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El analgésico que me había tomado empezaba a hacer efecto. El malestar de la mano iba remitiendo y empezó a invadirme una corriente de calma y relajación. Después de hablar con Glenn volví a conectar el ordenador a la línea telefónica, puse en marcha el programa de fax y transmití la propuesta del libro al número que el agente literario me había dado. Mientras escuchaba el estrépito que hacían los ordenadores al acoplarse, me asaltó un pensamiento repentino. Las llamadas que había hecho durante el vuelo a Los Angeles. Estaba tan preocupado por probar y demostrar que Thorson era el informante de Warren que sólo miré de pasada las otras llamadas registradas en su cuenta del hotel, las que yo repetí desde el avión a Los Angeles. A una de ellas había contestado desde Florida el chirrido agudo de un ordenador, seguramente el del UCI de Raiford.

Cogí la bolsa del ordenador de encima de la cama, saqué mis dos cuadernos de notas y los repasé rápidamente, pero no encontré ningún comentario de las llamadas que había hecho desde el avión. Entonces me acordé de que no había tomado notas, no había apuntado siquiera los números de teléfono, porque no se me ocurrió que pudieran entrar en mi habitación para robarme las facturas de hotel.

Me concentré en recordar con exactitud lo que había hecho durante aquel vuelo. Lo que más me importaba en aquel momento era el registro de la llamada a Warren en la factura de Torzón; había sido el detalle que confirmó mis sospechas de que Thorson era la fuente de Warren. Las demás llamadas que hizo desde la habitación, aunque las hizo con pocos minutos de diferencia, no me parecieron relevantes entonces.

No había visto el número que, según Clearmountain, era el que más llamadas recibía desde el ordenador de Gladden. Pensé en telefonearle y preguntárselo, pero supuse que no se lo pasaría a un periodista sin la aprobación previa de Backus o Rachel. Y eso sería como poner mis cartas boca arriba, cosa que el instinto me decía que no tenía que hacer todavía.

Saqué de mi cartera la tarjeta Visa y le di la vuelta. Volví a conectar el teléfono, marqué el 800 de la tarjeta de crédito y le dije a la telefonista que necesitaba hacer una consulta sobre una factura. Después de tres minutos musicales con Muzak, otra telefonista se hizo cargo de la consulta y le pregunté si era posible comprobar ciertas cantidades cargadas a mi cuenta de crédito hacía sólo tres días. Después de verificar mi identidad por medio del número de la Seguridad Social y otros detalles, me dijo que podía comprobar mi registro en el ordenador para ver si los gastos se habían cargado. Le dije lo que quería saber.

Las llamadas acababan de ser cargadas en mi cuenta. Los números de teléfono estaban especificados en los recibos; copié en mi cuaderno todos los teléfonos a los que había llamado desde el avión, le di las gracias a la telefonista y colgué.

Una vez más, enchufé el ordenador a la línea telefónica. Abrí la ventana de la terminal, marqué desde el teclado el número que habían marcado desde la habitación de Thorson y puse el programa en marcha. Miré el despertador de la mesilla de noche. Eran las tres, las seis en Florida.

Se oyó una señal y después la conexión, el conocido chirrido de dos ordenadores que se encuentran y copulan. La pantalla se quedó en blanco y luego apareció una plantilla:


BIENVENIDO AL CLUB ASP


Suspiré y noté un cosquilleo por todo el cuerpo. Al cabo de unos segundos, la pantalla cambió y apareció la petición de la clave de usuario. Escribí EDGAR con la mano sana, pero me temblaba. Edgar pasó el primer control y apareció la petición de la segunda parte de la clave. Escribí PERRY. Al cabo de un momento pasé el segundo control y apareció una plantilla de advertencias:


¡ALABADA SEA LA PROVIDENCIA!

