45

Por la mañana encontramos a Backus esperando en la sala de reuniones del piso diecisiete. Era otro día claro y la cumbre del monte Catalina surgía de entre las tempranas brumas marinas de la bahía de Santa Mónica.

Eran las ocho y media, pero Backus ya se había quitado la chaqueta y parecía que llevaba horas al pie del cañón. Su sitio en la mesa de reuniones estaba atestado de papeles, además de dos ordenadores portátiles abiertos y un montón de hojitas de color rosa de mensajes telefónicos. Estaba demacrado y triste. Daba la impresión de que la pérdida de Thorson lo iba a dejar marcado para siempre.

– Rachel, Jack-dijo por todo saludo. No iba a ser un buen día y por eso no lo dijo-. ¿Qué tal la mano?

– Bien.

Llevábamos sendas tazas grandes de café y me fijé en que él no tenía. Le ofrecí la mía, pero me dijo que ya había tomado.

– ¿Qué hay? -preguntó Rachel.

– ¿Habéis dejado el hotel? He intentado hablar con tigo esta mañana, Rachel.

– Sí -dijo ella-. Jack quería un sitio más cómodo. Nos cambiamos al Chateau Marmont.

– Bastante cómodo, sí.

– No te preocupes, no voy a cargarlo en las dietas.

Backus asintió con la cabeza y, por la forma en que la miró, me pareció que sabía que ella no tenía habitación propia y que, por tanto, no tenía nada que cargar en las dietas. De todas formas, ésa era la menor de sus preocupaciones.

– Esto va tomando forma -dijo-. Otro más para los estudios, supongo. Estas personas (si es que se les puede considerar personas) siempre me sorprenden. Cada uno de ellos, sus historias… son un pozo negro y nunca hay suficiente sangre para llenarlo.

Rachel separó una silla y se sentó frente a él. Yo me senté aliado de ella. No hablamos. Sabíamos que él quería continuar. Alargó una mano y empezó a dar golpecitos con el lápiz en el borde de uno de los ordenadores.

– Esto era suyo -dijo-. Lo recuperaron anoche del maletero de su coche.

– ¿El de la Hertz? -pregunté.

– No. Llegó a Data Imaging en un Plymouth del 84 registrado a nombre de una tal Darlene Kugel de treinta y seis años, en Hollywood Norte. Fuimos al apartamento de la mujer anoche, no abrieron la puerta y entramos. Estaba en la cama, con la garganta cortada, seguramente con el mismo cuchillo que mató a Gordon. Llevaba muerta varios días. Parecía que hubieran quemado incienso y perfumado el ambiente con colonia para disimular el olor.

– ¿Se quedó allí con el cadáver? -preguntó Rachel.

– Eso parece.

– ¿La ropa que llevaba era de ella? -pregunté.

– Y la peluca.

– Pero ¿qué hacía vestido igual que ella? -preguntó Rachel.

– No lo sé, ni lo sabré nunca. Supongo que estaba seguro de que lo perseguía todo el mundo. La policía, el FBI… Supongo que fue lo único que se le ocurrió para salir del apartamento, recuperar la cámara y quizá salir de la ciudad.

– Probablemente. ¿Qué descubriste en el apartamento?

– Nada de valor, aunque había dos plazas de aparcamiento asignadas al apartamento y en una de ellas encontramos un Pontiac Firebird del 86. La matrícula era de Florida y nos llevó a Gladys Oliveros, en Gainesville.

– ¿La madre? -pregunté.

– Sí. Se fue a vivir allí cuando lo encarcelaron para poder visitarlo, supongo. Volvió a casarse y se cambió de nombre. El caso es que abrimos el maletero del Pontiac y encontramos el ordenador y unas cuantas cosas más, entre ellas los libros que Brass descubrió en la foto de la celda. Había un saco de dormir viejo con manchas de sangre. Ahora está en el laboratorio. El informe inicial dice que han encontrado fibra de capoc en el aislante.

