Durante el trayecto desde el centro de la ciudad a Santa Mónica apenas hablamos. Yo iba pensando en lo de Rachel en Florida. No lograba comprender por qué Backus la había enviado allí, si era aquí donde estaba la vanguardia. Resolví que había dos posibilidades. Una era que a Rachel la hubieran castigado por algún motivo, posiblemente por mí, y la hubieran apartado de la primera línea. La otra era que se hubiera abierto una nueva vía de investigación en el caso, algo que yo desconocía y de lo que no me habían informado intencionadamente. Las dos opciones eran malas, pero en mi interior elegí la primera.
Durante la mayor parte del viaje, Thorson estuvo sumido en sus pensamientos, o quizá sólo estuviera harto de estar conmigo. Pero cuando aparcamos frente al Departamento de Policía de Santa Mónica contestó a mi pregunta incluso antes de que se la hubiera formulado.
– Sólo tenemos que coger las pertenencias que le incautaron a Gladden cuando lo detuvieron. Queremos relacionarlo todo.
– ¿Y te lo van a permitir?
Sabía cómo solían reaccionar los pequeños departamentos, todos los departamentos de policía locales, en realidad, cuando los invadía el gran G.
– Ya veremos.
En el mostrador del despacho de detectives nos informaron de que Constante Delpy estaba en el juzgado, pero que su compañero Ron Sweetzer se reuniría con nosotros enseguida. Para Sweetzer, enseguida resultaron ser diez minutos. Un lapso de tiempo que a Thorson no le hizo ninguna gracia. Me parecía que al FBI, personificado en Gordon Thorson, por lo menos, no le gustaba tener que esperar a nadie, y menos a una placa dorada de pueblo.
Cuando Sweetzer apareció por fin, se plantó detrás del mostrador y nos preguntó en qué podía ayudarnos.
Me echó un segundo vistazo, probablemente sopesando que mi barba y mi ropa no encajaban con su idea de lo que era el FBI. No dijo nada ni hizo ningún movimiento que pudiera interpretarse como una invitación a que pasáramos a su oficina. Thorson contestó en consonancia, con frases cortas y con la rudeza que le caracterizaba. Sacó una hoja de papel doblada del bolsillo interior y la extendió sobre el mostrador.
– Éste es el inventario de las pertenencias de William Gladden, alias Harold Brisbane, cuando fue detenido. He venido para encargarme de su custodia.
– ¿De qué está hablando? -le dijo Sweetzer.
– Estoy hablando de lo que acabo de decir. El FBI se ha hecho cargo del caso y dirige la investigación nacional sobre William Gladden. Necesitamos que unos expertos supervisen lo que tienen ustedes aquí.
– Espere un momento, señor agente. Contamos con nuestros propios expertos y tenemos un caso contra ese tipo. No vamos a ceder las pruebas a nadie. No, al menos, sin una orden judicial o sin el consentimiento del fiscal del distrito.
Thorson respiró hondo, pero a mí me pareció que se estaba embarcando en algo que ya había hecho incontables veces con anterioridad. El matón que llegaba al pueblo y se metía con el tío debilucho.
– Antes que nada -dijo-, usted y yo sabemos que su caso no vale una mierda. En segundo lugar, no estamos hablando de pruebas, de todas formas. Usted tiene una cámara y una bolsa de caramelos. Eso no es ninguna prueba de nada. Se le acusa de huir de un agente, de vandalismo y de contaminación de un canal. ¿Qué tiene que ver la cámara con todo esto?
Sweetzer empezó a decir algo y se detuvo, como si no encontrara la respuesta.
– ¿Quieren esperar aquí, por favor? Sweetzer se alejó del mostrador.
– No dispongo de todo el día, detective -dijo Thorson a su espalda-. Intento atrapar a ese tipo. Por desgracia todavía anda suelto.
Sweetzer se giró, airado.
– ¿Qué se supone que significa eso? ¿Qué cojones significa eso? Thorson levantó las manos en un gesto de presunta inocencia.
– Significa exactamente lo que piensa que significa. Ahora, vaya al grano. Llame a su jefe. Quiero hablar con él ahora mismo.
Sweetzer se fue y al cabo de dos minutos regresó con un hombre diez años mayor que él, quince kilos más gordo y el doble de enfadado.
– ¿Qué pasa aquí? -dijo en un tono cortante.
– No hay ningún problema, capitán. -Teniente.