NORMAS PARA LA NAVEGACIÓN

1. NO UTILICE JAMÁS SU NOMBRE REAL

2. NUNCA DÉ A LOS CONOCIDOS LOS NÚMEROS DEL SISTEMA

3. NUNCA ACUERDE REUNIRSE CON OTRO USUARIO

4. TENGA EN CUENTA QUE OTROS USUARIOS PUEDEN SER PERSONAS EXTRAÑAS

5. EL SYSOP SE RESERVA EL DERECHO A ELIMINAR A CUALQUIER USUARIO

6. LOS CUADROS DE MENSAJES NO PUEDEN SER UTILIZADOS PARA DEBATIR ACTIVIDADES

ILEGALES: ¡ESO ESTA PROHIBIDO!

7. LA RED ASP NO SE HACE RESPONSABLE DEL CONTENIDO

8. PULSE UNA. TECLA PARA CONTINUAR


Apreté la tecla de retorno y apareció un índice de contenidos con las diversas secciones a disposición de los clientes. Eran tal como las había descrito Clearmountain, el cuerno de la abundancia en servicios de atención al pedófilo moderno. Le di a la tecla de escape y el ordenador me preguntó si quería salir de ASP; dije que sí y desconecté. De momento, no tenía interés en explorar la red ASP. Me interesaba más el hecho de que Thorson, o quien hiciera esa llamada en la madrugada del domingo, supiera de la existencia de la red ASP, e incluso hubiera accedido a ella hacía al menos cuatro días.

La llamada a la ASP se había efectuado desde la habitación de Thorson, por lo que parecía evidente que el autor había sido él. Pero me puse a considerar detenidamente otros factores. La llamada a la ASP se produjo, según recordaba, a los pocos minutos de la que se efectuó desde la misma habitación a Warren, en Los Angeles. Thorson había negado con vehemencia ser el informante de Warren al menos en tres ocasiones. Warren también lo negó dos veces, incluso después de la muerte de Thorson, cuando ya no tenía ninguna importancia que lo hubiera sido o no. De repente, la semilla que Warren plantó en esa segunda negación, hacía tan sólo unas horas, me empezó a inquietar. Estaba germinando en forma de duda, y no lograba sacármela de la cabeza.

Suponiendo que Thorson y Warren dijeran la verdad, ¿quién había llamado desde la habitación de Thorson? Barajé mentalmente las posibilidades, pero todas me conducían una y otra vez, con un mazazo en el corazón, a la misma persona: Rachel. La fermentación de diversos hechos no relacionados entre sí me llevó a esa conclusión.

En primer lugar, Rachel tenía ordenador portátil, aunque ése era un argumento débil. Thorson, Backus, todos tenían ordenador portátil, o acceso a uno que les habría permitido ponerse en contacto con la ASP. Pero, en segundo lugar, Rachel no estaba en su habitación a última hora de la noche del sábado cuando la llamé e incluso fui a buscarla. ¿Dónde estaba? ¿Habría ido a la habitación de Thorson?

Pensé en lo que Thorson me había dicho sobre Rachel. La comparó con el Desierto Pintado, pero añadió algo más: «… Juega contigo. Como con un juguete. Ahora quiero, ahora no quiero. Te dejará colgado.»

Finalmente, pensé en el momento en que vi a Thorson aquella noche, en el pasillo. Sabía que eran más de las doce, más o menos la hora en que se produjeron las conferencias desde su habitación. Cuando pasó delante de mí por el pasillo, vi que llevaba algo. Una bolsa pequeña o una caja. Entonces me acordé del ruido que hizo Rachel al abrir la cremallera del bolsillo interior de su bolso, y del condón, el que solía llevar por si acaso, cuando me lo puso en la mano. Se me ocurrió de qué forma Rachel habría podido hacer que Thorson saliera de la habitación mientras ella llamaba por teléfono.

El pánico se apoderó de mí. La duda que Warren había sembrado estaba floreciendo y empezaba a asfixiarme. Me levanté para pasear un poco, pero se me iba la cabeza. Lo achaqué al analgésico y volví a sentarme en la cama. Al cabo de unos momentos, conecté el teléfono otra vez y llamé al hotel de Phoenix para hablar con los de administración. Contestó una mujer joven.