– Es decir, que metió a algunas de sus víctimas en el maletero -dije.

– Lo cual explica el tiempo que no se sabe dónde estuvieron -añadió Rachel.

– Un momento -dije-. Si tenía el coche de su madre, ¿qué significa el de la Hertz en Phoenix? ¿Para qué iba a alquilar un coche si ya tenía uno?

– Otro recurso para despistar, Jack. Usaría el de la madre para ir de una ciudad a otra, pero alquilaba otro cuando iba a consumar el asesinato de un policía.

La perplejidad que me produjo la lógica de semejante teoría se me reflejó en la cara. Pero Backus hizo caso omiso.

– De todos modos, todavía no tenemos el registro de la Hertz, así que no nos desviemos de la cuestión. Lo importante, de momento, es el ordenador.

– ¿Qué contiene? -preguntó Rachel.

– En esta oficina tienen una unidad informática que trabaja en colaboración con el grupo de Quantico. Don Clearmountain, uno de los agentes, se lo llevó anoche y descubrió el código de acceso hacia las tres de la madrugada. Copió todo el contenido del disco duro en el ordenador central. Está lleno de fotografías. Hay cincuenta y siete.

Backus se pellizcó el puente de la nariz. Había envejecido desde la última vez que lo había visto, en el hospital. Había

envejecido mucho.

– ¿Fotos de niños? -preguntó Rachel. Backus hizo un gesto afirmativo.

– ¡Dios! ¿Las víctimas?

– Sí… antes y después. Es espeluznante, espeluznante de verdad.

– ¿Y las transmitía a algún sitio, como pensábamos?

– Sí, el ordenador tiene un módem celular, tal como Gordon… suponía. También está registrado en Gainesvine, a nombre de Oliveros. Recibimos la confirmación hace un rato.

Señaló unos papeles que tenía delante.

– Hay muchas llamadas -dijo-. A todas partes. Estaba conectado a alguna red. Una red de usuarios interesados en esa clase de fotografías. -Levantó los ojos de los papeles y nos miró-. Vamos a detener a mucha gente. Muchos van a pagar por esto. Lo que le ha ocurrido a Gordon no será en vano.

Asintió con la cabeza, más para sí mismo que para nosotros.

– Podemos cruzar las transmisiones y los usuarios con los depósitos bancarios que encontré en Jacksonville -dijo Rachel-. Seguro que ahora sabremos cuándo y cuánto pagaron por las fotos.

– Clearmountain y su gente ya están trabajando en ello. Están en este mismo pasillo, en el despacho del Grupo Tres, por si queréis echar una ojeada.

– Bob -le dije-. ¿Miraron las cincuenta y siete fotos? Me miró un momento antes de contestar.

– Yo sí, Jack; yo sí.

– ¿Eran sólo de los niños?

Se me encogió el corazón. Todo lo que me había dicho a mí mismo sobre haberlo superado todo respecto a mi hermano ya lo que había sucedido era mentira.

– No, Jack-respondió Backus-. No hay fotos de las otras víctimas. No hay fotos de los policías ni de ninguna víctima adulta. Supongo…

No terminó la frase.

– ¿Qué? -le pregunté.

– Supongo que a esas fotos no habría podido sacarles provecho.

Me miré las manos que tenía apoyadas sobre la mesa. La derecha empezaba a molestarme, notaba un entumecimiento bajo las vendas. También noté cierto alivio en el corazón. Creo que era alivio. ¿Qué otra cosa se puede sentir cuando te dicen que no hay fotos de tu hermano asesinado circulando por todo el país, navegando por las autopistas de Internet, al alcance de cualquier enfermo mental de gustos morbosos?

– Creo que cuando salga a la luz lo de este tipo, mucha gente querrá organizar un desfile en tu honor, Jack -dijo Backus-. Que te exhibas triunfante en un descapotable por la avenida Madison.

Me quedé mirándolo. No sabía si aquello era un amago de sentido del humor, pero no sonreí.

