Siguieron la carretera de la playa hasta el laberinto de barricadas del puesto de control del Campo Delta, donde enseñaron las tarjetas de identificación a un policía militar aburrido, mientras otro los observaba por la mira de una ametralladora calibre 0.50. La prisión estaba iluminada igual que la Super Bowl, como de costumbre. El resplandor de las lámparas a aquella distancia provocaba la impresión de que las alambradas y las torretas de guardia emanaran un vapor anaranjado claro. Con los tejados blancos alargados y las campanas de ventilación de los bloques de celdas, el lugar parecía una granja avícola más que una penitenciaría.
El Humvee cruzó la verja principal, dobló luego por la esquina hacia el Campo América y siguió despacio pasados los barracones, caravanas y casas en las que dormían más de dos mil soldados. Playa Molino quedaba a kilómetro y medio. El pavimento terminaba en una espesura de cactus y zarzales, al pie de un pequeño acantilado coralino, y la playa propiamente dicha era un amplio semicírculo de arena de unos cien metros de diámetro. Junto a la misma, había una zona herbosa con mesas y un pequeño pabellón descubierto con una plancha de cemento resguardada. Antes de que construyeran el Campo Delta, la playa estaba aislada y apenas se usaba. Falk recordaba algunos idilios apasionados allí de sus tiempos de marine. Había compartido uno con la esposa de un alférez, representando la escena de la playa de la película De aquí a la eternidad, disfrutando tanto que nunca se le había ocurrido lo estúpido que era hacerlo con la esposa de un oficial de la Marina.
Ahora el lugar era una salida perfecta, escenario de frecuentes fiestas y comidas al aire libre para desahogarse. Aquella noche no había luna, pero la playa estaba llena de linternas. Cuatro policías militares registraban la arena como niños cazando cangrejos fantasma en las vacaciones de verano. Las luces de las linternas se inmovilizaron al oír llegar a Falk. Los soldados tal vez creyeran que era un oficial. Él observó divertido cómo los cuatro trabajaban de espaldas al agua. El mar nocturno solía producir ese efecto: toda aquella oscuridad sin límites, sorbiendo y retumbando invisible, como si amenazara con arrastrarte a lo desconocido si mirabas demasiado tiempo. O tal vez temieran que el cuerpo del sargento Ludwig estuviera allí, flotando hacia ellos en la marea.
Falk no estaba inquieto en absoluto, sobre todo porque había crecido junto al mar. El litoral de sus recuerdos era un lugar acogedor, con calas, islas, campos verdes y arrecifes pedregosos en los que gritaban las gaviotas y los cormoranes. El mar nocturno le resultaba tan acogedor como la sala de estar de su casa a oscuras. Sabía que siempre encontraría el camino hasta la puerta sin tropezar.
El viento se había calmado y las crestas de las olas brillaban iridiscentes. A pesar de lo que le había dicho el soldado que había ido a buscarle, parecía que lo habían revuelto todo. No era de extrañar, ya que alguien tenía que haber registrado la cartera para la identificación. Pero le disgustó ver huellas de botas casi en cada palmo de arena.
Un soldado iluminó con la linterna las pertenencias de Ludwig: una cartera, una gorra de camuflaje y un juego de llaves. ¿Para qué serían las llaves, a menos que el individuo aún llevara encima las de casa? Falk no creía que un simple sargento tuviese coche propio. El pequeño parque de automóviles de alquiler de Gitmo había sido acaparado hacía mucho por los oficiales superiores y los civiles como él. Todos los demás compartían furgonetas o recorrían la isla en una flota de viejos autobuses escolares, la versión de transporte público en el Campo Delta. Algunos soldados se compraban decrépitos «especiales Gitmo» (coches usados que se heredaban de un reemplazo a otro), pero eso rara vez ocurría con los reservistas.
El uniforme de Ludwig no aparecía. A menos que hubiese llegado allí caminando en bañador, o bien había decidido darse un chapuzón con botas y equipo de camuflaje o adentrarse en las colinas cercanas dejando atrás la gorra y la cartera. Ambas posibilidades parecían improbables, pero si Falk tuviese que elegir una de las dos, elegiría la segunda.