– Sí, hola. Estuve en su hotel el pasado fin de semana y no me fijé en los detalles de la cuenta hasta que he llegado aquí. Quisiera hacerle una pregunta sobre unas llamadas telefónicas cargadas a mi cuenta. Quisiera haberlo hecho antes, pero no he vuelto a acordarme. ¿Con quién podría consultar este asunto?

– Conmigo, señor; estoy a su servicio. Si me da su nombre, miraré en el registro.

– Gracias. Soy Gordon Thorson.

La joven no respondió y me quedé paralizado, temiendo que reconociera, por la tele y la prensa, que ese nombre era el del agente asesinado en Los Angeles; pero entonces oí el tecleo del ordenador.

– Sí, señor Thorson. Pasó dos noches en la habitación 325. ¿Cuál es el problema?

Apunté el número en el cuaderno sólo por hacer algo. Seguir la rutina periodística de tomar nota de los hechos me ayudaba a mantener la calma.

– Verá, resulta que… no encuentro… Estoy rebuscando en el escritorio a ver si encuentro mi copia y no la veo por ninguna parte… ¡Vaya! He debido de dejarla en otro sitio. Hum… tendré que volver a llamarla. Mientras tanto, usted podría ir mirándolo y tenerlo preparado. La cuestión que quiero aclarar se refiere a tres llamadas hechas después de la medianoche, el sábado, que yo no recuerdo haber hecho. Tengo los números escritos por aquí, en alguna parte, sí, aquí están.

Le di rápidamente los tres números de teléfono que le había sacado a la telefonista de la Visa con la esperanza de conseguir mi propósito.

– Sí, están anotados en su cuenta. ¿Está usted seguro de que no…?

– ¿A qué hora se hicieron? Porque, como comprenderá, no me dedico a hacer negocios de madrugada.

Me dijo las horas. La llamada a Quantico estaba registrada a las doce y treinta y siete minutos de la noche, la de Warren venía después, a las doce y cuarenta y un minutos, y la de la red ASP a las doce y cincuenta y seis minutos. Me

quedé mirando los números después de escribirlos.

– ¿Cree que esas llamadas no las hizo usted?

– ¿Cómo?

– Digo que si cree que esas llamadas no las hizo usted.

– Eso es.

– ¿Había alguien en la habitación con usted? Ahí estaba la cuestión, pensé, pero no se lo dije.

– Pues, no -dije, y añadí rápidamente-: ¿Le importaría volver a comprobarlo? En caso de que sus máquinas no hayan cometido un error, no tengo inconveniente en pagar el importe. Gracias.

Colgué y miré las horas que había apuntado en el cuaderno. Encajaban. Rachel había estado en mi habitación hasta poco antes de las doce. A la mañana siguiente, me dijo que se había encontrado con Thorson en el pasillo al salir. ¿Y si me mintió? ¿Y si no sólo se lo encontró, sino que fue a su habitación?

Thorson estaba muerto, de modo que sólo había una. forma de seguir comprobando aquella teoría sin acudir a Rachel directamente, movimiento que, de momento, no podía permitirme. Descolgué el auricular una vez más y llamé al despacho del FBI en el edificio federal. La telefonista tenía órdenes estrictas de filtrar las llamadas a Backus, sobre todo si eran de los medios de comunicación, de modo que no iba a ponerme con él hasta que le conté que era el que había matado al Poeta y que tenía que hablar con el agente especial urgentemente. Por fin, Backus contestó.

– ¿Qué sucede, Jack?

– Bob, escúchame, esto es muy serio. ¿Estás solo? -Jack, ¿que…?

– ¡Sólo contéstame la pregunta! Oye, perdona que haya gritado. Es que acabo de… Dime, ¿estás solo? Tuvo un momento de duda y cuando volvió a hablar tenía un tono escéptico.

– Sí. Y ahora, ¿de qué se trata?

