16

El operario cubano a quien llamaban Harry en Gitmo, tenía sesenta y cinco años y trabajaba en la base desde los diecinueve. Su verdadero nombre era Javier Pérez. Hacía varios decenios, un alférez demasiado campechano había empezado a llamarle Harry en vez de Javi, y se quedó con ese nombre. No es que le molestara. Había aprendido a ser complaciente. Le había contratado la Dirección de Inteligencia cubana pocos meses antes de que le pusieran ese sobrenombre. Una persona que gana dos salarios por un solo trabajo aprende a ser flexible.

A pesar de la petulante opinión del doctor Endler, Harry había trabajado con otros estadounidenses además de Falk: con un oficial de la Marina en los años ochenta, y con otro marine poco después de que se marchara Falk. Ambos habían sido atraídos a La Habana igual que Falk. Tres clientes en dos décadas no era precisamente un gran negocio, pero la clientela de Harry, no obstante, se convirtió en objetivo de un pequeño santuario en el cubículo habanero de su manipulador, que puso las fotografías comprometedoras de los tres soldados en un lugar de honor encima de su puerta.

Pese a todo eso, el valor de Harry había sido siempre simbólico en buena medida. A sus jefes de la Dirección de Inteligencia les complacía la idea de contar con alguien en una base militar estadounidense, aunque ya sabían y oían todo lo que pasaba en aquélla. Y, si bien Harry nunca aportó realmente gran cosa en el sentido de información útil, suponían que su presencia en la base acabaría de dos formas posibles: aportaría un dividendo insólito por pura suerte (que un antiguo cliente volviera a la base como agente del FBI, por ejemplo), o sería descubierto por las autoridades militares. Ambas posibilidades serían un golpe; la primera, por razones evidentes; y la segunda, porque sumiría la base en una agitación de divertido bochorno. Los jefes de Harry se preocupaban poco de la posibilidad de traición, ya que su único contacto con la Dirección de Inteligencia era el individuo que le había reclutado. No podría identificar a ningún otro agente, con la posible excepción de su vecino farmacéutico, que Harry había sospechado siempre que era informador del Ministerio del Interior.

Harry dedicaba muchas horas a sus dos empleos, e inició la mañana de su encuentro con Falk como cualquier otro día laboral. Se levantó a las cuatro en su humilde casa de la ciudad de Guantánamo, y se vistió, mientras su mujer preparaba café y untaba con mantequilla una rebanada de pan para ponerla en la sartén. Ella volvió a la cama mientras él migaba la tostada crujiente en el café con leche. Harry salió de casa cuando empezaban a cantar los gallos, y recorrió seis manzanas hasta la parada de autobús, pasando por delante de las casas de seis de sus hijos y una docena de nietos. Tenía otros dos hijos que vivían en Union City, New Jersey, y una hija que vivía en Miami Lakes. Éstos le escribían a la base, y él no era tan tonto como para llevarse las cartas a casa: era uno de los pocos secretos que no compartió nunca con la Dirección. Había aprendido a memorizar la información de sus agentes para informar a su contacto, y no tenía problema para recitarle las cartas de los hijos a su mujer.

El autobús recogió a nueve pasajeros que iban a la base a diario. Cuatro se retirarían a final de año, pero Harry no. Salieron de la ciudad rumbo sureste, en un trayecto de treinta y dos kilómetros, bordeando el extremo septentrional de la bahía y el pueblecito de Boquerón hasta llegar a la última parada, que quedaba a kilómetro y medio escaso de la Puerta Nordeste. Eran entonces más o menos las cinco y media, y el sol estival avanzaba despacio sobre las colinas de cactus. Los trabajadores tenían que recorrer a pie el último kilómetro y medio, por un sendero polvoriento y empinado, bordeado de minas de tierra, al que llamaban «la rampa del ganado».

