29

El camino fue lento y difícil en cuanto Falk entró en la tormenta. Tenía que cubrir casi un kilómetro entre la maleza, cuesta abajo hacia la avenida Sherman. La ruta que seguía no era empinada, pero el terreno húmedo parecía moverse bajo sus pies. Perdió el equilibrio y se deslizó con los pies por delante en la base de un cactus enorme. El ruido de la lluvia era ensordecedor mientras permanecía en el suelo. Por suerte, ninguna espina le atravesó las suelas de los zapatos.

Mientras se debatía para levantarse, creyó oír que alguien se acercaba por detrás, por lo que esperó inmóvil un momento, con los nervios a flor de piel, otra vez el marine de patrulla. Llegó a la conclusión de que era el ruido de la tormenta que le había engañado y siguió el descenso; el agua saltaba en el ala del sombrero, embravecida con el viento y la lluvia.

La bolsa de lona que llevaba a la espalda no le facilitaba nada el avance. Había pasado media hora preparándose, primero haciendo el petate y luego trazando un curso aproximado en la mesa de la cocina.

Lo más pesado de la carga eran dos garrafas de leche de casi cuatro litros que había recuperado del cubo de reciclaje en la cocina, había enjuagado con agua muy caliente y que luego había llenado con agua del grifo. También llevaba una muda de ropa, un par de zapatos de repuesto y todas sus notas de la semana anterior, con las hojas que había robado del registro y las dos cartas a Ludwig. Lo había envuelto todo en una bolsa de basura, que ató bien y metió en una segunda bolsa, para mayor protección.

Guardó el pasaporte británico, la cartera y el dinero en metálico de Florida en bolsas Ziploc dobles, se preparó luego dos emparedados de manteca de cacahuete y cogió dos bananas de la encimera de la cocina.

Antes de envolver en plástico el tubo de las cartas náuticas, extendió una sobre la mesa y conectó el portátil. Le habían cortado el teléfono, pero, al parecer, se habían olvidado la línea, otra señal de su presunción de que no tenía escapatoria.

Buscó la información más reciente sobre la tormenta en la web de la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica. Acababan de actualizarla. Clifford estaba perdiendo fuerza, gracias a Dios, ya apenas era una tormenta tropical, con vientos continuos máximos de unos 35 nudos y cada vez disminuyendo. La imagen de radar mostraba su movimiento ciclónico, desintegrándose mientras sus brazos remolineantes barrían la zona sureste de Cuba. A la 1:25, el centro estaba a 19,3o de latitud norte y 74,5o de longitud oeste; y avanzaba a unas doce millas por hora en dirección oeste-noroeste.

Una vez determinado el curso previsto de la tormenta, Falk calculó que, cuando él saliera, estaría a unas treinta millas al sureste de la bocana de la bahía de Guantánamo. Las primeras horas tendría que capear los vientos más fuertes de la parte superior o derecha del remolino de la tormenta en sentido contrario a las agujas del reloj. No era precisamente lo que hubiese preferido, sobre todo en la embarcación que llevaría. La alternativa era esperar otras cuantas horas, lo cual reduciría considerablemente su ventaja, y supondría mar y cielo más tranquilos para sus posibles perseguidores. Con suerte (y necesitaría mucha), saliendo pronto casi habría llegado a su destino cuando alguien descubriera que se había marchado.

Lo último que hizo antes de salir gateando por la ventana fue anotar algunos puntos que esperaba alcanzar. Los guardó en una bolsa Ziploc más pequeña y se los metió en el bolso de la chaqueta junto al GPS de mano.

Tardó unos diez minutos en llegar a la avenida Sherman, y desde allí siguió el arcén, dispuesto a saltar corriendo a la maleza o a la cuneta si aparecía una patrulla de seguridad. No había mucho donde esconderse, pero las carreteras estaban vacías a aquella hora.