– A veces, la venganza puede ser tan válida como la justicia, ¿no crees? -dijo él.

– Ya que me lo preguntas, son casi lo mismo.

Al cabo de unos instantes de silencio, Backus cambió de tema.

– Jack, necesitamos tu declaración oficial. A las nueve y media ponen a mi disposición a una estenógrafa de la oficina. ¿Estás preparado?

– Tanto como se pueda estar.

– Sólo queremos los hechos cabales. De principio a fin, sin omitir detalles. He pensado, Rachel, que te ocupes tú de esto, que lleves el interrogatorio.

– Claro, Bob.

– Quiero que este asunto quede listo hoy para enviarlo mañana bien empaquetado a la fiscalía del distrito.

– ¿Quién va a preparar el paquete para el fiscal? -preguntó Rachel.

– Cárter.

Backus consultó el reloj.

– Bien, os quedan unos minutos. Pero ¿por qué no vais al otro lado del pasillo y preguntáis por Sally Kimhall? A lo mejor ya está esperando.

Eso era una despedida, así que nos levantamos y nos dirigimos a la puerta. Observé a Rachel, tratando de dilucidar si le molestaba que le hubieran asignado la tarea de interrogarme mientras los agentes locales seguían la pista de los archivos informáticos de Gladden, trabajo que, por el momento, parecía el más importante de la investigación. Pero Rachel no exteriorizó nada y, desde la puerta de la sala de reuniones, se volvió hacia Backus para preguntarle si necesitaba algo más.

– No, gracias, Rachel-le contestó-. ¡Ah, Jack! Esto es para ti.

Alzó el montón de papeles de color rosa con recados telefónicos. Volví a la mesa y los recogí.

– Y esto. Levantó del suelo la bolsa de mi ordenador portátil y me la pasó por encima de la mesa.

– Te lo dejaste ayer en el coche.

– Gracias.

Me quedé mirando el montón de papelitos rosa. Debía de haber doce, al menos.

– Eres muy popular -comentó Backus-. A ver si se te va a subir el éxito a la cabeza.

– Sólo si me organizan el desfile. Backus no sonrió.

Mientras Rachel iba a buscar a la estenógrafa empecé a mirar los mensajes, de pie en el pasillo. En general eran otra vez las cadenas de televisión, aunque había unas cuantas llamadas de reporteros de prensa, incluso de uno de mi ciudad, del periódico de la competencia, el Denver Post.

Todos los medios sensacionalistas, tanto de la prensa como de la televisión, habían dejado sus recados. También había una llamada de Michael Warren. Vi que aún seguía en la ciudad por el prefijo 213 del teléfono de contacto.

Pero los tres mensajes que más me intrigaron no procedían de los medios de comunicación. Dan Bledsoe había llamado hacía sólo una hora, desde Baltirnore, y había recados de dos editoriales, uno de un editor de Nueva York, y otro de un director literario. Reconocí los dos sellos editoriales y sentí una mezcla de temor y estremecimiento por todo el cuerpo.

En ese momento, Rachel se acercó.

– Viene dentro de dos minutos. Podemos utilizar uno de estos despachos. Esperaremos allí. La seguí.

La sala era más pequeña que la que ocupaba Backus; había una mesa redonda con cuatro sillas alrededor, una mesita auxiliar con el teléfono, y un ventanal que se asomaba al este, hacia la ciudad. Le pregunté a Rachel si podía llamar por teléfono mientras esperábamos, y me dijo que adelante. Marqué el número que me había dejado Bledsoe y contestaron a la primera señal.

– Investigaciones Bledsoe.

– Soy Jack McEvoy

– Jack Mac! ¿Qué tal estás? -Bien, ¿ytú?

– Mucho mejor, desde que oí las noticias esta mañana.

– Pues me alegro, hombre.

– Yo sí que me alegro de que hayas mandado a ese tipo al agujero. ¡Bien hecho, Jack! «Entonces, ¿por qué yo no me siento bien?», pensé, pero no se lo dije.

