Falk tuvo que pasar al menos diez minutos de su preciosa media hora tranquilizando a Adnan, y era fácil ver por qué. El joven estaba magullado, pálido y descarnado, parecía que hubiese adelgazado siete kilos. Sólo llevaba allí seis días, pero podría haber sido toda la vida.
Los accesorios de su destrucción estaban a la vista. Dos luces estroboscópicas instaladas en el suelo en un rincón, junto a una platina y un bafle de cien vatios (sólo uno, no hacía falta sonido estereofónico cuando lo único que importaba era el volumen). No había porras, pinchos ni grilletes extra, pero esos instrumentos eran portátiles.
En tales circunstancias, Falk no quería a nadie a la mesa más que Adnan y él, aunque primero tuvo que discutir con el guardia.
– Se supone que tengo que quedarme, y éste ha sido un problema. Me han dicho que no lo pierda de vista.
Falk le habría preguntado «quiénes» se lo habían dicho, pero sabía que no conseguiría nada. Había advertido al entrar que nadie cumplimentaba ningún formulario ni reseñaba en modo alguno su presencia para que constara. Podría deberse a que aquella visita no se registraba. O tal vez no se registrase ninguna visita al Campo Eco. Sus jefes de Washington habrían palidecido al saber que estaba allí, y no había ningún medio de que él les diera la información.
– No se preocupe, soldado. Asumo toda la responsabilidad. Sólo sujételo al suelo y espere fuera. Le llamaré si le necesito.
– De acuerdo, pero es muy difícil oír desde ahí fuera.
Sin duda, pensó Falk, mirando las paredes y la puerta. Quienquiera que hubiese construido el Campo Eco había pensado en todo, incluido el aislamiento acústico.
Tyndall y Bo estaban detrás del espejo, esperando a que empezara el espectáculo. Un espacio muy reducido y viciado, pero así era. Con el límite de tiempo, no sufrirían mucho y, teniendo en cuenta a lo que se enfrentaba Falk, era improbable que la media hora fuese fructífera.
Falk había insistido en que no se asomaran ni hablaran alto en cuanto empezase la sesión. En el lamentable estado en que se encontraba el joven, sólo le faltaba a Falk otra intrusión que lo desquiciara, o lo hundiese más en el lugar en el que se hubiese refugiado. Y Adnan podría recordar a Tyndall de la semana anterior. Incluso una cara desconocida como la de Bo podría alterar el equilibrio.
Adnan jadeaba desde el momento en que entró en la habitación, y la hiperventilación no mejoró cuando reconoció a Falk. Dijo algo ininteligible, una especie de gruñido, e incluso eso le costó tanto esfuerzo que le cayó un espumarajo blanquecino en la barbilla. Le brillaban los ojos de cólera o de entusiasmo, o tal vez de ambas cosas. Pero resultaba evidente que quería decir algo para desahogarse.
– Tranquilo, vamos. Tranquilo, amigo. -Santo cielo, era como hablarle a un niño, a un perro. Falk tuvo que contenerse para no tender la mano y acariciarle la cabeza-. Todo irá bien ahora. -Pero no sería así, por supuesto, no si entregaban a Adnan al servicio de información yemení, cuyas tácticas serían todavía peores-. No sé si te lo han dicho, pero van a enviarte a Yemen dentro de pocos días. -Reprimió el impulso de decir «a casa», porque no habría sido la verdad. No pensaba mentir a Adnan. O eso había jurado-. Me han asegurado que van a hacerlo. -Pero dejarlo ahí, sin duda habría sido una mentira de omisión, así que Falk confesó-: Te entregarán a las autoridades, no a tu familia, aunque, con un poco de suerte, tal vez te dejen irte enseguida.
Le pareció oír una tos detrás del espejo. ¿Sería Tyndall que intentaba decirle que estaba contando cuentos? Demasiado tarde ya.
