Miami Beach
Gonzalo no había dejado de vigilar si le seguían en los cinco días transcurridos desde su reunión con Falk. No sabía lo que le aterraba más: que se presentaran en su casa agentes federales o secuaces enviados por La Habana.
Ambas visitas parecían posibles, como consecuencia de sus comentarios indiscretos en el barco. Pero después de dos décadas de trabajar solo en gran medida, había sentido la necesidad de contar con un aliado mientras Falk y él se balanceaban en el oleaje de la bahía Biscayne. Más extraño aún era que había percibido la misma necesidad en Falk, un aficionado en aquel terreno de juego, si alguna vez lo hubo, pero también un alma gemela.
O eso esperaba Gonzalo. Cómo explicar que hubiese corrido el riesgo adicional de pedir a su viejo intermediario Harry que le entregara un pasaporte actualizado, si no fuera porque creía que Falk, como él, necesitaría pronto más flexibilidad. Era el tipo de presentimiento que compensaba con creces o te creaba graves problemas, y no había dejado de preocuparle desde entonces. Tal vez hubiese sucumbido al fin a la temeridad que afligía a toda la Dirección.
También le inquietaba la posibilidad de perder el puesto. Lucinda influía mucho en eso. Sería un desastre personal que le hiciesen volver ahora. Se vería perdido y solo en La Habana. Como un exiliado.
La buena noticia era que, hasta el momento, no existía ningún motivo de alarma. No habían llegado visitas inesperadas al apartamento, ni pintores no solicitados, ni operarios de teléfono. Su núcleo de asiduos en South Beach seguía siendo constante y afable, las mismas criaturas de costumbres que siempre. Si algún extraño se hubiese acercado a uno de ellos preguntando por Gonzalo, se lo habrían dicho. Seguro, incluso el viejo soldado.
Lo que más le preocupaba era el extraño silencio radiofónico de La Habana. No había llegado ni un solo mensaje por onda corta desde que había entregado el informe de su encuentro con Falk.
«Transmitido mensaje a Peregrino», era todo lo que les había dicho, y todo lo que necesitaban.
Luego había disuelto su equipo de agentes, pagando dólares por un trabajo bien hecho y diciéndoles que no volvería a necesitar sus servicios. Agotabas mucho personal así, pero la recompensa casi siempre era un trabajo seguro.
La actuación de los estadounidenses aquella tarde no le había impresionado: un equipo mínimo, y con escasa experiencia. Una nueva confirmación de que trataba con alguna estructura oficiosa, un equipo independiente que carecía del lustre y la profesionalidad de sus adversarios habituales. La experiencia le había enseñado que un novato que actuara instintivamente en Estados Unidos solía acabar declarando ante una comisión del Congreso o sembrando graves discordias. Los que no iban a la cárcel, se presentaban a las elecciones o dirigían un programa radiofónico de entrevistas.
En cualquier caso, Gonzalo estaba lo bastante nervioso para haber empezado a controlar un buzón de emergencia que había dispuesto hacía años por si su jefe necesitaba contactar con él alguna vez sin pasar por los conductos habituales de la Dirección. Había cambiado la ubicación cada seis meses, pero hasta ahora nunca lo habían utilizado. Aun así, lo comprobaba a diario; iba todas las mañanas en bicicleta antes de la primera taza de café. En el camino de vuelta, tomaba un bollo de queso tierno con un café exprés doble, y luego daba el paseo habitual por la playa.
El emplazamiento actual de la dirección postal quedaba detrás de un ladrillo suelto del muro posterior de un aparcamiento comercial que lindaba con el parque Flamingo, un refugio umbrío con campos de pelota y canchas de tenis. Gonzalo se había sentido consternado al ver colocar hacía poco un letrero que indicaba la inminente construcción de un nuevo complejo de apartamentos. Pronto tendría que buscar otro sitio.
Al menos la noche anterior había sido un gran alivio de tantas preocupaciones. Lucinda y él se habían encontrado para cenar a las diez, la hora que prefería ella, porque le daba la sensación de estar de nuevo en Caracas, su ciudad natal, o en España. El único fallo de una velada, por lo demás perfecta, había sido la insistencia de ella en volver a hablar de trasladarse.
– ¿Por qué no Arizona? -le preguntó, tras haber renunciado a Manhattan y a Los Ángeles-. Allí todavía hay muchísima gente que habla español, y es bonito y cálido. De acuerdo, está en el desierto, pero a mí no me importa el desierto siempre que tú estés cerca de los cactus.
