3

«Todos trabajamos firmemente en la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo, y nos gusta relajarnos igual. Lamentablemente, tendemos a divulgar información que es mejor callarse cuando estamos en compañía de otros. Está muy bien ser sociable y simpático; no obstante, si esto se aplica en el medio equivocado, puede comprometer información operativa. Hay muchos lugares de encuentro populares en esta isla y mucha gente con quien comentar los temas del día. Ténganlo en cuenta y seleccionen los temas cuando se reúnen con sus amigos o compañeros de trabajo para almorzar, ver una película, o simplemente para una conversación casual; y piensen antes de hablar. Nunca se sabe quién puede estar escuchando sus conversaciones "casuales". "Piensen en la OPSEC."»


De la columna «OPSEC Corner», semanario The Wire

de la JTF-GTMO


Guando Falk llegó a desayunar, ya se habían enterado todos. No sólo de la desaparición del sargento Ludwig, sino también de lo demás: la llegada del general a la playa antes de amanecer, el vuelo especial que llegaría de Washington, y el desconcierto absoluto de las autoridades. Se había propagado incluso el comentario de Falk sobre la posibilidad de que Ludwig tuviera «un apaño», que había dado lugar a algunas bromas mientras tomaban los huevos revueltos.

Para ser un lugar tan consagrado al secreto, el funcionamiento interno de Gitmo goteaba como un bloque de cilindros averiado, filtrando una marea negra de rumores en las bases. Y por si alguien precisaba que le recordaran que estaba en marcha algo extraordinario, un helicóptero de los guardacostas había sobrevolado el litoral toda la mañana, cruzando estruendosamente la bahía y el Atlántico y tensando delicadamente su arco al acercarse al espacio aéreo cubano. La nueva misión de Falk era la comidilla del lugar, como suele decirse.

El comedor de la costa de Campo América parecía un cobertizo prefabricado con pretensiones: dos salas con paredes semicirculares de plástico blanco elástico, con ventanas minúsculas. Daba la impresión de que estuvieran comiendo en el interior de una bombilla gigantesca. Falk llenó un vaso de plástico del peor café del Caribe y se dirigió a su mesa habitual, ocupada por una serie de interrogadores, intérpretes, psicólogos y funcionarios civiles y militares.

Gitmo estaba estratificado como cualquier sociedad. El proletariado de la policía militar del J-DOG, o Grupo de Operaciones de Detención Conjuntas, solía mantenerse apartado, alimentando su desconfianza de la presunta élite de Falk en el JIG, o Grupo de Inteligencia Conjunta.

Los mercenarios de las empresas privadas también formaban parte de la mezcla, sobre todo para ayudar a suplir la escasez de hablantes de árabe y demás lingüistas en el ejército y las Fuerzas de Seguridad del Estado. Los dos actores más importantes, United Security Corporation y Global Networks, Inc., eran también feroces rivales, y últimamente andaban buscando riña. Había abogados por medio. Se habían interpuesto denuncias oficiales. Así que ahora sus soldados de infantería solían sentarse a sus propias mesas. La rivalidad era divertida o desalentadora, según lo íntimamente que tuvieses que trabajar con ellos. Falk no precisaba sus servicios y disfrutaba fomentando la teoría de que las empresas acabarían yendo a la guerra entre ellas en alguna remota costa ocupada por Estados Unidos, y que la vencedora declararía su propia república.

Tyndall era uno de los pocos agentes de la CIA que se sentaba a la mesa de Falk, y le hizo señas desde un lado cuando lo vio acercarse. Su semblante no revelaba el menor rastro de la discusión de la noche anterior. Pero Falk no estaba de humor. Además, Pam le llamaba desde el otro extremo de la mesa, donde le había guardado un asiento.

La relación de Falk con Pam Cobb era otro de los secretos a voces de Gitmo. Constituía un ejemplo del clima sexual que imperaba en el lugar, al mismo tiempo reprimido y rico, un Peyton Place pintado alternativamente del pardo del ejército y de los sensuales colores de los trópicos.

Falk apostaría a que había más libidos reprimidas por kilómetro cuadrado en aquel pequeño talón raspado de Cuba que en ninguna ciudad de América. ¿Y por qué no? Un clima de sauna en confinamiento, añádanse soldados y más soldados, y ya está. Y para aumentar la tensión, los hombres superaban con mucho en número a las mujeres. La amplia disparidad convertía a algunos hombres en cazadores recolectores, que rastreaban el terreno babeantes. El estatus marital tenía poco que ver con ello. Se parecía a esos anuncios de Las Vegas. Lo que ocurría en Gitmo, no salía de Gitmo. O al menos lo esperabas.