Falk estaba familiarizado con la elección de lanchas motoras por las excursiones de pesca que había hecho en Guantánamo. Las alternativas eran escasas: unas cuantas Bayliner y Sea Chaser. Las Bayliner eran las típicas embarcaciones de recreo, de elegantes líneas, con un camarote pequeño, y pensadas más para ser veloces que para soportar el embate del oleaje. Falk prefería la Sea Chaser de siete metros, con una cubierta abierta que se secaba enseguida y un casco que navegaba mejor con mar de popa, aunque, por supuesto, nunca la había pilotado con un temporal como el de aquella noche.

Antes de verlo, Falk escucho el sonido del puerto deportivo por el ruido casi frenético de las drizas en los mástiles de los veleros, un sonido que en cualquier puerto parecía el repique de campanillas de aviso diciéndote que no salgas al mar. La oficina de alquiler estaba oscura y silenciosa. Entró sin problema, perforando el cristal de la puerta principal. En el continente, la oficina habría estado provista de un sistema de seguridad, que habría permitido a la policía llegar en pocos segundos. Pero, a pesar de toda la seguridad de Gitmo en el perímetro y en el Campo Delta, apenas se preocupaban de pequeños hurtos y robos con allanamiento, sobre todo en aquel lado de la base. Alguien le había contado que el índice de delincuencia de Gitmo era muy inferior al de las ciudades estadounidenses del mismo tamaño.

Falk se abrió paso a tientas en la oscuridad hacia la parte posterior, donde Skip, el encargado, guardaba las llaves de las lanchas motoras colgadas en un tablero detrás del mostrador. Falk lo encontró en el suelo, apoyado en el mostrador, justo debajo de la caja registradora.

Tendría que llenar el depósito de combustible al salir, una idea peliaguda con las sacudidas del oleaje en el puerto. El depósito de 500 litros de la Sea Chaser le permitiría llegar a su destino sin problema, aunque la media habitual de 0,60 kilómetros por litro se reduciría considerablemente por el embate de la tormenta.

¿Qué más? Echó una ojeada alrededor en la oscuridad de la tienda. Un chaleco salvavidas, por supuesto, nunca prioritario para un langostero, pero imprescindible entonces para Falk. Cogió un rollo de cuerda extra para poder atarse a una cuerda de salvamento. Luego cogió otra cuerda y buscó entre los artículos de limpieza de un armario un cubo para usarlo de ancla flotante.

Cuando cerraba la puerta del armario, oyó un chasquido y se encendieron las luces. Falk alzó la vista asombrado. Vio a Van Meter plantado en la puerta de entrada, apuntándole con un revólver.

– Un poco tormentoso para una travesía, ¿no?

– ¿De dónde viene?

– Hice un pequeño examen de su casa y vi suelta una reja de atrás. Desde allí ha sido fácil. He visto venados heridos dejar menos rastro.

– ¿Entonces dónde están las luces intermitentes y la sirena? ¿El espectáculo para el jefe?

– Eso va después. Esos zoquetes de Fowler ni siquiera se han enterado de que se ha marchado.

Falk no sabía si alegrarse o alarmarse con la noticia, que sin duda correspondía al estilo de Van Meter.

– Todavía el Llanero Solitario, ¿eh?

– Menos gente que la cague.

– ¿Es eso lo que hizo Lawson en la balsa con Ludwig?

Van Meter se delató un momento, mirándole con ojos desorbitados. Enseguida se sonrió.

– Razón de más para ocuparme de esto por mi cuenta.

Falk miró a los lados, buscando algo que pudiese servirle de arma. El último comentario de Van Meter requería acción inmediata. ¿Sería de verdad tan estúpido como para cargarse a un agente especial? Sí, por supuesto. Y Falk ya había aportado muchas pruebas que indicaban provocación: huida del arresto domiciliario y allanamiento del puerto marítimo, con la llave de una lancha en un bolsillo y un GPS en la otra, más todos los artículos y un curso trazado.

No sería difícil convencer a las autoridades de que Falk había hecho algún movimiento súbito o amenazador. Pero no se le ocurrió nada que pareciese probable que diera resultado. Tirar el cubo no serviría de mucho. Unos pasos a la derecha había un ancla de esperanza que podría haber ido muy bien en combate medieval, pero no era rival para un revólver semiautomático Beretta calibre 9, el arma habitual de la policía militar.

