Gladden y otros cinco hombres fueron introducidos en una cabina acristalada en una esquina de la enorme sala de vistas. Una ranura de unos treinta centímetros abierta a lo largo del vidrio y a la altura de las caras permitía que los detenidos escucharan las acusaciones del proceso y contestaran a las preguntas de sus abogados o del juez.
Gladden estaba desaliñado tras una noche sin dormir. Había permanecido en una celda individual, pero el ruido de la cárcel lo mantuvo despierto; le recordaba demasiado a Raiford. Echó un vistazo a la sala del tribunal y no vio a nadie conocido. Ni siquiera a los polis, Delpy y Sweetzer. Tampoco vio cámaras fotográficas ni de televisión. Lo interpretó como un signo de que todavía no había sido descubierta su verdadera identidad. Eso le animó. Un hombre pelirrojo y con el cabello rizado rodeó las mesas de los abogados en dirección a la cabina acristalada. Era bajito y tuvo que levantar el mentón, como si el agua le llegara más arriba del cuello, para que su boca alcanzase la ranura del vidrio.
– ¿El señor Brisbane? -preguntó mirando con expectación a los hombres que acababan de ser introducidos allí. Gladden se adelantó y miró hacia abajo a través de la ranura.
– ¿Krasner?
– Sí, ¿cómo está usted?
Levantó la mano y la introdujo por la ranura. Gladden se la estrechó de mala gana. No le gustaba que le tocase nadie, a no ser que fuera un niño. No contestó a la pregunta de Krasner. Era lo peor que se le podía preguntar a alguien que había pasado la noche en la cárcel del condado.
– ¿Ha hablado ya con el fiscal? -le preguntó en vez de eso.
– Sí, lo he hecho. Estuvimos charlando un buen rato. Lo malo es que el ayudante del fiscal del distrito al que ha asignado el caso es una mujer con la que ya he tenido tratos anteriormente. Es una tocapelotas y los agentes que le detuvieron le han informado de lo que… bueno, de la situación que vieron en el muelle.
– Así que me va a poner contra las cuerdas.
– Cierto. Sin embargo, nos ha tocado un buen juez. No hay problema por ese lado. Creo que es el único en este edificio que no ha sido fiscal antes de ser elegido para la magistratura.
– Bueno, ¡qué suerte la mía! ¿Consiguió el dinero?
– Sí, todo fue tal como usted dijo. Así que estamos en paz. Una pregunta: ¿quiere usted fijar la alegación ahora o prefiere seguir con el procedimiento?
– ¿Qué importancia tiene?
– No mucha. Al pedir la libertad bajo fianza, el juez podría inclinarse un poco a nuestro favor si de ello deduce que usted ya ha rebatido las acusaciones y está dispuesto a seguir luchando.
– Vale, no culpable. Limítese a sacarme de aquí.
Harold Nyberg, el juez municipal de Santa Mónica, cantó el nombre de Harold Brisbane y Gladden se acercó a la ranura. Krasner se levantó de la mesa y se quedó de pie junto a la cabina para poder consultar con su cliente, si fuera necesario. Krasner se presentó, así como la ayudante del fiscal del distrito, Támara Feinstock. Después de renunciar a una lectura completa de los cargos, Krasner le dijo al juez que su cliente se declaraba no culpable. El juez Nyberg dudó un instante. Al parecer, no era corriente que el acusado se declarara no culpable tan pronto.
– ¿Está usted seguro de que el señor Brisbane quiere fijar la fecha de su alegación hoy mismo?
– Sí, señoría. Desea actuar con rapidez porque está absolutamente seguro de que no es culpable de esas acusaciones.
– Ya veo… -el juez dudó mientras leía algo que tenía en su mesa. Hasta ese momento ni siquiera había mirado a Gladden-. Bien, entonces entiendo que no desea usted renunciar a sus diez días.
– Un momento, señoría -dijo Krasner, y se volvió hacia Gladden para susurrarle-: Tiene usted derecho a una vista preliminar sobre los cargos dentro de diez días laborables. Puede usted renunciar y él fijará el día de la vista. Si no renuncia, la fijará para dentro de esos diez días. Eso será otra señal de que va usted a pleitear, de que no quiere usted saber nada del fiscal del distrito. Esto puede ayudarle en cuanto a la fianza.
– No renuncio.
Krasner se volvió hacia el juez.
