5

«La Puerta Nordeste es una advertencia del empeño de nuestros adversarios en obtener información sobre nuestras operaciones y de su capacidad para lograrlo. Nos ven sin problema, nos oyen mediante aparatos de transmisión perfeccionados y no dejan de manipular y distorsionar nuestro verdadero objetivo en la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo.»


De la columna «OPSEC Corner», semanario The Wire de la JTF-GTMO


La Puerta Nordeste quedaba en un remoto rincón de la base. Era un puesto de control apartado, con palmeras, siendo lo más importante que sus enfrentamientos se producían al margen de la opinión pública.

Durante la Guerra Fría, ambos lados habían colocado bombas en los caminos circundantes y sembrado de minas las llanuras. A veces, intercambiaron cañonazos. Pero era más frecuente que la tensión acabara en algo parecido a bromas caseras. Los cubanos solían disfrutar arrojando piedras al Puesto de Observación de la Marina 31, un pequeño cuartel y torre de vigilancia de hormigón que dominaba la puerta desde una colina. Les gustaba especialmente hacerlo de noche, suponiendo que un golpe certero despertaría a cualquier soldado que intentara dormir. Los infantes de Marina estadounidenses respondieron bloqueando la línea de fuego con una valla de unos doce metros, como las que colocan en los campos de golf junto a las carreteras para impedir que las pelotas golpeen a los coches. Los cubanos contraatacaron trepando a la nueva valla para colocar perchas que resonaban y repicaban en la noche como carillones. Luego iluminaron el cuartel con un reflector, que los americanos apagaron sin disparar un tiro, desplegando un inmenso emblema rojo y dorado de la infantería de Marina en la ladera iluminada.

Falk había patrullado a veces la zona en su época de marine, recorriendo los caminos cercanos con el sofocante equipo de campaña completo: arma, bengalas, radio, raciones y ocho cargadores de munición. Era un pequeño mundo extraño, que resultaba terrorífico en cuanto oscurecía. Irradiaba un verde fosforescente visto con las lentes de sus gafas protectoras de visión nocturna. Cualquier roedor que se agitara en la maleza semejaba un comando de asalto.

El primer año de su destino allí había caído el muro de Berlín y la alambrada estuvo tensa unas semanas. El último intercambio de fuego conocido tuvo lugar al mes siguiente. Pero a finales del tercer año de su estancia allí, la tambaleante Unión Soviética había roto los compromisos económicos con Cuba, lo cual planteó al enemigo problemas más graves que unos cuantos marines burlones. La corriente había arrastrado a algunos cadáveres cubanos a la costa estadounidense, pero no de soldados sino de civiles: presuntos refugiados que habían buscado la libertad a nado. Nadie armaba mucho jaleo por ello, siempre que los estadounidenses devolvieran los cuerpos; y, de vez en cuando, algunos lo conseguían.

Ahora el ambiente era más tranquilo que nunca. Los estadounidenses habían desmantelado las bombas y retirado las minas, sustituyéndolas por detectores sónicos. Y, a pesar de toda la palabrería sobre seguridad operativa y vigilancia renovada, ya no proveían de personal el puesto de observación las veinticuatro horas del día; en su lugar, contaban con patrullas motorizadas. El general Trabert había ordenado hacía poco la eliminación de algunos rollos de alambre de espino.

Los cubanos no habían llegado nunca a retirar sus minas, y siempre que había un incendio en la maleza explotaban unas cuantas más como balas arrojadas en una fogata. Las pocas perchas que quedaban en la alambrada se habían oxidado.

Pero la Puerta Nordeste seguía siendo el único punto del perímetro en el que los dos viejos adversarios se veían regularmente cara a cara. Era el único paso para los pocos cubanos envejecidos que aún acudían a trabajar en la base a diario. En los primeros años sesenta, eran tres mil, que soportaban cada día los insultos y malos tratos de los guardias de Castro a cambio de salarios en dólares. Ahora sólo quedaban nueve, y el más joven tenía sesenta y cuatro años. Llegaban a las 5:30 de la mañana y se marchaban a las 16:30 de la tarde; cada quince días, regresaban a casa con los sobres de la paga llenos de dinero estadounidense para ellos y para unos cien pensionistas.

