9

Adnan Al-Hamdi había aprendido a pensar en sí mismo como si fuese un ratón en una madriguera, que sobrevivía en un desierto lleno de tigres y serpientes. Era un paisaje abrasado, donde el sol blanco no se ponía nunca.

Los halcones eran una presencia permanente, sus sombras revoloteaban sobre la cabeza de Adnan a intervalos perfectamente cronometrados, como si giraran al ritmo de un tambor. El toque eran sus pisadas, el paso de las botas de los guardias que se acercaba incesante y se perdía luego en los corredores del Campo 3. Una vez por minuto. Dos veces por minuto. A todas las horas todos los días.

A veces los observaba desde su litera, el ratón enterrado debajo de las sábanas con el hocico al aire, moviéndose sólo lo suficiente para verles pasar: garras, pico y plumaje envueltos en camuflaje militar, el arma lista; una vista amenazadora, pero inofensiva siempre que no gritara ni se moviera como solía hacer al principio. La atenta observación había revelado una debilidad en su porte. En el lugar de sus uniformes donde se suponía que tenían que aparecer sus nombres, llevaban tiras de cinta adhesiva. Al parecer, ellos también temían este lugar.

Adnan no sabía a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba allí, sobre todo porque los primeros días (¿meses, tal vez? ¿años incluso?) eran ahora un borrón, y sólo recordaba algunos.

Le habían capturado en el campo de batalla cuando llevaba pocos meses en Afganistán, tras haber dejado su patria con un sentido de fervor y espíritu aventurero. Para unirse a la yihad. La obra de Dios llamaba allende los mares y desiertos. Aterrizó en Pakistán, donde los santos varones de las montañas le llevaron al norte desde Karachi, y luego al oeste, al otro lado de los desfiladeros yermos. No había suficientes fusiles para todos, y la nieve y el terreno de las elevaciones más altas le habían sobresaltado y entumecido. Durante semanas hicieron poco más que esperar o marchar; y entonces, aparecieron los bombarderos. En una semana murieron la mitad de los hombres. Explosiones enormes por doquier, y luego un viaje caótico hacia el sur. Les pilló una banda de tayikos. Los amontonaron en un camión pintoresco y luego los metieron a todos en un calabozo hediondo en medio de un naranjal, donde permanecieron semanas, hasta que le sacaron a la luz del sol delante de dos hombres con pantalones planchados y gafas de sol. Hablaban por aparatos emisores receptores y bebían agua clara de botellas de plástico. Uno hablaba algo de árabe, pero no muy bien.

– Eres un jefe -le dijeron los hombres.

– Soy un soldado -replicó Adrian-. Un defensor, sí, alabado sea Dios, el más santo, pero sólo soy un soldado.

– No -dijeron ellos-. Los hombres que te trajeron aquí dicen que eres un líder, un organizador.

Siguieron más preguntas. ¿Dónde te entrenaste? ¿Quién te pagó? ¿Cómo los reclutaste? Tomaron su ignorancia por obstinación, luego le llevaron al norte, medio día de camino valle arriba, otros dos días en un cajón metálico caluroso a la orilla de una pista de aterrizaje, rodeada de minas. Le pusieron un mono naranja, le vendaron los ojos y le metieron una bolsa por la cabeza, como a un pollo para degollarlo, que le tapó la cara mientras otro le ponía grilletes en las muñecas y en los tobillos. Le llevaron por un paso de tablones a un aeroplano, cuyos motores ya resonaban y el suelo vibraba debajo de sus pies. Luego más grilletes cuando se sentó, que le sujetaron al suelo. Sintió un portazo, luego oscuridad y el impulso del despegue antes de un viaje que le pareció que duraba días. Hundido en sus propios vómitos, heces y orines mientras el avión se balanceaba en los cielos fríos, siempre en la oscuridad estruendosa. Tiritaba y gritaba, pero sólo oía los chillidos de sus compañeros en el interior del tubo metálico hueco que los transportaba. En determinado momento, alguien le puso una manzana en las manos y consiguió estirarse el tiempo suficiente para dar unos bocados: el sabor y los jugos eran abrumadores. Pero era demasiado difícil seguir comiendo, amarrado como estaba, y cuando el avión rebotó en alguna turbulencia se le cayó la manzana. Oyó que rodaba entre sus piernas por el suelo.