Hasta Falk se sorprendió volviendo a emplear algunas de sus antiguas tácticas de marine, equipándose con los habituales artículos de cortejo en su primera salida de compras al Naval Exchange: una batidora para los margaritas, una coctelera para los martinis, una parrilla hibachi para el patio y una caja de condones para las emergencias.

Era el único acto prohibido respecto al que las autoridades habían acordado tácitamente mirar para otro lado. Como si hubiese elección. Intentad acabar con ello y explotaría todo el lugar, dejando a unos 640 presos dirigir el manicomio.

Los planes de alojamiento en Gitmo aumentaban la intriga. Los pocos miembros de la policía militar que aún no se habían trasladado al nuevo cuartel, se alojaban en los apartamentos libres de la base, hasta ocho en una unidad de cinco habitaciones. Los interrogadores y lingüistas también habían sido alojados en las viviendas libres, que eran numerosas ahora que la población local naval estaba alcanzando el nivel más bajo. Los barrios más populares eran Villa Mar y Windward Loop, donde solían alojarse cuatro por unidad y dos por dormitorio. Era como volver a la universidad, con idénticos desafíos a la intimidad romántica (llevar a una chica a la habitación a escondidas, mantener a raya a los compañeros de habitación y a los amigos haciendo conjeturas, y todos en sus literas al amanecer sin que los viera la policía del campus).

Falk y Whitaker tuvieron suerte. Al principio compartieron un dormitorio en Villa Mar, con dos individuos del Servicio de Información de la Defensa en una habitación del pasillo. Pero cuando hubo goteras en el tremendo y único chaparrón que había caído desde que estaban allí, les asignaron una casa adosada de dos dormitorios que acababan de inaugurar en Iguana Terrace, bastante apartada. Sus vecinos a ambos lados eran familias de marines destacados en la base, con un barco de recreo en una entrada de coches y una cama elástica en la otra.

Pamela había llegado a Gitmo una semana después que Falk. Llegó un jueves, y el domingo por la noche ya la habían invitado a una fiesta con baño en la piscina, a una fogata en la playa, a ver una película en el autocine y a una tarde de navegación.

La acogida a nivel profesional fue más tibia. Ella hablaba árabe con fluidez, pero acababa de terminar la formación de interrogadora. Los varones residentes eran escépticos al respecto. ¿Una mujer que interrogaba a musulmanes? Y no a musulmanes corrientes, sino a elementos formados del material más duro, pasado por el islam del siglo xv, curtidos en la lucha y en el rígido aislamiento del Campo Delta. Se reirían de aquella muchacha de Oklahoma. O todavía peor, soltarían un escupitajo de piadosa cólera en su rostro descubierto e impuro.

Ya les había ocurrido a otras mujeres, y cuando los primeros sujetos de Pam respondieron a ese esquema, los enterados de Langley, la Oficina y el Pentágono asintieron satisfechos. La teoría aceptada fue que ella era otro fallido intento de «ingeniería social» por parte de Washington.

Entonces ocurrió algo curioso. Algún que otro árabe primero, luego tres o cuatro, y después una docena (una auténtica oleada), empezaron a contestar a las preguntas de Pam como no habían respondido a las de los interrogadores varones. De un modo paciente y sereno, que persistió y se afirmó, ella se transformó gradualmente en sus madres, sus hermanas, sus hijas, e incluso (desde una respetuosa distancia, y sólo en la mente de los sujetos), en sus enamoradas. Y brotaron pensamientos y expresiones que los combatientes veteranos habían dado por muertos. Uno en concreto se prendó tan perdidamente de ella que empezó a inventar historias tan grandiosas que ni siquiera los analistas más crédulos estaban dispuestos a creerlas. Tuvieron que retirarle de su ronda, enfurruñado y suspirando.

Así que no sólo habían aceptado a Pam en la tribu de inteligencia, sino que además su éxito le permitió evitar que la reclutaran para uno de los experimentos más infames del general Trabert: la tentativa de obtener información de los prisioneros sometiéndolos a humillaciones sexuales. Una de las compañeras de vivienda de Pam, más hermosa y menos afortunada, acabó quedándose en ropa interior en una de esas tentativas. Claro que les salió el tiro por la culata. Los sujetos se replegaron más en un silencio colérico. Y la interrogadora tampoco salió bien parada. Se pasó una hora encerrada en el baño, sollozando avergonzada.