En el pasado, sobre todo en los años sesenta, los primeros de la Revolución, los guardias de la Brigada de la Frontera hacían la vida imposible a los trabajadores de la base cuando se acercaban a la Puerta Nordeste. Empujaban, abucheaban y registraban a todos de pies a cabeza. Algunos solían escupir, o intentaban pegarles, empujándoles en la espalda. El salario en dólares apenas compensaba, pero, a medida que transcurrieron los años, el número de trabajadores disminuyó, y también los insultos. Ahora la caminata y el registro diario transcurrían en silencio. Cuando Harry y los otros ocho cobraban los cheques de la Marina estadounidense en el banco de Gitmo cada dos semanas, lo hacían sabiendo que Cuba no cobraría impuestos. Tal vez fuesen los únicos empleados del mundo que se beneficiaban simultáneamente de las teorías económicas de Adam Smith y de Carl Marx.

En cuanto llegaban al lado estadounidense de la puerta, tenían que pasar otro control de seguridad, y cuando Harry pasaba al fin (hacia las seis de la mañana), estaba esperándole un marine, que le entregaba las llaves de una furgoneta Dodge. Subían a bordo con él otros dos trabajadores. Los dejaba en el Hospital Naval y seguía a su destino: su taller de mantenimiento, un cobertizo de chapa de zinc. Hacía años, Harry había escrito en un lado del cobertizo con pintura blanca: «¡Abajo Fidel!». Una buena tapadera, había pensado siempre Falk, aunque Harry lo hiciese sin malicia. En la época, le preocupaba la escasez de alimentos y medicamentos en la ciudad de Guantánamo. Otra pequeña singularidad para los anales secretos de Gitmo.

El trabajo de Harry consistía en reparar lo que fuese, electrodomésticos, coches, camiones y autobuses que funcionaban en la base. Como cubano, lo sabía todo para mantener los aparatos viejos en funcionamiento, a pesar de la escasez de piezas de recambio. Había conservado su propio Chevy de 1959 funcionando más de cuarenta años, así que, ¿qué dificultad podía plantearle mantener en perfecto estado un Chrysler de siete años?

Falk se despertó de un sueño inquieto aquella mañana más o menos a la hora en que llegó Harry a la Puerta Nordeste. Pensó primero en Adnan, que residía ahora entre los fantasmas, encerrado en el Campo Eco, fuera de su alcance. Se preguntó qué habría dicho o hecho el joven yemení para merecer semejante trato. ¿O le habría puesto en peligro el simple hecho de ser uno de los sujetos de Falk? Éste apenas había tenido tiempo de pensar en Harry. Si no hubiese sido por Bo, habría dejado el asunto para después del fin de semana.

Necesitaba un pretexto para la visita, así que Falk registró la cocina a la luz de la mañana y eligió la batidora. Para que fuese convincente, echó un plátano, un cilindro de zumo de naranja congelado y media bandeja de hielo, y pulsó el botón de batido. Por lo menos conseguiría un buen desayuno. Los cubos de hielo saltaron y se movieron con sacudidas mientras el pequeño motor crujía. Al fin la masa se paró a media vuelta. Falk miró la hora del reloj del microondas que pasaba a las 6:04 mientras esperaba a que el motor de la batidora se quemara. No dio al botón de apagado hasta que empezó a salir humo de las aberturas de ventilación de la parte posterior.

Bebió rápidamente el batido y enjuagó el vaso de plástico. Se llevó la licuadora al Chrysler y partió hacia el otro lado de la base. Se sentía un poco estúpido por la artimaña. Nunca había tomado medidas semejantes cuando era marine. Pero aquello había sido antes del 11-S y del Campo Delta, de «pensar en la OPSEC» y de que un general de división le desterrara el fin de semana.

No se veía a nadie en la avenida Sherman. Los campos de fútbol y los aparcamientos de las escuelas y las tiendas estaban vacíos. La base siempre tenía un aspecto extraño a aquella hora del día. La arquitectura residencial y el trazado urbano, sacados directamente de Déjenselo a Beaver, parecían tan fuera de lugar en aquel paisaje agotado y calcinado como un injerto de piel que no ha prendido.

El cobertizo de Harry se alzaba en una pequeña loma. Falk subió por un largo camino de coral prensado cuando un enorme cangrejo de tierra desaparecía de la vista, agitando desafiante las pinzas rojas. Harry se asomó a la puerta antes de que Falk apagara el motor.

