19

Falk se sorprendió al descubrir que algunas zonas del centro estaban tan latinizadas como la Pequeña Habana. El Café Casa Luna quedaba encajado entre una joyería y una tienda de comestibles. Falk aparcó en un garaje cubierto, a pocas manzanas de distancia, y luego recorrió a pie la zona, haciendo tiempo algo nervioso hasta las doce y media. En el momento señalado, se sentó a una mesa vacía, debajo de una sombrilla de Cinzano, sacó la botella de agua de la bolsa de Walgreens y la dejó sobre la mesa.

Miró alrededor para ver si le había seguido alguien, pero no vio a nadie claramente sospechoso. No había ningún anglo fuera de lugar (bueno, aparte de él), ni nadie a quien le quedara mal la ropa. Ni rastro de Paco, tampoco.

Se le acercó un vendedor de flores con gafas de sol y sombrero de paja, a enseñarle un ramo de claveles. Falk estaba a punto de indicarle que se largara, suponiendo que le había tomado por turista, cuando le oyó decir en voz baja:

– Hay un mensaje para usted en el servicio de caballeros. Deje la botella de agua en la mesa. -Luego añadió mucho más alto-: ¿Flores, señor? ¿Para su mujer?

Falk negó con la cabeza y se levantó de la silla mientras el vendedor se perdía entre la multitud de la acera. El servicio de caballeros quedaba en un corredor pequeño entre el café y la joyería. En el interior, la luz estaba apagada y Falk buscó a tientas el interruptor, momento en el que alguien le tapó la boca con la mano y le puso el cañón de una pistola en la espalda. Sabía algunos movimientos de fuga del entrenamiento del FBI, pero se quedó inmóvil. Oyó entonces una voz que le dijo al oído:

– Un momento, señor. Está completamente a salvo.

La cerradura chasqueó en el pomo de la puerta y el cañón se retiró de su espalda. Falk se tranquilizó, pero cuando intentó darse la vuelta, una mano le impidió hacerlo.

– Esto llevará sólo un segundo, pero siga mirando en esa dirección. Vacíese los bolsillos.

Seguían completamente a oscuras, a no ser por la luz que entraba por la rendija de la puerta. El lugar olía a esas pastillas de olor que colocan en los urinarios. Sólo se oía el goteo de un grifo y el rumor de la ropa de Falk mientras sacaba las llaves, la cartera y el pasaporte. A continuación, el individuo le cacheó, palpándole la camisa con las manos frías, sin rastro de sudor, y luego las axilas. Un rápido examen de la entrepierna y de ambas piernas, la parte interior y la exterior, con un leve cosquilleo en las rodillas.

– Quítese los zapatos.

Falk se los sacó con las puntas de los pies. No reconoció la voz del individuo, pero no era Paco. Oyó el crujido de una bolsa de plástico, que el individuo le puso en las manos. Parecía que contenía ropa.

– Entre en el retrete y cámbiese de ropa. Páseme la que lleva puesta por la parte de arriba.

Falk le dio primero la gorra de los Dolphins. Ya se había acostumbrado a la oscuridad y podía ver lo suficiente para orientarse. Miró por la abertura del compartimento hacia el lavabo, esperando captar un reflejo de su escolta en el espejo, pero alguien lo había quitado. En la bolsa encontró unos pantalones cortos, una camisa ancha y unas sandalias. Oyó que el individuo se estaba cambiando de ropa también, supuestamente poniéndose la de Falk. Oyó un pitido, seguramente de un escáner verificando su cartera, las llaves y el pasaporte, que luego se deslizaron por el suelo en el retrete.

– Ahora me marcho -le dijo el individuo-. Cuando oiga cerrarse la puerta, cuente despacio hasta treinta antes de salir. Salga por la derecha, no por la izquierda. Estará esperándole alguien para asegurarse de que encuentra el camino.

La luz se encendió en cuanto se cerró la puerta. Falk parpadeó, deslumbrado por la súbita claridad, y salió del retrete contando despacio. Cuando llegó a treinta, giró el pomo de la puerta y salió. Fue hacia la derecha, tal como le había dicho el hombre que hiciera, aunque era imposible que se equivocara, porque el vendedor de flores apareció por la izquierda y le agarró del brazo, guiándole por el corredor hasta una puerta que daba a una cocina.