Pam y Falk se conocieron una mañana en el recinto de la alambrada. Él ya se había fijado en ella la noche anterior en el Tiki Bar, pero entonces la acompañaban al menos cinco individuos y, desde su ventajoso punto de observación a unas cuantas mesas, a Falk le había parecido más que capaz de defenderse, eludiendo sus insinuaciones con ingenio y aplomo, así que había mantenido la distancia. Además, no le gustaba coger número para esperar su turno.

Se encontraron cara a cara al día siguiente por la mañana en la prisión. Falk tenía una cita a las once para interrogar a un joven árabe de ciudadanía indeterminada, probablemente saudí. Pam quería una sesión con el mismo individuo, aunque no estaba programada en su agenda hasta el día siguiente.

La jerarquía sobre estos conflictos estaba bien establecida. Los interrogadores civiles como Falk casi siempre tenían prioridad sobre sus compañeros militares. Y lo que es más, Falk había reservado la sesión. Pero en vez de ponerse en plan territorial, dejó tranquilamente que Pam expusiera su problema, que resultó ser de lo más apremiante: otro detenido acababa de dar a su equipo información decisiva sobre la identidad y el papel de aquel otro, y ella quería verificarla lo antes posible. Falk se hizo a un lado muy galante, sintiéndose un poco como sir Walter Raleigh echando su capa en el barro para que pasara la reina. Se guardó de darle mayor importancia. Ya sabría ella dónde encontrarlo luego.

Aquella noche en el Tiki Bar, Pam se separó del círculo de admiradores para darle las gracias e invitarle a una cerveza. Falk comprendió por qué era eficaz en su trabajo. Lo bastante simpática para atraerte, y lo bastante franca para responder con amabilidad. Falk se sorprendió hablando tranquilamente con ella de cosas que no le había comentado a nadie en años. Casi mete la pata incluso y le cuenta una vieja historia de su padre. Al día siguiente, se despertó pensando que tenía que haber sido la cerveza, el encanto de sus ojos azules o la forma que tenía de retirarse el pelo que le caía sobre la ceja izquierda con una gracia irresistible y que resaltaba la fina línea de su cuello, una aparente invitación a plantarle un beso tierno en la delicada piel de detrás de la oreja. Exactamente al lado de donde se habría puesto los toques de perfume que él todavía notaba a la mañana siguiente, aunque su habitación apestaba a sudor, suciedad y periódicos viejos.

Falk se preguntaba a veces si se habría fijado en ella en otro entorno, entre el rico botín de Washington, por ejemplo. Pam podía ser un poco brusca a veces, un defecto que Falk había observado en algunas militares. Era una técnica de supervivencia en su medio, sobre todo para las oficiales: la fachada dura que indicaba que no se dejarían manipular fácilmente. Perfecto, supuso él, aunque se sorprendió en algún momento desprevenido tanteando aquella fachada, como para calcular su dureza. Cuando Pam soltó una retahíla de tacos mientras hablaban del fútbol de Nebraska (como natural de Oklahoma, ella odiaba a Nebraska), se extrañó lo suficiente para preguntar: «¿Quién te enseñó a hablar así, tu padre o tu sargento instructor?».

Hubiese jurado que ella se había ruborizado un poco, pero entonces siguió adelante:

– Mi padre fue mi sargento de instrucción. El primero, en todo caso. O podría haberlo sido.

– Estaría orgulloso.

– Sí, lo estaría, siempre que supiese que defiendo a los Sooners.

Desconcertaba mucho más a Falk la idea de salir con alguien a quien le traía sin cuidado la aprobación de la cadena de mando.

Teniendo en cuenta la competencia masculina de Gitmo, no entendía qué veía Pam en él. No era un individuo especialmente atractivo. Muchas personas creían que ya le habían visto cuando le conocían (en la cafetería de la oficina, en el banco de atrás en la iglesia o en las líneas de banda de los partidos de fútbol de sus hijos). Tenía esa pinta: afable, alguien que no te importa tener cerca, pero prácticamente invisible. Sus ojos de un azul desvaído invitaban a la confianza aun cuando pidieran cortésmente distancia, con arrugas que podrían ser de risa o de preocupación. Alrededor de los treinta, suponían casi todos, quedándose cortos por pocos años. Pero cuando pensaban indagar más allá de esas cualidades comunes, normalmente se había marchado, dejándolos con la duda de si sería un individuo no tan joven con prisa o simplemente alguien que prefería que no lo encasillaran.

Fuera como fuese, lo cierto ahora es que estaba enganchado, y, al parecer, también ella, al margen de lo que pudiese haber ocurrido en otro sitio. Si el contexto era el elemento mágico de su relación, Falk suponía que ambos lo descubrirían cuando volvieran al continente. Aunque últimamente se sorprendía deseando que no fuese así.