– ¡Buenos días, señor! -dijo, sonriendo. Cualquiera diría que eran viejos amigos-. Tantos años, señor Falk. Y usted es tan importante ahora, pero yo aún le considero un soldado.

– Sí, bueno. -Falk salió del Chrysler-. Cuesta mucho olvidar las costumbres. ¿Qué tal la familia?

La conversación parecía más extraña a cada segundo. Falk nunca había preguntado a Harry por su familia, pero él le contestó como si fuese lo más normal del mundo.

– Todos bien. Muy bien, señor. Por favor, dígame qué necesita reparar. Ah, ya veo. La batidora, ¿eh? Adelante. Pase, pase.

En el interior estaban ya a treinta y dos grados. El lugar olía a aceite de motor. La mesa abollada de acero de Harry estaba cubierta de herramientas, piezas de repuesto y facturas de reparaciones. Despejó un espacio y colocó en el mismo la batidora.

– Muy bien, señor. Dígame, ¿qué hay de nuevo?

– Nada, en realidad, supongo.

Falk miró alrededor con cautela. Parecía que no había nadie más que ellos allí. Los compañeros de trabajo de Harry, un filipino y un puertorriqueño, vivían en la base con algunos cientos de trabajadores contratados en un edificio alto destartalado llamado Torre Colina Dorada. Ellos no llegarían al trabajo hasta dentro de una hora por lo menos.

– En realidad, Harry, me interesa más cualquier noticia que tenga usted para mí.

Acabemos de una vez, pensó.

Harry asintió con gracia, mientras tocaba los botones de la batidora, haciendo leves chasquidos mientras subía la escala de rayar a puré.

– Éstos son todos falsos, ¿sabe? Tantos nombres para estas posiciones y, en realidad, hacen todos lo mismo. Supongo que es para que uno crea que consigue más por su dinero. Ingenioso, ¿eh?

Falk asintió.

– Creo que podré arreglarla hoy. Pero necesito una pieza del almacén. Si quiere acompañarme…

Harry indicó con un gesto la puerta trasera, que daba al depósito de desguace. Luego sonrió y alzó ambos brazos, señalando las paredes y el techo, como si dijese: «Nunca se sabe quién puede estar escuchando, ¿verdad?». Era la primera vez que tomaba tantas precauciones. Tal vez él también estuviera asustado por el nuevo ambiente. O acaso hubiese mucho más en juego en esta ocasión. Cogió la batidora y se dirigieron a la puerta.

Fue un alivio salir al aire libre de nuevo, aunque el sol ya relumbraba implacable en los parabrisas agrietados y en las planchas metálicas abolladas.

– Aquí, me parece -dijo Harry, mirando por encima del hombro al cobertizo.

– Sí -respondió Falk, notando que la tensión era contagiosa.

Sabía desde el principio que aquel encuentro podría crearle problemas. Por eso lo había aplazado. Pero hasta entonces no había pensado en las verdaderas consecuencias: lo que dijese Harry a continuación podría cambiar su vida, y seguramente no sería para bien.

– ¿Recuerda a su amigo Paco, de Miami? -preguntó Harry, cuya sonrisa había perdido intensidad.

– Lo recuerdo perfectamente. ¿Es usted amigo suyo también?

– Por supuesto -repuso Harry, volviendo a mirar hacia el cobertizo. Seguro que no distinguía a Paco del ministro del Interior-. Quiere que vuelvan a verse. Enseguida. Me lo ha dicho, y éstas son sus palabras exactas: «Dígale al señor Falk que deje lo que esté haciendo y que venga a verme a Miami». El mismo alojamiento que antes, me dijo.

Debía referirse al mismo hotelucho, cerca de la Pequeña Habana. Maldita sea si no había acertado Endler, se dijo Falk preguntándose de nuevo por el motivo de su permiso de fin de semana. Le indujo a pensar en muchas cosas.

– ¿Le dijo algo más?

– No. -Harry sonreía radiante de nuevo. Aliviado, tal vez, por haber recordado todas las frases y porque la actuación prácticamente había concluido-. Pero insistió en que fuese usted. Y en que si no lo hace… -¿Sí?

