27

Cuando Tyndall salió corriendo hacia su coche, Falk siguió sentado unos minutos en la entrada con el motor en marcha. Su primer impulso fue volver a casa de Pam: aporrear la ventana hasta que despertara a toda la casa, compañeras y demás, y luego exigir una explicación de pie chorreando en su suelo. Se abandonaría a merced de la policía militar.

Tal vez tuviese que dejar la base. Le pondrían en un vuelo, apartándole de toda esta amargura. Se llevaría las pruebas y les avergonzaría a todos. Lo filtraría a la prensa, quemaría todas las naves. ¿Por qué no, ya que todas sus naves estaban ya en llamas?

Pero ¿por quién o por qué causa le estaban traicionando sus amigos? Que él supiera, tanto Pam como Bo habían interrogado a Adnan. Sin embargo, a menos que la antipatía entre ellos fuese puro teatro, algo que planteaba posibilidades que Falk no estaba dispuesto a considerar precisamente en aquel momento, entonces habían acudido a Adnan desde programas opuestos. ¿Trabajaba Pam para Fowler y su arresto era una especie de tapadera? Todo ello carecía de sentido y le hacía sentirse utilizado. Debían de haberse reído mientras él correteaba entre ellos, deseoso de complacer y mantener la paz.

Apagó el motor y abrió la puerta. El ruido de la tormenta le tragó en una cortina de agua que caía sesgada en el asiento. Le tenía sin cuidado. Y tampoco le importaba empaparse. Había cuatro cervezas en la nevera y una botella de ginebra en el mueble bar. La idea de un olvido temporal tenía su encanto precisamente en aquel momento, así que no le preocupaba lo más mínimo que la lluvia le golpeara todo el camino acera arriba.

Cerró de golpe la puerta al entrar, se quedó congelado por el aire acondicionado, e hizo una pausa para mirar el crujido y el zumbido tranquilizantes de la unidad de la ventana mientras se adaptaba a la oscuridad. La única luz procedía de una ventana de la cocina, a la derecha, donde temblaba el brillo anaranjado de una farola, que se filtraba entre la densa lluvia. Las hojas de una palmera arañaban una mosquitera. Era peligrosa aquella tormenta. Tal vez no fuese una borrasca, pero sí formidable para quienes tuviesen la desgracia de encontrarse en el mar. Lo lamentó por ellos un momento, estuviesen donde estuviesen, zarandeados y solos, concentrados únicamente en mantenerse a flote.

Cuando iba hacia la nevera le sobresaltó el chirrido de un encendedor y el brillo súbito de una llamita en la sala. Había alguien sentado en el sofá.

– ¿Quién está ahí?

No hubo respuesta.

– ¿Bo?

– Una reacción instructiva. -Falk no reconoció la voz.

Entonces se encendieron las luces, que le cegaron momentáneamente.

– ¿Le importaría aclarar por qué esperaba que Ted Bokamper estuviese esperándole a estas horas?

Era Fowler, y no estaba solo. Había un policía militar de pie en un rincón del fondo, con el arma enfundada y las manos a la espalda.

– ¿Qué significa todo esto?

– Tengo algunas preguntas. Tome asiento.

– ¿Y si se largan de aquí ahora mismo? Estoy cansado, necesito una copa, y no tengo ganas de charla.

– Sírvase la copa. Pero no me marcharé hasta que hablemos.

– ¿Ha venido a arrestarme?

– ¿Debería?

Falk negó y se volvió pasillo adelante, alejándose de la cocina.

– Me voy a la cama. Apaguen las luces al salir.

Pero había otro policía que bloqueaba la entrada a su habitación, y cuando Falk se detuvo a considerar qué hacer a continuación, el próximo paso, una mano golpeó la pared detrás de él. La de Fowler. Le había seguido con la rapidez de un comando y estaba tan cerca que Falk notó su aliento a dentífrico.

– Muy bien -dijo Fowler, muy serio ahora-. Basta de juguetear. Puede complicar esto cuanto quiera. Pero no me venga con idioteces sobre órdenes o sus derechos civiles, porque sabe perfectamente dónde estamos y lo que eso significa en lo que se refiere a los derechos de cualquiera. ¿La Constitución? Ni idea. Estamos en la zona de exclusión, y estoy autorizado por la máxima autoridad, así que escúcheme bien. Ahora, ¿qué tal si nos sentamos los dos?

Falk volvió a la sala, preguntándose a qué se referiría Fowler con lo de «máxima autoridad». ¿De la base? ¿Del destacamento? ¿O de Estados Unidos? Sería completamente distinto, según a lo que se refiriera. A lo mejor era un farol. Pero Falk estaba seguro de una cosa. Nadie iba a leerle sus derechos.

– Debería quitarse esa chaqueta empapada -le dijo Fowler, volviendo a sentarse en el sofá-. Esto podría llevarnos un rato.

