20

Falk sabía que los hombres de Endler le estarían buscando, así que se abrió paso entre el gentío del fin de semana hasta la calle para tomar un taxi. Le quedaba un día entero hasta el vuelo de regreso a Gitmo, y no le apetecía en absoluto pasarlo al otro lado de una mesa de interrogatorios, dando parte a algún ayudante desconocido en quien no confiaba. Guardaría sus secretos para Bokamper, que incluso podría interpretar algunas revelaciones de Paco.

Era hora de deshacerse del coche alquilado. Probablemente le esperaran allí, sentados pacientemente a la sombra del aparcamiento con sus transmisores-receptores y sus gafas de sol, observando las idas y venidas de los turistas. Tendría que dejar atrás la ropa, las cosas de afeitarse y la cartera, pero la empresa de alquiler se las remitiría.

– Aeropuerto -le dijo al taxista, que quiso la suerte que fuese árabe; el rosario colgaba del espejo retrovisor.

Le recordó primero a Adnan y luego a Pam. Su mundo, nuestro mundo, el mundo de Paco: todo se mezclaba en su mente, un revoltijo de yihadistas, cubanos y secretos distorsionados. Lo extraño era que de momento sentía tanta afinidad con Paco, un hombre cuya verdadera identidad ni siquiera conocía, como con cualquier otro. Paco estaba dispuesto a dar algo para recibir algo. Al contrario que Endler y los suyos, que sólo exigían. Paco era como él, que avanzaba a tientas sin mapa.

Al menos ahora creía que había solucionado el enigma del «gran regalo» de Adnan. Si el mecenas de Adnan en Yemen había sido realmente un cubano -y uno que se había soltado ahora la correa, nada menos-, no era extraño que Adnan fuese tan valioso. La cuestión era si habría revelado ya los secretos a Fowler y compañía ahora que había desaparecido en el Campo Eco. Falk lo lamentaba por el joven. Sabe Dios las tácticas que habría afrontado ya. «Acción enérgica», así lo calificaban ahora, el nuevo eufemismo para rápido y sucio. No creía que les diera buen resultado con Adnan. Cuanto más le presionaran, más se alejaría del sentido y la cordura; y esta vez quizá no regresara.

Falk se dio la vuelta en el asiento para escudriñar el tráfico. Los cubanos sabían el punto de entrega en Miamarina y podrían seguirle. El parabrisas de atrás no mostraba más que el resplandor del sol vespertino, cada vehículo parecía tan agresivamente a la caza como el siguiente.

– He cambiado de idea -le dijo al conductor-. Lléveme al sur, hacia Coral Gables. Tome la autopista Dixie.

El taxista asintió y giró el volante sin decir nada, mientras el rosario sonaba y se balanceaba. A los pocos minutos, bajaban a toda prisa por la avenida Brickell, pasadas las torres de apartamentos, alineadas como lápices de colores gigantescos a lo largo de la bahía. Falk todavía estaba considerando el siguiente paso cuando aminoraron en la autopista Dixie y localizó las vías del tren elevado, que se alzaban a la derecha sobre soportes de hormigón. Poco más de kilómetro y medio más adelante, vio una estación.

– Aquí me va bien. Pare.

Dejó veinte dólares en el asiento delantero y bajó corriendo. Consiguió pasar entre las barreras justo a tiempo para subir a un tren del norte que volvía al centro. Muy oportuno, pero aprovecharía las oportunidades cuando se presentaran. Siguió en el tren otros veinte minutos, todo el trayecto hasta Brownsville. Para entonces, ya casi no quedaban viajeros a bordo, y el suyo era el único rostro blanco en la salida. Tuvo que caminar seis manzanas hasta que encontró un taxi, que le llevó al aeropuerto, seguro al fin de que lo había conseguido, aunque lo había hecho de cualquier modo, totalmente a la carrera.

