14

La cena en el despacho del general Trabert no fue ningún banquete especial: estofado de carne, arroz, ensalada y bizcocho de vainilla, todo llevado directamente del comedor de la base.

Algunos generales eran así, compartían la comida con los invitados sólo cuando se trataba del rancho de los soldados, como si ellos lo tomaran siempre.

– Lo hacen cada día mejor en la cocina de la costa, ¿no le parece?

– ¿La comida? No está mal.

– Cuando llegué, los hombres apenas pasaban de las raciones preparadas. Nada caliente a menos que lo calentara uno mismo. Ahora sirven tres comidas decentes al día a más de dos mil soldados, sin repetir el menú en tres semanas.

– Tal vez necesiten un marcador como los de McDonald's. «Millones servidos.»

Humor de civil. No era del agrado del general. Falk suponía que, en el mundo de los oficiales, las alabanzas a la nueva máquina de helados marcaban tantos puntos como los mejores datos de la semana conseguidos en interrogatorios.

– Bueno, cuénteme lo que sabe -dijo el general, limpiándose la barbilla con la servilleta-. ¿Cuál es la situación ahora?

– ¿Acerca de Ludwig?

– Ya llegaremos a eso. Ha pasado usted unas horas con el señor Bokamper. ¿Cuál es su interpretación del plan de este equipo?

– ¿En cuanto a los arrestos? -preguntó Falk, deseando que Trabert fuese directamente al grano.

– En cuanto a su alcance. Hasta dónde va a llegar.

Podría haberle contestado que hasta La Habana, pero no estaba seguro de que el general lo entendiera.

– Soy amigo de Bo, pero no me lo cuenta todo. Y tengo la impresión de que, en algunos aspectos, sabe tan poco como los demás.

Era la respuesta de un burócrata, pero le pareció que tranquilizaba a Trabert. Tal vez fuese lo que quería saber el general: que Bo y él seguían excluidos del plan. Era imposible determinar de qué lado estaba Trabert, o cuál era su agenda.

– Bueno, darán por terminado el asunto dentro de una semana, espero. Necesitamos limpiar nuestras cuadras y seguir adelante. Me indignó muchísimo lo de Boustani, se lo aseguro. Ese hombre contaba con nuestra confianza, y mire lo que hizo con ella.

– ¿Tienen realmente mucho contra él?

– Ha hecho algunos amigos en Estados Unidos con los que seguramente usted no se sentiría cómodo. Allí y en otros lugares. Es todo lo que puedo decir de momento. ¿Cómo está reaccionando la gente?

El general comía muy deprisa. Ya había pasado al pastel.

– Como era de esperar, más o menos. Mucho chismorreo. Algunos creen que se trata de una caza de brujas, la peor desde Aldrich Ames.

El general asintió.

– Nada bueno, ninguna de las dos cosas. ¿Y su trabajo? ¿Progresa?

– Me vendría bien un poco de ayuda. Los de inteligencia del J-DOG se llevaron la correspondencia de Ludwig antes de que yo pudiera echarle una ojeada.

– Es culpa mía -dijo Trabert-. Asumo toda la responsabilidad de eso.

– ¿Hablará con ellos, entonces?

– En realidad, ellos querían que hablara con usted. Es el motivo de esta cena, en parte. Parece ser que he molestado a algunos. He decidido que sería mejor para todos los interesados que entregara usted sus descubrimientos al J-DOG. De ese modo, podrá volver a concentrarse en los interrogatorios.

– ¿Es una sugerencia?

– Una orden. Vigente de inmediato. En compensación por el tiempo que ha dedicado a este asunto, le concedo un permiso de tres días en el continente, con mis felicitaciones.

– ¿Es una orden también?

– ¿Es que va a rechazar un permiso?

– Pensaba que el FBI tendría algo que decir al respecto.

– Lo que haga usted con su tiempo fuera de aquí, es asunto de ellos. Su tiempo en GTF-Gitmo es de mi incumbencia. Cuando regrese usted de sus días de asueto, empezará de nuevo.

– ¿A quién he cabreado?

– Como ya le he dicho, ha sido una metedura de pata mía. Deberíamos haber manejado a Ludwig como un asunto interno desde el principio. Tiene una plaza reservada en el vuelo de mañana por la mañana a JAX.