– ¿Jack? -¿Qué?

– Te debo una, amigo. Y Johnny Mac también.

– No me debes nada. Estamos en paz, Dan. Tú me ayudaste.

– Bueno, es igual. Un día te vienes por aquí y nos vamos a la marisquería a comer cangrejos. Invito yo.

– Gracias, Dan. Iré.

– Oye, ¿qué hay de esa chica G que ha salido en la tele y en la prensa? La agente Walling. Es un bombón. Miré a Rachel.

– Desde luego que lo es.

– Vi el vídeo en la CNN, cuando te sacó de esa tienda anoche. Ten mucho cuidado, jovencito.

Consiguió arrancarme una sonrisa. Colgué y me quedé mirando los mensajes de los dos editores. Sentí la tentación de devolverles la llamada, pero lo pensé mejor. No sabía gran cosa de la industria editorial, pero cuando empecé a escribir mi primera novela, que luego dejé inacabada y enterrada en un cajón, me informé un poco y tomé la decisión de que si alguna vez terminaba el libro, buscaría un agente literario antes de acudir a la editorial. Hasta había escogido al que me representaría. Pero nunca terminé la novela y, por lo tanto, nunca se la mandé. Pensé que buscaría otra vez su nombre y su número de teléfono y le llamaría.

El siguiente mensaje a considerar era el de Warren. La estenógrafa no había llegado todavía, de modo que marqué el número de contacto que me había dejado. Me contestó la telefonista, y cuando pregunté por Warren, Rachel levantó la mirada inmediatamente con una expresión interrogante. Le guiñé el ojo mientras la voz del otro lado me decía que Warren había salido de la redacción. Dejé mi nombre, pero no le di ningún recado ni un teléfono de contacto. Cuando Warren recibiera el aviso lamentaría haber perdido la oportunidad.

– ¿Para qué lo has llamado? -me preguntó Rachel en cuanto colgué-. Creí que erais enemigos.

– Y supongo que lo somos. Seguramente lo habría mandado a la mierda.

Tardé una hora y cuarto en contarle con todo detalle mi historia a Rachel mientras la estenógrafa tomaba nota. Rachel se limitaba a guiarme con preguntas que encarrilaran el orden cronológico de la declaración. Cuando llegué al tiroteo, se puso más específica y por primera vez quiso saber qué pensaba yo en momentos determinados de la acción.

Le dije que me había lanzado a por la pistola con la única idea de ponerla fuera del alcance de Gladden, nada más. Le conté que tenía intención de vaciarla desde el momento en que empezó la pelea, y que el segundo disparo no había sido deliberado.

– Más bien fue él, forcejeando por apoderarse de ella, que yo apretando el gatillo, ¿entiendes? Intentó arrebatármela una vez más y yo aún tenía el pulgar en el seguro. Cuando dio el tirón, se disparó. Como si se hubiera disparado a sí

mismo. Me pareció que sabía lo que iba a pasar.

Seguimos unos pocos minutos más, respondiendo yo a las preguntas de Rachel. Después, le dijo a la estenógrafa que necesitaba la transcripción para la mañana siguiente, para incluirla en el pliego de cargos que entregaría al fiscal del distrito.

– ¿Qué quiere decir eso del pliego de cargos? -le pregunté, una vez que la estenógrafa hubo salido.

– Simple jerga profesional. Lo llamamos así tanto si contiene cargos o acusaciones como si no. Tranquilo. Como puedes suponer, se trata de aportar pruebas de que actuaste en defensa propia, homicidio justificado. No te preocupes, Jack.

Era temprano, pero decidimos ir a comer. Rachel dijo que después me dejaría en el hotel. Ella tenía trabajo que hacer en la oficina local, pero para mí la jornada había terminado. Bajando por el pasillo, encontramos una puerta en la que ponía «Grupo Tres»; estaba abierta y Rachel se asomó. Había dos hombres trabajando en sendos ordenadores, rodeados de papeles por todas partes. Uno de ellos tenía encima del monitor un ejemplar como el mío del libro de Edgar Alian Poe. Fue el primero que nos vio.