Van Meter avanzó hacia él, sin bajar el arma mientras caminaba hasta pararse a menos de dos metros, justo fuera de su alcance, pero lo bastante cerca para no fallar el tiro. Una técnica perfecta, en otras palabras. Van Meter podía ser un vaquero estúpido, pero seguía su entrenamiento.

Falk estaba a punto de lanzar el cubo cuando vio movimiento en la entrada. Debió de traicionarle su semblante, porque Van Meter retrocedió.

Entró Bokamper.

– ¡Mecachis! -exclamó Bo, tan tranquilo y engreído como siempre-. ¿El marinero místico que vuelve a sus raíces?

Falk vio el disgusto en la cara de Van Meter. Era evidente que había contado con acabar la faena antes de que aparecieran testigos.

– Debías haberme llamado por radio, Carl. Tienes suerte de que yo haya estado haciendo el mismo recorrido. Y los tres tenemos suerte de que los policías militares que dejó Fowler sigan medio dormidos. Fowler es un alma de Dios en algunas cosas, hay que reconocerlo. ¿No estarías a punto de hacer algo que luego lamentarías, verdad, Carl?

– No lo lamentaría en absoluto, te lo aseguro.

– Esperaba que lo dijeras. ¿Qué tal si desaceleramos un minuto y decidimos el paso siguiente?

– ¿Qué hay que decidir? -preguntó a su vez Van Meter, pero bajó el arma, lo que permitió a Falk respirar al fin-. Aquí tu amigo estaba a punto de largarse en una lancha robada; y eso sin mencionar que parece saber lo que hemos hecho. Si quieres que se entere todo el mundo, será tu funeral.

– Y el tuyo también -dijo Bo.

– En tal caso, todavía tengo algo que hacer.

Alzó de nuevo el arma, colocándola en posición de tiro, y Falk estaba a punto de tirarse al suelo para protegerse, cuando Bokamper arremetió contra Van Meter por detrás, golpeándole lo bastante fuerte en la mano para desviar el tiro, una explosión que hizo añicos la luna de vidrio cilindrado que daba a la bahía. El viento y la lluvia entraron por la abertura con estruendo. En la lucha que siguió entre Bo y Van Meter, a éste se le cayó el revólver, que giró con un repiqueteo metálico. Falk se adelantó y lo recogió sin problema, tan tranquilamente como podría haber recuperado un lapicero que se le hubiese caído.

– ¡Basta ya, tíos! -gritó más fuerte que el viento, mientras los dos hombres se daban cuenta de la nueva realidad. La lluvia arrastrada por el viento los rociaba a los tres y el estruendo de la tormenta lo dominaba todo. A Falk le parecieron aplausos los ruidos de los masteleros.

– De pie, pero despacio. Venga.

– No puedes detenernos a los dos -dijo Van Meter, avanzando con cautela, todavía buscando pelea.

– Ya, pero te disparará a ti primero -dijo Bo-. Te lo garantizo.

– ¿Pero tú de qué lado estás, gilipollas? Le había cogido con las manos en la masa.

– Ya no se trata de lados. Aunque tú no lo comprenderías.

Se refería a la infantería de Marina. A la fraternidad del cuerpo. O tal vez sólo a los amigos. Pero Falk, como Van Meter, tenía un trabajo que hacer.

– Dentro del armario. Los dos.

Bo sonrió y negó, como si fuese objeto de una broma pesada especialmente ingeniosa y hubiese decidido tomárselo con ánimo deportivo. Van Meter era harina de otro costal.

– ¡Tendrás que dispararme primero!

– Entonces no te muevas, porque lo haré encantado. Si no, entra en el maldito armario.

Eso aplacó un poco el acaloramiento de su desafío, y entraron los dos en el armario.

– Ahora dejad las radios en el suelo y empujarlas.