– ¿Me encontraré los muebles en la calle cuando regrese?

– Será mejor recibido que nunca aquí en cuanto se despeje el humo. Creo que incluso su amigo Bokamper estaría de acuerdo.

– ¿Está enterado él de esto?

– Ha sido una decisión mía y sólo mía, Falk. Tiene que entregar sus notas y cualesquiera otras conclusiones al capitán Van Meter a las nueve de la noche.

Otra vez Van Meter. Otro dedo en otro pastel. Falk todavía tenía muchas preguntas que hacer, pero era evidente que el general no estaba de humor, y ya no le quedaba nada en el plato. Era probable que hubiese llegado a algún acuerdo. Meter toda la ropa sucia en la misma bolsa limpia (la investigación de seguridad, Ludwig y lo demás), con tal de que acabara todo rápidamente. De ese modo, ganaba él, ganaban ellos y el nuevo amigo de todos, Van Meter, seguía construyendo su pequeño imperio.

¿O habría tramado Endler el viaje rápido de Falk fuera de allí, tal vez como tapadera que se reuniera con Paco?

Trabert se levantó, dando la velada por terminada. El plato de Falk seguía medio lleno.

– Bueno, nos veremos el lunes cuando aterrice a máxima velocidad.

– Desde luego me marcho a máxima velocidad.

El general se irguió, sin sonreír. Falk tuvo que contenerse para no ponerse firme y saludarle.


Telefoneó a Bo en cuanto llegó a casa. De pronto tenía muchísimo que hacer y poco tiempo para ello, pero lo único que necesitaba más que tiempo, eran respuestas. La tarea más pesada era su planeada visita a Harry. Lo habría liquidado aquella misma noche si hubiese podido, pero Harry estaría ya en su casa de la ciudad de Guantánamo, a treinta kilómetros de la alambrada. Los cubanos que trabajaban en Gitmo llegaban todos los días a primera hora de la mañana, así que ésa sería la mejor ocasión para Falk.

Se preguntó qué haría en aquel permiso forzoso, sobre todo si no había ningún encuentro con Paco. Tal vez se quedara sin más en Jacksonville. Iría en coche a alguna playa cercana y descansaría. Pensó vagamente en tomar un vuelo a Maine. La posibilidad de una larga caminata por los bosques a solas y aislado le parecía ideal en aquel momento. Era extraño que pensara tanto en casa últimamente. Volver a Gitmo había sido como regresar al pasado. Era el primer lugar al que había ido después de abandonar Maine y del entrenamiento básico. En cierto sentido, había vuelto al umbral de su infancia, su punto de partida, así que, ¿por qué no usarlo como el portal para su regreso? Se preguntó si su padre seguiría vivo. Seguro que alguien sabía dónde estaba.

Pero lo primero era lo primero. Por suerte, era fácil localizar a Bo.

– Parece que han decidido echarme de la isla -comentó Falk-. El general Trabert me ha concedido magnánimamente permiso el fin de semana. No es que tuviese ninguna oportunidad. Tengo que salir en el vuelo de la mañana a Jacksonville. ¿Alguna idea de por qué no me quiere aquí?

– Ninguna.

– ¿Seguro?

– ¿Cómo demonios voy a saberlo yo?

– Se me ocurrió que podrías tener algo que ver con ello. Tú o tu jefe. Sobre todo si cree que mi antiguo compinche quiere encontrarse cara a cara conmigo. -No se atrevió a pronunciar los nombres «Harry» y «Paco» por aquella línea, y esperaba que Bokamper fuese lo bastante prudente para hacer lo propio.

– Tranquilo, Falk. Yo no te haría semejante jugarreta.

– Pero tu jefe sí.

– No sin decírmelo. Es más probable que sea cosa de Fowler.

– ¿Por qué?

– Supongo que lo sabremos mientras estés fuera. Por cierto, ¿piensas ver a tu viejo amigo antes de irte?

– Mañana antes del desayuno.

– Bien pensado. ¿Y qué pasa con Ludwig mientras no estés?

– Caso descartado. Tengo que entregar todas las notas a Van Meter.

– El señor Polifacético. ¿Cuándo regresas?

– El lunes. Suponiendo que Trabert no les haga anular mi vuelo de vuelta.

– No creo que le gustara a la Oficina.