Gonzalo estaba demasiado cansado para discutir, y se limitó a encogerse de hombros. Lucinda lo tomó erróneamente como señal de que siguiera.
– ¿Es el dinero lo que te preocupa? -preguntó, intentando engatusarle más-. Porque ya sabes que yo me alegraría de…
– Por favor, Lucinda. ¿Tenemos que repetir todo esto otra vez?
Él lamentó de inmediato el exabrupto, sobre todo cuando ella apartó el postre a medias y susurró bajando los ojos:
– No, supongo que no. Quizá debería no volver a mencionarlo.
La señal de que el buzón estaba lleno era una chincheta roja clavada en una palmera de la acera del parque, a una manzana del buzón propiamente dicho. Gonzalo había pasado en bici junto al árbol cuatro días seguidos y, como no había visto nada, continuó hasta la bollería.
Aquella mañana, le pareció que había una mancha roja en la corteza gris lisa, a un metro ochenta de altura. Se acercó emocionado y se aseguró. Desmontó lo bastante lejos para echar una ojeada alrededor antes de cruzar la hierba y quitar la chincheta, que tiró luego a una alcantarilla. Ahora pedaleaba más fuerte, procurando mantener a raya la ansiedad.
Todavía no había ningún vigilante en el aparcamiento. Era uno de esos lugares en los que coges un ticket al entrar y luego pagas en una cabina al salir. Gonzalo fue a toda prisa al rincón izquierdo del fondo, cruzó el murete y localizó el ladrillo contando desde la izquierda y desde abajo. Lo sacó, y debajo había un papel doblado, que se guardó en el bolsillo. Colocó el ladrillo en su sitio, echó una ojeada alrededor de nuevo, y se alejó pedaleando a desayunar, notando las gotas de sudor que le corrían por el pecho.
No leyó el mensaje hasta que había cogido su bollo y un ejemplar del Diario Las Américas y estaba sentado en su banco habitual del parque en la esquina de Collins y la Treinta y uno. Vio otra vez el graffiti como un insulto: «Caída de Castro. Marchaos a casa». Miró a su alrededor furtivamente y desdobló el papel.
Halcón peregrino abandona nido por mar. Destino desconocido. Águilas en persecución.
¿Había leído correctamente? ¿Se había ausentado Falk de Guantánamo sin permiso? En su vida había oído cosa semejante. Y en un bote, nada menos. Creyó recordar la mención de una tormenta tropical allá abajo y buscó rápidamente la página del tiempo en el Diario. El periódico hacía gala de su añoranza obsesiva por todo lo cubano y publicaba un artículo diciendo que la tormenta tropical Clifford se había apagado, disipándose en forma de lluvia en el mar al norte de Jamaica al cruzar al sureste de Cuba.
Huir de una base naval de aquel modo constituía un aviso implícito, una señal de que tanto su jefe como él operaban temporalmente en una zona peligrosa, fuera de los límites habituales de lo que la Dirección consideraba propio. Y en Cuba, ese comportamiento no merecía una candidatura ni un programa de radio. Allí el premio era un pelotón de fusilamiento.
Gonzalo intentó calcular el tiempo. Un mensaje que llegaba durante la noche por aquel conducto, tendría por lo menos doce horas, lo cual suponía que Harry (la única fuente plausible del soplo) se habría enterado de la noticia el día anterior y la había comunicado luego por teléfono a La Habana desde casa. Eso significaba que Falk tenía que haberse escapado en algún momento entre la noche del martes y el día anterior al mediodía. Si «las águilas» (es decir, el ejército estadounidense) habían salido en su búsqueda, era probable que ya le hubiesen encontrado. De lo contrario, podría estar en cualquier sitio en aquel momento. Siempre y cuando no se hubiese ahogado. Ningún simple agente del FBI podría haber pilotado un bote con aquel follón. Pero Gonzalo, con su meticulosidad habitual, nunca se había fiado de fuentes secundarias cuando se trataba de elegir y dirigir agentes. Hacía tiempo que había averiguado mucho más de Falk de lo que seguramente le habría dicho él a sus superiores del FBI. Era difícil saber a ciencia cierta lo que había impulsado a Gonzalo a profundizar tanto, pero cuando uno se dedica a crear identidades falsas, se le da muy bien detectarlas, y había algo en Falk que le intrigaba. Así que investigó su origen más a fondo de lo que lo haría nunca, por ejemplo, un reclutador de la infantería de Marina de Bangor. Por eso había elegido Gonzalo un barco para su reunión, como si transmitiera el mensaje: «Mira, conozco todos tus secretos, y sé dónde te sientes cómodo».