– Quedamos en que habría confianza en nuestras relaciones. Tú has confiado en mí y yo en ti. Tienes que confiar en mi otra vez, Bob, durante unos minutos, y sólo contestar a mis preguntas sin preguntar nada. Te lo explicaré todo más tarde. ¿De acuerdo?

– Jack, tengo mucho trabajo aquí. No entiendo…

– Cinco minutos, Bob. Nada más. Es importante.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Qué se hizo con las cosas de Thorson? La ropa y lo que tenía en el hotel, ¿quién lo recogió después de… su muerte?

– Yo recogí todas sus cosas anoche. No entiendo qué tiene eso que ver con nada. Sus pertenencias no son asunto de nadie.

– Permíteme, Bob. No lo hago para escribir un reportaje. Es algo personal, para mí. Y para ti. Tengo dos preguntas. Primera, ¿encontraste entre sus cosas los recibos, la factura del hotel de Phoenix?

– ¿De Phoenix? No, no estaba, ni tenía por qué estar. Cancelamos la reserva desde el avión y no volvimos. Seguro que me la mandarán al despacho de Quantico. ¿Qué es lo que pretendes, Jack?

La primera parte encajaba. Si Thorson no tenía los recibos, seguramente no fue él quien los robó de mi habitación. Volví a pensar en Rachel, no podía evitarlo. La primera noche que pasamos en Hollywood, después de hacer el amor, se levantó y se duchó la primera. Después me duché yo. Me la imaginé cogiendo la llave de la habitación del bolsillo de mis pantalones, bajando la escalera y entrando en mi habitación sigilosamente para registrar mis cosas. Quizá sólo quería echar un vistazo, pero a lo mejor sabía que las facturas del hotel las tenía yo. Quizás había llamado al hotel de Phoenix y se lo habían dicho.

– La segunda pregunta -le dije a Backus, haciendo caso omiso de la suya-. ¿Había condones entre las cosas de Thorson?

– Oye, no sé qué inclinaciones morbosas te permiten refocilarte con todo esto, pero no estoy dispuesto a seguir adelante. Voy a colgar ahora mismo, Jack, y no quiero que tú…

– ¡Alto! ¿De qué inclinaciones morbosas hablas? ¡Trato de explicar una cosa que a tu gente se le ha pasado por alto! ¿Has hablado hoy del ordenador con Clearmountain? ¿Habéis hablado de la red ASP?

– Sí. Estoy informado de todo. ¿Qué tiene que ver eso con una caja de condones?

Me di cuenta de que, sin querer, me había respondido a la pregunta. Yo no había dicho nada de una caja.

– ¿Sabías que se produjo una llamada a la ASP desde la habitación de Thorson, en Phoenix, a medianoche del domingo?

– Eso es una ridiculez. Y además, ¿cómo lo sabes tú?

– Porque cuando pagué la cuenta del hotel el recepcionista me tomó por agente del FBI, ¿recuerdas? Igual que aquella periodista en la funeraria. Y me dio las facturas para que os las llevara. Le pareció que así llegarían antes que por correo.

Después de mi confesión se produjo un largo silencio.

– ¿Eso significa que robaste las facturas del hotel?

– Significa lo que acabo de decir, que me las dieron a mí. Y en la cuenta de Thorson había una llamada a Warren y otra a la ASP. Y eso es curioso porque, teóricamente, tu gente no ha sabido de la existencia de la ASP hasta hoy.

– Ahora te mando a alguien a recoger esas facturas.

– Ahórrate la molestia. No las tengo. Me las robaron en el hotel de Hollywood. Entró una raposa en el gallinero, Bob.

– ¿Qué insinúas?

– Si me dices lo de la caja de condones que encontraste entre las cosas de Thorson, te digo a qué me refiero. Le oí suspirar como diciendo: «Me rindo.»

– Había una caja de condones, ¿estamos? Ni siquiera estaba abierta. Ahora, dime, ¿de qué estás hablando?

– ¿Dónde está ahora?

– En una caja de cartón lacrada, con los demás efectos personales. Mañana por la mañana sale hacia Virginia, junto con el cuerpo.