– ¡Hola! Soy Rachel Walling, ¿cómo van las cosas?

El otro levantó la vista y ambos se saludaron y se presentaron. Después, Rachel me presentó a mí. El agente que nos había visto primero y que se había identificado como Don Clearmountain dijo:

– No van mal. A última hora del día tendremos una lista de nombres y direcciones. Las enviaremos a las oficinas locales más próximas y supongo que tendrán bastante para dictar órdenes de registro.

Me vinieron a la imaginación patrullas de polis llamando a las puertas y sacando de la cama a un montón de pedófilos, compradores de fotos digitales de niños asesinados. Sería un escándalo nacional. Ya vislumbraba las cabeceras. «El club del Poeta muerto.» Así lo llamarían.

– Pero, además, tengo entre manos un asunto muy jugoso -añadió Clearmountain.

El agente nos sonrió con cara de pirata informático. Aquello era una invitación; Rachel entró en la salita y yo detrás.

– ¿De qué se trata?

– Bueno, todo esto son números a los que Gladden enviaba imágenes digitales; por otra parte, tenemos el registro de los ingresos en el banco de Jacksonville. Hemos cruzado una lista con la otra y encajan perfectamente.

Cogió un montón de páginas del teclado del otro agente, las hojeó y sacó una.

– Por ejemplo, el cinco de diciembre del año pasado se hizo un depósito de quinientos dólares en esta cuenta. El envío venía del Banco Nacional de Minnesota en Saint Paul. El remitente, Davis Smith, un nombre falso, seguramente. Al día siguiente, Gladden realizó una llamada desde su teléfono celular a un número que nos ha llevado a un tal Dante Sherwood de Saint Paul. La transmisión duró cuatro minutos, más o menos lo que se tarda en transmitir y copiar una fotografía. Tenemos docenas de operaciones como ésa. Correlaciones de depósitos y transmisiones con un día de diferencia.

– Excelente.

– Bien, la pregunta que se desprendía de todo esto era: ¿Cómo se pusieron los compradores en contacto con Gladden y cómo sabían lo que vendía? Es decir, ¿dónde estaba el mercado de fotos?

– Y lo habéis encontrado.

– Sí. El número al que más llamadas se hacían desde el teléfono celular es una BBS, una especie de red de acceso restringido llamada ASP

A Rachel le sorprendió.

– ¿Alabada Sea la Providencia?

– No vas mal encaminada. Aunque, en realidad, creemos que significa Amor Sólo Párvulos.

– ¡Qué asqueroso!

– Sí. Bueno, no era difícil imaginárselo. No es nada original, y casi todas estas BBS utilizan eufemismos parecidos. Lo que nos llevó toda la mañana fue entrar en la red.

– ¿Cómo lo conseguisteis?

– Dimos con la clave de Gladden.

– Un momento -dijo Rachel-. Lo que ocurrió anoche corre ya por los noticiarios de todo el país. ¿No crees que quien esté a cargo de esa red no le habría borrado de la lista? Es decir, ¿no habría anulado o invalidado su clave de acceso antes de que entraseis?

– Tendría que haberlo hecho, pero no fue así. -Clearmountain y el otro agente se sonrieron como dos conspiradores. Todavía les quedaba algo por decir-. A lo mejor el que opera el sistema estaba atado de pies y manos y no tuvo tiempo de impedírnoslo.

– Vale, contadme lo demás -dijo Rachel con impaciencia.

– Bien, lo intentamos todo para conseguir el acceso, variaciones sobre el nombre de Gladden, su fecha de nacimiento, su número de la Seguridad Social, los trucos de costumbre. Pero como si nada. Ya estábamos pensando lo mismo que tú, que lo habían borrado del sistema.

– ¿Pero…?

– Pero entonces recurrimos a Poe. Clearmountain cogió el grueso volumen de encima del monitor y nos los enseñó.