– Pero antes de que te marches, Adnan, tienes que decirme quién te ha hecho esto. Tienes que decirme quién te trajo aquí a esta habitación, y quién ha estado viniendo a verte.
– ¡Traidor! -balbuceó al fin Adnan, y la palabra pareció surgir de un lugar recóndito en el que se había calentado borboteando durante siglos-. Tú y las serpientes. ¡Traidores!
– ¿Las serpientes? -Era la primera vez que Falk le oía emplear aquella palabra.
– ¡Todos! ¡Sois serpientes todos!
El arrebato liberó suficiente presión para calmarle y cuando pasó, Falk se inclinó muy levemente, sin acercarse a él tanto como para resultar amenazador, sino sólo lo suficiente para poder bajar la voz y que le oyera.
– Escúchame, Adnan. Mírame. -Una mirada, la mantuvo casi. Luego apartó la vista hacia el rincón al que se volvía siempre cuando no tenía nada más que decir-. Tienes razón, Adnan. Tienes razón sobre las serpientes. Te han traicionado, pero yo quiero castigarlas por ello, y tú puedes ayudarme.
Falk esperó, y Adnan volvió la cabeza despacio, como un pivote que detuvo casi de frente. Pero siguió moviendo los ojos, los detuvo al encontrar los de Falk y los apartó de nuevo hacia el rincón.
– Puedes ayudarme -repitió Falk-. Puedes ayudarnos a los dos.
Bien, ya estaba, el engaño se deslizaba de nuevo en el enfoque, a pesar de las buenas intenciones. Pero ya no podía retirar las palabras, sobre todo porque parecía que surtían efecto. Adnan había vuelto la cara y clavó los ojos en los de Falk.
– Bien -musitó Falk, como el amo al perro-. Bien. Ahora voy a enseñarte unas fotos, Adnan. Algunas de las serpientes. Pero no te preocupes porque no están aquí, ni están esperando afuera ni volverán a hacerte daño. -Otra promesa que no podía cumplir, y sabía que seguiría haciéndole promesas mientras siguieran funcionando.
Falk sacó de la cartera el número de The Wire en el que figuraba el artículo sobre el equipo de Washington. Había doblado la fotografía, de forma que sólo se veía la cara de Fowler. Lo deslizó en la mesa para que pudiese verlo Adnan, haciéndolo despacio, con cuidado, para no romper el hechizo. Serpientes, de verdad. Él se sentía como una cobra que intentaba hipnotizar a su víctima con la mirada.
– Éste -le dijo, sin dejar de mirarle a los ojos mientras daba un golpecito en la foto-. ¿Lo reconoces? Mira la foto, Adnan. La fotografía no puede hacerte daño.
Adnan bajó la vista, y durante un momento tenso, Falk creyó que lo había perdido, tal era la impasibilidad del semblante del joven al mirar la foto. Era como si mirara un pozo, sin enfocar la vista.
– ¿Lo conoces? -preguntó Falk-. ¿Ha estado aquí?
Adnan negó despacio, con gesto impasible.
– ¿No?
– No -respondió Adnan, afablemente, como si rechazara una ración extra de postre-. No lo conozco. No está entre las serpientes.
Falk obtuvo el mismo resultado con la fotografía de Cartwright. Luego le enseñó otra vez la de Fowler, sólo para asegurarse, y también a modo de prueba. Si Adnan reaccionaba como si la viera por primera vez, entonces tal vez tuviese la mente vacía, reprimiendo el recuerdo de todos los que le habían hecho daño.
Pero no fue eso lo que ocurrió.
– ¡Ya me has preguntado por él! -exclamó Adnan, alzando la voz-. ¡Él no está entre las serpientes!
Retrocedió al precipicio. Falk retiró la fotografía.
– Muy bien, entonces. Muy bien. No pasa nada. No volverás a ver esa foto.
Esto hizo pensar a Falk que tal vez estuviese haciendo los interrogatorios allí la misma persona que había interrogado a los yemeníes en el Campo Rayos X. Si se trataba de Van Meter, contaría con un intérprete, y lo más lógico era que éste fuese Allen Lawson. Tal vez Fowler sólo observara desde detrás del espejo.