El otro único contacto regular era la reunión mensual del comandante de la base naval de Guantánamo, el capitán Rodrick Lewis, y su homólogo cubano de la Brigada de la Frontera del Ejército Revolucionario, el general Jorge Cabral. Sus encuentros eran cordiales y discretos. Para evitar sorpresas desagradables, siempre que iban a construir algo nuevo o a realizar maniobras militares en uno u otro lado, se lo comunicaban previamente. El general Cabral se había enterado de la inminente llegada de centenares de prisioneros de Afganistán mucho antes que la mayoría del público estadounidense.

Se turnaban como anfitriones. No solían tener temas oficiales que tratar, así que hablaban de béisbol, de pesca o de la comida que les habían servido. Y a veces realizaban pequeños trueques de contrabando, como si quisieran afirmar el carácter informal de su relación: una caja de cigarros puros cubanos por un cartón de cigarrillos Marlboro, un CD de música country y western por una casete casera de salsa. Trataban por correo electrónico los asuntos que surgieran entre una reunión y otra, a menos que hubiese un incendio grave que apagar, en cuyo caso se reunían como viejos generales en el frente, aunando recursos para derrotar al enemigo común.

Pero el descubrimiento del cadáver del sargento Ludwig requería medidas extraordinarias. Ningún estadounidense había aparecido nunca muerto al otro lado de la alambrada. De momento, la tensión de la Guerra Fría parecía de nuevo en boga, y Falk estaba a punto de conseguir un asiento de primera fila.

Llegó al puesto de observación, donde había ya tres Humvees aparcados. Uno llevaba el banderín de dos estrellas del general. En el interior estaba Trabert, que esperaba para ocuparse de las presentaciones necesarias.

– Falk, le presento al capitán Lewis. Quiero que le acompañe cuando los cubanos entreguen el cuerpo.

El capitán tenía una estampa impresionante. Era un afroamericano alto y esbelto, de porte sereno. Tenía que serlo. Su labor como comandante de la base requería las dotes de alcalde de una pequeña población tanto como las de un dirigente militar. Las familias de la base se asustaban enseguida cuando estaban tan aisladas. No les había entusiasmado la idea de que construyeran una prisión de Al-Qaeda al lado, pero les había sorprendido gratamente el vigor que había inyectado a la vida de la base. Lewis había bromeado incluso acerca de volver a instalar el primer y único semáforo de la ciudad, que se había retirado al museo de la base. Por lo que le habían contado a Falk, el capitán se había dado por satisfecho dejando en paz a Trabert, y viceversa, por lo que aquel encuentro resultaba todavía más tenso.

– Le presentaré al general Cabral -dijo el capitán Lewis.

– ¿En calidad de qué?

Lewis se volvió hacia el general.

– ¿Cuál era la terminología acordada, señor?

– Enlace de la parte civil, representante de la familia del sargento Ludwig. No se mencionará a su empleador. El capitán llevará toda la conversación, Falk, pero usted abra bien los ojos.

– ¿Por algo en particular?

– Cualquier cosa fuera de lo común.

– Todo este asunto parece fuera de lo común.

– Razón de más para otros dos ojos.

Falk se preguntó si su presencia incomodaría a Lewis. Desbaratar la intimidad habitual entre los dos, sobre todo con un civil, resultaba como mínimo indiscreto. Se fijó en que Lewis llevaba un número reciente de Sports Illustrated, con un reportaje de portada sobre un pitcher natural de Cuba, tal vez como oferta de paz. Las maniobras de Trabert seguramente le coartaran. Pero Falk no estaba dispuesto a meterse en medio de una pelea, si es que llegaba a eso.

– ¿Cómo se hará el trabajo, entonces? -le preguntó a Lewis.

– Como siempre. Bajaremos al puesto de guardia de nuestro lado de la alambrada con un par de marines. Los cubanos enviarán una escolta que nos acompañará. Es un asunto suyo, así que nos encontraremos en la que suele ser la caseta de intercambio, en su zona.

– ¿Irá usted también? -preguntó Falk al general.

Trabert negó con la cabeza.

– No quiero desmesurarlo más de lo que está. Pero quería venir por si había alguna complicación.

– ¿Existe alguna razón para pensarlo?

– Con terreno nuevo y viejos enemigos nunca se sabe.

Falk captó el leve gesto ceñudo de Lewis, pero el capitán se contuvo. Luego dijo, mirando hacia la ventanilla:

– Parece que ya llegan. Ése es el vehículo del general Cabral.