Un cocinero corpulento con la camiseta empapada alzó la vista de un fogón y gritó furioso algo en español.

– Sí, sí, un momento -le contestó a su vez el vendedor de flores.

Cruzaron corriendo el suelo húmedo de la cocina y salieron por una puerta posterior a una callejuela que desembocaba en la calle Flagler. Allí, Falk vio una plataforma elevada que cruzaba la calle, con caballetes de hormigón y una escalera mecánica hasta arriba. Era el tren elevado. El vendedor de flores le dio un billete y le habló al oído mientras subían.

– El que va al sur. El siguiente tren. Una parada. Le estarán esperando. Si no toma el tren o no sale, no habrá reunión.

Su viaje por la escalera mecánica estaba perfectamente cronometrado. Entró en la estación un tren en dirección sur justo cuando levantaron la barrera. Falk no se sentó, pero el vendedor sí. Vio por la ventanilla a una mujer que corría hacia el tren con la cara colorada, y luego maldecía y resbalaba hasta pararse cuando se cerraron las puertas y el tren salió de la estación. Sacó rápidamente un teléfono móvil del bolso. Una niñera frustrada, pensó Falk, preguntándose cuántas piezas tendría aún Endler en la mesa.

El tren era angustiosamente lento, pero una ojeada calle abajo aclaraba las razones de esta etapa del viaje. Avanzaban en dirección contraria al tráfico de una sola dirección y, en cada semáforo, con la aglomeración de la hora del almuerzo, el tráfico quedaba prácticamente paralizado. El caos habitual de la circulación de Miami se hallaba en pleno apogeo: jubilados de vacaciones que avanzaban muy despacio en Caddies con etiquetas de Connecticut y Jersey, furgonetas de reparto aparcadas en doble fila en cada esquina, turistas que estudiaban planos, oficinistas pegados a los móviles y recién llegados de quién sabe dónde (Haití, Cuba, lo que quieras) que todavía estaban orientándose.

Así que, lento o no, el tren adelantó al caos de abajo, doblando majestuosamente por una esquina a la derecha, tomando el bulevar Biscayne hacia un rascacielos pardo muy feo en el punto en que el río Miami desembocaba en la bahía.

El vagón no iba atestado y sólo bajaron con Falk otros dos viajeros en la siguiente parada. El vendedor de flores no era uno de ellos. El nuevo escolta de Falk vestía como un corredor de Bolsa y llevaba un Wall Street Journal doblado. Se levantó de un banco del andén y siguió a Falk por la escalera mecánica, hablando por el móvil como suelen hacerlo los corredores de Bolsa, aunque sus palabras estaban claramente destinadas a Falk:

– Su vehículo es un Datsun azul, que espera abajo. Suba por la puerta trasera.

Y así era. El conductor, que también hablaba por un teléfono móvil, acababa de parar junto al bordillo cuando Falk bajó de la escalera. La puerta trasera se abrió y el banquero siguió su camino. En cuanto subió, el coche arrancó y los seguros de las puertas se bajaron. En el otro lado del asiento de atrás iba un muchacho de unos quince años, aunque la punta del cañón de un revólver asomaba por debajo del faldón suelto de la camisa. Delante iban mamá y papá, o al menos eso pensaría cualquiera que mirara al interior del coche. La nueva indumentaria de Falk casaba a la perfección con el atuendo de ellos, aunque seguía siendo claramente el anglo al que llevaban.

El coche se dirigió hacia el norte en el bulevar Biscayne, donde los carriles extra descongestionaban el tráfico. Ya iban mucho más rápido que todos los vehículos encerrados en el tráfico alrededor de Casa Luna. Falk no pudo por menos que admirar la eficacia de la recogida. Nada extravagante, y, por lo que parecía, Paco había empleado el mínimo personal. Otros tres, más aquel trío (que ahora estaba convencido de que formaban realmente una familia), aunque el coche, las etiquetas o todo probablemente eran robados. Tal vez hubiese apostado a algún otro individuo como vigía para sincronizar su llegada a la parada del tren. Y también había empleado la mínima tecnología, pero se había planificado todo minuciosamente y se había ejecutado de forma impecable. Exactamente el tipo de trabajo que caracterizaba a los cubanos, aunque al parecer no se hubiese realizado en años. No era de extrañar que Endler quisiera un nombre y una foto. Paco era buenísimo.

