La historia no se publicó nunca. Demasiados desmentidos y muy pocas confirmaciones.
Además, estaba el asunto del llamado círculo de espías de Gitmo para desviar la atención de los medios de comunicación. Habían arrestado a otros dos intérpretes la semana que siguió a la huida de Falk, y, aunque acabaron retirando todas las acusaciones menos algunas insignificantes, el tema captó la atención del público durante semanas.
Pero cuatro meses después, Falk y Gonzalo seguían siendo hombres libres, lo que Falk consideraba suficiente victoria para su Nación de Dos.
La información de Gonzalo ocupó gran parte de ese tiempo, provocando otra oleada de deportaciones de las secciones de intereses cubanos en Washington y Nueva York. El FBI trasladó luego a Gonzalo con un nombre nuevo. Menos mal, porque Falk pensaría siempre en él como Paco. Falk intentó averiguar el posible paradero, pero nadie admitía saber nada, aunque un agente dejó caer firmes insinuaciones de que estaba en el oeste, tal vez cerca de Scottsdale. Por lo visto, le acompañaba una mujer, y Falk se preguntó si sería la misteriosa Elena, hasta que alguien comentó que era venezolana.
Falk conservó su trabajo, al menos nominalmente, aunque el FBI le había despojado de la autorización de seguridad y le había asignado un escritorio en el edificio Hoover, donde podían vigilarle a todas las horas.
Hubo bajas, por supuesto.
Una de ellas fue Adnan, que desapareció en el vientre de un avión de transporte al día siguiente de que Falk llegara a la isla Navassa. Lo máximo que había podido determinar Falk, basándose en comunicaciones encubiertas con Tyndall y con algunos otros que comprendían su apuro, era que Adnan se había desvanecido en un calabozo yemení para una vida de tormento o abandono, escondido como una de esas vergüenzas nacionales menores que podían hacer daño sólo si se permitía que volviesen a salir a la luz del día.
Cuando Falk pensaba en Adnan ahora -algo que ocurría casi a diario-, recordaba siempre el cartel de la cabina de interrogatorios, la fotografía estilizada de la madre acongojada que deseaba el regreso de su hijo.
El padre de Falk murió tres semanas después de su reencuentro, sin haber vuelto a ver a su hijo. Los interrogadores le dijeron que estaban demasiado ocupados para prescindir de él, aunque pudo telefonear algunas veces. Le permitieron asistir al entierro. El papeleo del patrimonio se resolvió en un día. Alguien tasó el terreno que ocupaba la caravana, y cuando la funeraria sumó los precios, ambas partes acordaron darlos por saldados si Falk firmaba la escritura de cesión. Enterraron a su padre en una colina que dominaba la antigua cantera de granito de la isla, en la que había desempeñado su primer trabajo cuando era joven y soltero y aún no se había hecho a la mar.
Pero eso fue a finales de agosto. Ahora era un miércoles de primeros de diciembre y, mientras Falk abría el correo, sentado a su escritorio en Washington, le llamó la atención el nombre de otro de los caídos, destacando en el remite de un sobre que había sobre el montón: «Doris Ludwig, Buxton (Michigan)».
Abrió el sobre con cuidado, como si los frágiles rastros del dolor de la mujer pudiesen caerse y fragmentarse en el escritorio. La letra era pulcra y clara, la caligrafía de alguien que procuraba no pedir demasiado.
Estimado señor Falk:
Después de todo este tiempo, me apena decir que no he conseguido que alguien responda a mis muchas preguntas sobre la muerte de mi marido en Guantánamo. Esperaba contar con su ayuda, ya que fue el investigador que me telefoneó el pasado mes de agosto. Un tal teniente Carrington del general auditor del cuerpo jurídico militar me dice que usted ya no se ocupa del caso, repitiéndome su anterior conclusión de que la desgracia de Earl, como la llamaba, ha sido dictaminada oficialmente «muerte accidental», debida a un accidente en una embarcación no autorizada.
Pero después de hablar con usted, y también con Ed Sample en el banco de mi marido, no estoy convencida de que el ejército haya investigado bien los asuntos. ¿Puedo preguntarle si está usted de acuerdo con sus conclusiones? No recuerdo exactamente sus palabras, pero me dijo usted algo así como que seguiría con ello. Así que supongo que es lo que le pido ahora. Abajo figura mi dirección electrónica, por si quiere contestarme de ese modo.