– ¿Dónde está la caja lacrada?

– La tengo aquí mismo.

– Tienes que abrirla, Bob, para ver si el paquete de condones tiene la etiqueta del precio o cualquier otra indicación que nos lleve al sitio donde la compró.

Mientras escuchaba los ruidos del cartón y la cinta adhesiva al romperse, recordé la imagen de Thorson acercándose por el pasillo con un paquete en la mano.

– Te lo puedo decir ahora mismo -dijo Backus, mientras abría la caja de las pertenencias-, estaban en una bolsa de una farmacia.

El corazón me dio un vuelco y enseguida oí que abría la bolsa.

– Bien, aquí está -dijo Backus, con una voz que delataba que estaba a punto de perder la paciencia-. Farmacia Scottsdale. Abierta las veinticuatro horas. Caja de doce condones, nueve noventa y cinco. ¿Quieres saber también la marca, Jack?

Pasé por alto el sarcasmo, aunque la pregunta me dio una idea para más adelante.

– ¿Hay recibo?

– Te lo acabo de leer.

– ¿No dice la fecha y la hora? Casi todos los tickets incluyen la fecha y la hora de la compra. Silencio. Tan largo que me entraron ganas de gritar.

– Madrugada del domingo, doce cincuenta y cuatro.

Cerré los ojos. Mientras Thorson compraba la caja de condones que ni siquiera llegó a abrir, había alguien en su habitación haciendo una llamada telefónica.

– Bueno, Jack. ¿Qué significa esto? -me preguntó Backus.

– Que todo es mentira.

Abrí los ojos y me separé del auricular. Me parecía un objeto extraño adherido a la mano y, lentamente, lo coloqué en su sitio.

Bledsoe estaba todavía en su oficina, y contestó a la primera señal.

– Dan, soy Jack otra vez.

– JackMac, ¿qué hay?

– ¿Te acuerdas de esa cerveza que me ofreciste? Pues he pensado que en vez de eso, podías hacerme otro favor.

– Dalo por hecho.

Le dije lo que quería que hiciera y él no vaciló ni un instante, ni siquiera cuando añadí que tenía que ser inmediatamente. Me advirtió que no podía garantizarme los resultados pero que, en cualquier caso, se pondría en contacto conmigo y lo antes posible.

Pensé en la primera llamada que se hizo cuando Thorson no estaba en su habitación, a la centralita general del centro de Quantico. Cuando llamé desde el avión, no me pareció extraño. Pero ahora sí. ¿Por qué habían de llamar a la centralita en plena noche? Ahora sabía que sólo cabía una respuesta: la persona que llamó no quiso marcar un número directo del centro para no revelar que lo conocía. Por eso llamó a la centralita y, cuando la telefonista reconoció la señal de fax, transfirió la conexión a una de las líneas generales de fax.

Recuerdo que, durante la reunión del domingo por la mañana para hablar del fax del Poeta, Thorson nos contó el trayecto que el fax había recorrido desde Quantico. Había llegado a través de la centralita y posteriormente fue transferido a una máquina de fax.

La telefonista de Quantico me puso con las oficinas del Servicio de Ciencias del Comportamiento sin decir ni mu, cuando llamé preguntando por el agente Brad Hazelton. El teléfono sonó tres veces y ya empezaba a pensar que había llegado tarde, que Brad ya se habría ido a casa, cuando por fin descolgó.

– Brad, soy Jack McEvoy desde Los Angeles.

– Hola Jack, ¿qué tal estás? Ayer te libraste por los pelos, ¿no?

– Estoy bien. Siento lo del agente Thorson. Sé que os sentís todos muy unidos…

– Bueno, era un gilipollas de cuidado, pero nadie se merece una cosa así. Es horrible. Hoy no se ven caras muy risueñas por aquí.

– Me lo imagino.

– Bueno, ¿qué me cuentas?

– Sólo un par de detalles sin importancia. Estoy ordenando los hechos cronológicamente para el reportaje. Bueno, si es que consigo escribirlo todo algún día, ya sabes.