Dejaron atrás a la derecha el último complejo turístico Bayside Marketplace. Se oía la música de los altavoces y la brisa marina arrastraba el olor a fritos. Avanzaban sin problema ahora, adelantando a un autobús zigzagueante que les cortaba el paso, y cruzaron lentamente los carriles para girar a la izquierda. Falk miró a través de la luneta para comprobar si los seguían, pero habían dado esquinazo a la gente de Endler, al parecer.

– Mire al frente, por favor -le dijo el muchacho del revólver.

Poco después tomaron una rampa hasta la carretera elevada Mac-Arthur, que cruzaba la bahía. El edificio del Miami Herald se alzaba a su izquierda como una huevera gigantesca; si los reporteros hubiesen sabido mirar por la ventana habrían visto pasar una historia importante delante de sus narices.

La mujer del asiento delantero bajó la ventanilla para que entrara más aire, un olor salobre y cálido. La bahía era de un verde brumoso fantástico, relumbrante al sol. Grandes transatlánticos blancos estaban amarrados a su derecha como enormes tartas nupciales. El viaje era como una película a la que le faltaba la banda sonora, algo con un contrabajo punteado y tambores eléctricos. Tal vez el conductor lo creyera también, porque puso la radio mientras miraba a Falk por el retrovisor con una sonrisa que era casi un acicate: mire todo lo que quiera, pero jamás volverá a vernos.

El muchacho hizo una pregunta en español que Falk no pudo descifrar, pero los tres conversaron un momento muy animados. Falk sólo captó la frase de dos palabras todo claro.

No le cabía la menor duda de que tenían razón. No estaba nada mal para un lobo solitario. O, ¿qué término había empleado Endler? ¿Rana del árbol? Físicamente era muy acertado, por lo que recordaba Falk de Paco: cara redonda y sudorosa, respiración de fumador un tanto fatigosa y un poco barrigudo. Falk pensó en una rana mugidora de piel flácida y vejiga hinchada. No, eso era una exageración. Entonces, de pronto no podía recordar en absoluto la cara de Paco. Demasiado nervioso.

Llegaron a un atasco de tráfico, y aminoraron al pasar Parrot Jungle a la izquierda; luego aceleraron, y pasaron volando la carretera hacia Star Island, con sus enormes casas entre los árboles, y un yate grande balanceándose en cada embarcadero. Llegaron al fin a Miami Beach, dejando la rampa hacia el sur. Hacia el Joe's Stone Crab, recordó Falk, y se preguntó si el local funcionaría todavía. Los camareros vestían un esmoquin gastado cuando él lo había visitado. No aceptaban reservas, y él no había querido esperar, así que sólo había tomado una copa en la barra. Una locura, con aquellos precios, sobre todo para un joven marine. Era extraño lo que pensaba uno en momentos como aquél.

Siguieron unas cuantas manzanas y algunas desviaciones, cruzaron el aparcamiento de un puerto deportivo y pararon en el embarcadero. El muchacho bajó con Falk, esta vez sin enseñar el revólver. Falk miró por encima del hombro para ver el número de placa, pero el coche estaba aparcado de lado. El muchacho marcó un código de seguridad para abrir la verja del embarcadero y le llevó hasta el final, al enlace para barcos de visita.

Sólo había un modesto yate de recreo, la embarcación más pequeña y fea entre la espléndida flota de los impresionantes monstruos marinos del puerto deportivo. Falk supuso que no era un barco alquilado, sino prestado. Una mirada más atenta le indicó que habían tapado cuidadosamente los números de registro del casco con cinta adhesiva blanca que no desentonaba con la pintura. Habían pegado otra serie de números encima. Falsos, sin duda. No habían pasado por alto ningún detalle. Al menos, no todavía.