– Tengo entendido que has dado un paseo por la playa con el general -le dijo ella cuando se sentaron.

– Tú y todos los demás.

– ¿Solucionado?

Él se encogió de hombros.

– Sigo creyendo que duerme la mona en la litera de alguna señorita, con las medias de ella en la cabeza.

Ella sonrió y se ruborizó un poco, que era lo que él pretendía.

– ¿Das por sentado que es como tú?

– Y como cualquier otro de esta mesa.

Ella alzó la vista al oír eso, cohibida un momento. Las mujeres nunca podían pasar allí mucho tiempo sin que les recordaran que destacaban. Falk lamentó el comentario al ver la expresión de ella, y cambió de tema.

– Sin embargo, seguro que me fastidia el programa. Anoche estaba progresando de verdad con Adnan. Hasta que nos interrumpió Tyndall.

– ¿Tyndall interrumpió la sesión?

– Ni siquiera llamó. Dijo que se le había olvidado algo.

– Y con Adnan, nada menos. Como tirar una serpiente cascabel a un potro nervioso.

Pam se contaba entre las pocas personas que le habían animado siempre a seguir intentándolo con Adnan. También ella lidiaba con su parte de almas perdidas.

– Estaba a punto de confesar, además. Incluso me dio un nombre. No uno completo, claro, o no sería Adnan. Pero sin duda lo consideraba valioso. Creyó que Mitchell había estado escuchando detrás del espejo y se cabreó.

– Yo tuve una sesión extraña también, de ese tipo.

Le miró de una forma rara, como si él ya lo supiera.

– ¿Sí?

Parecía reacia a continuar, así que él esperó, con la mirada fija. Eran sus ojos lo que más deseaba conquistar, decidió él. De un intenso azul, perspicaces, casi anhelantes. Deseabas ser lo que ella anhelaba. Quizá fuese ése su secreto con los árabes.

– Sí -respondió Pam al fin, bajando la vista un momento hacia un trozo magullado de melón. Aquella mirada otra vez-. Se mencionó tu nombre. Fue extraño.

– ¿Mi nombre?

Precisamente lo que querías saber, que alguien del interior de la alambrada había rasgado tu velo de anonimato. Tal vez un policía militar indignado había maldecido su nombre lo bastante cerca de una celda para que lo oyeran.

– No tu nombre real. Sólo una descripción que coincide muchísimo contigo. Ex marine, destinado en Gitmo anteriormente, interrogador oficial ahora.

– Sí que es extraño. ¿Quién era el sujeto?

– Nisuar al-Halabi. Un chiflado sirio. Dice que se lo oyó a los yemeníes. Radio macuto del Campo 3. ¿Le has contado todo eso a Adnan?

– Adnan cree que soy un poli de California. Y nunca le he dicho a nadie una palabra sobre el cuerpo. -Mentían de forma sistemática sobre sí mismos incluso a los sujetos más dispuestos a colaborar. Sería absurdo darles ventaja-. Pero ya sabes cómo funciona. Si hablas con ellos el tiempo suficiente, surgen de algún modo indicios de tu verdadero yo. Adnan es un chaval listo. Tal vez lo haya deducido, o tal vez lo haya inventado y ha dado en el clavo.

– Tuviste alguna relación con él o con algún otro yemení antes? ¿De la investigación del Cole, por ejemplo?

– No lo había visto en mi vida hasta hace dos meses. Ni a él ni a ninguno de los otros yemeníes.

– No te preguntaba si los habías conocido. Sólo si había existido alguna conexión. Tal vez por un expediente, o un testigo. Algo relacionado con tu trabajo anterior.

– Pero ¿qué es esto, Pam? ¿Quieres que vayamos a una sala de interrogación?

– Dímelo tú.

Arribos habían bajado la cabeza y la voz. Los compañeros de mesa debían creer que hablaban de cosas íntimas o estaban acordando una cita. Falk miró al otro extremo de la mesa y vio que Tyndall les observaba con aire de entendido. Pam se inclinó entonces, tocando casi con las manos las de Falk entre las bandejas de ambos, y bajó todavía más la voz.

– Sólo quiero saber qué debo hacer con esto, eso es todo -susurró-. Si la Oficina ha hecho antes investigaciones sobre alguno de los yemeníes, o los incluyó en alguna lista de sospechosos antes de que llegaran aquí, fuera o no mediante tu trabajo, entonces sería útil. Pero, por lo que dices, parece que no es así.