Al abrirse la cremallera, Falk notó el pasaporte falso rígido en el bolsillo derecho y supo que no podía resistirse. Un toquecito rápido del policía militar y no lo contaba. Colocó con cuidado la chaqueta chorreante en un perchero que había junto a la puerta como si estuviese cargada de explosivos. Luego se sentó en un sillón frente a Fowler.

– Francamente, me sorprende que volviera de Jacksonville -le dijo Fowler-. Cuando me enteré de que se había largado de la ciudad supuse que se quedaría allí hasta que pasara todo y que volvería luego sigilosamente como si nada.

– Es evidente que no ha estado usted mucho tiempo en Jacksonville.

– Tampoco usted, por lo que me han dicho. Se fue hacia el sur y no volvieron a verlo hasta el día del vuelo. ¿No le importa decirme adónde fue?

– ¿Ahora tengo que dar cuenta de mi tiempo libre? Demonios, ni siquiera soy militar. Soy civil. No tengo que darle cuenta a usted de nada.

– Mire, sé que puede considerarme un fanfarrón patriótico. Como muchos otros aquí. Es una especie de fatiga de combate en Gitmo. Dos meses de misión y todos se vuelven cínicos. Así que adelante, pero queda advertido. Ahora mismo su lealtad está en entredicho.

– ¿Lealtad a qué?

– A este destacamento y a todo lo que significa. A su país, a su jefe.

– ¿Le importaría explicarme qué le induce a creerlo?

– ¿De verdad quiere la lista?

– Sí. Porque, francamente, ya no estoy seguro de quién trabaja para qué o por qué. Y eso incluye a mis mejores amigos y compañeros, y también a usted, por supuesto.

– Ya que lo menciona, hablemos de sus amigos. Ted Bokamper, por ejemplo.

– ¿Qué le pasa a él?

– ¿Qué se trae entre manos? ¿Y qué papel desempeña en ello?

– Mire, no sé en qué suposiciones erróneas se basará. Pero yo no estoy involucrado en nada. Lo que haga mi amigo Ted Bokamper es asunto suyo. Si le he hecho algunos favores en el camino, han sido exclusivamente eso, favores a un amigo, y me gustaría saber para qué demonios eran, además, ahora que merecen tanta atención.

Falk reprimió las ganas de decir: «Además, me colocó un micrófono en el coche».

– ¿Así que le ha ayudado?

– Le he contado los rumores habituales. Le he dado mi opinión sobre el terreno que pisa. No es ningún secreto que su pequeño equipo no ha sido precisamente el acontecimiento más feliz de la historia del Campo Delta. Algunos lo consideran una limpieza necesaria; y otros, una caza de brujas. Pero todos con los que he hablado parecen tan ignorantes como yo de lo que está pasando realmente.

– No he venido a hablar de los arrestos ni de nuestra pequeña investigación de seguridad, y creo que lo sabe. Hablo de las actividades extraoficiales en las que han participado su amigo el señor Bokamper y algunos de sus colegas locales. Van Meter. Lawson. Y usted. Son las cuatro piezas que conozco, y estamos buscando más, así que, ¿qué le parece algunas respuestas acertadas?

Cada vez que Falk creía que había entendido algo, se volvían las tornas de nuevo. Estaba más confuso que nunca.

– Pues tendrá que preguntárselo a Bokamper, porque yo no he intervenido ni quiero hacerlo.

– ¿De verdad sigue creyéndose inmune? ¿Es porque trabaja para el FBI? ¿O por los patrones de Bokamper y a quien representan? He venido a decirle que no está usted protegido por ninguno. En realidad, tiene usted dos puntos flacos importantes que no tiene ninguno de ellos.

Así que ahora Fowler empezaría a hablar de Cuba, de Harry y de Paco, supuso Falk. Y decidirían registrar la casa y dejarla patas arriba.

– Muy bien. Hábleme de mis puntos flacos.

– Uno es que está usted aquí, y bajo nuestra custodia. Sin abogados ni teléfonos. El suyo ha sido desconectado, por cierto. El más importante es éste: no hay nadie en Estados Unidos que pueda echarle de menos. Lo hemos comprobado. Ni esposa ni hijos. Ni madre ni padre. Ni hermanos ni hermanas. Ni novia. Ningún tío rico, ninguna tía amorosa. ¡Demonios, Falk! No tiene a nadie en el mundo, excepto a sus jefes. Y, créame, ellos cooperarán en cuanto sepan lo que hay en juego. En cuanto a su amiga, ella está en arresto domiciliario. Y su mejor amigo, en fin, tal vez no podamos tocarle todavía, pero si cree que él movería un dedo por usted, entonces tal vez sea verdad que no sabe lo que trama. Pero sigo pensando que hace el tonto y no voy a tolerarlo.