– Tampoco le gusta Trabert. Así que no creo que importe mucho.

– Bueno, te prometería mantenerte al corriente de todo lo que te estés perdiendo por correo electrónico, pero desde aquí…

– Ni se te ocurra.

– Hablando de lo cual…

– Lo sé. Ya hemos hablado bastante.

– Dame un toque por la mañana. Después de tu… esto… «desayuno».

– Lo haré.

Falk telefoneó luego a Pam, que contestó al primer timbrazo, como si estuviera esperando llamada. No le hizo gracia la noticia.

– ¿Así que me echas a los lobos? Ya sabes que mi índice subirá tres puntos mientras no estés. -Falk no pudo evitar preguntarse qué ocurriría si ella y Bo se veían cara a cara. Como para disipar esas dudas, ella añadió-: Supongo que podría aprovechar algunas veladas. Hoy ha sido agotador, con todo el jaleo por lo de Boustani. A los demás les parece divertidísimo, pero nuestro equipo cuenta con un hombre menos. Ni siquiera nos dejan disponer de sus cuadernos de notas. He tenido que hacer de intérprete a otros dos, además de mis propios interrogatorios. Esta noche me gustaría emborracharme, pero lo que de verdad necesito es una buena noche de sueño.

Su referencia al trabajo recordó algo a Falk.

– Adnan -dijo.

– ¿Qué?

– Disculpa. Me lo has recordado. Tengo que ver a Adnan antes de largarme. No he vuelto desde la otra noche. Quién sabe lo que pensará si dejo pasar otros tres días. Seguro que ya se siente explotado y abandonado.

– Pues que se una al club. Al menos él tendrá una visita de despedida.

– Escucha, Pam, no ha sido decisión mía. Trabert prácticamente me ha ordenado que abandone la base.

– Recuérdame que no me siente a tu lado la próxima vez que el general entre en el comedor.

– ¿Puede saberse qué quieres decir con eso?

– Era una broma. Aunque creo que has olvidado cómo funcionan las cosas en el ejército. Tengo que ser más cuidadosa que tú en cuanto a la impresión que causo, eso es todo. Pero tienes razón en lo de Adnan. Necesitas verlo, aunque sólo sea en la ronda de madrugada.

– Llevará más que eso. Necesitamos una sentada. Como si no tuviese bastante que hacer. Me espera una noche larga.

– Supongo que no te veré hasta el desayuno.

– Y entonces tampoco. Tengo que hacer un recado.

– ¿Para Trabert?

– Para Bo. No puedo entrar en detalles.

Ella se enfurruñó entonces y la conversación no acabó como le habría gustado a él, sino en una tibia despedida que le inquietó. También le preocupaba el comentario irónico que había hecho sobre que el general la viese con él. Tal vez fuese sólo una broma, pero Falk no pudo evitar la idea de cómo reaccionaría ella si descubriera que era mercancía dañada.

Echó la bolsa de viaje en la cama y se fijó en las cartas de Ludwig, que seguían sobre la almohada. Estaba a punto de abrir una, cuando algo le advirtió que esperara, que actuara con cautela. Sería mejor que Van Meter creyera que no las había leído. Whitaker estaba aún en el trabajo, así que Falk fue a la cocina con las dos cartas, llenó una tetera de agua en el fregadero y la puso al fuego. Cuando empezó a hervir, acercó los sobres al vapor hasta que se despegaron las solapas sin romper el papel.

Era un método conocido, no de sus días de agente especial (el FBI tenía métodos mucho más perfeccionados para aquel tipo de tarea), sino de la infancia. Se había convertido en detective en su propio hogar buscando respuestas cuando todo empezó a desmoronarse. Cuando su madre desapareció y su padre se vio arrastrado a la inutilidad, Falk había visto los avisos de la oficina fiscal y de los cobradores amontonarse en el sofá, sin que nadie se molestara en abrirlos. Así que los abría él en la casa vacía y exploraba el interior, interpretando a escondidas las señales del camino de su familia a la ruina. Él se había enterado antes que nadie de la inminente ejecución de la hipoteca y la subasta, y también había leído la carta con matasellos de Boston de una esposa rebelde que se había marchado y que juraba que no volvería nunca. Eso no era nada, en comparación. Solamente otra treta de sabueso tomada del libro de juegos de Frank y Joe Hardy en la biblioteca pública de Deer Isle.