Me daba rabia mentirle de aquella manera a una persona que siempre se había mostrado amable conmigo, pero no podía contarle la verdad porque entonces no me ayudaría.

– Pero me parece que me he hecho un lío con las notas sobre el fax, el del Poeta, ya sabes, el que envió a Quantico el sábado. Recuerdo que Bob dijo que tú o Brass le habíais facilitado los detalles. Necesito saber la hora exacta en que llegó, si es que la tenéis.

– Hum…, espera un momento, Jack.

Antes de decirle que sí, ya se había ido. Cerré los ojos y pasé los minutos siguientes preguntándome si de verdad estaría buscando el dato o si habría ido a pedir permiso para dármelo.

Por fin volvió a ponerse al teléfono.

– Perdona, Jack, he tenido que revisar todos los papeles. El fax llegó a la máquina número dos de la sala de comunicaciones de las oficinas de la Academia, a las tres y treinta y ocho de la madrugada del domingo.

Miré mis notas. Restando las tres horas de diferencia horaria, el fax llegó a Quantico un minuto después de que se produjera la llamada a la centralita desde la habitación de Thorson.

– ¿Está bien, Jack?

– ¡Sí, sí, gracias! Esto…, tengo otra pregunta.

– Dispara… ¡Ay, mierda! Perdona.

– No importa. Hum…, la pregunta es, hum… El agente Thompson envió una muestra bucal de la víctima de Phoenix, Orsulak.

– Sí, Orsulak.

– Hum, quería identificar la sustancia. Creía que era lubrificante de condón. La pregunta es si, a través de la muestra, llegó a concretarse la marca. ¿Es posible? ¿Se identificó?

Hazelton se quedó callado al principio y yo estaba apunto de estallar. Pero entonces, habló.

– ¡Qué pregunta tan retorcida, Jack!

– Sí, ya lo sé, pero… hum, los detalles del caso, la forma en que investigáis las cosas, es que me fascina. Me parece importante tenerlo todo en su sitio… El relato resulta más creíble.

– Bueno, anda, espera un momento.

Otra vez desapareció del teléfono sin darme tiempo a contestar. Pero volvió enseguida.

– Sí, tengo esa información. ¿Quieres decirme de verdad para qué la necesitas? Ahora me tocaba a mí guardar silencio.

– No -dije por fin, decantándome por la vía de la honestidad-. Estoy tratando de aclarar una cosa, Brad. Si sale como yo creo, el FBI será el primero en saberlo, te lo aseguro.

Hazelton hizo una pausa.

– De acuerdo, Jack, confío en ti. Además, Gladden ya está muerto. No es como si te revelara pruebas del caso, ni tampoco podrás probar gran cosa con este dato. Por exclusión, la sustancia quedó definida como similar a la usada en dos marcas diferentes: Ramses Lubricated y Trojan Golds. El problema es que son dos de las más vendidas en el país. No sería lo que llamamos prueba inequívoca de nada.

Tal vez no fuera una prueba aceptable ante un tribunal, pero Ramses Lubricated era la marca del condón que Rachel sacó de su bolso y me dio la noche del sábado en mi habitación del hotel. Le di las gracias a Hazelton sin más comentarios y colgué.

Ya lo tenía todo, y todo encajaba. No conseguí cargarme mi propia teoría por más intentos que hice. Estaba basada en sospechas y especulaciones, pero funcionaba como una máquina bien engrasada. Y no tenía nada con que detenerla.

Lo último que necesitaba era la llamada de Bledsoe. Me puse a esperada paseando por la habitación, con una sensación de desasosiego en el estómago, tan machacante que parecía un ser vivo. Salí al balcón a tomar el aire, pero no me sirvió de nada. El Hombre de Madboro me miraba fijamente, dominando todo Sunset Strip desde lo alto con su cara de diez metros. Volví adentro.