Saludos cordiales
Doris Ludwig
PD: NO se trata de dinero. El ejército ha sido más que generoso en ese aspecto. Pero en este momento, ya no sé a quién más recurrir.
De modo que le habían pagado, pero no lo suficiente para comprar su silencio. Bueno, bien hecho, Doris, aunque poco podía hacer Falk en su situación actual. Todo eso se había aclarado hacía sólo dos días, cuando Bokamper había roto un prolongado silencio, telefoneando y proponiendo un encuentro. Se habían indignado muchísimo uno al otro, pero Bob parecía interesado en comenzar de nuevo, o, al menos, en llegar a un acuerdo. Así que escogieron un bar de Georgetown (sin manteles almidonados esta vez) y quedaron a las nueve de la noche.
Bo, que nunca había sido puntual, y que seguramente no lo sería nunca, apareció con su aire arrogante de siempre.
– ¿Qué tal tu chica?
– Seguimos adelante -contestó Falk-. Ella pregunta por ti continuamente, claro.
– Ya lo supongo. Pero me alegra que sigáis juntos. Creo que ella ha demostrado que yo estaba equivocado.
No lo había hecho, en realidad. Pam y Falk se escribían todas las semanas, pero el tono apasionado de sus primeras cartas se había templado. Falk lo achacaba en parte a la distancia. Ella estaba destinada ahora en Fort Bragg, lo bastante lejos para que el viaje en coche los fines de semana fuese práctico. Aunque Falk sospechaba que el problema tenía más que ver con la primera intuición de Bo. Creía que Pam había retrocedido un poco cuando se enteró de su pasado, como si intentase determinar si aquel tipo de hombre encajaría bien con sus propias aspiraciones. Dos veces habían planeado verse el fin de semana, y en ambas ocasiones había surgido una tarea urgente a última hora. Por parte de ella, no de él. Falk no había renunciado, pero empezaba a preguntarse si no desearía ella que lo hiciese.
– Nunca te he dicho lo mucho que me impresionó cómo conseguiste salir de allí -dijo Bo-. En fin, sabía que eres navegante, pero ¡por Dios! ¿En una tormenta tropical?
– Borrasca tropical. Amainó casi en cuanto yo entré. Tampoco hay que exagerar.
– Lo que tú digas, capitán Ahab.
– Además, el verdadero escapista es Endler. Me han dicho que está recibiendo toda suerte de honores ahora por haber evitado una grave situación.
Los dos conspiradores principales de Endler, sin embargo, tampoco habían salido muy mal parados. Uno de ellos, un subsecretario de Estado, tal vez se llevase la peor parte: una jubilación anticipada con una pensión considerable. El otro, un civil del Servicio de Información de Defensa, con cierta propensión a la grandilocuencia, había sido más problemático, hasta que a alguien se le ocurrió la brillante idea de soltarlo en las Naciones Unidas como el siguiente embajador estadounidense. Pendiente de confirmación.
– ¿Qué puedo decir? -preguntó Bo, encogiéndose de hombros-. Otra razón para que sea tan estupendo trabajar para el doctor.
– Estaría de acuerdo, hasta cierto punto, si no hubiese dejado libre al canalla de Van Meter.
– Van Meter todavía no ha salido del apuro. Espera y verás. Le darán tiempo activo y baja deshonrosa.
– Pero no le acusarán de asesinato.
– No sin que todo el follón saliera en un consejo de guerra. Consigues lo que puedes.
– Cumplirá uno o dos años y luego se incorporará a alguna empresa de seguridad que le permitirá matar a iraquíes, cobrando tres veces más que en el ejército.
– Es una industria en expansión. Tal vez debieras enviar tu curriculum.
– Ya lo he considerado. El árabe al menos todavía es vendible.
Conversaron un poco más. Tomaron unas cuantas cervezas. Falk se interesó sinceramente por los hijos y la esposa de Bo, y Bo parecía sinceramente interesado en informarle.
Pero hasta que no pagaron la cuenta, Bo no planteó la pregunta que había colgado entre ambos durante la conversación.