Una cabeza de cabello negro emergió de la parte inferior.

– Suba a bordo -dijo una voz.

Era Paco. A Falk le latía el corazón deprisa, pero se sorprendió disfrutando extrañamente del momento. Subió a cubierta mientras el muchacho soltaba las cuerdas de popa y de proa del muelle. Aquélla sería la segunda reunión de Falk en un barco en tres días. Tal vez fuese el único lugar en el que uno podía escapar de vigilantes, gorilas y micrófonos. Pero tenía una vaga sensación de haber vuelto a su territorio.

Paco se volvió hacia él. No se había molestado en ponerse gafas de sol y parecía bastante dispuesto a dejarse ver. Había cambiado. Tenía las sienes canosas y algunas arrugas más. Pero estaba en mejor forma, aunque todavía llevaba una cajetilla de cigarrillos en el bolsillo de la camisa. Estaba más bronceado y menos fofo. La piel de rana se le había tensado. Tal vez hubiese una mujer en su vida. Antes tenía algo que parecía no comprometido, demasiado inquieto y alerta, y no precisamente al estilo de su profesión. Claro que a lo mejor la fatigada mente de Falk tramara esas conclusiones por puro nerviosismo.

– Vamos -dijo Paco.

El muchacho soltó las amarras y volvió sin decir una palabra al coche que esperaba. El motor del barco ya estaba en marcha, así que salieron del embarcadero en cuestión de segundos, surcando el agua hacia mar abierto. Parecía que Paco se dirigía al espacio entre las islas Lummus y Fisher, que estaba cruzando un trasbordador de coches a una distancia próxima. Paco lo observó con cautela, pero parecía que no le preocupaba demasiado ser observado. ¿Y por qué iba a preocuparse? Se encontraban solos ahora, sin escoltas ni guardaespaldas.

Falk no detectó ningún bulto revelador de armas en la ropa de Paco. Suponía que tenía que haber un revólver a bordo en algún sitio, pero el individuo parecía demasiado concentrado en dirigir la embarcación para hacer algún movimiento defensivo súbito si Falk hubiese decidido abalanzarse sobre él.

Pero ¿por qué estropear la tarde? Falk decidió relajarse y dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Tomó asiento, mirando hacia popa, y estiró los brazos sobre la borda de estribor, volviendo la cara hacia el sol. Dejaría que Paco rompiera el hielo.

Captó su atención el ruido de un monomotor. ¿Vigilancia? No, se dirigía recto a la playa, remolcando una de esas pancartas alargadas de publicidad, con letras rojas aleteantes: «Gran fiesta en la playa. Sex@ Crobar. Ven y consíguelo. 2. noches». Falk se preguntó qué le parecería aquello a un buen comunista, pero Paco ya había vuelto la mirada hacia el agua.

– ¿Sabe? -dijo Paco-. He considerado la posibilidad de pasar una hora navegando sin abrir la boca.

– Por mí, estupendo.

Paco sonrió de buena gana.

– Pensé que lo sería. Pero, por desgracia, tengo órdenes. -Falk se enderezó un poco-. Verá, en realidad no creo en usted. No sé si lo he hecho alguna vez. Y cuando se incorporó al FBI, bueno, eso confirmó mis sospechas. Son ustedes mercancía dañada, eso es lo que pienso.

– ¿Por eso no volví a tener noticias suyas?

Paco asintió.

– Y es por lo que hoy hemos montado este numerito para usted. Por si tenía compañía.

– ¿La tenía?

Paco se encogió de hombros.

– Lo sabe usted mejor que yo. Pero no se han esforzado, eso seguro. Yo esperaba de algún modo que se esforzaran más.

– ¿Quería que le atraparan? No es que nadie le siguiera forzosamente.

– Quería que demostraran que les intereso más yo que lo que tenga que decir.

Curioso. Los había calado a la perfección.

– ¿Por qué estoy yo aquí entonces, si cree que no valgo nada?

– Porque mis superiores todavía creen que es una gran adquisición. Una gran baza. O, en el peor de los casos, un riesgo que merece la pena correr. Creo que hay división de opiniones.

– Parecen desesperados.