– Ah, bien, teniente, creo que su hombre se ha hecho un lío. Le he explicado que el FBI se ha hecho cargo de la investigación de William Gladden y trabaja codo con codo con la policía de Los Angeles y con otros departamentos de todo el país. También estamos abiertos a colaborar con el de Santa Mónica. Pero, al parecer, el detective Sweetzer cree que reteniendo las pertenencias incautadas al señor Gladden colabora en la investigación y en la eventual detención del señor Gladden. En realidad, está obstaculizando nuestros esfuerzos. Francamente, me sorprende que me traten de esta forma. Me acompaña un miembro de la prensa nacional y no me imaginaba que tuviera que presenciar algo así.
Thorson me señaló con un gesto y Sweetzer y su teniente me miraron detenidamente. Yo estaba cada vez más
enfadado. El teniente volvió a mirar a Thorson.
– No entendemos por qué tiene que llevarse esas pertenencias. He mirado el inventario. Hay una cámara, unas gafas de sol, un macuto de lona y una bolsa de caramelos, eso es todo. No hay película ni fotos. ¿Por qué tiene que quitárnoslo el FBI?
– ¿Han sometido algunas muestras de caramelo a análisis químicos de laboratorio?
El teniente miró a Sweetzer, quien sacudió la cabeza levemente, como haciendo algún tipo de señal secreta.
– Nosotros lo haremos, teniente -dijo Thorson-. Para determinar si los caramelos han sido manipulados de alguna forma. Y la cámara. Ustedes no lo saben, pero en nuestra investigación hemos recuperado algunas fotos. No puedo revelar el contenido de esas imágenes, aunque será suficiente decir que son de carácter marcadamente ilegal. Pero la cuestión es que el análisis de esas fotos muestra una imperfección del objetivo de la cámara con la que fueron tomadas. Es como una huella que se repite en todas ellas. Podemos relacionarlas con una cámara. Pero para hacerla necesitamos ésta. Si permite que nos la llevemos y establezcamos una relación, podremos probar que ese hombre hizo las fotos. Así, cuando lo cojamos, tendremos cargos adicionales contra él. Además, nos ayudará a determinar con exactitud qué ha hecho ese tipo. Por eso les pedimos que nos cedan esas pertenencias. En realidad, caballeros, todos perseguimos el mismo fin.
El teniente estuvo un rato sin decir nada. Después dio media vuelta y se alejó del mostrador.
– Asegúrese de que le firman un recibo por la cesión de las pruebas -le dijo a Sweetzer.
Sweetzer, cabizbajo, le siguió más allá del mostrador, sin protestar pero susurrando algo acerca de no haber entendido lo que Thorson había dicho antes de convencer al teniente. Cuando ambos doblaron una esquina del departamento, me acerqué a Thorson, para poder hablarle en voz baja.
– La próxima vez que se te ocurra utilizarme de esta manera, avísame antes -le dije-. Esto no me gusta nada. Thorson mostraba una sonrisa de satisfacción.
– Un buen investigador utiliza todas las armas que tiene a su alcance. Tú estabas a mi alcance.
– ¿Es verdad lo de las fotos recuperadas y el análisis de la cámara?
– Sonaba bien, ¿no?
El único recurso que le quedaba a Sweetzer para salvaguardar su dignidad en la transacción fue hacemos esperar otros diez minutos. Por fin, apareció con una caja de cartón, y la deslizó por el mostrador. Después le pidió a Thorson que firmara un recibo por la cesión de las pruebas. Thorson se dispuso a abrir la caja y Sweetzer puso la mano en la tapa para impedírselo.
– Está todo ahí dentro -dijo Sweetzer-. Sólo tiene que firmar el recibo y yo podré volver a mi trabajo. Estoy ocupado. Thorson, que había ganado la guerra, le concedió la última batalla y firmó.
– Confío en usted.
– ¿Sabe una cosa? Yo quería ser agente del FBI.
– Bueno, no se preocupe demasiado por eso. Mucha gente suspende el examen. Sweetzer se puso colorado.
– No fue por eso -se explicó-. Simplemente, decidí que prefería ser un ser humano. Thorson levantó la mano y lo apuntó con el dedo como con una pistola.
– Muy buena ésta -le dijo-. Que pase un buen día, detective Sweetzer.
– Eh -dijo Sweetzer-. Si ustedes, los del FBI, necesitan algo más, y me refiero a cualquier cosa, piénsenselo antes de llamar.