– Hay que retirar esto, señor -dijo el agente más próximo-. La marea está subiendo.
Eso suponía que ya había desaparecido todo rastro de las huellas de las botas de Ludwig dirigiéndose hacia el mar, y prácticamente no existía forma de distinguir sus pisadas de todas las demás. A pesar de la palabrería acerca de que el Campo Delta alojaba a los criminales más peligrosos del mundo, lo cierto era que estaba pésimamente equipado para procesar el verdadero escenario de un crimen. Era más probable que tuviese el equipo adecuado la patrulla costera de la base naval. El máximo esfuerzo de sus oficiales para conseguir mejor equipo parecía concentrarse en las comodidades materiales para los inquietos habitantes: televisores de pantalla grande para ver los deportes vía satélite con antenas parabólicas, cabinas de internet, una enorme terraza nueva para el Club Survivor, que era una versión frente al mar del Tiki Bar del Campo América. Aún estaban construyendo muchas casitas de playa, y el reducto empezaba a parecer una de esas ciudades de crecimiento rápido que acompañan a las fiebres del oro y a las ocupaciones militares. Incluso la semana anterior había llegado una banda de rock de Estados Unidos gracias al Programa Militar MWR: Moral, Bienestar y Recreación. Y antes había aterrizado en la bahía con su hidroavión el cantante Jimmy Buffett. Y esperaban a un humorista el fin de semana. Había torneos de golf, embarcaciones de alquiler, ligas de softball, clases de submarinismo. La diversión no cesaba.
– ¿Quién lo vio por última vez? -preguntó Falk.
– El soldado Calhoun. Está arriba en el cuartel.
– ¿Cómo se llama usted, soldado?
El policía se miró el uniforme y advirtió avergonzado que no se había quitado la cinta adhesiva del turno anterior en el interior de la alambrada. Se la quitó.
– Belkin, señor. Cabo Belkin.
– Bien, cabo. Necesito hablar con Calhoun lo antes posible.
– Sí, señor.
– ¿Lo conoce usted?
– ¿A Calhoun?
– A Ludwig.
– Sí, señor. De mi unidad. Movilizada de Pontiac, Michigan.
– ¿Lo conoce bien?
Belkin se encogió de hombros y contestó:
– Bastante bien, supongo.
– ¿Es bebedor?
– Suele tomar alguna que otra cerveza. Poco más.
– ¿Le gusta nadar?
– Lo he visto nadar en la piscina. Pero nunca en la playa. Claro que yo no vengo aquí mucho.
– ¿Ha avisado alguien a las patrullas de a pie? ¿Por si se hubiese ido a las colinas?
Los marines aún recorrían el perímetro de la base a todas horas, y en los sinuosos caminos del Campo Delta solía haber patrullas del ejército, cuatro soldados en fila india, ataviados con maquillaje teatral y dieciocho kilos de equipo. Falk conocía la rutina perfectamente.
– Sí, señor. Los han interrogado a todos. Ningún rastro.
Falk negó con la cabeza y miró a Belkin a los ojos, procurando descifrar su expresión en la oscuridad.
– ¿Qué me dice de suicidio? ¿Cree que él podría ser ese tipo de persona?
– Imposible, señor.
– ¿Por qué? Ellos lo intentan -repuso Falk, señalando con un gesto la mancha de luz sobre el Campo Delta-. ¿Por qué nosotros no?
– ¿Dónde está la nota, entonces? -preguntó a su vez el soldado con cierta insolencia.
Tal vez Ludwig fuese más amigo suyo de lo que había admitido.
– No es su estilo, ¿eh?
– No, señor. Mujer e hijos. Buen trabajo.
– ¿Qué clase de trabajo?
– Director de banco. Le habían ascendido poco antes del despliegue.
Así que probablemente fuese un tipo cuidadoso, que se atenía a las normas. Claro que Falk no estaba dispuesto a aceptarlo sin más sólo para no irritar a un amigo.
– La nota podría haber volado. Y quizás el banco tenga problemas. ¿Han registrado la cartera?
– Sólo la documentación. -Ahora el tono era desabrido. Belkin estaba claramente irritado-. Suponía que querría hacer usted el resto.
