las huellas dactilares de los hermanos para eliminar posibilidades.
En el laboratorio no encontraron huellas útiles en la radio, sólo las que habían dejado los hermanos Tyrell. Pero el número de serie no terminó en un callejón sin salida. Los llevó hasta un Mustang amarillo claro de 1994 registrado a nombre de la compañía Hertz. Después, Matuzak y Mize se dirigieron al aeropuerto internacional Sky Harbor para seguir la pista del coche.
En la oficina local reinaba el optimismo. Rachel había cumplido. No era seguro que el conductor del Mustang hubiera sido el Poeta. Pero el tiempo que estuvo aparcado frente a las «Parcelas con sol» coincidía con el período de la muerte de Orsulak. Además había que contar con el detalle de que nadie había denunciado a la policía la rotura del cristal. Eran aportaciones valiosas de una pista viable y: lo que es más, les proporcionaba una idea más aproximada de la forma de operar del Poeta. Era un avance importante. Sentían lo mismo que yo. Que el Poeta era un enigma, un fantasma que deambulaba por el exterior, en la oscuridad. El hecho de haber encontrado una pista como la radio del
coche hacía más creíble la posibilidad de atrapado. Nos íbamos acercando, estábamos llegando.
Pasé casi toda la tarde sin inmiscuirme en nada, sólo mirando cómo trabajaba Rachel. Estaba prendado de su destreza, me admiraba por cómo se había hecho con la radio y por la forma en que había hablado con Adkins y con los hermanos. En un momento determinado, en la oficina, se dio cuenta de que no paraba de observada y me preguntó qué estaba haciendo.
– Nada, sólo mirar.
– ¿Te gusta mirarme?
– Eres buena en lo que haces. Siempre es interesante mirar a alguien así.
– Gracias. Es que he tenido suerte.
– Me da la impresión de que tienes suerte muchas veces.
– Creo que en este negocio la suerte se la busca uno mismo.
Al final del día, Backus recogió y leyó una copia de la alerta transmitida por Rachel y vi que entrecerraba los ojos, reducidos a un par de canicas negras.
– ¿Escogería ese coche intencionadamente? -preguntó-. Un Mustang amarillo pálido.
– ¿Por qué? -pregunté yo.
Vi que Rachel asentía. Sabía la respuesta.
– La Biblia -contestó Backus-. «Y he ahí un caballo pálido cuyo jinete tenía por nombre Muerte.»
– «Y el infierno le iba siguiendo» -remató Rachel.
El domingo por la noche volvimos a hacer el amor, y ella parecía entregarse aún más y estar más necesitada de intimidad. Al final, si uno de los dos se contenía, era yo. Por un lado, en ese momento no había nada en el mundo que deseara más que rendirme a los sentimientos que me inspiraba; pero, por otro, podía escuchar en lo más hondo de mi mente un susurro lejano que me aconsejaba poner en duda los motivos de Rachel. Tal vez fuera un testimonio de la precaria confianza que tenía en mí mismo, pero no podía evitar prestar oídos a esa voz cuando me decía que a lo mejor ella pretendía fastidiar a su ex marido tanto como satisfacerme a mí y a sí misma. Ese pensamiento hizo que me sintiera culpable y falso, poco sincero. Cuando nos abrazamos al final, me musitó al oído que esta vez se quedaría hasta el amanecer.