Una furgoneta verde con cubierta de lona paró en el lado cubano bajo un gran letrero blanco con letras rojas y negras que decía: «República de Cuba. Territorio Libre de América». Era un sarcasmo cubano. Los soldados bajaron de un salto por la puerta de atrás.

– Parece que traen algunos más de lo habitual -dijo Lewis, que no parecía asustado. Trabert asintió como si se hubiesen confirmado sus peores sospechas. Luego enfocó unos prismáticos sobre la escena.

– Vamos -dijo Lewis-. Acabemos de una vez.

Abrieron la marcha dos marines. También acompañaba al capitán un intérprete. La luz del sol les golpeó como un puñal en cuanto salieron de la sombra del puesto de observación. Una iguana enorme se escabulló del camino apresurada cuando bajaron la colina frente al globo rojo y amarillo del emblema de la infantería de Marina. Parecía que alguien hubiese retocado últimamente la pintura. Dos zopilotes sobrevolaban en círculo el lugar, en formación con cuatro aves más flacas y aterradoras que parecían sacadas de un grabado gótico. Habría resultado un mal augurio si no fuesen ya una visión tan habitual.

– La fuerza aérea cubana -dijo Lewis.

– Sí, valiente escolta.

– ¿Alguna cosa que quiera usted que pregunte?

– Necesitamos saber el lugar exacto en que encontraron el cuerpo. Conforme a las coordenadas GPS si es posible, no es que espere nada. Y la hora exacta en que lo encontraron, más las observaciones médicas que hayan registrado sobre el cuerpo.

Lewis asintió. Habían cruzado la línea de barreras de tanques rojos y dorados pintados con las siglas USMC (Infantería de Marina de Estados Unidos) y llegaron al cuartel estadounidense, donde un marine con el equipo completo abrió una verja lo justo para que pasaran en fila india. Lewis vaciló a la cabeza de su contingente, esperando a los dos soldados cubanos que cruzaban en aquel momento la franja pavimentada del centro de una tierra de nadie de veinte metros. Sólo se oían sus pisadas.

– Nuestros marines nos esperarían normalmente aquí -susurró Lewis-. Pero el general Cabral dice en su mensaje electrónico que nos acompañen para transportar el cadáver.

– ¿Así se enteró de esto? ¿Por correo electrónico?

– Poco antes de almorzar. Excelente para la digestión.

– ¿Le decía algo más?

Lewis negó con la cabeza.

– Es muy hablador en general. Pero ya veremos.

Los cubanos esperaban ya a la sombra de la aduana de yeso blanco. La ventana estaba abierta y se oía una conversación en español que cesó en cuanto cruzaron la puerta de cristal.

La atmósfera resultaba agobiante. Un ordenanza estaba abriendo todavía las ventanas, mientras otro enchufaba un ventilador oscilante que parecía sacado de un catálogo de Sears de los años treinta. El individuo que ocupaba la cabecera de una mesa pequeña, y que debía ser el general Cabral, siguió sentado, fumando un puro. A juzgar por la indecisión del capitán Lewis, Falk supuso que el general solía levantarse con más presteza. Al final lo hizo, corpulento, bien afeitado, con los ojos color avellana rebosantes de preguntas. Vestía uniforme verde oliva, sin más adorno que la insignia de una estrella en cada hombro. Sin complicaciones, supuso Falk, como el Gran Jefe de La Habana. Se quitó el puro de la boca, pero no tendió la mano a Lewis.

– Siéntense, por favor.

El capitán y su intérprete tomaron asiento en viejas sillas de madera, que crujieron como si llevaran allí desde la guerra hispanoamericana. No había asiento para Falk, así que esperó junto a los marines detrás de Lewis, escudriñando los rostros sombríos de los cubanos. También ellos habían llevado a un individuo vestido de paisano. Tal vez un médico, aunque más probablemente del lado político, de la Dirección de Inteligencia o de alguna otra sección del Ministerio del Interior.

No había nada de comer, pero entró un ordenanza con una bandeja con tacitas llenas de café cubano hasta el borde. Sólo para los dos jefes y sus intérpretes, igual que las sillas.

Tomó entonces la palabra el general Cabral, que, al parecer, había decidido que la presentación de los actores secundarios era innecesaria.