De vuelta al coche no pude contenerme.
– Supongo que nunca has oído decir que es más fácil cazar moscas con azúcar que con limón.
– ¿Y por qué desperdiciar el azúcar con las moscas? -replicó.
No abrió la caja de las pertenencias hasta que entramos en el coche. Al destaparla vi los artículos de los que ya se había hablado envueltos en bolsas de plástico, y un sobre cerrado en el que ponía «Confidencial: Sólo para el FBI». Thorson rasgó el sobre y extrajo de él una fotografía, una Polaroid, probablemente tomada con la cámara con la que retratan a los detenidos. Era un primer plano de las nalgas de un hombre, con unas manos que las cogían y las separaban para proporcionar una panorámica clara y profunda del ano. Thorson la examinó un momento y después la tiró al asiento de atrás por encima del hombro,
– Qué raro -dijo-. No sé por qué Sweetzer habrá incluido un retrato de su madre. Solté una breve carcajada.
– Es el mejor ejemplo de cooperación entre distintos cuerpos de seguridad que he visto jamás -comenté.
Pero Thorson hizo caso omiso del comentario o quizá no lo oyó. La expresión se le volvió sombría y sacó de la caja una bolsa de plástico con la cámara. Vi cómo la observaba detenidamente. Le daba vueltas entre las manos, examinándola.
– Esos cabrones de mierda -dijo despacio-. La han tenido todo este tiempo delante de las narices.
Miré la cámara. Había algo raro en su forma voluminosa. Parecía una Polaroid, pero tenía un objetivo estándar de treinta y cinco milímetros.
– ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
– ¿Sabes lo que es esto? -No, ¿qué?
Thorson no contestó. Apretó un botón para ponerla en marcha. Después examinó el contador digital de la parte de atrás.
– No hay ninguna foto -dijo.
– ¿Qué pasa?
No contestó. Volvió a poner la cámara en la caja, la cerró y arrancó el coche.
Thorson condujo calle abajo desde la comisaría de policía como si fuera un camión de bomberos en misión de urgencia. Frenó en la gasolinera de Pico Boulevard y bajó de un salto, mientras el coche todavía daba sacudidas a consecuencia del brusco frenazo. Corrió hacia el teléfono y marcó un número de larga distancia sin echar ninguna moneda. Mientras esperaba que le contestaran sacó un bolígrafo y un pequeño bloc de notas. Vi que escribía algo después de decir unas palabras. Cuando marcó otro número de larga distancia sin poner monedas supuse que había pedido información a un número gratuito con el prefijo 800.
Tuve la tentación de salir del coche y acercarme a él para oír la conversación, pero decidí esperar. Al cabo de un instante vi que anotaba la información en su cuaderno. Mientras, observé la caja con las pruebas que Sweetzer le había entregado. Deseaba abrirla y volver a examinar la cámara, pero pensé que a Thorson no le haría ninguna gracia.
– ¿Te importaría contarme lo que está pasando? -le pregunté en cuanto volvió a ponerse tras el volante.
– Claro que me importa, pero te vas a enterar de todas formas -abrió la caja y sacó la cámara de nuevo-. ¿Sabes qué es esto?
– Tú lo has dicho. Una cámara.
– Exacto, pero lo importante es qué clase de cámara.
Mientras le daba vueltas entre las manos, vi la marca del fabricante impresa en la parte frontal. Una gran «d» minúscula de color azul claro. Sabía que era el símbolo de una empresa de ordenadores llamada digiTime. Bajo el logo corporativo ponía «digiShot 200».
– Es una cámara digital, Jack. El palurdo de Sweetzer no sabía qué cono tenía. Esperemos que no sea demasiado tarde.
– No te sigo. Supongo que también soy un palurdo, pero ¿podrías…?
– ¿Sabes lo que es una cámara digital?
– Sí. Funciona sin película. En el periódico hemos hecho pruebas con alguna.
– Exacto. No lleva película. En su lugar, un microchip captura la imagen. Entonces, ésta puede introducirse en un ordenador, editarse, ampliarse, hacer lo que quieras con ella y luego imprimirla. Según sea el equipo (y éste es un equipo muy bueno, lleva una lente Nikon) puedes obtener fotografías de alta resolución. Tan perfectas como el objeto real.
Había visto fotos tomadas con una digital en el Rocky. Thorson no exageraba.