Falk leyó primero la carta personal y anotó el nombre de la esposa de Ludwig, Doris, su dirección en Buxton y el nombre de un cuñado, Bob, que mencionaba en la primera hoja. Bob estaba deseando volver a ir de pesca la próxima vez que Ludwig fuese a casa, y quería saber lo que picaba en el Caribe. Al parecer, Ludwig se desenvolvía bastante bien en el agua.

Casi toda la carta versaba sobre temas triviales: las tomateras habían florecido, pero el fruto era pequeño y las hojas se estaban rizando; el bebé estaba mejor de la otitis; su hija Misty todavía añoraba a su papá; había telefoneado Ed del banco y había dicho que seguiría en contacto; había muerto el señor Williams, el viudo simpático de la calle, y le había dejado todo a su vecina de la casa de al lado, la señora Packard, que seguía casada, de momento; habían abierto un nuevo Sam's Club en la carretera de circunvalación, gracias a Dios, treinta kilómetros más cerca que el de Revell. Falk leyó las cuatro hojas, las volvió a meter en el sobre, lo cerró y lo alisó bien. Pero volvió a abrirse, claro, y no tenía nada para pegarlo. ¡Al diablo los viejos trucos!

Consideró la posibilidad de no abrir la carta del banco. Pero le preocupaba algo en la alusión de la primera a «Ed del banco». Volvió a sacarla.


Ed del banco llamó para ponerse en contacto, así que le di tu dirección y te escribirá. Es sobre negocios.


¿No tendría el banco la dirección de Ludwig? Aquello más parecía un aviso velado, así que sacó la carta del segundo sobre.

Era bastante oficial, mecanografiada a un solo espacio y con el membrete del «Farmers Federal» en la parte superior. El corresponsal era el subdirector de la sucursal Ed Sample, un título señorial para un individuo que seguramente sólo era superior en rango a unos cuantos cajeros y encargados de préstamos. La primera parte eran las consabidas frases formularias: Espero que te encuentres bien, el trabajo ha sido constante, etcétera. El resto de la carta era extraño, por no decir más.


Todavía no sé qué hacer exactamente con las transferencias telegráficas que autorizaste la semana pasada a bancos de Perú y las islas Caimán. He puesto una demora de diez días en las transacciones, a la espera de instrucciones. Por favor, notifícalo.


Luego, vuelta a los formulismos, como si la duda sobre las transferencias fuese la clase de asunto sobre el que preguntaría cualquier banquero de un pueblo de Michigan. Mencionar «Perú», «las islas Caimán» y «transferencias bancarias» en la misma línea era igual que agitar una señal de peligro a los reguladores bancarios y a la DEA, la Fuerza Administrativa Antidrogas. En un juego de asociación de palabras, la respuesta sería «dinero de cocaína». Había que tener pelotas para autorizar algo así desde cualquier sitio, pero hacerlo desde Gitmo sin duda era más que temerario.

Falk apuntó el número de teléfono de Ed Sample que figuraba en el membrete. Luego colocó las cartas debajo de las hojas de su bloc reglamentario. Le entregaría a Van Meters las demás notas, pero aquello tal vez le interesara al FBI. Al menos, eso sería lo que alegaría si Van Meter preguntaba alguna vez por qué había retenido las pruebas.

Salió de casa hacia el Campo Delta. La prisión tenía cuatro secciones principales, y Adnan estaba en el ala de máxima seguridad, el llamado Campo 3. Los Campos 2 y 1 tenían normas cada vez menos severas, aunque el Campo 4, en contra de lo que cabría esperar, ofrecía las condiciones más relajadas de los cuatro, con bloques de celdas comunales, monos blancos, comidas más abundantes y más tiempo para ejercicio y duchas. Los guardias lo llamaban el Haj, por el peregrinaje de los musulmanes a la Meca.

Falk cruzó las cuatro puertas hasta el Campo 3 al oscurecer. Era la hora del día en que el lugar empezaba a calmarse. Aún se percibía el olor de la cena sobre la nube de exhalaciones y ventosidades colectivas de los centenares de prisioneros que se preparaban para la noche en sus minúsculas celdas.