– Creo que su apreciación es correcta. Que es por lo que no estoy seguro de creer ya en ellos tampoco. Ni en sus aptitudes.

– ¿Y cree todavía en algo?

– ¡Oh, sí! Creo que hace mucho un joven soldado cometió una gran estupidez. Un error de juventud. Traicionó a sus amigos, a sus oficiales y a su país. Una traición pequeña, en realidad. Una insensatez de fin de semana en La Habana. Pero él sabía que era un delito que se agravaría con el tiempo. Así que se lo contó a alguien. No a sus oficiales. Ellos le habrían metido en el calabozo. Nosotros nos habríamos enterado. Ni a la CIA. Ellos habrían reaccionado exageradamente, se habrían vuelto locos. Y tampoco al FBI, porque nunca podría haber trabajado con ellos después con esa mancha en su historial. Así que tuvo que haber sido a alguien fuera de la comunidad habitual. Alguien más próximo a su círculo de amistades. ¿Cómo lo hago hasta ahora?

Estaba dando todas en el clavo, pero Falk no podía decírselo, claro.

– Interesante historia. Aunque me parece que reconoce más mérito del que merece al joven soldado estúpido.

– O tal vez él me reconozca menos mérito del que merezco.

Falk estudió el rostro de Paco, preguntándose cómo habría atado los cabos. Claro que no sería tan difícil si disponías de doce años para hacerlo, se dijo.

– Por favor, beba algo -dijo Paco, señalando una pequeña nevera que había al lado de la popa.

Falk buscó entre el hielo y encontró dos Coca-Colas y dos Piñas, un refresco que les gustaba a los cubanos.

– ¿Quiere una?

– Coca-Cola -contestó Paco, así que Falk contradijo el prototipo también y cogió una Piña.

– Un día estupendo, ¿verdad? -dijo Paco abriendo el tapón y tomando un buen trago, exactamente como un individuo que disfruta de su día libre.

– ¿Es suyo el barco?

– ¿Cómo? ¿Cree que estoy loco?

– Me fijé en los números falsos. De un amigo, supongo. Sería demasiado fácil localizar uno alquilado. -Paco siguió tomando la Coca-Cola a sorbos, sin molestarse en contestar-. Me decía antes que tiene órdenes.

– Se espera que transmita un mensaje.

– Pero no quiere hacerlo.

– Exacto.

– Pues no lo haga.

– No tengo más remedio. Yo no soy como el joven marine estúpido. Cuando es mi obligación, cumplo las órdenes.

– Pues cuando guste, soy todo oídos.

Paco negó con la cabeza, frunciendo la frente, y cuando empezó a hablar, sus palabras fluyeron rápidamente, como si quisiera liquidar el asunto lo antes posible:

– Hay un prisionero en Guantánamo. Adnan Al-Hamdi. Tiene usted que hacerle callar, por los medios que sea, o conseguir que lo envíen a casa. Fin del mensaje.

Falk casi se atraganta con el refresco. No se habría sorprendido más si Paco le hubiese comunicado que Pam y Bokamper estaban casados y eran agentes dobles. Recordó de pronto el «gran regalo» de Adnan, el nombre «Hussay». ¿Sería eso lo que querían los cubanos, o lo que les preocupaba?

El semblante de Falk debió registrar su perplejidad, pero, por primera vez, Paco no lo interpretó bien, y dijo:

– Si no conoce a ese prisionero, le diré que es yemení.

– Sé quién es -repuso Falk, y se dio cuenta mientras hablaba de que debería haber guardado silencio. Había llegado al callejón sin salida en el que acaban encontrándose todos los que juegan a dos bandas, en especial los aficionados absolutos como él, y no sabía qué hacer a continuación. ¿Debía intentar engañarlos (aunque Paco no se lo tragara), prometiendo que haría todo lo posible? ¿O sería mejor adoptar una actitud inescrutable y aceptar el mensaje con un simple movimiento de cabeza? Había una tercera alternativa: desconcertarlos confesando y admitiendo que sí, tiene razón, estoy estropeado y ahora los suyos están realmente en un aprieto. Endler no le había dado instrucciones.