Van Meter tiró la suya, apuntando claramente al revólver, pero falló por varios palmos. Eso convenció a Falk de que tenía que cerrar con llave el armario de inmediato. La puerta era muy fuerte y probablemente también la cerradura. La extravagancia gubernamental tenía sus ventajas a veces. Falk metió bajo la puerta un tope de goma del cuarto de baño. Tendrían tan poco espacio allí dentro que les costaría bastante agacharse lo suficiente para empujarla y soltarla y, en realidad, aplicar la fuerza de palanca suficiente para romper la cerradura. Estarían fuera de servicio hasta que llegara Skip a las nueve a abrir la tienda. Y con aquel tiempo, tal vez Skip durmiera hasta tarde.

Falk se encaminó a la puerta principal y apagó las luces, dejando de nuevo la habitación a oscuras, algo que le calmó los nervios de inmediato. Ahora sólo se oía la tormenta, cuyo estruendo sobrecogedor llegaba por la ventana rota. Pobre Skip. Se empaparía todo el local.

Bon voyage -se oyó el grito amortiguado de Bo.

Van Meter sólo pudo soltar un angustiado «¡Mierda!», que fue más satisfactorio de lo que Falk estaba dispuesto a reconocer. Lo pasarían bien allí dentro. Sonrió por primera vez en muchas horas.

Pero todo aquello había sido la parte fácil de la noche. El mar era mucho más astuto que Van Meter, y le atacaría con todas sus armas. Su única esperanza eran las maniobras evasivas: todos los trucos de marinero que había aprendido de pequeño. Si vacilaba una vez, podía darse por muerto.


Diez minutos más tarde, Falk ya había llenado el depósito de gasolina y surcaba la bahía encrespada, lo bastante abrigada para permitirle mantener una velocidad de casi veinte nudos mientras el casco golpeaba y chapoteaba en las olas. Las boyas indicadoras del canal se balanceaban desaforadamente, luces verdes y rojas parpadeantes. Falk conectó la radio de la Marina. Todo era silencio en la emisora local. Si su partida aparecía en el radar de alguien -improbable-, o si alguien había oído su motor desde la costa -todavía más improbable con aquella vorágine-, entonces a nadie se le había ocurrido todavía dar la alarma ni intentar avisar al loco que iba al timón.

La estrategia general de Falk era bastante simple. La tormenta se centraba justo al sureste, lo que significaba que el viento y las olas le atacarían por el este cuando cruzara el arco superior del remolino. La corriente predominante seguía la misma dirección, por una dosis doble de fuerza de oleaje. En vez de lanzarse contra ellas y arriesgarse a orzar -una desesperada deriva de costado que permitiría que la ola siguiente lo hundiera- tomaría rumbo suroeste, empujado por mar de popa. Luego, cuando el remolino pasara, Falk ajustaría gradualmente el rumbo al sur para mantener el viento cambiante y el oleaje detrás.

Era un tango angustioso, y las primeras horas serían las más peligrosas. No importaba lo que dijera el Centro Nacional de Meteorología sobre el debilitamiento de Clifford, el lado superior o derecho de la tormenta aún conservaba su fuerza aspirante, con vientos que soplaban en la misma dirección que el avance del ciclón.

Al amanecer, si todavía seguía a flote, Falk se habría adentrado en la mitad inferior del remolino, donde el viento y el oleaje se moverían en dirección opuesta al avance de la tormenta, atenuando el embate. Falk planeaba seguir entonces rumbo sur, navegando contra la marejada. Consumiría más combustible e iría más despacio, pero cuando dejara atrás la tormenta aumentaría la velocidad. Falk se preparó cuando el barco salvó la Punta Windward, y el mar no le defraudó, recibiéndole con un ruido sibilante mientras las olas pasaban rápidamente de estribaciones a montañas. La media milla siguiente sería la más difícil, hasta que llegara a aguas más profundas.

Falk había capeado muchos temporales, incluso algunos después de oscurecer, pero lo sorprendente de éste era el calor, la atmósfera tropical cargada. La memoria muscular le indicaba que capear una tormenta suponía tener la cara entumecida y las extremidades doloridas, tal vez incluso una capa de hielo sobre las regalas y que el equilibrio se fuese al cuerno. En comparación, esto era una olla asfixiante en una oscuridad bullente. Pero cuando se aferró al timón, enseguida se hizo a la idea de que, sí, uno puede ahogarse incluso en una sauna.