– Es un sistema de acceso de dos palabras. La primera la encontramos enseguida. Era Edgar, pero la segunda fue un quebradero de cabeza. Lo intentamos con Raven, con ídolo, con Usher, con todo lo que sacábamos del libro. Luego, volvimos a repasar todos los nombres y números de Gladden, pero nada… Y al final, ¡bingo! Dimos en el clavo. Se le ocurrió a Joe, mientras se comía una tarta de moka.

Clearmountain miró hacia el otro agente, Joe Pérez, que sonrió e inclinó levemente la cabeza como si saliera al escenario después de una actuación. Supuse que, para los agentes informáticos, esa proeza era como para un poli de la calle realizar un arresto por un delito importante. Estaba orgulloso como un chaval que consigue marcarse un tanto en una habitación de hotel la noche del baile de la facultad.

– Estaba leyendo a Poe mientras descansaba un rato -nos contó Pérez-. Se me cansan los ojos de tanto mirar a la pantalla.

– Afortunadamente, decidió descansar la vista posándola en el libro -apostilló Clearmountain, haciéndose de nuevo con la palabra-. En la sección biográfica, Joe encontró una referencia al alias que Poe había utilizado en una ocasión, para alistarse al ejército o algo así: Edgar Perry. Lo probamos y, ¡premio! Ya estábamos en la red.

Clearmountain se dio media vuelta y chocó los cinco con Pérez. Parecían un par de gansos. Éste es el FBI de hoy, pensé.

– ¿Qué encontrasteis?

– Había doce secciones. Muchas son de intercambio de opiniones sobre gustos concretos. Es decir, niñas menores de doce, niños menores de diez y cosas por el estilo. Hay una lista de abogados especializados, y allí está Krasner, el abogado de Gladden. Después hay una especie de sección biográfica llena de cosas raras, ensayos y cosas por el estilo. Algunos deben de ser de nuestro hombre. Mirad.

Repasó otra vez el montón de papeles, sacó uno y empezó a leerlo.

– Éste debe de ser suyo: «Creo que pronto tendrán noticias mías. Se acerca mi hora de salir a la luz de la fascinación y el miedo públicos. Estoy listo.» Luego, más adelante, dice: «Mi sufrimiento es mi pasión, es mi religión. Nunca me abandona. Me guía. Soy yo mismo.»

Todo es por el estilo y, en un momento determinado, el autor se llama a sí mismo ídolo, por eso pensamos que tiene que ser él. Vosotros, los de Ciencias del Comportamiento, vais a sacar mucho material de aquí para los bancos de datos.

– Bien -dijo Rachel-. ¿Qué más?

– Hay también una sección de compra venta.

– ¿Como, por ejemplo, fotos y documentos de identidad?

– Justo. Hay uno que anuncia permisos de conducir expedidos en Alabama. Supongo que habrá que cerrarle la barraca a ese buitre inmediatamente. Y había además un archivo de venta de lo que Gladden tenía en su ordenador. La tarifa mínima era de quinientos dólares por foto. Tres por mil. Si querías algo, dejabas el mensaje y un número, hacías la transferencia a una cuenta bancaria y las fotos aparecían en tu ordenador. Decía que disponía de fotos para satisfacer todos los gustos y deseos.

– Como si, al llegarle los pedidos, saliera a la calle y…

– En efecto.

– ¿Ya se lo habéis dicho a Bob Backus?

– Sí, estaba aquí con nosotros. Rachel me miró.

– Si esto sigue así, el desfile va a ser espléndido.

– Pues atención a la guinda -dijo Clearmountain-. Pero ¿a qué te refieres con eso del desfile?

– No, no es nada. ¿Cuál es la guinda?

– La BBS. El número nos ha llevado a una ubicación concreta.

– ¿Cuál?

– El Instituto Penitenciario Federal de Raiford, en Florida.

– ¡Dios mío! ¿Gomble? Clearmountain asintió sonriente.