Falk se inclinó a recogerla. Era una cartera de cuero castaño oscuro, tan empapada ya del aire marino que tuvo que hacer fuerza para separar las partes. No contenía gran cosa. Algunas tarjetas de crédito. Un billete de veinte dólares mustio. Un par de recibos del Naval Exchange, un permiso de conducir expedido en Michigan y el resguardo de un depósito bancario arrugado, tal vez de su propio banco. Ninguna fotografía de la mujer y los hijos, lo que significaba que tendría algunas clavadas junto a su litera.
La aparición de otro Humvee interrumpió la inspección de Falk. Dejó con cuidado la cartera en la arena, y se volvió a tiempo de ver apagarse los faros. En la penumbra, sólo se distinguía un banderín con dos estrellas. Había llegado el alto mando.
Se acercó a ellos a grandes zancadas el general de división Ellsworth Trabert, E. T., como lo llamaban algunos, aunque nunca delante de él, sobre todo por su tendencia a aparecer súbitamente como surgido de la nada, igual que acababa de hacer entonces. Uniforme impecable y recién planchado, como si se levantara siempre a aquella hora.
Trabert llevaba seis meses al mando de la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo, y dirigía todas las operaciones desde un edificio administrativo que quedaba al otro extremo de la base, al que llamaban Palacio Rosa por el color del estucado. Trabert era un ex paracaidista de Alabama, y nunca se cansaba de mencionarlo, un individuo enjuto y fuerte, que confiaba en las fuerzas aerotransportadas, en la Biblia y en el fútbol de Crimson Tide. Reacio a ceder el nivel de confianza en sus subordinados, lo que facilitaba el funcionamiento de la cadena de mando, era no obstante un perfeccionista obsesivo, que insistía en atenerse siempre estrictamente a las normas.
El problema consistía en que nadie había escrito aún las normas para dirigir un lugar como el Campo Delta y el general tenía que inventárselas sobre la marcha. Hasta el momento, los jefes de Falk del FBI no estaban lo que se dice entusiasmados con los resultados.
Falk había oído los comentarios de otros agentes meses antes de su propia llegada: peleas a gritos en el Palacio Rosa, Trabert rojo de cólera, inclinado al otro lado del escritorio imponiendo plazos y propuestas tácticas a los interrogadores civiles.
– Si sus métodos son tan superiores -había dicho, según un informe de la Oficina-, entonces tráigame resultados a finales de semana. Si Para entonces aún no ha conseguido nada, lo haremos a mi manera.
Su sistema consistía en buena medida en lanzar a la palestra a legiones de interrogadores entrenados precipitadamente, pero muy motivados, con mínima preparación y múltiples accesorios dramáticos: luces estroboscópicas, potentes estéreos, capuchas y cadenas cortas, perros gruñidores y minifaldas. Como si todos hubiesen visto las mismas películas malas en las que los sujetos lo soltaban todo a la primera señal de incomodidad prolongada o de una chica cachonda con escote. Era la clase de estupidez a la que había aludido Falk en su anterior disputa con Tyndall: subir el aire acondicionado, dejar desnudo al detenido y salir de la habitación unas horas mientras el prisionero se retuerce de forma inquietante, doblado porque está atado a la argolla del suelo por una cadena de tres palmos. Someterlos a los destellos de las luces estroboscópicas y al sonido a todo volumen de música heavy metal o al tema musical de Barney. Regresar luego y exigir las respuestas gritando a pleno pulmón mientras un intérprete traduce diligente las obscenidades.
Claro que no todas las sesiones discurrían del mismo modo. Pero Falk había visto y oído lo suficiente para dar muestras de desaprobación de vez en cuando. Y, al igual que sus predecesores, se había quejado a la oficina central y buscado consejo sobre lo que debía hacer al respecto. Todas las respuestas de la oficina de Hoover tenían el mismo tono: «Lo esencial es que el personal del FBI no se involucre en ningún método que se desvíe de nuestra política. La orientación específica que nosotros hemos dado ha sido siempre la de no leerle sus derechos, pero siguiendo la política del FBI y el Departamento de Justicia, como lo haría en su oficina de campo. Emplee el sentido común. Utilice nuestros métodos, de probada eficacia».