En cualquier caso, la noticia significaba que Gonzalo no disponía de tiempo para dar su paseo matinal de costumbre. Tenía asuntos urgentes que atender. Montó de nuevo en la bicicleta y pedaleó hasta el otro lado del parque. Cruzó Collins hasta la avenida Washington y se dirigió a casa.
Se acercó a su apartamento como siempre que iba en bicicleta: no por la parte delantera, sino rodeando y entrando en el aparcamiento de la parte de atrás, abriéndose paso entre un contenedor y un arbusto grande de cocolobo, donde estaba la rejilla de las bicis.
Dejó la bicicleta y se dirigió al hueco de la escalera. Por el corredor de aire localizó un coche desconocido en el bordillo de delante, un Lexus negro en una zona de «Prohibido aparcar». Sólo los repartidores se atrevían a aparcar allí más de unos minutos. Se puso en guardia. Subió las escaleras despacio, agachado.
Al llegar a la segunda planta se asomó por la esquina lo suficiente para ver su puerta. Todo tranquilo, así que se acercó más. La puerta estaba cerrada y las persianas seguían cerradas. Si había alguien dentro, habrían vigilado su llegada desde el dormitorio o la sala de estar, sin apartar la vista de la calle y del césped de delante del edificio. Pegó la oreja a la puerta. No se oía nada.
Empezó a calmársele el corazón acelerado. El Lexus debía ser de alguien que había ido a visitar a un vecino. Estaba neurótico. Iba a sacar las llaves cuando oyó un susurro, sólo unas palabras, ininteligibles, y unas pisadas en el suelo manchado de arena. Su desaliño en la casa le pareció de pronto una bendición. Oyó más voces. Hablaban en español y en voz tan baja que apenas pudo captar algunas palabras. Había al menos dos hombres. Se alejó de la puerta, dobló por la esquina y bajó las escaleras, procurando no hacer ruido. Seguro que le habían visto llegar. Habrían apostado a alguien en la parte de atrás también. Pero eran descuidados, tal como habían ido las cosas durante años.
Así que volvió a subir a la bicicleta y, convencido de que seguirían mirando en aquella dirección, pasó entre el contenedor y el cocolobo, cuyas grandes hojas cerosas sonaban como plástico. Salió a la callejuela que llevaba a una calle lateral.
¿Adónde iría, ahora? A casa de Lucinda no. Podrían estar allí también. Tenía que avisarla. Era casi la hora de ir al trabajo. Lo que necesitaba realmente era un piso franco, pero ninguno era bastante seguro en aquellas circunstancias. ¿Debería llamar a alguno de sus hombres? Tal vez ni siquiera pudiera confiar en ellos ahora.
Pensó entonces en sus amigos de la playa, el disperso grupo de asiduos. Era hora de dar el paso siguiente, de hurgar un poco más en sus vidas o dejar que lo hiciesen ellos en la suya. Pero ¿a cuál de ellos le pediría ayuda?
Al soldado Ed Harbin no. Haría demasiadas preguntas. Los alemanes, Karl y Brigitte serían cordiales y querrían obrar correctamente, pero también querrían claridad, orden, cada cosa en su lugar, lo cual exigiría explicaciones, una lógica que no podía ofrecer.
Los Lepinasse, por otro lado, eran de Haití. Ellos comprenderían mejor que nadie la importancia de no hacer preguntas en el momento inoportuno. Y era jueves, así que estarían allí. Gonzalo pedaleó hacia el sur.
Todos estaban en la playa, como si lo hubiesen planeado con antelación. Una pequeña despedida para un amigo que ni siquiera sabían que iba a marcharse. Harbin estaba en el agua, y nadaba regularmente hacia la boya, con la espalda bronceada brillando al sol, dura como carey. Los Stolze se sentaban bajo su sombrilla de rayas, con los sombreros aleteando en la brisa en torno a su pálida tez nórdica. Y allí estaban también los Lepinasse, sentados junto a su nevera, con el obsequio de un banquete tropical desplegado ante ellos sobre una vieja tela blanca.
Su hija de cuatro años, la menor de los tres hijos que tenían, se levantó y corrió hacia el agua turquesa.
– Hola, Gonzalo -le llamó Charles alegremente.
Karl y Brigitte le saludaron con la mano.
Era grosero precipitar las cosas, pero las circunstancias apremiaban.
– Necesito que me ayudes -dijo en voz baja, mirando a Charles a los ojos-. Que me lleves en coche a un sitio, lo antes posible. A dos sitios, en realidad, y uno queda en Fort Lauderdale. Te pagaré la gasolina. Janette y los niños pueden quedarse aquí.