– Eso es lo que cree Bob Backus. Va a mandar a alguien para que lo compruebe. Ya he llamado a la prisión y le he preguntado al capitán de turno dónde está ubicada esa línea. Me dijo que en la oficina de abastecimientos. Por otra parte, todas las llamadas de Gladden a ese número se hacían a partir de las cinco de la tarde, hora del Este. El capitán me dijo que el horario de trabajo de ese despacho es de ocho de la mañana a cinco de la tarde. También le pregunté si en ese despacho había un ordenador para llevar el registro de pedidos, existencias y demás, y me dijo que desde luego. Después le pregunté si también disponía de teléfono y me dijo que sí, pero que no estaba conectado al ordenador. Pero, en confianza, os aseguro que ese tipo no distingue un módem de un agujero en el suelo. Es un voluntario que acude a la prisión todos los días. Pensadlo un poco. Le dije que estuviera atento a la línea telefónica por las noches, después de que cerraran el despacho y…

– Un momento. No irá a…

– No te preocupes, no va a hacer ningún movimiento. Le advertí que no liara las cosas hasta que volviéramos a ponernos en contacto. De momento, la red tiene que continuar en activo, a partir de las cinco, hora del Este, claro. Le pregunté quién trabajaba allí y me dijo que Horace Gomble, un preso de confianza. Ya veo que sabéis de quién hablo.

Seguro que todas las noches conecta la línea telefónica al ordenador antes de cerrar el despacho y volver a su celda.

Por culpa de las novedades, Rachel no vino a comer conmigo. Me dijo que volviera al hotel en taxi y que me llamaría cuando pudiera, y que ya me avisaría si tenía que irse a Florida. Yo también deseaba quedarme, pero el cansancio de la noche en vela empezaba a rendirme.

Bajé en ascensor y, cuando ya cruzaba el vestíbulo del edificio federal, pensando en llamar a Greg Glenn al tiempo que repasaba los mensajes telefónicos, oí una voz que me resultó familiar.

– ¡Eh, héroe del momento! ¿Cómo va eso, hombre? Di media vuelta y me encontré con Michael Warren.

– Warren. Acabo de llamarte al Times. Me dijeron que habías salido.

– Estaba aquí, hay otra rueda de prensa a las dos, en teoría. Pero se me ocurrió venir antes a ver si me enteraba de algo.

– ¿En busca de otras fuentes, quizá?

– Ya te dije que no quería hablar de eso contigo, Jack.

– Bien, vale. Yo tampoco quiero hablar de nada contigo. Volví a dar media vuelta y eché a andar. Siguió hablándome.

– Entonces, ¿para qué me llamaste? ¿Por puro cachondeo? Le miré a los ojos.

– Algo así, supongo. Pero sabes, Warren, no estoy enfadado contigo. Te lanzaste sobre un reportaje que te sirvieron en bandeja y ya está. Yo no digo nada. Thorson tenía sus propios planes y tú no sabías nada. Te utilizó, pero a todos nos utilizan. Hasta la vista.

– Espera, Jack. Si no estás cabreado, ¿por qué no quieres hablar conmigo?

– Porque seguimos siendo adversarios.

– No, hombre, no. Ni siquiera estás ya en el reportaje. Me mandaron la portada del Rocky por fax esta mañana. Se la dieron a otro. Sólo te nombran en el artículo, pero no lo firmas tú, Jack. Tú eres el artículo. Así que, ¿por qué no ponemos la cinta en marcha y me dejas que te haga unas preguntas?

– Como «¿Cómo te sientes?». ¿Es eso lo que quieres saber?

– Bueno, sí, es una de las preguntas.

Me quedé mirándolo un buen rato. Por poco que me gustara él y lo que había hecho, no podía dejar de comprender la situación en que se encontraba. Estaba haciendo lo que yo mismo había hecho en tan tas ocasiones. Eché un vistazo al reloj y al aparcamiento de la puerta. No había taxis esperando como el día anterior.

– ¿Tienes coche?