Falk no había tenido tiempo de inscribirse para una sesión con Adnan el día anterior, así que fue directamente a la celda del joven, esperando encontrarlo en su postura habitual: escondido bajo las sábanas, a pesar del calor. Pero encontró la celda vacía. Reaccionó de forma inmediata y visceral. Alguien se había metido en terreno vedado. Alguien se estaba buscando problemas serios.

– ¡Guardia!

Un soldado dobló la esquina corriendo, con la cara colorada. Parecía creer que Falk tenía algún problema.

– ¿Dónde está el prisionero, soldado?

– Figura en el registro de salida, señor.

– ¿Con quién?

– No lo sé. Lo comprobaré.

– Hágalo. Deprisa.

Falk esperó en la puerta, como si Adnan pudiera volver de un momento a otro. En su lugar, volvió el soldado, caminando a paso ligero. Retrocedió cuando un detenido gritó algo en un idioma que Falk no entendía.

– ¿Y bien?

El soldado se inclinó y Falk no comprendió por qué, hasta que se le ocurrió que intentaba impedir que le oyeran los detenidos.

– Era un OGA, señor -susurró el guardia; el acrónimo local de la CIA-. Éste es su número de identificación.

Falk lo anotó, aunque lo había reconocido porque tenía el prefijo de su propio equipo.

– ¡Maldita sea! -masculló-. Gracias, soldado.

Pocos minutos después se dirigía a la caravana de interrogatorios, hecho una furia; enseñó su documentación a otro policía antes de empujar la puerta. Tal vez por eso le mandaran fuera el fin de semana. Tenían que ordenar muchas cosas en su ausencia. Abrió de golpe la puerta de la primera cabina. Vacía. Luego, la segunda. Vacía. Y lo mismo la tercera y la cuarta; aquello parecía una comedia mala: el marido celoso que busca al amante de su mujer en los armarios. Portazo. Nada. Portazo. Nada. Siguió toda la hilera hasta que llegó a la séptima cabina, donde un sargento del ejército, al que reconoció como uno de los compañeros de clase de Pam en Fort Huachuca, alzó la vista irritado. Sentado a la mesa en una pose relajada había un prisionero vestido de blanco, lo que indicaba que era de seguridad media.

– Lo siento -soltó Falk. Luego no pudo evitar añadir-: ¿Ha visto a Tyndall?

No hubo respuesta. Sólo una negación colérica.

Escarmentado, Falk cerró la puerta con cuidado antes de mirar en la última cabina, donde tampoco había nadie a aquella hora. Supuso que Tyndall se había llevado a Adnan a las cabinas de la CIA en otra caravana, aunque no solía ser su estilo. Volvió casi corriendo al bloque de celdas a buscar al soldado, pasando de la cólera al pánico, notando el sudor que le corría por la espalda.

– Soldado, ¿qué hora de salida figura en el registro de este detenido?

– Iba a decírselo antes, señor, pero tenía usted mucha prisa. Fue anoche. O esta madrugada, si quiere ser técnico. A las tres de la mañana.

– ¿Puede saberse dónde está el prisionero, entonces?

El soldado se encogió de hombros.

Falk fue a echar otra ojeada a la celda de Adnan, como si el joven pudiese haberse materializado mientras tanto. Ahora se fijó en que faltaban el cepillo de dientes, el jabón, la toalla, la alfombrilla de rezos y el Corán. Habían vaciado la celda. Ni siquiera los viajes a la enfermería justificaban aquello.

– ¿Ha habido algún incidente médico hoy? -preguntó al soldado, que le había seguido al trote y estaba casi sin respiración.

– No, señor.

– ¿Y traslados al Campo 4? -se refería a seguridad media.

Tal vez Adnan hubiese conseguido un descanso al fin.

– No, señor. Tampoco.

A efectos prácticos del Campo Delta, entonces, Adnan Al-Hamdi ya no existía. Pero Mitch Tyndall sí, y Falk sabía dónde podía encontrarlo.


Tyndall estaba realmente en su jaula vespertina habitual, celebrando audiencia junto al camarero con otro pendejo de la Agencia y una oficial embelesada de una unidad de reservistas de Kentucky. Falk no perdió el tiempo con preámbulos. Posó una mano en el hombro derecho de Tyndall y ejerció un poco de presión extra.

– ¡Eh! ¿A qué viene la tenaza vulcana?

Tyndall enrojeció nada más ver a Falk.