– Gracias, señoría. No renunciamos. Mi cliente no cree que esas acusaciones puedan superar una vista preliminar y, por consiguiente, insta al tribunal a que la fije para tan pronto como sea posible de modo que pueda poner…
– Señor Krasner, puede que la señorita Feinstock no tenga nada que objetar a sus últimos comentarios, pero yo sí. Éste es un tribunal de primera instancia. No está usted defendiendo su caso aquí.
– Sí, señoría.
El juez se volvió y se puso a estudiar un calendario colgado de la pared, encima de la mesa de uno de los escribanos. Escogió la fecha al cabo de diez días laborables y fijó la vista preliminar en la división 110. Krasner abrió una agenda y escribió en ella. Gladden observó que la fiscal hacía lo mismo. Era joven, pero poco atractiva. Hasta el momento no había dicho una palabra durante los tres minutos de la vista.
– Muy bien -dijo el juez-. ¿Algo sobre la fianza?
– Sí, señoría -dijo Feinstock, poniéndose en pie por primera vez-. El pueblo insta al tribunal a que marque una
diferencia respecto al cuadro de fianzas y la fije en una cantidad de doscientos cincuenta mil dólares.
El juez Nyberg alzó los ojos desde sus papeles hacia Feinstock y después miró a Gladden por primera vez. Era como si estuviese tratando de determinar mediante la inspección física del acusado por qué merecía afrontar una fianza tan elevada por lo que parecía una acusación tan leve.
– ¿Por qué, señorita Feinstock? -preguntó-. No tengo ante mí nada que sugiera que debo desviarme de la fianza habitual en estos casos.
– Creemos que el acusado puede darse a la fuga, señoría. Se negó a proporcionar a los agentes que le detuvieron un domicilio local o siquiera un número de matrícula de coche. Su carnet de conducir fue expedido en Alabama y no hemos comprobado su legitimidad. Así que, básicamente, ni siquiera sabemos si Harold Brisbane es su verdadero nombre. Tampoco sabemos quién es ni dónde vive, si tiene trabajo o familia, y, en tanto no hagamos estas averiguaciones, consideramos que puede darse a la fuga.
– Señoría -saltó Krasner-. La señorita Feinstock está pasando por alto los hechos. La policía conoce el nombre de mi cliente. Les proporcionó un carnet de conducir auténtico de Alabama con el cual no se ha mencionado que haya habido problemas. El señor Brisbane acaba de llegar a esta región desde Mobile en busca de trabajo y todavía no ha fijado su domicilio. Cuando lo haga, tendrá mucho gusto en informar a las autoridades. Mientras tanto, se le puede localizar, si fuera necesario, a través de mi oficina y está de acuerdo en ponerse en contacto dos veces diarias conmigo o con cualquier representante designado por su señoría. Como sabe su señoría, una desviación de la fianza habitual se ha de basar en la propensión del acusado a la fuga. El no tener un domicilio permanente, no es en modo alguno una evidencia de su propensión a la fuga. Al contrario, el señor Brisbane ha fijado su alegación y ha renunciado a cualquier aplazamiento de este caso. Está claro que desea rebatir estas acusaciones y dejar limpio su nombre tan pronto como sea posible.
– Lo de llamar a su oficina está bien, pero ¿qué hay del domicilio? -preguntó el juez-. ¿Dónde va a estar? Parece que en su disertación ha olvidado usted hacer cualquier mención del hecho de que este hombre ya había huido de la policía antes de ser detenido.
– Señoría, rechazamos esa acusación. Esos agentes iban vestidos de paisano y en ningún momento se identificaron como policías. Mi cliente llevaba consigo una cámara bastante cara (con la que, por cierto, se gana la vida) y temía ser víctima de un robo. Por eso huyó de esas personas.
– Todo eso es muy interesante -dijo el juez-. ¿Y qué hay del domicilio?
– Mi cliente tiene habitación en el Holiday Inn de Pico Boulevard. Desde allí se esfuerza por encontrar trabajo. Es fotógrafo y diseñador gráfico por cuenta propia y tiene confianza en sus perspectivas. No se va a ir a ninguna parte. Como ya he dicho antes, está dispuesto a afrontar estos…
– Sí, señor Krasner, ya lo ha dicho antes. ¿Qué tipo de fianza espera usted?
– Bien, señor, un cuarto de millón de dólares por la acusación de tirar un cubo de basura al mar es absolutamente incomprensible. Creo que una modesta fianza de cinco a diez mil dólares estaría más de acuerdo con los cargos. Los fondos de mi cliente son limitados. Si los utiliza todos para pagar la fianza, no le quedará dinero para vivir o para pagar al abogado.