– Entonces, ¿qué somos ahora, Falk? ¿Amigos, quizá?
– ¿Por qué no lo dejamos en compañeros de armas? Me parece que eso lo demostraste en el puerto deportivo.
– Creo que lo aceptaré de momento.
– Bien, pero ¿todavía puedes dormir de noche?
– ¡Oye! Ya me conoces.
– Demasiado bien.
Bo debió tomar el comentario como positivo, porque sonrió. O tal vez no, porque se puso a soltar un sermón que Falk comprendió luego que era el mensaje que había querido transmitirle todo el rato.
– Algo así nunca muere realmente, ¿sabes?
– ¿Algo como qué? -¿Se refería a la amistad?
– Todo ese lío de Cuba. La gente deja de hablar de ello después de un tiempo, pero no significa que haya muerto. Sólo entrará en remisión. Como un tumor. Si se hace algo por despertarlo será tan maligno como siempre.
– ¿Me estás haciendo una advertencia?
– La advertencia es para todos, yo incluido. Así que procura pasar inadvertido. Olvídalo, porque no merece la pena. Empieza a husmear otra vez y podrías despertar una mañana en tu propio Gitmo, uno de esos lugares sin nombre en los que nadie sabe la latitud ni la longitud, ni siquiera la hora del día.
Bo sonreía, como indicando que todo aquello era hiperbólico, o una especie de broma. Falk no le veía la gracia y guardó silencio.
– Vamos, hombre, no creerás que hablo en serio, ¿verdad? No es lo mismo que si les ayudara siempre a conseguir algo así.
– A lo mejor no lo necesitabas.
– Como decía. Uno mismo controla su futuro. Así que más vale no darles una excusa para que sea de otro modo. ¿Es demasiado pedir un amigo a otro?
Bo sonrió de nuevo, y le tendió luego la manaza para despedirse. Falk agitó a su vez la mano sin entusiasmo y salió del bar sin mirar atrás.
Y ahora, con la carta de Doris Ludwig reclamando su atención en la mesa, Falk vio al fin su petición de ayuda como lo que realmente era: la oportunidad de pinchar el tumor o dejarlo en remisión, tal vez para siempre.
Falk redactó tres respuestas distintas, esforzándose en cada una por lograr ese delicado equilibrio entre la compasión y pasar la pelota. Incluso insinuaba en una que quizás algo no hubiese estado a la altura en la investigación, y la instaba a que siguiese indagando.
Se la imaginó entonces volando a Washington con el dinero de Navidad de los niños, para poder pasar unos días recorriendo los pasillos de mármol del Congreso, entrando y saliendo de antesalas minúsculas y atestadas con jóvenes empleados serios, que asentirían y tomarían notas y prometerían actuar mientras rompían el delicado equilibrio entre la compasión y pasar la pelota. Y que olvidarían su nombre y su cara en cuanto tomaran rápidamente sus cafés con leche de la tarde.
Con esa desesperada imagen en la mente, Falk entró en internet, conectó con el servidor de su cuenta personal de correo electrónico y recuperó el menú de bandeja de elementos enviados. Y allí estaba, todavía vivo, aunque enterrado bajo la correspondencia de cuatro meses, más parecido a una bomba sin explotar que a un tumor. Supuso que a Paco no le importaría que lanzara aquel proyectil suyo en un último vuelo de la fantasía, así que hizo clic en Reenviar y escribió la dirección electrónica de Doris Ludwig. Luego añadió una breve introducción:
Estimada señora Ludwig:
Éstos son los hechos tal como yo los conozco. Por la fecha del original y los destinatarios, verá que las autoridades competentes ya fueron informadas. Puede emprender usted nuevas acciones si lo desea. Pero le diré, basándome en mi experiencia personal, que es probable que sus tentativas sólo les causen más dolor a usted y a sus seres queridos. Claro que ésa es una decisión suya y sólo suya. Como mínimo, tiene usted derecho a conocer estas cosas.
Atentamente
Revere Falk
Falk pulsó la tecla de Enviar y se relajó al fin, deseando por un instante que hubiese estado allí Paco para disfrutarlo con él.
Luego decidió que sería mejor que empezara a preparar aquel curriculum.