Transcurrieron más horas hasta que, al fin, el avión golpeó con fuerza el suelo y se detuvo vibrante. Adnan oyó abrirse la trampilla trasera y notó la luz que traspasó la bolsa y la venda de los ojos. Oyó gritos, algunos en una lengua extranjera y algunos en árabe rudimentario, que le mandaban levantarse mientras alguien le soltaba del armazón del avión. Intentó incorporarse y se le doblaron las rodillas. Le pegaron con un palo en las pantorrillas y alguien le gritó al oído algo incomprensible. Luego le agarraron bruscamente de los brazos y le arrastraron, con las piernas hormigueantes. Notó el olor de aire marino y sintió una ráfaga de polvo y arena en las manos. El aire era un manto húmedo del que no se había librado desde entonces.

Cuando le quitaron al fin la caperuza y la venda de los ojos, estaba en una habitación blanca y helada, sentado en una silla metálica con las piernas encadenadas al suelo.

Le interrogaron cuatro horas seguidas, las mismas preguntas que le habían hecho los hombres de Afganistán. ¿Dónde te entrenaste? ¿Quién te pagó? ¿Cómo los reclutaste? Adnan contestó una y otra vez que no lo sabía, y luego le encerraron en su madriguera. No en la que vivía ahora, sino en una especie de jaula entre otras jaulas. Después le habían trasladado donde estaba ahora, todavía ofuscado por temores y extrañeza.

Hacía semanas que había empezado a percibir este nuevo mundo. Ocurrió después de darse cuenta de que la única forma de recuperar el equilibrio era imponiendo su propio orden natural. Pondría nombres a los objetos que le rodeaban, los clasificaría, los ordenaría y los enumeraría a su modo. Y había elegido la idea de los halcones y las serpientes como primeras etiquetas zoológicas, una taxonomía que esperaba ampliar mediante meticulosa observación.

Algunos aspectos de este universo resistían la simple clasificación. El día y la noche, por ejemplo. Los paneles fluorescentes del Campo 3 (Adnan había oído a un halcón decir el número de este lugar) emitían un resplandor crudo permanente. Era un limbo gélido entre sol y luna, que dejó la brújula de Adnan girando sin ancla hasta que redescubrió las posibilidades magnéticas de la oración. Ahora se guiaba por las cinco llamadas que llegaban regularmente por los altavoces de la prisión, cayendo al reducido espacio del suelo con celo famélico. Se orientaba hacia la Meca por una pequeña flecha negra marcada en el suelo a los pies de su cama, luego se arrodillaba en una alfombrilla fina de espuma.

Había poco espacio para mucho más. La habitación medía 1,80 por 2,60 metros, y la cama ocupaba aproximadamente un tercio. Adnan pasaba allí todas las horas del día, excepto las que le obligaban a volver a la habitación blanca, el nido pulcro y frío de las serpientes. Por lo demás, sólo hacía un viaje semanal a las duchas, escoltado a punta de pistola, para que se lavara bajo los rollos de alambre de espino, más media hora al día de «ejercicio», un poco de ocio en un rincón de cemento mientras miraba las madrigueras de los otros ratones que hablaban en otras lenguas.

Tenía pocas pertenencias, sólo las que le habían dado en una bolsita el primer día, y que reponían a medida que se le acababa cada provisión: su mono anaranjado, chancletas para la ducha, un gorro de oración, una colchoneta de espuma más una sábana y dos mantas para la cama, una manopla para lavarse, dos toallas pequeñas, un cepillo de dientes corto y grueso que se encajaba en la yema de un dedo, jabón, champú, la alfombrilla de oración y un Corán en una bolsa de plástico.

El retrete era un agujero en el suelo, en un rincón. En otro rincón estaba el lavabo, donde el agua salía en un chorrillo amarillento tan tibia y viciada como el aire. Tenía que agacharse para lavarse las manos, y agacharse más para beber directamente del grifo. Los halcones no le daban vaso porque decían que era un peligro para la seguridad. Podrías usarlo para arrojarnos tus excrementos y orines como hiciste anteriormente. Él no lo recordaba, pero no tenía razón para pensar que no fuese cierto. O podrías hacer algo con él, incluso un arma. Le dijeron que el lavabo era bajo para que pudiera lavarse los pies más cómodamente para rezar.