– Lo siento… -empezó; Falk estaba pendiente del intérprete, que repetía los comentarios del general con el lenguaje artificioso característico de la traducción simultánea-. Lamento las circunstancias que nos han reunido, capitán Lewis. Enseguida les entregaremos el cuerpo de su soldado. Pero antes he de comentar que esto me preocupa.

– A mí también -repuso Lewis.

Cabral escuchó la traducción y negó con la cabeza.

– No, no. Mis problemas son de otro cariz. Usted tiene una baja, y por eso le doy mi más sentido pésame. Pero mi problema es mucho más grave. ¿Qué voy a decirles a mis comandantes cuando me pregunten cómo es posible que llegase a tierra un soldado estadounidense, incluso uno muerto, y no se descubriera en horas? -Lewis abrió la boca, pero Cabral alzó una mano y prosiguió, empleando el puro a modo de puntero para señalar cada tema-. ¿Cómo podemos saber con seguridad que estaba muerto cuando llegó a nuestras aguas? ¿Por qué, si sólo estaba nadando, llevaba puesto el uniforme? ¿No nos indicaría eso, a usted y a mí, como militares que somos, que, o bien venía de un barco o cumplía alguna misión?

Buenas preguntas. Todas. Falk advirtió que el civil cubano tomaba notas.

– Puedo asegurarle, hablando por todos los grupos de nuestro lado -empezó el capitán Lewis- que el sargento Ludwig no cumplía ninguna misión, ni oficial ni de otro tipo. En cuanto a lo que hacía en el océano, y no digamos ya en su zona, nos desconcierta tanto como a ustedes. Pero puedo decirle con absoluta certeza que no actuaba como soldado de Estados Unidos. Ya le decía en el mensaje electrónico que su unidad había comunicado su desaparición, y algunas de sus pertenencias habían aparecido en una de nuestras playas, a tres kilómetros de la valla.

La minuciosa franqueza del capitán sorprendió mucho a Falk, aunque supuso que estaría justificada.

– Es tranquilizador saber lo del informe de «desaparecido» -repuso Cabral por mediación de su intérprete-, aunque quizás eso también sea una circunstancia conveniente por su parte. Pero la consideraré con mis comandantes. Hemos iniciado una investigación del asunto, por supuesto.

– Nosotros también. Por lo que cualquier información que puedan proporcionarnos sobre la hora y el lugar en que llegó a tierra, su estado inicial y demás, nos ayudará a ambos a encontrar las respuestas a sus preguntas lo antes posible.

– Todo a su debido tiempo. Primero tenemos que asegurarnos de la índole del cometido del sargento.

Quería decir que no era probable que las heridas causadas por aquello se curaran rápidamente. Y, como para confirmarlo, Cabral se levantó, dando por terminada la reunión bruscamente. Lewis aún tenía la revista enrollada en la mano derecha. Cabral hizo una seña a un soldado que esperaba junto a la puerta, y que desapareció.

– Ahora traerán el cuerpo de la camioneta. Sus marines se lo llevarán de aquí.

Habían metido el cuerpo del sargento Ludwig en una bolsa para cadáveres de fabricación soviética y lo colocaron en una camilla. Los hombres de la habitación contemplaron el torpe traslado por una ventana lateral. Todos guardaron un tenso silencio, como si no se atreviesen a marcharse antes de que terminaran las formalidades. Lewis se dirigió hacia la puerta sin decir nada más. Nadie se estrechó las manos ni se despidió.

– Eso fue agradable -masculló el capitán cuando se dirigían a la zona estadounidense, siguiendo al escaso cortejo de dos marines y la camilla cargada. Falk no hizo ningún comentario. Al mirar hacia el cielo, vio que los zopilotes se habían ido hacia el sur, hacia los restos más sustanciosos del vertedero de la base.

De nuevo en el interior del puesto de observación, el general Trabert llevó aparte a Lewis unos minutos y mantuvieron una conversación con gestos sombríos. Falk no podía oír lo que hablaban. Lewis se marchó luego, mientras Trabert cruzaba la estancia.

– Parece que se lo están tomando mal -dijo el general-. Supongo que también tendrá que atar usted algunos cabos sueltos.

– Por no decir más. Para empezar, necesitaremos una autopsia.