Paco siguió en silencio, y Falk decidió al fin desechar los tres enfoques. Interpretaría el papel de sí mismo, para variar: el individuo confuso en medio, medio dentro y medio fuera, que se abría paso a tientas en la oscuridad sin contar con la confianza de nadie, un individuo que seguía buscando respuestas, igual que Paco. Daría un poco con la esperanza de recibir un poco.

– Lo siento, pero me temo que no puedo ayudarle -dijo Falk-. Han trasladado a Adnan fuera de mi alcance, y le aseguro que no volverá a casa pronto. Créame, ya intenté convencerles de que lo hicieran.

Estúpidamente, parecería ahora, si eso era también lo que querían los cubanos.

– Lo comunicaré -dijo Paco girando el timón, mientras se deslizaban sobre la estela del trasbordador-. ¿Algo más?

– Sí. ¿Cómo dieron con ese nombre? Si fue por alguien del Campo Delta, entonces no necesitarían mi ayuda.

– Aunque se lo preguntara, no me lo dirían. Y si lo supiera, no se lo diría a usted.

– Entonces, ¿ha considerado alguna vez la posibilidad de que yo esté tan fuera del círculo como usted? ¿Que sólo cumplo órdenes del lado que sea, tal vez ambos, pero que en realidad no sé de qué va todo esto?

Paco se le quedó mirando muy serio mientras el motor zumbaba, como si tratara de averiguar por qué se había vuelto tan hablador de pronto Falk.

– Nuestra situación me recuerda un viejo chiste cubano -dijo Paco-. Un chiste político. Le gustará. Trata de dos buenos amigos que no se ven desde antes de la Revolución. Y entonces, un día, coinciden en un bar de La Habana. Ninguno de los dos quiere mencionar la política, por supuesto. Los dos tienen miedo a meter la pata. Pero ambos se mueren por saber lo que piensa el otro, así que al final el primero se arma de valor y pregunta: «Dime, amigo, ¿qué piensas de nuestro régimen socialista?». El segundo también es cauteloso, así que le contesta: «Bueno, lo mismo que tú, por supuesto». Así que el primero frunce el ceño y exclama: «¡Entonces tendré que arrestarte por contrarrevolucionario!».

Falk sonrió.

– Sí, la situación se parece mucho a la nuestra. Así que tal vez debiéramos sincerarnos.

– ¿Qué? ¿Unir nuestros secretos y venderlos al mejor postor? Sería una solución muy americana: dejar que decida el mercado.

– Sólo digo que nos convendría estar mejor informados, por nuestro propio interés.

– En teoría. El problema es que uno de los dos tiene que ser el primero.

– Cierto.

– Primero usted, entonces.

Falk se echó a reír.

– Yo creía que le tocaba romper el hielo al anfitrión.

– Citando esa expresión suya, tan delicada culturalmente: «¡Ni hablar, José!».

Falk sonrió de nuevo, suponiendo que así era. Pero el comentario de Paco le recordó algo. No las palabras, en realidad, sino la pronunciación.

– ¿Quiere repetirlo?

– ¿Qué? ¿Ni hablar, José?

Era el «José». Los angloparlantes, él mismo incluido, siempre pronunciaban la «s» como una «z». Paco daba a la ese un siseo rápido, terminando con un nombre que se parecía más a Jo-Sey. Exactamente igual que en árabe.

– Bien, Paco -dijo lentamente Falk-. Seré yo el primero, siempre que pueda empezar con una pregunta. ¿Tenían algunos agentes fuera (en Yemen, por ejemplo), hace dos o tres años, digamos, que usaran el nombre clave de José?

Paco reaccionó un poco más rápidamente de la cuenta.

– Una pregunta interesante. ¿Qué le induce a hacerla?

– No, no. Es su turno.

– Ya le he dicho que su plan funciona sólo en teoría. Así que vuelve al punto de partida.

– En realidad, no. Olvida usted lo que he estado haciendo para ganarme la vida. Interrogatorios. Día tras día. Su reacción es muy expresiva. No tiene que decir nada, porque estaba todo en su semblante. Lo denominamos pistas no verbales.

– ¿Se refiere a lo mismo que expresa usted con su elección de las preguntas?