La pequeña embarcación encajó el castigo muy bien, o al menos, mucho mejor que ningún barco en el que se hubiese hecho a la mar el círculo de langosteros de su padre. La primera embestida le llegó del este, y viró a estribor, encontrando el ángulo óptimo a tientas, porque en realidad no podía ver las olas hasta que las tenía prácticamente encima. Sólo podía notar la sacudida y el empuje bajo los pies cuando el casco aceptaba literalmente el reto.

Había poco que ver, aparte de sus luces de dirección o, cuando tenía tiempo e ingenio para comprobarlo, el pequeño rectángulo fantasmagórico del visualizador del GPS. La iluminación restante llegaba de las salpicaduras, trizas de algodón que pasaban como un rayo a su lado en la lluvia torrencial. A veces veía por encima del hombro izquierdo una ola que se alzaba en la popa, y vislumbraba las vetas blancas de espuma en su costado, como una inmensa ballena listada que saltaba del agua y caía luego estruendosamente, lanzándole miraditas.

Pero en algunos momentos casi le daban ganas de reír. Le producía un júbilo loco encontrar el ritmo, como el viaje en trineo de Nantucket del ballenero de Nueva Inglaterra, arrastrado a la gloria o la muerte en las cuerdas de los arpones clavados. Falk recordó la emoción y el espanto (siempre unidos) que había sentido al volver a casa en Stonington antes de una borrasca concreta. Los barriles iban llenos hasta el borde de chasqueantes bichos rayados, sacados durante el día de las nasas. Le olían las manos a cebo, y tenía la cara embadurnada de grasa de pescado, mientras contemplaba aterrado las olas que formaban murallas a su alrededor.

Pero aquella sensación de ritmo podía ser peligrosa, una nana siniestra, porque había inevitables sorpresas que te despertaban de golpe.

Una de esas sorpresas llegó hacia el final de la primera hora, justo cuando parecía que la tormenta empezaba a remitir. Hubo un destello blanco por encima del hombro. Una ráfaga de espuma pasó disparada como si la persiguiese algo terrible. Falk esperó en vilo cuando la lancha se deslizó de pronto en un seno, lo que indicaba que algo inmenso se alzaba detrás. Falk volvió la cabeza y vio alzarse la ola como un acantilado, una ola de casi diez metros que se abalanzó sobre él tan peligrosa y súbitamente que apenas le dio tiempo de girar el timón, desesperado por mover el casco a 45 grados. La popa se alzó, produciendo un efecto aspirante, como si la fuerza del oleaje hubiese eliminado toda la lluvia y el estruendo de la atmósfera. Era asombroso que no se hubiese hundido ya, que la popa no se hubiese sumergido, pero ése era sólo el primer obstáculo que tendría que salvar. Al instante, el barco colgaba al borde de un precipicio. Era la misma sensación de haber remontado una pendiente en la montaña rusa, el momento en que contemplas el vacío debajo y se te corta la respiración antes del descenso. Falk oyó el impulso del mar, y sintió el vértigo cuando el casco se deslizó por la cara de la ola, dejándose llevar ahora, demasiado rápido, lo último que él deseaba. El deslizamiento parecía eterno, la lancha con voluntad propia en un descenso en picado hacia el fondo del mar. Miró la proa, convencido de que atravesaría la negrura espumosa, arrastrando la lancha en un salto mortal. Entonces él se hundiría, la cuerda de salvamento le arrastraría hacia el fondo hasta que consiguiera soltar el nudo.