Por desgracia, no tenía fotos de Van Meter para enseñárselas, y no creía que pudiese conseguir una antes de que Adnan se marchara o el general Trabert descubriera lo que se proponía Falk y le encerrara. Ya era bastante portentoso que hubiese conseguido entrar allí, pensó.
– De acuerdo, entonces -dijo, cambiando de táctica-. Hablemos de estas serpientes.
Adnan negó.
– ¿No quieres que las castiguen?
Adnan se miró los pies.
– Bueno, ¿no quieres?
Asintió levemente.
– Entonces, descríbemelas. Cómo vestían. El color del pelo, los ojos.
Adnan miró a Falk como si fuese imbécil. Parecía furioso.
– ¡Son serpientes! -gritó-. ¿Qué más necesitas saber? Parecen serpientes, muerden como las serpientes, se enrollan y golpean como las serpientes. ¡Son serpientes!
Así que esto era donde se notaba el daño, supuso. Lo que explicaría por qué ninguna de las fotografías tenía efecto. Enséñale una foto de una serpiente de cascabel y quizá se ponga en pie de un salto, señalándola furioso. Pero Falk siguió adelante pese a todo, hablando en voz baja y manteniendo la calma. No volvió a inclinarse ni se levantó. Cruzó las manos delante de él sobre la mesa, donde podía verlas Adnan.
Adnan reaccionó de la misma manera, hasta cierto punto. Se calmó y no volvió a levantar la voz. Pero, pese a las diversas formas que probó Falk para conseguir una descripción de sus torturadores, Adnan respondía siempre lo mismo:
– Es todo lo que puedo decir de ellos -decía con cautela y evidente exasperación-. Son serpientes.
– Muy bien, entonces. Bien. Pero ¿cuántos eran? ¿Cuántas serpientes han venido aquí?
– Tres -contestó Adnan. Seguro-. Tres en este sitio.
– ¿Y en el otro? ¿El de antes de que vinieras aquí?
– Demasiadas. Muchas más.
– ¿Pero algunas de aquí son las mismas que antes? ¿O aquí son todas nuevas?
– Dos son las mismas que antes. Una es nueva. Aquí y la última vez en la selva.
– ¿La selva?
– Donde vivían los monos.
Debía de referirse al Campo Rayos X. A la última sesión antes de que le trasladaran allí. Todas las demás serpientes debían de ser los que habían hablado con él antes de que se encargara de él Falk. Éste se preguntó qué estarían sacando en limpio Bo y Tyndall de todo aquello. Ninguno de los dos comprendía el árabe, así que sólo se fijarían en los gestos, en los cambios de inflexión y de volumen. Habrían visto a Falk sacar el periódico, pero no sabían lo que era ni lo que le preguntaba. Menos mal, sobre todo en el caso de Tyndall. ¿O estaría el hombre de la CIA grabándolo todo de algún modo? Tal vez, pensó, aunque ya era demasiado tarde para preocuparse.
Falk consultó el reloj y vio que sólo le quedaban cinco minutos. Tyndall le había dicho que le interrumpiría en cuanto acabara el tiempo. Y, por lo que sabía él, la entrega estaba programada para el amanecer, aunque era probable que el tráfico aéreo se interrumpiese al menos hasta que pasara Clifford.
Hizo una última tentativa de conseguir una descripción de la serpiente más nueva, y fracasó; suspiró entonces, con la sensación de que no le quedaba nada que preguntar, al menos porque parecía que no quedaba nada que lograr. Adnan estaba más tranquilo ahora, pero su calma iba acompañada de un gesto de resignación tan ausente que Falk se sentía extrañamente desconsolado. Sólo faltaba una camisa de fuerza para completar el efecto, o las marcas de los puntos de una lobotomía. Adnan era un recipiente vacío, completamente agotado.