Pero Adnan ya no se preocupaba de las abluciones, porque la piedad ya no motivaba sus rezos. Había sido religioso en Yemen, y todavía más en Afganistán, cuando perdió las esperanzas de aventura ante los cañonazos y la penuria. Siempre que se acercaba la muerte, Dios parecía acechar detrás de él como un aliento cálido en la nuca. Pero en este lugar sólo sentía a Dios como una ausencia, un vacío. Dios, en su infinita sabiduría, había escapado y no se había llevado a nadie con él, desvaneciéndose en los vapores del calor sin una palabra. Así que la oración se convirtió en una simple rueda del reloj interno de Adnan y, cuando coincidía con la hora de comer, le indicaba la hora aproximada del día. En un mundo sin horizontes, bajo un cielo sin estrellas, la orientación temporal era su salvación. La rueda de su día giraba así: oraciones del amanecer, desayuno, ducha (sólo una vez a la semana), llamada para los enfermos, oraciones del mediodía, almuerzo, media hora en el patio de ejercicios, llamada para el correo, oraciones del crepúsculo, cena, oraciones de la noche.

Los únicos acontecimientos que llegaban sin aviso eran las llamadas para acudir a los nidos de las serpientes. Al principio (o lo que podía recordar de entonces), le habían llevado a diario, atado con cadenas y grilletes por los halcones, que luego le acompañaban a los nidos. Los halcones lo transportaban en una carretilla que se deslizaba por los caminos de grava. Las cámaras de las víboras se dividían en ocho habitaciones en hilera, como una huevera gigantesca, un lugar donde tal vez gestasen, se reprodujesen. O no, decidió Adnan, corrigiendo su versión del orden natural, quizás aquellas habitaciones se alinearan como los estómagos de un camello, cada uno con su propia función digestiva. Pero a él siempre le llevaban a la misma. Siempre la tercera puerta, detrás de la que esperaban dos hombres, siempre los mismos, que trabajaban a dúo. A veces, había también un tercer hombre detrás de un espejo, donde él podía detectar movimiento suficiente cuando cambiaba la luz para darse cuenta de que el espejo era en realidad una ventana. Al final desechó la imagen de los estómagos de camello y empezó a considerar las habitaciones como agujeros en el suelo, lugares profundos donde las serpientes acechaban detrás de sus espejos y debajo de sus mesas.

En los primeros días, las serpientes le extendían, le desnudaban y le mantuvieron bien expuesto a su silbido. Daban vueltas y se balanceaban como las cobras, ensanchando sus cuellos para enseñar sus capuchones, mientras las ruedecillas de sus asientos emitían chillidos ratoniles que se hacían eco de los suyos cuando daban vueltas hacia él para atacar. Hombres ceremoniosos que hablaban árabe se sentaban a un lado (chacales, los llamó Adnan después), y traducían al árabe las palabras de las serpientes. A veces los que hacían las preguntas se levantaban de las sillas para estar muy por encima de él, y le traspasaban con el diente y el veneno. Otras veces intentaban tragárselo entero, aplastándole los huesos con sus cuerpos hasta que absorbían en sus sistemas todos sus jugos.

Adnan recordaba vagamente que había empezado a balbucear en defensa propia, a hablar disparatadamente, pero ellos se limitaron a apretar más fuerte, hasta que ya no sabía lo que decía. O tal vez no dijera nada en absoluto, con la mandíbula rígida por el veneno, cerrada. Tenía que haber sido así, porque al final llegó el día en que le dejaron en paz, arrojándole otra vez a su madriguera para unas semanas de descanso bajo las sombras de los halcones revoloteantes, que ya no iban a buscarle en la noche iluminada.

Precisamente en aquel periodo había empezado a recuperar el sentido del orden, el reloj de sus días, y entonces empezó a poner nombres y a clasificar. Y más o menos por entonces también había llegado la última criatura. Que reclamó también la presencia de Adnan en la guarida de las serpientes, aunque él era diferente. Más tranquilo. Más lento. Daba vueltas a cierta distancia, y no silbaba en la lengua de los otros ni dependía de un chacal para que interpretara sus palabras. Adnan se asustó al oírle hablar árabe, como si hubiese entrado sigilosamente en el hogar de Sana, hubiese robado las palabras a sus padres y a sus hermanas y las retorciera luego hasta hacerlas casi irreconocibles con su acento de serpiente. Formulaba las vocales yemeníes y pronunciaba las palabras de moda del bazar, pero el acento lo delataba como intruso. Claro que al menos él nunca enseñaba los colmillos. A veces incluso decidía dar vueltas con los halcones, sobre todo de noche, en las horas tranquilas en que la luz permanente era más cruda, o en la penumbra que precedía a las primeras oraciones, cuando la noción del tiempo de Adnan era más débil.