Pero la ola se extendió, el agua cruzó el espejo de popa por detrás. Eso aportó el contrapeso necesario para levantar la proa ligeramente, justo a tiempo para que planeara en vez de clavarse. Los remolinos de agua barrieron con fuerza la cubierta e hicieron resbalar a Falk, la última mala jugada. Se cayó de culo, pero consiguió no soltar la mano izquierda del timón, pues de lo contrario la fuerza del agua le habría arrastrado hasta que no pudiese más. Pero su frenético aferramiento movió el timón, y el barco cayó a babor violentamente, y, cuando Falk se levantó e intentó corregir el rumbo, el motor protestó con un zumbido, pues la hélice se había alzado por encima de la línea de flotación. La lancha era como un alpinista que ha perdido la sujeción, y la ola siguiente se acercaba para derribarle.

Se produjo entonces un ruido ahogado, un gargarismo humeante al tocar agua la hélice. El casco cayó a estribor, encontrando el ángulo correcto en el momento en que la ola siguiente pasaba por debajo. Falk aguantó, se tranquilizó y agradeció su suerte.

Hubo otras dos olas traicioneras aquellas primeras horas, pero ninguna tan amenazadora como la primera, y cuando la claridad del amanecer apuntó en el horizonte, Falk creyó que lo peor del viaje ya había pasado. Verificó su posición en el GPS y concluyó que había cruzado la sección central del remolino. De allí en adelante, las condiciones mejorarían. Quizá fuese el consuelo añadido de ver al fin la luz del día, pero también habría jurado que el oleaje se estaba calmando. Tal como se había pronosticado, Clifford se estaba debilitando con el amanecer, y avanzaba siguiendo la costa cubana hacia arriba.

Falk consultó el anemómetro media hora después y la lectura era dieciocho nudos, con ráfagas de hasta treinta. Seguía siendo una borrasca corta, pero manejable. Falk se sintió más seguro cuando se iluminó el cielo. Iba a conseguirlo.

El problema ahora era mantener la concentración, no dejarse vencer por la fatiga. Hasta la débil luz del alba le hacía daño en los ojos. Después de las horas que había pasado parpadeando para esquivar las ráfagas de agua salada, el escozor era casi insoportable. Lo que más necesitaba era acurrucarse en cubierta y dormir, mientras la cálida película de agua chapoteaba y mecía el bote como una cuna.

Falk se preguntó qué pasaría en Gitmo, que había dejado unas cincuenta millas atrás en línea recta, aunque el curso arqueado que había seguido supondría unas sesenta y cinco millas de alta mar. Seguramente no tendría problema aunque Fowler hubiese ido a buscarle hacia las ocho, suponiendo que los guardias que había dejado vigilando fuera no hubiesen descubierto su desaparición. Y si Fowler esperaba hasta más tarde, entonces no descubrirían su ausencia hasta que Skip llegara al puerto deportivo, hacia las nueve. Sólo podía imaginar la historia que inventarían Bo y Van Meter. Si lo contaban todo, ambos quedarían en situaciones indefendibles. Y no era probable que ninguno de los dos aceptara la tapadera preferida del otro.

Fuera como fuese, lo peor de la tormenta habría pasado de Guantánamo. El equipo de búsqueda aérea dominaría el cielo. Tal vez la tripulación del helicóptero tuviera suerte y le localizara, pero lo dudaba. Era complicado buscar un bote pequeño solo. Falk había visto búsquedas que se prolongaban días en zonas de océano mucho más reducidas.

Más preocupante era que sólo había un limitado número de fondeaderos en sus destinos finales. La Marina avisaría a las autoridades portuarias y a los capitanes de puerto de Haití occidental y de Jamaica oriental del robo de una pieza militar estadounidense, para que estuviesen al acecho, aunque se tratara de una lancha de recreo. Si bien Haití no podía ofrecer la ayuda más eficaz, las autoridades no estarían preparadas para contener cualquier operación directa de búsqueda de Estados Unidos.

Esas circunstancias habían pesado considerablemente en las decisiones de Falk. Había optado por recalar en la isla Navassa, un rombo deshabitado de poco más de cinco kilómetros cuadrados, con acantilados abruptos y suelo muy árido, unas cien millas al sur de Guantánamo, y más o menos a un tercio del camino entre Haití y Jamaica.