– De acuerdo, Adnan -le dijo amablemente-. Está bien. Lo has hecho bien hoy. Esto te ayudará.
Parecía que ni siquiera las mentiras importaran ya. El semblante de Adnan tenía la misma placidez rígida que un estanque congelado. Falk se levantó y llamó despacio a la puerta. El guardia entró de inmediato, con aire nervioso hasta que comprobó que no pasaba nada.
– Ya está -le dijo Falk-. Puede llevárselo.
La frase en inglés hizo reaccionar a Tyndall, que abrió un poco la puerta del cuarto de observación y susurró:
– Todavía te quedan tres minutos, ¿sabes? Si lo necesitas.
– Está agotado -dijo Falk-. No hay nada que hacer.
– ¿Agotado? -protestó Bo, sin molestarse en hablar en voz baja-. Yo no hablo árabe, joder, pero apenas lo has intentado. Parecías su terapeuta más que un interrogador. ¿Es eso lo que os enseñan en Quantico?
Falk oyó una súbita conmoción detrás, y luego un gemido desesperado de Adnan.
– ¡Serpiente! -dijo en árabe-. La oigo silbar.
Falk se dio la vuelta y vio a Adnan con la mirada brillante de miedo.
– ¿Y ahora qué demonios dice? -preguntó Bo.
– ¡Serpiente! -Adnan forcejeó con el guardia, que estaba sacando la porra del cinto.
– ¡Cállate! -masculló Falk por encima del hombro a Bo-. Y cierra la puerta. Quiero esos tres minutos. ¡Agente! Sujétele, pero no se atreva a golpearle. ¡Déjele ahí junto a la puerta, sólo un segundo más!
Falk sacó el periódico de la bolsa. Tenía el estómago revuelto pero mantuvo la compostura lo suficiente para que Adnan prestara atención, rogándole que se calmara para hacerle una última pregunta.
– ¿Es éste la serpiente? -le preguntó, en voz baja y firme, volvió la fotografía hacia el único rostro que aún no le había enseñado, el de Ted Bokamper, que vacilaba a la derecha de la foto.
– ¡Sí! -dijo Adnan, asintiendo rápidamente, y mirando luego furioso hacia el espejo de la pared opuesta-. Silba y está ahí. ¡Vive ahí!
– Cálmate, Adnan.
Pero Adnan ya no se calmaría, e incluso con esposas y grilletes, le dio problemas al joven policía militar, que acabó empujándole hasta su cama con las muñecas y los tobillos sujetos y cerró de golpe la puerta de la celda.
– Ha perdido el control -dijo el guardia despectivamente-. No es de extrañar que esté en este sitio.
– Sí. No es de extrañar -dijo Falk.
Cuando los tres volvieron corriendo bajo la lluvia al puesto de entrada, Falk ya había recuperado la compostura.
– Bo, ¿por qué no nos sigues hasta mi casa? Tú y yo tenemos que hablar.
– Opino lo mismo. -Falk le lanzó una mirada inquisitiva, pero sólo recibió a cambio la mueca insolente habitual-. Pero lamentablemente ahora mismo no puedo. Antes la obligación.
– ¿A las once de la noche?
– Eh, ya me conoces.
– Al menos, lo creía.
Pero Bo ya había cruzado la puerta, y corría hacia su coche en el chaparrón. Tyndall y Falk hicieron lo mismo y, después de cerrar la portezuela del Plymouth de golpe, el segundo se quedó un momento sentado con las manos sobre el volante, analizando las consecuencias de todo aquello.
– Todo esto me da muy mala espina -dijo Tyndall.
– No me extraña.
– ¿Qué es lo que pasó antes?
– No estoy seguro. Pero gracias por traerme.
– Faltaría más. Lo creo.
Falk estaba a punto de encender el coche, cuando se le ocurrió de pronto algo.
– ¡Joder! -exclamó, sintiéndose como un imbécil.
– ¿Qué? ¿Qué pasa?