Harry adoptó una actitud seria y prudente, acariciando la batidora, pensativo.

– Entonces dice que contará a todos sus primos y tíos que ha sido usted un amigo desleal.

– Así que tendré que verlo, ¿eh? Dígale que estaré en Miami mañana. Tal vez esta noche.

Si Harry estaba sorprendido, no lo demostró.

– Se lo diré -repuso-. En cuanto a la batidora, estará arreglada cuando regrese usted.

– Muy bien.

Falk se dio la vuelta para marcharse, tomando el camino que bordeaba el cobertizo.

– Tal vez le haga algún que otro arreglo -gritó Harry a su espalda-. Quedará mejor que antes.

– Muy bien -contestó Falk-. Hágalo.


Incluso con un asiento reservado, Falk tenía que estar en la terminal de Leeward Point una hora antes de la salida del vuelo, para solucionar todo el follón de seguridad. Si el vuelo era como todos los que salían de allí, iría lleno de familias de marinos, niños llorones y bebés vociferantes, con los compartimentos de equipaje de mano repletos de sillitas y portacunas.

Tenía el tiempo justo de ver a Bo camino del trasbordador para contarle la nueva situación con Harry. Endler se alegraría de ver confirmado su presentimiento. Le abrió la puerta Cartwright en pijama, con una taza de café en la mano. Se sorprendió al ver a Falk, parecía incluso receloso. Cuando Falk preguntó por Bo, negó con la cabeza.

– Ha salido muy pronto esta mañana. Recibió una llamada telefónica a eso de las cinco.

¿Endler, tal vez?

– Dile que he pasado y que nos veremos el lunes.

– Se lo diré.

Casi no llega al trasbordador. Los delfines ya estaban saltando en la bahía, destellando a la luz del sol mientras Falk, de pie junto a la barandilla de popa, contemplaba la base que se alejaba en su estela. Lamentaba no haber tenido tiempo de ver a Pam. Hubiese sido aún mejor que fuese a su lado en aquel momento, rumbo a Estados Unidos con él.

La sala de espera del hangar era un zoo, y Falk se quedó fuera con los fumadores mientras pudo, y fue el último en la cola de embarque. Un soldado registró a fondo sus bolsas y su cartera, pero no mostró el menor interés por las cartas de Ludwig ni por sus documentos. Falk había hecho una copia de todas sus notas antes de entregar los originales la noche anterior en la sede del J-DOG, en un sobre grande para Van Meter.

El suelo ya estaba blando del calor, y la pista de despegue estaba cubierta de carburante. Los motores hacían tanto ruido que no pudo oír bien a un policía militar que le dijo algo junto a la escalerilla cuando iba a subir a bordo.

– ¿Qué? -le preguntó, gritando por encima del ruido.

En vez de chillar de nuevo, el agente señaló el hangar. Falk se volvió y vio a Bo, que corría hacia ellos, seguido de otro policía militar furioso.

Ambos alcanzaron a Falk al mismo tiempo, aunque el policía habló primero:

– ¡Señor, no puede entrar!

– ¡Ya se lo he dicho, maldita sea! Estoy autorizado.

Bo le enseñó un papel y Falk vio que tenía el membrete del general Trabert. Al parecer, funcionó. El policía le saludó incluso y se retiró a una prudente distancia, mientras Bo se acercó más y se inclinó para gritar a Falk al oído. La estela del motor les agitó las camisas como si fuesen banderas.

– Una mañana infernal, ¿eh? ¿Qué tal con Harry?

Falk unió y ahuecó las manos y gritó a Bo al oído.

– Intenté localizarte en tu alojamiento. Endler tenía razón. Paco quiere un encuentro.

– ¿En Miami? -gritó Bo.

Falk asintió.

– Iré al mismo hotelucho que la otra vez.

Bo buscó en el bolsillo y sacó de la cartera una tarjeta que el viento casi le arranca de la mano.

– Llama a este individuo cuando llegues a Estados Unidos. -Aquello era como mantener una conversación en un túnel aerodinámico-. Desde un teléfono público.