– Olvida usted los cargos de evasión y vandalismo.
– Señoría, como ya he dicho, huyó de ellos, pero no tenía ni idea de que fuesen oficiales de policía. Él creía…
– Se lo repito, señor Krasner, guarde sus argumentos para la próxima ocasión.
– Lo siento, pero considere su señoría los cargos. Está claro que éste va a ser un caso de faltas y la fianza debería fijarse en consonancia.
– ¿Algo más?
– Conforme.
– Señorita Feinstock.
– Sí, señoría. De nuevo el pueblo insta al tribunal a que considere una desviación sobre la fianza habitual. Las dos acusaciones principales contra el señor Brisbane son delitos y seguirán siéndolo. A pesar de las seguridades ofrecidas por el señor Krasner, el pueblo aún no está convencido de que el acusado no tenga intención de huir, ni siquiera de que su nombre sea el de Harold Brisbane. Mis detectives me han informado de que el acusado lleva el pelo teñido y de que se lo tiñó en el momento de hacerse la foto para ese carnet de conducir. Esto es coherente con un intento de ocultar su identidad. Esperamos que nos dejen el ordenador de identificación de huellas digitales del Departamento de Policía de Los Angeles para comprobar si…
– Señoría -interrumpió Krasner-, me veo obligado a protestar sobre la base de que…
– Señor Krasner -rogó el juez-, usted ya tuvo su turno.
– Además -prosiguió Feinstock-, la detención del señor Brisbane fue resultado de otras actividades sospechosas en las que estaba implicado. Por ejemplo…
– ¡Protesto!
– … la de fotografiar a niños pequeños, algunos de ellos desnudos, sin que lo supieran y sin el conocimiento o el consentimiento de sus padres. El incidente por el cual…
– ¡Señoría!
– … surgieron los cargos ya citados tuvo lugar cuando el señor Brisbane trató de evitar que los agentes investigasen una denuncia contra él.
– Señoría -dijo Krasner en voz muy alta-. No existen cargos pendientes contra mi cliente. Todo lo que está tratando de hacer la fiscal del distrito es perjudicar a este hombre ante el tribunal. Esto es algo sumamente deshonesto y falto de ética. Si el señor Brisbane ha hecho esas cosas, ¿dónde están las acusaciones?
El silencio se adueñó de la sombría sala de vistas. El arranque de Krasner había servido incluso para que los otros abogados susurrasen a sus clientes que mantuvieran silencio.
La mirada del juez se deslizó muy lentamente desde Feinstock hasta Krasner y Gladden, para fijarse de nuevo en la fiscal.
Y prosiguió:
– Señorita Feinstock, ¿existen otros cargos contra este hombre que la fiscalía esté considerando en este momento? Y quiero decir exactamente en este momento.
Feinstock dudó un instante y dijo de mala gana:
– No se ha formulado ningún otro cargo, aunque la policía, como ya he dicho, continúa, su investigación sobre la verdadera identidad y las actividades del acusado.
El juez bajó la mirada a los papeles que tenía delante y empezó a escribir. Krasner abrió la boca con intención de añadir algo, pero renunció a hacerlo. La actitud del juez dejaba claro que ya había tomado una decisión.
– El cuadro de fianzas fija para este caso la cantidad de diez mil dólares -dijo el juez Nyberg-. Voy a marcar cierta diferencia para fijar la fianza en cincuenta mil dólares. Señor Krasner, tendré mucho gusto en reconsiderarla más adelante, cuando su cliente haya satisfecho las preocupaciones de la fiscalía sobre su identidad, domicilio, etcétera.
– Sí, señoría. Gracias.
El juez llamó al caso siguiente. Feinstock cerró la carpeta que tenía delante, la puso en el montón que tenía a su derecha, cogió otra de la pila de su izquierda y la abrió. Krasner se volvió hacia Gladden luciendo una leve sonrisa.
– Lo siento, pensé que la fijaría en veinticinco. Lo mejor de todo es que ella probablemente está satisfecha. Puede que pidiera un cuarto de millón esperando obtener diez centavos o un cuarto de dólar. Ha conseguido el cuarto de dólar.
– Deje eso. Dígame sólo cuándo saldré de aquí.
– No se preocupe. Lo sacaré dentro de una hora.