Sacó la linterna y se inclinó todo lo posible en el asiento, mirando bajo el volante.
– Busca a tientas bajo la guantera -le dijo a Tyndall.
Tyndall tanteó bajo la guantera.
– ¿Qué es lo que busco?
– Cualquier cosa que no deba estar ahí.
– ¿Te refieres a esto, por ejemplo?
Se oyó un chasquido agudo en el lado de Tyndall, y cuando Falk volvió la linterna, vio que tenía en la mano un disco de metal pequeño.
– Estaba enganchado a un cable -dijo Tyndall-. Seguro que va derecho a tu radio. Así lo transmite tu antena.
– O sea que ¿pueden oírme a dos kilómetros de distancia?
– No soy un experto, pero supongo que algo así. Tal vez más. -Tyndall era un tipo muy listo, así que dedujo el resto rápidamente-: Creo que esto explica que acabáramos con un escolta.
– Claro. Mi buen amigo.
– No es de extrañar.
– ¿Qué quieres decir?
– Me refiero a él. Y a sus jefes. Parte de nuestra clientela especial de productos de aquí. Yo no te lo he dicho, por supuesto.
– ¿Clientela especial? ¿Desde cuándo?
– Desde siempre. O al menos desde el último cambio de administraciones. Tú eres amigo suyo. Yo había dado por sentado que los dos trabajabais juntos.
– ¿Qué? ¿Para el FBI?
– En realidad no para el FBI. Sólo como parte de su… bueno, como quiera que se llamen.
– ¿Y qué podría ser eso?
– Nadie me lo ha dicho nunca. Lo único que sé es que determinada gente de mi unidad me ha pedido que coopere siempre que me lo pidan. Pero me sorprende que no lo supieras. La forma de andar juntos y demás.
Tal vez Bo y él hubieran estado trabajando juntos, pensó Falk. Sólo que no de la forma en que él había imaginado.
– Ya que todos los demás saben tanto, dime una cosa. Esos tres individuos del equipo, Bo, Fowler, Cartwright, ¿tenían números de seguridad asignados para firmar el registro por los detenidos de Delta?
– Parece una suposición acertada.
– No quiero una suposición. Quiero una respuesta.
– La respuesta es que sí. Pero no voy a decirte sus números.
– Es razonable. Sólo necesito un sí o no de uno.
– Pides demasiado.
– Vamos, Mitch. Es un número de mierda. Yo lo digo y tú me dices si es de Bo.
– ¿Pero crees que tengo tan buena memoria?
– ¿Para recordar esos tres? Por supuesto que sí.
– De acuerdo. Para esos tres, tal vez. Pero no es que tenga todo el Campo Delta memorizado. Oyéndoos hablar a algunos de vosotros, parece que espiamos a todo el mundo. Fowler arresta a alguien y nos culpan a nosotros.
– Yo no culpo a nadie, sólo necesito información.
– Tú y todo el condenado mundo. ¿Cuál es el número?
Falk buscó en sus notas a la luz de la linterna y luego leyó en voz alta los dígitos que se habían registrado para interrogar a Adnan el miércoles anterior en el Campo Rayos X.
– Es el de Bo, ¿verdad?
Tyndall negó y le lanzó una mirada extraña, que parecía más de apuro que de desconcierto.
– Tiene que ser el de Van Meter, entonces.
– ¿Qué es esto, el juego de las veinte preguntas? Maldita sea, Falk, ya basta. Pero de todos los números, yo habría pensado que conocerías ése.
– Bueno, no es de nadie de mi equipo.
– Por supuesto que no. Es el de ella.
– ¿De ella? -Una pausa, mientras todo encajaba-. ¿El de Pam?
– ¿Ya estás satisfecho? Se acabaron las preguntas, ¿de acuerdo? Creo que los dos hemos tenido bastante.
– De acuerdo -dijo Falk con voz débil.
Y, por segunda vez en diez minutos, su mundo se desmoronó.