– Exacto. Ése es un riesgo del interrogador: revelar más de lo que le revelan a él. De todos modos, creo que ambos sabemos más que cuando empezamos.

Paco esbozó una levísima sonrisa, como de reconocimiento. Luego giró el timón levemente, y el barco se inclinó a estribor. Habían pasado la isla Lummus y se dirigían hacia el noroeste. El perfil de Miami se alzaba delante de ellos como una postal, luminoso al sol del mediodía.

Entonces oyeron el zumbido de un helicóptero que sobrevolaba la zona un poco más bajo cuando ellos pasaron. Paco alzó la vista irritado, seguramente pensando lo mismo que Falk. No podía saber si pertenecía a un canal de televisión local o si era privado.

– ¿Amigos suyos? -preguntó.

– ¡Quién sabe!

Siguió entonces su camino por la bahía hacia Coconut Grove, pasando demasiado rápido para algo más que una ligera ojeada a aquella bañera que surcaba las olas. Pero la interrupción fue lo bastante enervante para sumirlos de nuevo en el silencio. Parecía evidente que no habría más revelaciones. O quizás hubiesen hablado demasiado ambos.

Por el rumbo que seguía, parecía que Paco se dirigía hacia Bayside Marketplace. Ya se olía la grasa y se oía la música enlatada.

– Voy a dejarle en Miamarina -dijo Paco-. Desde allí, sólo tendrá que caminar unas cuantas manzanas hasta su coche.

– Muy amable. ¿Volveré a tener noticias suyas?

– Eso no depende de mí.

– Bueno, si cambia de idea, ya sabe dónde encontrarme.

Cuando llegaron al muelle, Paco ni siquiera se molestó en amarrar el barco. Sujetó una cornamusa cuando se balanceó, mientras Falk saltaba a las tablas. Falk se volvió para despedirse, sintiéndose torpe una vez más; pero habló antes Paco, que, por primera vez en su conversación, parecía vacilante, indeciso:

– Tal vez tenga razón. Tal vez debiéramos mantener una vía de comunicación abierta, a falta de un término mejor. Extraoficialmente, por supuesto.

– Creía que lo consideraba un caso de hasta nunca.

Paco echó una ojeada rápida alrededor. Sólo había una persona cerca, un jornalero que limpiaba la cubierta de un yate cuatro niveles más abajo, con la radio a todo volumen. En aquel lugar, con el equipo adecuado, casi cualquiera podía haber tomado su foto o registrado lo que hablaban.

– Operativamente sí.

– ¿Pero?

– Pero tengo la sensación de que aún podemos necesitar la ayuda del otro.

– ¿Usted y yo, o nuestros jefes?

– Nosotros dos. Debido a la posición en que nos hallamos, fuera de la comunidad convencional. En su caso más que en el mío. Dígame, ¿no tiene la impresión de que está a punto de producirse un descarrilamiento?

– Sí. Creo que sí.

– Bien, si llega ese día, desearía poder salir de la vía del tren, y también usted. Y nunca viene mal contar con alguien a quien recurrir.

¿Estaba proponiendo Paco una posible huida a Estados Unidos, o le estaba ofreciendo un salvoconducto para otro lugar? Falk sintió más curiosidad que nunca por enterarse de lo que tenía que saber Paco.

– Muy bien. Siempre tendremos a Harry, supongo.

– Hablando de mercancías dañadas. Pero a veces no hay más remedio.

Paco miró nervioso alrededor, sujetando todavía la cornamusa mientras el barco se balanceaba.

– Y ahora, mi regalo de despedida para la tarde. Mi secreto para corresponder al suyo. Tiene razón sobre el agente llamado José. ¿Yemen? De eso no estoy seguro. Pero en algún lugar de Oriente Próximo. Los nuestros lo están buscando. O lo estaban, al menos la semana pasada. Ahora le toca a usted decir algo.

– En teoría, está absolutamente en lo cierto. Pero tendré que volver a ponerme en contacto con usted.

Falk se marchó sin añadir nada, sin atreverse a mirar por encima del hombro. Esperaba que Paco estuviese sonriendo.

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