No le había dicho su nombre, lo mismo que los otros animales que habitaban el mundo exterior de la madriguera de Adnan. Así que tuvo que idear él uno, y eligió Lagarto. También un reptil, pero sin la mordedura de serpiente. Se parecía más a las grandes criaturas verdosas que había visto Adnan al otro lado de las vallas, y que seguramente eran también intrusos disfrazados que esperaban a mudar la piel para adoptar forma humana.

Adnan decidió entonces que su vida mejoraría un poco si complacía al Lagarto, y así empezó su diálogo, cauteloso y vacilante al principio, pero lo bastante inofensivo para que empezara a recibir casi con alegría sus sesiones, pues ahora le resultaba un alivio salir de la madriguera. El Lagarto no decía nunca mucho de sí mismo, pero no hacía falta. Podías saber mucho de una criatura como él si prestabas atención. Había sido soldado una vez, Adnan estaba seguro. Y había vivido en aquel lugar antes, hacía mucho tiempo. El hecho de que no vistiese uniforme significaba que ahora trabajaba para algún servicio de seguridad de los que había oído hablar casi todo el mundo, incluso en Sana: la CIA o el FBI. Todo eso despertó la curiosidad de Adnan por razones que aún no estaba dispuesto a revelar. Cuando volvió a la madriguera de uno de sus encuentros, hizo algo que no había probado nunca (que él recordara): gritó a los otros ratones de las celdas que le rodeaban.

– ¡No les he dicho nada! -gritó, porque había oído a otros gritar lo mismo.

Se oyeron aplausos, algunas palabras de ánimo en árabe.

Allahu Akbar! -dijo alguien, sin comprender nada.

Ya no se trataba de Dios. Se trataba de hacer correr la voz, de poner al corriente a los demás comunicando la noticia de este mundo nuevo que Adnan estaba empezando a comprender al fin.

Hasta el momento, suponía, había sido un eslabón roto en la cadena de comunicación que propagaba las noticias entre las celdas del Campo 3. Los últimos que habían llegado les habían comunicado que estaban en Cuba. Otros les habían dicho que todo el mundo conocía su existencia. Cada información ampliaba su nueva noción de las cosas. Corrió la voz de que algunas docenas de hombres habían vuelto a casa realmente, habían cruzado de nuevo el mar en el mismo avión que los había llevado allí. Adnan, que siempre se había mantenido al margen de las conversaciones de una celda a otra, se enmendó y se incorporó a ellas, diciéndoles a los otros más incluso de lo que le había dicho al Lagarto. Porque él tenía secretos. Y ahora sabía instintivamente que si las serpientes y el Lagarto querían descubrirlos, tal vez les fuesen útiles también a los otros ratones.

La noche anterior, el Lagarto le había sorprendido, incluso le había asustado un poco, yendo a buscarle a la peor hora. Eso le había desconcertado, haciéndole desear acelerar la conversación. Quizá fuese eso lo que había desatado uno de los recuerdos más profundos de sus tiempos en Yemen, algo que hasta entonces había permanecido irremediablemente enterrado. Era el nombre de Hussay, el hombre que había pagado los viajes de Adnan a través de los mares. Agente de viajes y mecenas al mismo tiempo, Hussay era otro extranjero con un acento pésimo.

Pero, al parecer, la revelación de Adnan no había producido ningún efecto. Parecía que el Lagarto creía que Hussay era simplemente otro yemení, e indignó a Adnan insistiendo en preguntarle su apellido, como si la gente como Hussay lo dijeran alguna vez. Y para empeorar todavía más las cosas, una de las serpientes antiguas había irrumpido entonces en la habitación. Adnan reconoció de inmediato su gesto de reptil, la chaqueta gris que se quitaba como una piel vieja siempre que empezaba el apretón, despegándose en el respaldo de la silla para quedarse en el sitio cuando la serpiente se levantaba de su asiento dispuesta a atacar.