Falk negó y guardó silencio. Fowler prosiguió:

– Muy bien, entonces. Hablemos de los yemeníes. Son siete en total, creo, todos menos uno han sido interrogados, según el registro, por individuos que no dejaron sus números de identificación. ¿Por qué lo autorizó usted?

Así que Fowler también había visto aquellos registros, lo que le hizo ver el robo de los mismos para Bo a una luz completamente distinta.

– Yo no he autorizado nada, y menos eso. Y también a mí me gustaría saber quiénes han sido.

– Para ser del FBI, no se le da muy bien mentir, ¿sabe?

En aquel momento, Falk podía verse en un espejo. O, mejor dicho, como si se mirara en un espejo-ventana desde la sala de observación de una cabina de interrogatorios.

Estaba allí sentado, todavía chorreando, con cara de susto, con la luz un poco más brillante de la cuenta en los ojos mientras su fatiga empezaba a dejarse notar. Esquivaba las respuestas desviando la vista hacia el rincón. Evitaba mirar a Fowler a los ojos, manifestando ignorancia incluso cuando admitía conocimiento.

Fowler tenía razón. Falk era descuidado y actuaba estúpidamente o, peor todavía, como un mentiroso. Bien, pues se había acabado. Hora de tomar el control. Se dio la vuelta y miró a Fowler a los ojos, manteniendo las manos en el regazo y sin hacer gestos triviales ni evasivos. Adoptó la pose de quien no tienen nada que ocultar, y tampoco nada que proponer: bueno, nada, excepto un pequeño detalle para cubrir el paso en falso que acababa de dar admitiendo que estaba al tanto de los interrogatorios a los yemeníes. A partir de ese momento, no dejaría ni una sola pista que Fowler pudiese seguir.

– Mire, yo también comprobé esos registros. Lo mismo que debe haber hecho usted. Pero lo hice en el curso de la investigación de Ludwig. Verifiqué todas las salidas registradas durante su guardia. Un asunto rutinario. Pero yo no era ninguno de esos individuos, ni autoricé a ninguno. Habré hablado con tres de esos yemeníes en total, pero ante todo con Adnan. Y ahora le han trasladado donde no puedo verlo.

– ¿Ludwig? ¿El soldado que desapareció?

– El soldado que se ahogó. Y arrastrado luego a la orilla cubana. Debería investigarlo. Tal vez encuentre las huellas de algunos de sus amigos. Van Meter, por ejemplo, aunque parece insinuar que él ya no está de su lado.

Falk sabía que se había pasado de la raya con el comentario, pero eso mantendría a Fowler ocupado un rato.

– Su historia no cuela -dijo Fowler, aunque su tono ya no era tan convincente-. Sabemos que ha estado usted detrás de todos esos yemeníes, y sabemos, repito, sabemos, que lo ha hecho en tándem con su amigo Ted Bokamper.

– Lo siento, pero se equivoca -dijo Falk.

No apartó la mirada. No separó las manos.

– Volvamos entonces a terreno más fértil. Bokamper. Todavía no ha rellenado usted los vacíos sobre él.

Falk empezaba a darse cuenta de que Fowler no era muy bueno en esto, así que decidió no añadir nada más, y no para proteger a nadie -¿acaso merecía protección alguno de sus amigos?-, sino porque no tenía ni idea de lo que se defendía. Había una nueva dinámica en juego, una que no había encontrado nunca hasta entonces, un nuevo código, incluso un nuevo lenguaje. Él hablaba árabe tan bien como cualquiera de los no musulmanes allí, pero en este extraño reino ideado por Bo, Fowler, Van Meter, Tyndall, Paco y, sí, tal vez también por Pam, lo que él necesitaba más que nada en aquel momento era un intérprete, alguien que señalara todas las palabras tendenciosas y que diferenciara a los traidores de los leales, a los taimados de los sinceros, y, francamente, a los peligrosos de los meramente pragmáticos.

Falk estaba decidido a seguir su propio consejo hasta que supiera hablar aquel lenguaje.

Fowler jugó una última carta, pero era una muy eficaz.

– Voy a hacerle una propuesta para que la considere durante la noche -le dijo-. ¿Le gustaría acabar dentro de la alambrada? En algún sitio en el que fuese nuestro y sólo nuestro. Yo podría conseguirlo, ¿sabe? Colocarle en el otro lado de la mesa, y para siempre. Sería usted uno de los fantasmas, sin padrino, ni abogado ni nadie en nuestro país que preguntara qué había sido del bueno como se llame. Así que piense en ello esta noche mientras intenta dormir. Entretanto, apostaré a estos policías a su puerta para que le protejan. No es que haya ningún sitio al que ir. Volveremos a hablar por la mañana. Y si todavía no está de humor, podremos probar un poco de lo que el general Trabert llama «forzar las cosas». Que duerma bien.

Fowler se levantó para marcharse y los dos centinelas le siguieron. Falk se quedó sentado.

Serpientes, sin duda.

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