– No que yo sepa. -Ella le lanzó una mirada perspicaz-. No es una treta. De verdad que no lo sé. Pero me han dicho que no existen expedientes sobre él ni sobre ningún otro con los que trato. No del Cole, de todos modos. Si alguien le ha designado como una especie de figura de interés, queda fuera de mi autorización de seguridad. Tal vez debas preguntárselo a Tyndall.

– ¿Ni siquiera desde un ángulo cubano?

– ¿Cubano? ¿En Gitmo?

– No lo sé.

– La verdad, esto resulta cada vez más extraño.

Ahora fue él quien se acaloró. Esperaba no ruborizarse.

– Sí, a mí también me lo pareció.

– ¿Pero qué diablos dijo exactamente?

– Si no lo incluyo en mi informe, entonces seguramente no deba contárselo a nadie. Ni siquiera a ti. No hasta que pueda repasarlo con Nisuar de nuevo.

Falk no sabía qué pensar al respecto. ¿Omitiría ella el detalle para ahorrarle problemas a él o para evitar presiones de arriba? Ambas cosas, tal vez. Con los interrogadores militares, siempre había consideraciones concernientes a los oficiales superiores y sus posibles reacciones.

Pero lo que más intrigaba a Falk era de dónde podría haber salido la información. Juraría que nunca se le había escapado ningún detalle concreto sobre su pasado en el curso de su toma y daca con Adnan.

– ¿Quién más estaba en la sesión? -preguntó.

– Nadie, por suerte. Sólo el policía militar. Que no sabe una palabra de árabe. No te preocupes, si figura alguna vez en un informe, tú serás el primero en saberlo.

– Gracias. Supongo.

Ella esbozó una sonrisa, quizás un tanto forzada; pero antes de que pudiese añadir nada, les interrumpió Tyndall, que ocupó una silla que acababa de quedar libre a la izquierda de Falk.

– La vida es cada día más dulce aquí abajo, ¿verdad? -señaló con un gesto una bola de helado de chocolate. Era la última atracción del comedor, aunque Mitch era el único que lo tomaba para desayunar-. Seguro que la semana que viene ponen filetes a la brasa.

Tyndall se dio cuenta de que ni Falk ni Pam contestaban enseguida y se le ocurrió que tal vez molestara.

– Lo siento. ¿Soy inoportuno?

– No más de lo habitual -contestó Falk.

– Ya te dije anoche que lamento de veras lo que pasó. Sencillamente sólo disponía de dos horas para intentar sacar una red entera a mi hombre Mohamed.

– Sí, claro -repuso Falk.

– ¡Oye! Culpa al director de nuestro equipo. Es un cabrón exigente, sobre todo por nimiedades.

– ¿Nimiedades? -Llegó una voz nueva de la cola. Era Whitaker, el compañero de habitación de Falk, que buscaba asiento-. ¿No estarás discutiendo el valor del producto otra vez, eh, Mitch?

– Siéntate aquí -dijo Falk, levantándose.

Las muchas horas sin dormir parecieron superarle de pronto al levantarse. Lo que más necesitaba era ducharse y dar una cabezada. Sin duda habría papeleo pendiente, y colegas de Ludwig que interrogar, más otras pistas que seguir, y el general lo querría todo listo para ayer. Pero si no dormía un poco no conseguiría hacer nada.

– Precisamente quería verte -dijo Whitaker-. Sobre todo si vuelves a nuestro castillo.

– ¿Necesitas algo?

– No. Sólo que mires el correo de la mesa de la cocina. No llega todos los días un sobre perfumado de Puerto Rico. Letra bonita, además. ¿Preparando el terreno para el próximo permiso, tío grande?

– ¡Caramba! -exclamó Tyndall, avivando el fuego.

Ninguno se volvió hacia Pam, pero Falk sabía que se morían por una mirada. Les complació marchándose.

– Anda, Whitaker. Ocupa mi asiento. Os dejaré haceros confidencias, muchachos.

Ella le quitó importancia, pero no sin echar una ojeada a Falk varios grados más fría que un momento antes. Bastaba de confidencias.

Pero aquélla era la menor de las preocupaciones de Falk. Ante la mención del sobre perfumado (de Puerto Rico, nada menos) ya podía imaginar la fragancia, un aroma que afloró a sus sentidos a pesar del olor rancio del comedor a huevos recocidos y fregonas húmedas. Era un aroma isleño, especias e hibisco a la vez, y surgía de las profundidades de su pasado. Se le doblaban las rodillas sólo pensar en la carta sobre la mesa de la cocina, donde podía abrirla cualquiera. Más valía que se fuera.

– Hasta luego -dijo, apresurándose con la bandeja. Al menos nadie sabía la verdadera razón de su rubor.

Загрузка...