En la terminal, miró el tablero de salidas y compró un billete para el próximo vuelo a Jacksonville, uno de ida y vuelta para no llamar la atención. Luego entregó las llaves del coche en el mostrador de Hertz y les dijo dónde podían recoger el vehículo.

– Estaba apurado para tomar un vuelo y tuve que dejar atrás algunas cosas -explicó al desconcertado empleado-. ¿Podrían enviarme la bolsa y la cartera a su oficina de Jacksonville? Las recogeré mañana por la mañana. Necesitará algo de gasolina, también.

Cobrarían muchísimo por el servicio, pero ya lo solucionarían los contables de la Oficina. Nadie daría la alarma por lo menos hasta dentro de unas semanas. Además, a partir del día siguiente, pagaría de su propia cuenta y en metálico. Sacó trescientos dólares de un cajero automático y se compró una muda de ropa en una tienda del aeropuerto, vigilando por si le seguían cuando se marchó. Como le quedaban dos horas, tomó otro taxi, esta vez hasta un banco cercano, donde retiró otros mil doscientos dólares de la tarjeta de crédito. Más valía sacar lo que pudiese ahora, razonó. Si le impedían tomar el vuelo a Gitmo en Jacksonville, tendría que pasar inadvertido más días y no quería que rastreasen sus movimientos siguiendo la pista de las operaciones de crédito. Además, intuía que era hora de prepararse para lo peor, como el marinero que asegura las provisiones bajo cubierta antes de una tormenta. Tenía la impresión de que le estaban empujando al centro en una lucha entre adversarios poderosos pero ocultos, así que ¿por qué no empezar a buscar una salida de emergencia?

En Jacksonville, pagó el alquiler de un día de un coche y encontró un motel en la autovía 17. Aparcó en la parte de atrás y se registró con nombre falso. Repasó rápidamente los noticieros de la televisión por cable, pero seguían sin mencionar nada de Pam, y empezó a dudar de la información de Bo. No sería la primera vez que un rumor reciente resultaba ser falso en Gitmo.

Una cena de comida rápida a base de burritos y soda le hizo sentirse hinchado, así que se recostó en la cama a ver un partido de béisbol, se quedó dormido con la televisión puesta y despertó sobresaltado a la una con el estruendo de un programa de madrugada.

La mañana siguiente se quedó en la cama, aliviado por no tener que afrontar reuniones ni plazos de entrega. Los hombres de Endler estarían furiosos a aquella hora. ¿O habrían previsto que actuara así? Una desaparición inofensiva antes de reaparecer en Gitmo. La sensación de haberse escabullido entre las rendijas era familiar, como viejas prendas de vestir cómodas, y se sorprendió todo el día pensando en Maine y en su padre. ¿Habría tenido éste también momentos frenéticos de inquietud cuando Falk había desaparecido? Sólo cuando estaba lo bastante sobrio. Tal vez hubiese aceptado la desaparición de su hijo como algo inevitable.

A última hora de la tarde hizo una llamada en un teléfono público a Cal Perkins, un amigo de la Oficina experto en blanqueo de dinero. Cuando empezó a dejar el mensaje después de oír la señal, Cal descolgó.

– ¿Estás trabajando un domingo?

– ¡Pues mira quién habla, Falk! Tiene que ser algo urgente.

– En realidad, no. Sólo quería consultarte una cosa. Los nombres de un par de bancos. Si no estás demasiado ocupado, claro.

– Ya sabes cómo son los domingos. Esto parece un depósito de cadáveres. Sólo poniendo al día algunos trámites. Dime los nombres.

– El primero es peruano, Conquistador Nacional. El segundo… Sorpresa, sorpresa… está en las islas Caimán, Primer Banco de Georgetown. ¿Te suenan?

Cal soltó una risilla.