El resultado fue que prohibieron a Falk asistir u observar los interrogatorios dirigidos por el Pentágono, por miedo a que eso le impidiera declarar en el futuro ante cualquier jurado civil en el continente. La prohibición hacía referencia también a los interrogatorios dirigidos por la CIA, como si la Agencia se lo hubiese permitido en cualquier caso.
Las quejas de Falk se remitieron al general Trabert. Era una de las razones de que no creyera nunca que las líneas de información de su portátil fuesen seguras, a pesar de las garantías del Pentágono. Así que podríamos decir que los dos hombres no estaban precisamente predispuestos a tener una conversación agradable a las 4:30 de la madrugada en la playa.
Los agentes de la policía militar se cuadraron mientras el general se acercaba. Parecía MacArthur en Corregidor, sólo que él llegaba por tierra en vez de por mar. Dos soldados iluminaron su camino con las linternas y se oyeron los saludos alrededor. Falk tuvo que contenerse para no alzar también la mano derecha.
– Obligados por el honor -soltaron dos soldados.
– A defender la libertad -respondió el general devolviéndoles el saludo.
Trabert había ordenado que se introdujeran esas frases en la mezcla diaria de saludos, tomándolas del lema que figuraba en el omnipresente logotipo de la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo: «Obligados por el honor a defender la libertad». Falk percibía siempre lo irónico de ver gritar a los soldados «defender la libertad» entre los muros de una prisión, si bien, por lo demás, resultaba demasiado efectista para su gusto, aunque tenía que admitir que parecía haber levantado realmente la moral a algunos soldados.
Transcurrieron unos segundos de tenso silencio, tras los que se hizo evidente que nadie por encima del rango de cabo se había hecho cargo de la situación todavía, el tipo de fallo que se encontraría sólo en una unidad de la reserva o de la Guardia Nacional. Así que Falk tomó la iniciativa. Al hacerlo, evocó algunos antiguos códigos de comportamiento de los que nunca se había librado del todo. Asintió bruscamente (la versión civil del saludo) y habló alto con voz firme y vigorosa.
– Buenos días, general Trabert.
– Buenos días, Falk. ¿Le han sacado de la cama? -Su expresión parecía inquirir de la cama de quién.
– No, señor. Estaba levantado.
– Bien. Es usted un ave nocturna.
Algunos guardias de la policía militar se habían quejado de las rondas nocturnas de Falk, alegando que inquietaba inútilmente a los prisioneros y complicaba su trabajo. Trabert, dicho sea en su honor, les había pedido que se esforzaran, aunque seguramente a él tampoco le gustaba.
– ¿Le han informado ya de lo sucedido? -preguntó Falk.
– Me han dicho que tenemos un ausente sin permiso. El primero aquí, al menos durante mi mando.
Trabert no había coincidido con su predecesor, un general de brigada de la unidad de la Guardia Nacional de California. Una de sus primeras medidas había sido poner fin a las grandes fiestas que se celebraban en la zona residencial de la base, que había sido ocupada por los subalternos del Campo Delta. No soportaba la idea de todos aquellos charlatanes en el mismo sitio, donde corría el alcohol y se mezclaban libremente civiles y militares. Pero su mayor obsesión era conseguir que los trenes fuesen puntuales, y se suponía que todos los trenes que llevaban información a Washington salían cargados de nuevos descubrimientos.
– ¿Ha tenido tiempo de establecer alguna hipótesis? -preguntó el general.
Si se lo hubiese preguntado alguien del FBI, Falk se habría limitado a contestar que no. Para Trabert hizo un pequeño zapateado.
– Como todos los demás, supongo. Si se ha ahogado, tendría el uniforme puesto, botas y todo, lo que parece extrañísimo, a menos que sea un suicida. Un compañero suyo me ha dicho que no lo es. Si se ha alejado caminando, las patrullas no lo han visto, y no ha explotado nada en los viejos campos de minas esta noche, que yo sepa. Si estaba borracho, supongo que podría haber perdido el conocimiento bajo un arbusto en algún sitio, lo cual significa que aparecerá en cuanto amanezca. Pero, al parecer, ése tampoco es su estilo. Aún no he preguntado si tiene un apaño en algún sitio.
El general retrocedió como si en su ejército no se hablara de aquello, al menos no delante de otros.