– Una palabra. Si puedo. En privado.

– Iba a explicártelo, pero recibí órdenes urgentes y no te encontré.

– ¡No me digas! ¡Vamos!

La oficial de Kentucky los miraba boquiabierta, pero Falk no le hizo caso. Tyndall disuadió con un gesto a su colega de la Agencia al ver que se disponía a intervenir.

– Déjalo, Don. Es personal. Guárdame la cerveza tibia, ¿quieres?

Falk llevó a Tyndall a la periferia de las mesas. Todavía no era demasiado tarde para muchos clientes.

– Muy bien. ¿Qué demonios has hecho con él?

– Tranquilo. Iba a contártelo todo, pero no te encontré en casa anoche, y esta tarde habías salido en barco o no sé qué.

– Muy oportuno. Así que pensabas esperar a que volviera, supongo.

– ¿Volver de dónde? -preguntó Tyndall, ceñudo.

Si era teatro, resultaba muy convincente.

– Es una larga historia, pero estaré fuera el fin de semana. Así que dime dónde está Adnan.

Tyndall miró alrededor. Don todavía observaba desde la barra. La linda policía tenía aspecto de que no podría superarlo en semanas.

– Vamos, bajemos a la orilla.

– Aquí estamos bien. Dímelo al oído, como si estuviéramos dentro de la alambrada.

Tyndall volvió a fruncir la frente, pero accedió, y bajó la voz tanto que Falk tuvo que agacharse más.

– Le han trasladado al Campo Eco.

El Campo Eco era una zona prohibida para Falk. Era la prisión de la CIA dentro de la prisión, la casa de los fantasmas de Gitmo, donde nadie tenía nombre ni futuro, desde el punto de vista oficial. Falk se quedó un momento demasiado atónito para responder. Luego perdió el control.

– ¡Por Dios, Mitch! ¿Le han convertido en un fantasma? ¿Por qué?

Tyndall negó con la cabeza.

– Cálmate, por favor. No es un fantasma. Demasiado tarde para eso. La Cruz Roja tiene su nombre. Tendrán que dar cuentas de él, de un modo u otro.

– Entonces estáis jugando con fuego.

– ¡A mí vas a decírmelo!

– Entonces, ¿por qué hacerlo?

– Órdenes de arriba.

– ¿Trabert?

Negó.

– Mi grupo. Petición especial de la clientela, al parecer.

– ¿Qué cliente?

Tyndall volvió a mirar alrededor. Falk no lo había visto nunca tan nervioso. Tyndall esperó que pasara hacia otra mesa una pareja de bebedores para hablar de nuevo, y lo hizo tan bajo que Falk casi no le oía:

– No puedes decírselo a nadie. Y mucho menos a Whitaker ni a nadie de la Oficina.

– Sigue.

– Ha sido Fowler. Él y su perrillo faldero Cartwright. Han estado muy ocupados. Adnan no es su única adquisición.

– ¿Cuántos más?

– Otros dos, que yo sepa.

– ¿Nombres?

– Sólo sé el de Adnan. Alguien firmó por los otros dos. Podría haber sido Don. Pero son todos yemeníes, como Adnan. Es posible que tenga algo que ver con Boustani.

– Boustani nunca ha tratado con los yemeníes. Sólo con libaneses. Y con algunos sirios.

– Podría ser por las cartas de los detenidos, las que iba a echar al correo. Podrían ser de cualquiera.

– Tal vez.

– De todos modos, yo no te he dicho nada. Pero creía que te lo debía por lo de la otra noche.

– Tal como lo veo yo, ahora me debes otra.

– Lo que sea. Siempre y cuando esto quede entre nosotros. Sólo me faltaría cabrear a esos dos.

Muy impresionante, cuando podías asustar a un agente de la CIA, pero Falk no culpaba a Tyndall. Él mismo sentía la presión. Sabía que las posibilidades de que Boustani recogiese cartas de los yemeníes eran prácticamente nulas. Sólo un puñado de interrogadores y psicólogos de Gitmo tenía regularmente acceso a esos detenidos, y Falk se contaba entre ellos. Si Fowler y Cartwright estaban concentrándose en los yemeníes, entonces era casi seguro que tenían la mira puesta en él. Largarse de allí empezaba a parecer una idea excelente.

Загрузка...