– ¿Y qué significa eso?
– Dos cosas. ¿Recuerdas lo que te he contado sobre los pedo filos? ¿Que actúan en red? -Sí.
– Muy bien, sabemos con certeza que Gladden tiene un ordenador a causa del fax, ¿no? -Sí.
– Y ahora sabemos que tenía una cámara digital. Con la cámara digital, el ordenador y el mismo módem que utilizó para enviar el fax, podía mandar una foto al lugar del mundo que quisiera, a cualquier persona que tuviera un teléfono, un ordenador y un equipo adecuado para recibida.
En una décima de segundo se me hizo la luz.
– ¿Envía fotos de niños a otras personas?
– No, les vende fotos de niños. Eso es lo que creo. Las preguntas que nos hacíamos acerca de cómo vivía y de dónde sacaba el dinero… Sobre aquella cuenta de Jacksonville desde la que envió una transferencia. Esta es la respuesta. El Poeta consigue dinero vendiendo fotografías de niños, quizás incluso de los niños que ha matado. Quién sabe, puede que incluso de los policías que ha matado.
– ¿Alguien querría…?
No terminé la frase. Sabía que era una pregunta tonta.
– Si algo he aprendido en este trabajo es que existe una apetencia y, por lo tanto, un mercado para todo -dijo Thorson-. Siempre hay alguien que comparte el pensamiento más negro que se te pueda ocurrir. La peor cosa que puedas imaginar, sea lo que fuere, no importa lo terrible que sea, existe un mercado para ella… Tengo que hacer otra llamada, he de conseguir el listado de proveedores.
– ¿Y lo segundo? -¿Qué?
– Has dicho que había dos cosas importantes relacionadas con…
– Es una oportunidad. Es una gran oportunidad, joder. Es decir, si no llegamos demasiado tarde por culpa de que en Santa Mónica han retenido la maldita cámara. Si los ingresos de Gladden, sus cheques de viaje, proceden de la venta de
fotos a otros pedófilos, a quiénes se las envía a través de Internet o a través de alguna BBS, entonces perdió su principal herramienta de trabajo la semana pasada cuando se la quitaron los polis. Repiqueteó con los dedos en la tapa de la caja de cartón situada en el asiento que había entre los dos.
– Tiene que reemplazarla -dije.
– Lo has cogido.
– Vas a ir a ver a los proveedores de digiTime.
– Eres un chico listo, Sport. ¿Cómo es que te hiciste periodista?
Esta vez no protesté por el nombre. No lo había dicho con la misma malicia que otras veces.
– He llamado al 800 de la digiTime y me han proporcionado ocho números de proveedores que venden la digiShot 200 en Los Angeles. Supongo que buscará el mismo modelo. El resto del equipo ya lo tiene. Tengo que llamar para que se repartan la lista. ¿Tienes una moneda, Jack? No me quedan.
Le di la moneda, bajó de un salto del coche y volvió al teléfono. Supuse que llamaba a Backus, le explicaba con júbilo la nueva pista y se repartían la lista. Allí sentado, pensé que tendría que haber sido Rachel la que estuviera al teléfono. Thorson volvió al cabo de unos minutos.
– Vamos a comprobar los tres de la zona oeste. Bob le pasará los otros cinco a Cárter y a unos tíos de la oficina local.
– ¿Estas cámaras hay que encargarlas o las tienen en la tienda?
Thorson se zambulló en el tráfico y se dirigió al este, hacia Pico. Mientras hablaba y conducía, consultaba una de las direcciones que había anotado en su cuaderno.
– Algunas tiendas las tienen en existencias -dijo-. Si no las tienen las pueden conseguir con rapidez. Eso es lo que me ha dicho el empleado de la digiTime.
– Entonces, ¿qué estamos haciendo? Ha pasado una semana. A estas alturas puede que ya tenga otra.
– Puede que sí, tal vez no. Nos estamos basando en una corazonada. No se trata de una pieza barata. Hay que comprar todo el paquete con el software de carga y edición, el cable de serie para conectarla al ordenador, la funda de piel, el flash y todos los complementos. Puede subir a mil dólares. Quizá mil quinientos. Pero… -levantó el dedo para hacer la aclaración-: ¿Qué pasa si ya tienes todos los complementos y sólo quieres la cámara? Sin cable. Sin software. Sin ninguno de esos chismes. ¿Qué pasa si acabas de pagar seis mil dólares por la fianza y el abogado y no tienes dinero en metálico, y no sólo no necesitas todos esos extras, sino que además no puedes pagarlos?