– Sí, el de la empresa.

– Llévame al Chateau Marmont. Hablaremos por el camino.

– ¿Me dejas grabar?

– Te dejo grabar.

Puso el aparato en marcha y lo dejó en el salpicadero. No quería más que lo esencial. Quería saber de primera mano lo que yo había hecho la noche anterior, en vez de confiar en un intermediario como, por ejemplo, un portavoz del FBI. Eso habría sido demasiado fácil y él era demasiado bueno para conformarse con portavoces. Siempre que fuera posible, prefería acudir directamente a la fuente. Lo comprendí, yo hacía lo mismo.

Me sentó bien contarle lo sucedido. Me lo pasé bien. No añadí nada a lo que ya le había contado a Jackson para mi propio periódico, de modo que no revelé secretos profesionales. Pero Warren había estado presente casi desde el principio de aquella historia y me complacía ser yo quien le dijera adonde nos había llevado y cómo había terminado todo.

No le conté nada de las últimas investigaciones, lo de la red ASP y lo de Gomble, que la manejaba desde la cárcel. Era una información excesivamente valiosa como para regalársela. Tenía intenciones de reservármela para mí, tanto si la escribía para el Rocky como si se la mandaba a uno de aquellos editores de Nueva York.

Por fin, Warren enfiló la leve cuesta hasta la entrada del Chateau Marmont. Un portero me abrió la portezuela, pero no salí. Me quedé mirando a Warren.

– ¿Algo más?

– No, creo que ya está. De todos modos, tengo que volver al edificio federal para asistir a la rueda de prensa. Pero esto va a ser una bomba.

– Bueno, sólo lo tenéis el Rocky y tú. No pienso vender la exclusiva a la tele por menos de seis cifras. Me miró sorprendido.

– Es broma, hombre. Soy capaz de entrar contigo a los archivos de la Fundación, pero oye, tengo un límite, no vendo mi historia a los de la tele.

– ¿Qué me dices de las editoriales?

– Me lo estoy pensando. ¿Y tú?

– Renuncié en cuanto publicaste el primer reportaje. Mi representante me dijo que a los editores con los que había hablado les interesabas más tú que yo. Se trataba de tu hermano, ¿entiendes? Evidentemente, tú estabas dentro del

asunto. Sólo habría podido venderles un trabajo rápido y sucio, y no me interesa. Tengo una reputación que mantener. Asentí con la cabeza y salí del coche.

– Gracias por traerme.

– Gracias por la información.

Ya estaba fuera y a punto de cerrar la puerta del coche cuando Warren empezó a decir algo y se detuvo de repente.

– ¿Qué decías?

– Iba a… ¡Mierda! Mira, Jack, en cuanto a la fuente de esa historia. Si…

– Olvídalo, hombre, ya no tiene importancia. Como te dije antes, ese tipo ya está muerto y tú hiciste lo que habría hecho cualquier colega.

– No, espera. No me refería a eso… Yo no revelo mis fuentes, Jack; pero sé quién no me pasa información, y Thorson no me la pasaba, ¿estamos? Ni siquiera lo conocía.

Me limité a asentir con la cabeza, sin decir nada. Él no sabía que yo había visto el registro de llamadas del hotel y que sabía que estaba mintiéndome. Un jaguar nuevo aparcó bajo los tejadillos del aparcamiento y una pareja, vestida de negro de pies a cabeza, salió del vehículo. Volví a mirar a Warren sin saber qué se proponía. ¿Qué chanchullo andaría preparando con esa mentira?

– ¿En serio?

Warren asintió y colocó la mano boca abajo.

– En serio. Ya que él está muerto y tú estabas allí, creí que te gustaría saberlo. Le miré de nuevo a los ojos.

– Está bien -le dije-. Gracias. Ya nos veremos.

Me erguí y cerré la portezuela, pero volví a agacharme para ver la cara de Warren por la ventanilla y despedirme con un gesto de la mano. Me devolvió un saludo militar y se marchó.

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