– Bueno, por lo que me han dado a entender quienes deben saberlo, simplemente ha desaparecido sin más.
– ¿Su oficial al mando?
– ¡Quienes deben saberlo!
El tono del general indicaba claramente que no entraría en más detalles. Falk se preguntó quién habría tomado la decisión de despertar a Trabert por aquel asunto y a quién más se lo habrían comunicado. Todos los que trabajaban allí, tanto militares como civiles, sabían que siempre había un nivel del que no tenían conocimiento, un punto en el que llegaban a una línea que no podían cruzar sin un permiso especial. Y la sopa de letras era una mezcla de sabores abundante y compleja, y a las órdenes de Trabert parecía estar siempre en ebullición. Lo cual suponía, entre otras cosas, que el reducido grupo de la playa tenía innumerables posibilidades de descarriarse.
– Bien, de momento, Falk, ¿por qué no reduce su trabajo habitual y se ocupa de esta investigación? Suponiendo que se sienta cómodo con la responsabilidad. Me parece que la Oficina le ha estado empleando últimamente más como lo que solía llamarse arabista que como una especie de detective.
Lo dijo con un rictus desdeñoso, como si hubiese sacado «arabista» de una lista de sospechosos del Departamento de Defensa.
– El que haga interrogatorios en árabe no quiere decir que haya olvidado cómo ser policía -dijo Falk-. Sigo siendo un agente especial, lo cual significa que estoy en mi elemento dirigiendo una investigación y encargándome del escenario de un crimen.
– Suponiendo que se trate del escenario de un crimen. En realidad, yo supongo que no lo es hasta que me demuestren lo contrario.
– Yo me sentiría mucho más seguro de ese supuesto si sus hombres no hubiesen pisoteado todo el lugar.
– La instrucción de la policía militar hoy día tiene más en cuenta la seguridad y la protección, señor Falk. En la guerra global contra el terrorismo no es muy necesario que un soldado sepa obtener las huellas dactilares.
– Entonces supongo que a sus hombres no les molestará que les dé amablemente algún que otro consejo mientras lo investigamos.
Trabert asintió, lacónico.
– Lo que haga falta. Mientras tanto… -Consultó la esfera luminosa de un reloj de pulsera enorme-. Al amanecer, dentro de unos treinta minutos, iniciaremos una operación de búsqueda y rescate en toda regla. Aire, mar y tierra. Al completo.
Era evidente que pasaba por alto las peculiares limitaciones de Guantánamo.
– Es probable que sea un poco restrictivo, ¿no, señor?
Tardó unos segundos, pero al fin dio en el blanco.
– Se refiere al espacio aéreo cubano.
– Y a las aguas territoriales.
– Supongo que eso podría complicar las cosas si hubiese entrado en el mar tan cerca de su zona. ¿Estamos a kilómetro y medio de la alambrada, más o menos?
– Más bien a dos kilómetros. Pero, por lo que recuerdo de las corrientes, tendría que recalar en nuestra zona. A menos que se encarguen de él los tiburones, claro.
– Se crió usted en el mar, ¿verdad? ¿En una aldea pesquera o algo así?
– En Deer Isle, Maine. Los tipos del Palacio Rosa tienen que leer muchísimo para saber eso.
– Forma parte del trabajo.
El general se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo a los pocos pasos.
– Hay otra cosa que debe saber, Falk -dijo-. Mañana a última hora llegarán algunos refuerzos. Con un poco de suerte, podrá volver usted a su trabajo habitual. Washington envía un equipo.
– ¿Un equipo?
– Dos o tres personas. Por razones de seguridad.
– Un poco pronto para llamar a la caballería, ¿no cree?
– En cualquier otro sitio, tal vez sí. Pero aquí no.
– ¿Vendrán en un vuelo regular?
Trabert negó con la cabeza.
– Chárter. Gulfstream de Washington.
Igual que los peces gordos visitantes del Congreso y del Pentágono. Lo cual decía más sobre la gravedad del asunto que ninguna otra cosa hasta el momento. Los chárters en Gitmo eran como oro. El chapuzón del sargento Ludwig, si es que de un chapuzón se trataba, ya estaba provocando algunas ondas muy amplias.