La tarjeta tenía el logo y el número del Departamento de Estado, pero Falk no reconoció el nombre. Su reacción inmediata fue de indignación.

– Creía que sólo estabais al tanto de todo esto Endler y tú. ¿A cuántas personas se lo habéis contado?

– Él no conoce los detalles. Sólo sabe que eres un actor. No puedo dirigirlo desde aquí.

– Y Endler no puede tomarse la molestia de mancharse las manos, ¿verdad?

– No es eso, créeme. Telefonéale. Puedes ser todo lo impreciso que quieras, pero telefonéale. Yo creía que precisamente tú entenderías una pequeña confusión después de todo lo que ha caído esta mañana.

¿Habría habido otro arresto?

– ¿De qué demonios hablas?

Bo le miró con dureza, con el cabello revuelto disparatadamente mientras los estruendosos motores aceleraban un poco más. El policía militar que estaba más cerca dio un paso al frente.

– ¡Por Dios, Falk! ¿No te has enterado?

– ¿De qué?

– Han arrestado a Pam.

Se le cayó el alma a los pies. El ruido y el viento eran un zumbido resonante en sus oídos. El policía militar agarró a Bo de la manga y gritó a Falk:

– Tiene que subir al avión, señor. Y nosotros tenemos que bajar de la escalerilla. Es hora de que su amigo salga de la pista.

Bo dio un paso atrás, pero Falk no se movió; seguía muy aturdido para hacerlo. Se sentía como un toro recién apuntillado en la plaza. Vio los rostros en las ventanillas del avión, todos observándole crispados, mientras los motores rugían como una multitud pidiendo sangre.

– ¿Por qué? -gritó.

Pero Bo no le oía o no lo sabía, y se limitó a negar.

– Suba al avión, señor. ¡Ahora!

Falk se volvió en silencio y cuando el policía militar le empujó suavemente en la parte inferior de la espalda, no supo si sentirse furioso o traicionado, así que optó por ambas cosas, y un nudo de cólera impotente se le desató en la garganta:

– ¡Basta ya, maldita sea! ¡Quíteme las manos de encima!

Subió laboriosamente la escalera, seguido de cerca por el policía. Cuando llegó arriba, se volvió.

– ¡Ya voy!

El policía retrocedió al verle la cara. Una azafata con semblante preocupado salió de la cabina, le tomó del brazo amablemente y le guió al interior, cerrando la puerta. Eso amortiguó el ruido, y Falk se encontró desconcertado frente a los viajeros, soldados y familiares, que le miraban preguntándose qué diablos pasaba.

Nada más abrocharse Falk el cinturón, se pusieron en marcha. Entonces, otro pensamiento desencadenó un nuevo arrebato de cólera. No era extraño que Trabert quisiera que se largara. Así podían arrestar a su novia sin problemas e interrogarla todo el fin de semana sin miedo a interferencias. En las últimas veinticuatro horas habían puesto fuera de su alcance a dos de las tres personas con quienes mantenía una relación más estrecha en Gitmo (resultaba extraño reconocer que una de ellas era un prisionero), enviando a una al olvido de la Agencia y a la otra Dios sabía dónde.

Y allí estaba Bo, que podría haber mentido o no en cuanto a que había mantenido la relación de Falk con los cubanos en secreto todos aquellos años. Miró de nuevo la tarjeta que le había dado y leyó el título de apariencia benigna: «Ayudante especial del subsecretario». ¿Él y cuántos más? ¿En cuántos expedientes figuraba ahora el nombre de Falk y hasta qué punto circulaban?

El avión aceleró y luego se inclinó hacia arriba al despegar. Un bebé empezó a gemir dos filas detrás de Falk. Ya somos dos, pequeño. Falk miró por la ventanilla para ver por última vez Gitmo mientras el aparato se ladeaba sobre el mar relumbrante, y se preguntó si volvería a ver aquel lugar. Si se lo hubiese planteado unos días antes, habría dicho hasta nunca y habría abierto una cerveza fresca. Ahora le parecía absolutamente decisivo regresar como fuese, tanto si era bien recibido como si no.

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