– Lógicamente. Aunque deduzco que los cubanos han llegado a la conclusión de que ha muerto ahogado, o habrían dicho lo contrario.

– Mientras tanto, necesitaré sus documentos, acceso a sus compañeros, aquí y en Estados Unidos, y también a su familia. Las cartas recientes de casa, todo eso. Más todas las listas de turnos de su unidad, para ver la última vez que estuvo de guardia y con quién. Necesitaremos un informe completo de sus movimientos en las últimas veinticuatro horas.

Trabert parecía desconcertado.

– ¿Realmente es necesario todo eso? A no ser que sepa usted algo que yo ignoro.

¿Era aquél el mismo individuo que menos de doce horas antes había hablado de que necesitaban ayuda exterior?

– Bueno, aun en el caso de que se ahogara, los cubanos tienen razón en una cosa. Es extrañísimo que acabara donde lo encontraron.

– De eso no estoy tan seguro. El capitán Lewis dice que las corrientes del litoral son más traidoras de lo que se cree. Él opina que Ludwig encontró una corriente extraña o algo así.

¿Así que ésa sería la línea adoptada? ¿Una corriente insólita? Tal vez aquél fuese el verdadero trabajo del «equipo especial» que esperaban. Una tarea de relaciones públicas para encubrir las cosas. En cualquier caso, Falk tendría que comprobar las cartas de la Marina, y así se lo dijo a Trabert.

El general se quedó mirándolo.

– Bien. La oficina de control del puerto naval las tendrá. Pero me parece que le preocupa algo más. Hable claro, Falk.

Hable claro. Una proposición sospechosa viniendo de un individuo con dos estrellas en la manga. Falk decidió ser franco de todos modos.

– Supongo que estoy un poco desconcertado, señor. Usted es quien llamó a esa delegación de Washington y, que yo sepa, lo había dispuesto incluso antes de que yo llegara a la playa.

El general se frotó la barbilla con gesto adusto. Luego inclinó la cabeza y soltó una risilla.

– Discúlpeme, Falk. -Bajó la voz-. Dicho sea entre nosotros, estaba utilizándole.

– ¿Cómo, señor?

– Esta delegación lleva funcionando semanas. Se me ocurrió correr la voz de la desaparición del sargento en cuanto me enteré, por supuesto; son ese tipo de gente que no quieren ninguna sorpresa. Pero cualquier participación en este asunto sería menos importante que su verdadera razón para venir.

– ¿Qué es?

– Secreto. Se aclarará en cuanto lleguen. Las habladurías habituales. Y si la gente quiere creer que su principal objetivo es la desaparición del sargento Ludwig, por mí está bien. Y por ellos también.

– ¿Así que no les interesa en absoluto este caso?

– Sólo en la medida en que afecte a su trabajo. Hace cinco minutos, le habría contestado que era una posibilidad nula. Pero con todo lo que pide usted ahora, no sé, podría hacerles sospechar.

– Realmente es lo mínimo, señor.

– Muy bien. Pero luego no se queje cuando empiecen a jorobarle a usted y a todos los demás.

– ¿A qué vienen exactamente, señor? Dicho sea entre nosotros.

Trabert se quedó mirándole fijamente.

– Asuntos de seguridad. Una parte no será agradable. -Así que tal vez los rumores fuesen ciertos, después de todo, precisamente como había dicho Tyndall-. Pero se lo diré, Falk. Le guardaré las espaldas si me hace un favor.

– ¿De qué se trata, señor?

– Téngame al corriente. Cuando actúen, quiero saberlo. Será usted mis ojos y mis oídos con esa gente.

– No estoy seguro de que pueda serle de mucha utilidad. Es muy probable que esté un poco, en fin, apurado.

– Quizá cambie de idea cuando les conozca. Hay un amigo suyo a bordo. O eso dice él. Ted Bokamper.

A pesar de la sorpresa de oír hablar de Ted Bokamper al general, Falk supuso que no debía extrañarse, sabiendo lo que sabía del individuo. Pero entonces la misión del equipo le pareció todavía más enigmática.

– Sí, señor. Le conozco. De acuerdo. Haré lo que pueda.

– Bien. Entonces acompáñeme a la recepción. Llegarán a Leeward Point a las dieciocho. Esté en el muelle a las diecisiete treinta.

– No me lo perdería por nada, señor.

Hablaba en serio, para variar.

Загрузка...