Así que Adnan se negó a decir nada más, aunque le parecía que el Lagarto estaba tan indignado como él con la serpiente, una rareza que no perdió un minuto en comunicar a sus vecinos en cuanto volvió a la madriguera.

Adnan seguía considerando aún las implicaciones del asunto cuando se levantó de la cama aproximadamente a las diez de la noche, según sus cálculos. Era hora de dar una vuelta, un paseo por Sana, su ciudad natal. Aquellos paseos eran otro añadido reciente a su plan. Caminaba a uno y otro lado de la celda e imaginaba su regreso a casa, paso a paso. Si acortaba los pasos sólo un poco, podía reducir a cuatro zancadas cada recorrido, y dar otras cuatro para la vuelta. Solía tardar unos diez minutos en dejar atrás la celda y encontrarse en las calles y callejuelas de su ciudad, cuya arquitectura extraña y atemporal daba a los edificios el aspecto de una tarta helada rellena de piedras claras y pintura blanca, con adornos en todas las puertas y ventanas. Adónde ir hoy, pues, a última hora de la tarde, con la luz del sol deslizándose al otro lado de las montañas, un caramelo refrescante que suavizaba todas las esquinas y los tejados. Cruzó los adoquines, y luego los caminos embarrados, abriéndose paso hacia poniente por las salas de qat, donde todos masticaban las hojas intoxicantes y escupían jugo marrón en el suelo. Los hombres se acuclillaban en las tarimas alzadas delante de cada tienda del camino. Adnan siguió adelante, subiendo ahora, primero colina arriba y luego unos escalones, hasta una tercera terraza, donde la vista de la ciudad, Sana, se extendía a sus pies, y los sonidos del mercado resonaban sobre los tejados. También le llegaba el olor a cardamomo y el aire puro de la montaña. Sentía los pies fríos sobre el yeso. Luego bajó al bazar, pasando por la carnicería de Ahmed, donde las cabezas cortadas de cinco cabritos sangraban en una tina de plástico junto a la puerta. Ahmed cantaba mientras despellejaba y troceaba a los animales, espantando las moscas con cada sacudida del cuchillo largo y brillante. Adnan oyó entonces una voz que gritaba a lo lejos. Se paró en seco y se vio frente a la pared de su celda.

– ¡Adnan!

Era un halcón. Abrieron la puerta de su madriguera y le lanzaron una ráfaga de palabras, incomprensibles todas menos la última, que se había convertido en una contraseña que significaba que era hora de ver al Lagarto.

– ¡Muévete, Adnan! Te quieren en interrogatorios.

Su primera parada fue en otra madriguera, una vacía donde esperaba siempre a la carretilla que le llevaba a las guaridas. Pero esta vez la rutina fue diferente. Le subieron a empujones a un furgón, uno verde grande como los que usaban los ejércitos en las marchas, con alerones de lona en la parte posterior. Le sujetaron con pernos y arrancaron. Y, lo más extraño, cruzaron una verja y luego otra. Adnan veía su avance por una rendija entre las lonas.

¿Sería posible? ¿Se marchaba de allí? ¿Se marchaba a casa, volvería al avión que le llevaría a la libertad, con su madre y sus hermanas?

El viaje prosiguió a oscuras, su primera experiencia de la caída de la noche desde hacía siglos. La oscuridad natural no era en absoluto alarmante, sino balsámica; el aire era más fresco y olía a plantas y a tierra, un mundo en el que sentías en los pies el terreno en vez del cemento. En su excitación creciente, Adnan se permitió suspirar aliviado. El vehículo subió una ladera y, cuando el conductor hacía pausas para cambiar de marcha, Adnan creía oír los coros de insectos del desierto nocturno, que le conmovieron más profundamente todavía.

Sus esperanzas se hundieron, sin embargo, cuando el vehículo se detuvo en otra verja, donde había halcones en menor número, que daban vueltas con linternas y se gritaban unos a otros, acompañando al furgón al interior. Adnan se dio cuenta de que conocía aquel lugar. Vivía en los recuerdos más vagos y confusos de su llegada. Había pasado allí meses antes de acabar en su madriguera actual. Era el lugar en el que habían amontonado las jaulas de un lado a otro. Pero ahora, incluso en la oscuridad, vio que estaban vacías y cubiertas de maleza, que las había invadido desde la ladera cercana, esta antigua casa odiosa entregada a la jungla.