En vez de fumarme el cigarrillo que me apetecía, me fui a buscar una Coca-Cola. Salí de la habitación, pero saqué el pestillo para que la puerta no se cerrara del todo, y eché a correr por el pasillo hacia las máquinas de refrescos. A pesar del analgésico, tenía los nervios desquiciados. Sabía que tanta intensidad se traduciría muy pronto en agotamiento si no la atajaba a tiempo con una dosis de cafeína y azúcar. Ya de vuelta, a mitad de camino, oí el teléfono y eché a correr. Me tiré sobre el aparato sin cerrar la puerta siquiera y lo descolgué a la novena señal, según mis cálculos.

– ¿Dan? Silencio.

– Soy Rachel. ¿Quién es Dan?

– ¡Ah! -apenas me quedaba aliento-. Es, hum… un amigo del periódico. Estaba esperando su llamada.

– ¿Qué te pasa, Jack?

– Que estoy sin aliento. Estaba en el pasillo comprando una Coca-Cola cuando ha sonado el teléfono.

– ¡Dios! Debe de haber sido como los cien metros lisos.

– Algo parecido. Espera un momento.

Fui a cerrar la puerta y antes de hablar me puse la máscara de actor.

– ¿Rachel?

– Sí, oye, quería decirte que me voy. Bob quiere que vuelva a Florida y me ocupe del asunto de la ASP. -¡Ah!

– Seguramente me llevará unos días.

Se encendió la luz de otra llamada. Bledsoe, pensé, y maldije en silencio la coincidencia de las dos llamadas.

– De acuerdo, Rachel.

– Tendremos que quedar en alguna parte después. Estaba pensando en tomarme unas vacaciones.

– Creía que ya las habías hecho.

Me acordé de la nota que vi en el calendario de su mesa en Quantico.

Por primera vez, se me ocurrió que debía de ser el día que fue a Phoenix a acechar y matar a Orsulak.

– Hace mucho tiempo que no disfruto de unas vacaciones de verdad. He pensado en Italia, Venecia tal vez.

No le insinué que sabía que mentía. Me quedé callado y a ella se le acabó la paciencia. Mi actuación no era convincente.

– Jack, ¿qué te pasa?

– Nada. -No te creo.

Vacilé un momento y dije:

– No paro de darle vueltas a un detalle, Rachel.

– Dime.

– La otra noche, la primera que nos acostamos, llamé a tu habitación por teléfono cuando te fuiste. Sólo quería darte las buenas noches, ya sabes, y decirte lo bien que me lo había pasado contigo. Pero no contestaste. Incluso fui a llamar a tu puerta, y no había nadie. A la mañana siguiente me dijiste que te habías encontrado a Thorson en el pasillo. Y, no sé, supongo que he estado dándole vueltas al asunto.

– ¿A qué asunto, Jack?

– No sé, pensamientos sueltos. Me preguntaba dónde estarías cuando te llamé y fui a buscarte.

Guardó silencio un momento y, cuando volvió a hablar, su voz restalló furiosa por el teléfono como un látigo.

– Jack, ¿sabes lo que pareces? Un mocoso preuniversitario celoso. Como el chico de las gradas que me contaste. Sí, vi a Thorson en el pasillo y, sí, añadiría incluso que él pensó que andaba buscándolo, que quería estar con él. Pero de ahí no pasó la cosa. No puedo explicarte por qué no contesté a tu llamada, ¿entiendes? A lo mejor te equivocaste de número o a lo mejor estaba duchándome y pensando en lo maravillosa que había sido la noche. Además, no tengo por qué estar justificándome ni dándote explicaciones de ningún tipo. Si eres incapaz de superar tus miserables celos, vete a buscar a otra mujer y empieza una vida distinta.

– Rachel, oye, perdona, ¿vale? Me has preguntado qué me pasaba y te lo he dicho.

– Habrás tomado más pastillas de la cuenta, de esas que te recetó el médico. Te aconsejo que te pongas a dormir hasta que se te pase, Jack. Tengo que coger el avión.

Colgó.

– Adiós -le dije al silencio.

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