Charles no vaciló.
– Iremos todos -repuso con firmeza, recogiendo una piña y varias naranjas para el camino-. Lo que te haga falta. Y no tienes que pagar nada. Somos amigos.
Y así se abrió una brecha en la muralla, sin problemas. Los niños protestaron un poco, no serían niños si no lo hiciesen. Dos horas en los asientos de vinilo con el picor de la arena y la sal en el trasero era mucho pedir. Fueron enfurruñados casi todo el camino. Pero Janette y Charles actuaron con un sentido de misión, siendo como eran de un lugar donde nunca se cuestionaba la necesidad de urgencia cuando alguien pedía ayuda.
La primera parada fue en un banco de Aventura, un barrio de renta alta, en el que cajeros y directores estaban acostumbrados a no hacer preguntas, aunque no estaban acostumbrados a que sus clientes llegaran al aparcamiento en un viejo Chevette herrumbroso con todas las ventanillas bajadas y tres niños morenos amontonados con su madre en la parte de atrás.
La transacción se hizo sin contratiempos. Gonzalo enseñó su identificación, les enseñó una llave que llevaba siempre en su cadena y le acompañaron a una oficina con paneles de madera, donde un subdirector le llevó una caja de seguridad y le dejó solo. En el interior de la caja había un permiso de conducir del estado de Nueva York con la fotografía de Gonzalo y varias tarjetas de pago. Todas llevaban un nombre que los jefes de Gonzalo no habían oído nunca, ni siquiera su jefe. También había un sobre con diez mil dólares en metálico, sus ahorros de años de trabajo como guardia de seguridad y oficinista. ¿No era aquello el estilo americano, en realidad, guardar aquellos ahorrillos para el futuro?
Al salir del banco, Gonzalo localizó una cabina telefónica y decidió hacer una llamada rápida. No sabía cuándo vería una que todavía aceptara monedas.
– ¿Lucinda?
– ¡Qué delicia recibir una llamada de mi novio a media mañana! -exclamó ella; luego, como si acabara de advertir el tono apurado de él, preguntó-: ¿Pasa algo?
– Tengo que irme de la ciudad unos días. Por trabajo, claro.
– ¡Vaya! -El entusiasmo había desaparecido-. Claro. -Añadiría algún comentario sobre «las locuras» a menos que él actuara con prontitud.
– Lucinda, tal vez algunas personas pregunten por mí dentro de un par de días. Me buscarán, diciendo que son mis amigos. No les digas nada, pero no te muestres inquieta.
– ¿Qué pasa, Gonzalo? ¿Qué ha ocurrido?
– Confía en mí, por favor. Se solucionará en pocos días. Entonces volveremos a hablar de algunas de tus ideas sobre el traslado, ¿de acuerdo? Las he estado considerando seriamente.
– ¿De verdad?
Él se dio cuenta de que ella no podía decidir si alegrarse o preocuparse.
– Sí. ¿Este sábado tal vez?
– Por supuesto. ¿En mi apartamento?
– Bueno, tal vez sea un poco más complicado. Quizá tengas que hacer la maleta. Pero ya lo hablaremos.
– De acuerdo.-Su tono era ahora apagado, atónito-. ¿Gonzalo? En realidad no eres uno de los chiflados, ¿verdad? -era más una afirmación que una pregunta.
– No.
– Creo que siempre lo he sabido.
– Está bien. Guárdatelo para ti.
– Lo haré. Ten cuidado.
– Por supuesto.
Había tanto tráfico como siempre en la I-95, pero, a los cuarenta y cinco minutos pararon en el bordillo del carril de salidas del aeropuerto internacional de Fort Lauderdale. Antes de bajar del Chevette, Gonzalo puso cinco billetes nuevos de veinte dólares en la mano a Charles, y luego rechazó las protestas de éste.
– Por favor. Es lo justo. Me habéis salvado la vida, de verdad. Y si alguien pregunta por mí, no digáis nada. Ni siquiera a Ed Harbin ni a Karl y Brigitte.
Charles asintió, con gesto decidido. Janette hizo lo mismo. Todos se despidieron, pero fue la despedida de Joseph, su hijo de ocho años, la que confundió a Gonzalo cuando dio la vuelta en la acera para marcharse.
– ¿Volveremos a verlo, señor Rubiero? -le preguntó con ternura, asomando la carita redonda por la ventanilla de atrás.
– No lo sé, Joseph. De verdad que no lo sé.
Y se apresuró a atender sus asuntos.