– Haces un encargo especial: sólo la cámara; y te ahorras un montón de dinero.
– Exacto. Ésa es mi corazonada. Creo que si el pago de la fianza ha dejado tan pelado a nuestro amigo Gladden como afirmó aquel abogado tramposo, intentará ahorrar hasta el último dólar. Si se ha comprado otra cámara, apuesto a que ha hecho el encargo especial.
Estaba exultante y me contagió su entusiasmo. Yo había reparado en su excitación y empezaba a ver a Thorson bajo un prisma quizá más real. Pensé que ésos eran los momentos por los que vivía. Momentos de comprensión y de claridad. De saber que andaba cerca.
– McEvoy, estamos en racha -dijo de pronto-. Creo que me traes buena suerte, después de todo. Sólo espero que siga y no sea demasiado tarde.
Asentí en señal de conformidad.
Circulamos en silencio unos minutos hasta que volví a hacerle una pregunta.
– ¿Cómo es que sabes tanto de cámaras digitales?
– No es la primera vez que aparecen y cada vez son más frecuentes. Ahora tenemos en Quantico una unidad que se dedica sólo a delitos informáticos. Delitos en Internet. La mayoría explotan la pornografía, delitos con niños. El FBI ha publicado informes detallados para tener a la gente al corriente. Intento estar informado.
Asentí.
– Está el caso de aquella anciana, nada menos que una maestra de escuela, de cerca de Cornell, en Nueva York, que un día comprobó el archivo de envíos telefónicos de su ordenador personal y descubrió una entrada nueva que no reconoció. La imprimió y obtuvo una foto en blanco y negro, oscura pero claramente identificable, de un niño de unos diez años chupándosela a un viejo. Llamó a la policía local y dedujeron que había ido a parar a su ordenador por error. Su dirección de Internet era sólo un número y llegaron a la conclusión de que el remitente se había equivocado en un par de dígitos o algo por el estilo. De cualquier forma, siguieron la pista del archivo hasta su origen y localizaron a un cojo, un pedo filo con un largo historial. Por cierto, era de aquí, de Los Angeles. Lo pusieron en busca y captura y lo encontraron con facilidad. La primera detención digital. El tío tenía algo así como quinientas fotos diferentes en su ordenador. Joder, necesitaba un doble disco duro. Estoy hablando de persuasión, de niños de todas las edades haciendo cosas que ni siquiera se le ocurren a la gente adulta normal… Un buen caso, de todas formas. Cadena perpetua sin libertad provisional. Tenía una «digiShot», aunque debía de ser el modelo 100. El año pasado publicaron toda la historia en el boletín del FBI.
– ¿Cómo es que la fotografía de la maestra salió tan oscura?
– No tenía la impresora adecuada. Ya sabes, se necesita una buena impresora de color y un papel muy satinado. No tenía ninguna de las dos cosas.
Las dos primeras paradas fueron inútiles. En una tienda no habían vendido una digiShot desde hacía quince días. En
la otra habían vendido dos en la última semana, pero las había adquirido un conocido artista de Los Ángeles cuyos collages de retratos realizados con fotos Polaroid eran famosos y se exponían en museos del mundo entero. En la actualidad, quería probar un nuevo medio fotográfico y utilizaba la cámara digital.
Thorson ni siquiera se tomó la molestia de tomar notas para una investigación posterior.
La última parada de nuestra lista era una tienda con fachada en Pico llamada Data Imaging Answers, a dos manzanas del centro comercial Westwood Pavilion. Thorson sonrió.
– Es ésta. Ésta es la que buscamos -dijo.
– ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.
– Es una tienda de entrada libre en una calle transitada. Las otras dos parecían más bien oficinas de venta por correo, sin escaparates. Gladden habría preferido la del escaparate. Mayor estimulación visual, gente saliendo y entrando, más distracciones. Era mejor para él. Quería pasar desapercibido.
Era una tienda pequeña con dos escritorios en la sala de exposición y cajas cerradas amontonadas por ahí. Había dos expositores circulares con terminales de ordenador y equipos de vídeo, junto con montones de catálogos de equipos informáticos. Un hombre calvo con gafas de montura negra, que estaba sentado detrás de uno de los escritorios, nos miró cuando entramos. En el otro no había nadie y daba la impresión de que no se utilizaba.