Un alférez de la Guardia Costera había hablado a Falk de aquella isla en su época de marine, porque entonces había allí un faro. El lugar tenía una historia extraña. Contaba con abundantísimo guano, el excremento de ave que, tras siglos de acumulación, constituía buena parte de la masa terrestre isleña. El guano era un abono muy apreciado, por lo que Estados Unidos reclamaron la isla poco antes de la guerra de Secesión y cedieron la explotación a una empresa estadounidense. Las ínfimas condiciones de trabajo provocaron una sublevación cruenta, aunque sería el declive del mercado del guano lo que finalmente paralizó el lugar a principios de siglo. La Guardia Costera había cerrado el faro hacía siete años. Ahora los únicos visitantes estadounidenses oficiales eran equipos de investigación biológica del Departamento del Interior. Los visitantes más frecuentes eran pescadores haitianos que solían acampar allí de noche, sobre todo cuando tenían que aguantar una tormenta inminente como Clifford. Al menos, eso era lo que el alférez le había contado hacía mucho tiempo. Esperaba que siguiese siendo cierto.

Falk consiguió orientarse y encontrar el camino gracias al GPS. Porque la isla era tan pequeña que seguramente habría pasado de largo. Pero ya sin lluvia y a una velocidad de veinte nudos, con mar picada pero navegable, vio la isla Navassa justo delante: una protuberancia de acantilados grises a modo de frente, con una fina capa de matorrales.

Fue más fácil fondear de lo que había esperado, en una cala escasamente abrigada de la bahía Lulu, al suroeste de la isla. Lo mejor fue que sólo había anclado un maltrecho barco pesquero. El motor parecía sospechoso, y la pintura roja y blanca había visto mejores tiempos; pero Falk supuso que si había aguantado la noche pasada, soportaría unas horas más.

Le costó más trabajo llegar a tierra. Tuvo que hacerlo a nado, debatiéndose veinte yardas de mar todavía con marejada. Se agarró a una escala de hierro suspendida unos veinte metros en la pared del acantilado y le impresionó lo débiles que tenía los brazos y las piernas al subir al resbaladizo peldaño inferior. El oleaje le presionó el pecho contra el metal. Se sujetó con fuerza mientras retrocedía, con la ropa empapada, pesada como un ancla. Fue todo lo que pudo hacer para no caerse de espaldas en el mar esmeralda. Luego recobró el aliento lo bastante para iniciar la larga y lenta subida. Cuando iba por la mitad, el sol salió entre las nubes y sintió su calidez en la espalda. Llegó al final y subió a la tosca plataforma de hormigón, agotado. Podía seguir desde allí por una escalera de hormigón el resto del camino hasta la cima del acantilado. Pero estaba demasiado cansado y se quedó profundamente dormido enseguida.

Despertó a los pocos segundos, al parecer, sobresaltado por una sombra en la cara y fuertes pisadas de sandalias en el hormigón. Fue un momento oportuno, pensó, porque estaba soñando que llegaban muchos helicópteros a echar escalerillas desde el aire, cada una con un Van Meter oscilante al final. Abrió los ojos y vio el rostro moreno y curtido de un individuo fuerte y enjuto, con pantalones cortos harapientos. El hombre se protegió del sol llevándose una mano a la frente y le miró.

Falk miró el reloj. Sólo había dormido una hora. Tenía una sed insoportable, y un denso nudo de bilis en el estómago que le produjo arcadas. Pero primero lo primero.

– ¿Habla inglés? -preguntó.

El individuo negó y habló en un dialecto que Falk no entendía. Debía de ser criollo haitiano, pero un poco de francés podría resolver el problema. Así lo esperaba, porque era todo lo que tenía.

Al parecer, funcionó, porque a los pocos minutos habían acordado la transacción necesaria. El viejo pescador, que se llamaba Jean, era ahora el orgulloso propietario de un Sea Chaser de siete metros y medio, que había pertenecido hasta entonces a la división de Moral, Bienestar y Recreo de la Marina estadounidense. Falk era el nuevo patrón del maltrecho barco de pesca blanco.

Para ambos fue el acuerdo de su vida.

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