Le sacaron del vehículo, con los pasos acortados por los grilletes de los tobillos, y le empujaron hacia una caravana como la que contenía las guaridas. Se abrió la puerta de una habitación iluminada, con una mesa, dos sillas y un espejo en la pared. Pero no veía por ningún lado al Lagarto.

Entonces llegaron las serpientes. Eran dos, y Adnan no las conocía. Una vestía el plumaje verdoso moteado de los halcones. La otra lucía un atuendo más típico de serpiente, aunque no la piel gris que les gustaba mudar a algunos. Hacía mucho frío. Unos cuatro grados, después del calor del exterior, y parecía que habían puesto al máximo la caja de la pared que echaba aire frío y resonaba.

Un halcón le encadenó los grilletes a la argolla del suelo. Entonces la serpiente verde moteada masculló una orden y el halcón le alzó la camisa sobre la cabeza. Adnan no era tan estúpido como para forcejear, aunque sintió un frío congelante sin la camisa. Parecía haber cierta confusión en cuanto a lo que tenían que hacer a continuación, hasta que al fin el halcón le soltó los grilletes para sacarle los pantalones y los calzoncillos, volviendo a sujetarle rápidamente. Adnan se movió para recostarse en la silla, pero la serpiente gris le empujó en la espalda hasta que se cayó al suelo. El halcón le esposó y sacó una cadena, que enganchó a los grilletes, apretándola hasta que la segunda serpiente le gritó una orden. Adnan se quedó allí, encorvado y helado; le picaba la garganta y notaba los senos nasales obstruidos. Le pusieron una capucha en la cabeza, y él empezó a ofrecer resistencia entonces, pero ya era demasiado tarde. Le echaron algún tipo de cuerda al cuello, lo bastante prieta para impedir que se le cayera la capucha. Oyó entonces que movían los muebles y arrastraban las sillas. A los pocos segundos pusieron música, como el chillido de algo electrónico y chirriante, un sonido palpitante como los latidos del corazón, que se fundía todo en una especie de dolor en los oídos. Luego subieron más el volumen. Adnan apenas oía las voces de las serpientes con aquel estruendo.

Esto se prolongó lo que le parecieron horas, hasta que al fin bajaron la música. Le zumbaban los oídos, doloridos por la música y el frío. Notó entonces que una de las serpientes se acercaba más y se inclinaba, y sintió su aliento en el oído, casi agradable aunque sólo fuese por el calor.

La serpiente hablaba su propio idioma y uno de los chacales repitió sus palabras en árabe distorsionado:

– Háblame de Hussay, Adnan. Háblame de él y de todos los demás con los que trabajaba. ¿De dónde era Hussay, Adnan? Lo sabes, ¿verdad? ¿De dónde era? ¿Dónde estaba su hogar?

Adnan ni siquiera se molestó en negar. La serpiente esperó un rato y le repitió las mismas preguntas. Y luego otra vez. Adnan permaneció callado e inmóvil, y notó que la serpiente se apartaba de él. Y entonces empezó de nuevo la música, más fuerte que antes. Y alguien agarró la cadena sujeta al suelo y la apretó más. El dolor de las articulaciones y de la espalda arqueada hizo sentirse a Adnan como si alguien le estuviese retorciendo como un trapo húmedo, y el frío le producía dolores punzantes en los huesos.

¿Cómo había llamado a aquella información sobre Hussay, el recuerdo que le había ofrecido al Lagarto ayer mismo? Su gran regalo. Sí, un regalo del que ahora se arrepentía. Creía que alguna serpiente tenía que haber entendido lo importante que era, aunque el Lagarto no lo hiciese. Y si eso era cierto, probablemente no hubiese ningún medio de que interrumpieran aquel tratamiento pronto. No lo harían hasta que consiguieran todos sus secretos.

Pero Adnan decidió que no los tendrían nunca. Ya no. Ninguno de ellos, ni las serpientes ni el Lagarto. Aunque le mataran. Ya no era un ratón. Ahora era un topo, ciego a sus luces y a aquel mundo exterior.

Y cada minuto que transcurría, cavaba más profundamente.

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