– ¿Es usted el encargado? -preguntó Thorson.
– Más que eso, soy el dueño -el hombre se levantó con orgullo de propietario y sonrió mientras nos acercábamos a su mesa-. Más que eso, soy el dependiente número uno.
Como vio que no nos uníamos a su carcajada, nos preguntó en qué podía ayudamos.
Thorson le enseñó el interior de la cartera donde llevaba la chapa.
– ¿FBI?
Le pareció inaudito.
– Sí. Ustedes venden la digiShot 200, ¿verdad?
– Sí. La mejor cámara digital. Pero ahora mismo no me quedan existencias. Vendí la última la semana pasada. Se me removieron las tripas. Habíamos llegado demasiado tarde.
– Puedo conseguir una en tres o cuatro días. De hecho, tratándose del FBI puedo intentar que me la envíen en un par de días. Sin recargo, por supuesto.
Sonrió y asintió pero, detrás de las gafas, sus ojos tenían una mirada burlona. Le ponía nervioso tratar con el FBI, especialmente al no saber de qué iba la cosa.
– ¿Y cómo se llama usted?
– Olin Coombs. Soy el dueño.
– Sí, ya nos lo ha dicho. Muy bien, señor Coombs. No me interesa comprar nada. ¿Tiene el nombre de la persona que le compró la última digiShot?
– Oh… -arqueó una ceja, probablemente sopesando si debía preguntar si era legal que el FBI pidiera ese tipo de información-. Desde luego, tengo un registro. Puedo consultarlo.
Coombs se sentó y abrió un cajón del escritorio. Buscó en un archivo de carpetas colgantes hasta que encontró lo que buscaba, sacó una hoja de papel y la alisó sobre la mesa. Después le dio la vuelta para que Thorson no tuviera que leerla al revés. Thorson se inclinó, examinó el documento y vi cómo giraba ligeramente la cabeza hacia la derecha y después volvía al papel. Miré el recibo y me pareció que se habían comprado muchas piezas del equipo junto con la cámara digiShot.
– Esto no es lo que estoy buscando -dijo Thorson-. Busco a un hombre que creemos que sólo quería comprar una cámara digiShot. ¿Ésta es la única que ha vendido esta última semana?
– Sí… Ah, no. Es la única con albarán de entrega. Vendimos otras dos, pero tuvieron que encargarse.
– ¿Y todavía no se han entregado?
– No. Mañana. Espero un camión por la mañana.
– ¿Alguno de los dos encargó sólo la cámara?
– ¿La cámara?
– Ya sabe, sin el resto de los accesorios. El software, el cable, el equipo completo.
– Ah, sí. Oh, en realidad, hay…
Sus palabras se perdieron cuando volvió a abrir el cajón y sacó una tablilla sujetapapeles con diversos formularios de color rosa. Empezó a despegarlos y a leer.
– Tengo un tal señor Childs. Sólo quería la cámara, nada más. Pagó en metálico y por adelantado. Novecientos noventa y cinco más la tasa de ventas de California. Ascendía a…
– ¿Dejó algún teléfono o dirección?
Contuve el aliento. Lo teníamos. Tenía que ser Gladden. La ironía del nombre que había dado -el hecho de que en inglés childs significara «niños»- no se me había pasado por alto. Un escalofrío me recorrió la espalda.
– No dejó teléfono ni dirección -dijo Coombs-. Puse una nota para mi control particular. Dice que el señor Wilton Childs llamará para confirmar la llegada del equipo. Le dije que llamara mañana.
– Entonces, ¿vendrá a recogerla?
– Sí, si ya ha llegado vendrá a buscada. Como le dije, no tenemos su dirección, así que no podemos hacer la entrega.
– ¿Recuerda su aspecto, señor Coombs?
– ¿Su aspecto? Oh, bueno, supongo que sí.
– ¿Podría describírmelo?
– Era un hombre blanco, me acuerdo. Él…
– ¿Rubio?
– Oh, no. Moreno. Con barba incipiente, de eso me acuerdo.
– ¿De qué edad?
– Unos veinticinco o quizá treinta.
Thorson tuvo bastante con eso. Tenía una aproximación y el resto de la información encajaba. Señaló el escritorio vacío.
– ¿Nadie utiliza esa mesa?
– De momento, no. El negocio no va muy bien.
– Entonces, ¿no tiene inconveniente en que la use yo?