– Verás. Ambos son importantes objetivos de la DEA. Conductos de los cárteles peruanos, y, si mal no recuerdo, consiguieron colocar a un agente infiltrado en el Conquistador. Acumuló porquería suficiente para convencer a la directiva del banco de que les encantaría cooperar.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace unos cinco o seis años. Tendría que comprobarlo. ¿Por qué el interés? ¿Los han nombrado en alguno de tus interrogatorios?

– ¿Deberían?

– Bueno, el dinero del tráfico de drogas no era su única actividad suplementaria. También manejaban cuentas que canalizaban donaciones estadounidenses para algunas de las organizaciones benéficas menos limpias de Oriente Próximo. Al Conquistador le congelaron algunos de los primeros activos del exterior después del 11-S, principalmente por lo que había detectado este agente infiltrado.

– ¿Comunicó la DEA buena parte de lo que había averiguado?

– Eso nos dijeron. Es probable que la Agencia supiese más, pero ya sabes cómo funciona. En cualquier caso, conseguimos suficiente para tener ocupados a dos jurados de acusación. Y, según mis últimas noticias, el de Chicago sigue en ello.

– ¿Quién era el agente infiltrado?

– Excelente pregunta. Un secreto bien guardado en su momento, aunque seguro que a estas alturas es del dominio público. ¿Quieres que mire lo que puedo averiguar?

– Sería estupendo.

– ¿Alguna razón concreta?

– Curiosidad profesional.

Perkins soltó una risilla. Casi toda la gente de la Oficina que conocía estaba acostumbrada a la forma de actuar de Falk, aunque a algunos no les gustaba su estilo. Por suerte, a Perkins no le importaba, siempre que Falk estuviese dispuesto a devolver el favor.

– Me pondré en contacto contigo. Pero es bastante extraño que hayas llamado. Hay bastante curiosidad por ti últimamente. Ahora mismo no estás en Gitmo, ¿verdad?

– No.

– Entonces, ¿dónde?

– No puedo decírtelo.

– No hace falta. El número es de Florida. ¿Jacksonville?

– Un teléfono público de la carretera.

– ¡Vaya! Un hombre que no para.

– Escapada de fin de semana. Te aseguro que lo comprenderías si pasaras más de quince días en Gitmo alguna vez.

– Eso me ha contado Whitaker. Dice que si no sale de allí en un mes será alcohólico.

– Él y muchos más. ¿Y qué es lo que te han dicho de mí?

– Bueno, lo habitual. No juega bien con otros. No es un hombre de equipo.

– ¿En serio?

– Yo no le daría importancia. Viene del exterior, y aquí es una señal de honor, teniendo en cuenta los roces que hemos tenido allí.

– Ya, bueno. Si te enteras de algo más específico, hazme un favor y mándame un mensaje electrónico. Y el nombre del infiltrado si lo averiguas. Pero con cautela. Se supone que nuestras líneas de datos son seguras, pero nunca se sabe.

– Entendido. Típico del DOD.

Al día siguiente a primera hora, Falk fue en el coche a recoger la bolsa y la cartera a la agencia de Hertz. Luego fue directamente al puesto aeronaval, aunque el vuelo no salía hasta mediodía, suponiendo que podría liquidar la facturación y los trámites de seguridad. Además, si los hombres de Endler seguían buscándole, habrían reestablecido el contacto en la oficina de Hertz, así que ya no tenía sentido dar más vueltas. De todos modos, no advirtió indicios de que le siguieran.

La sorpresa llegó en el mostrador de facturación, cuando entregó el billete y le dijeron:

– Tiene suerte. Algunos familiares han cancelado el billete esta mañana, así que tendría que hacerlo en lista de espera. De lo contrario, habría tenido que esperar como mínimo hasta el jueves.

– ¿Qué quiere decir? Tengo reserva.

– La tenía hasta que la canceló. ¿Qué ha pasado? ¿Ha vuelto a cambiar de idea?

– ¿Cuándo se canceló?

El individuo dio a unas cuantas teclas.

– Ayer, según lo que figura en la pantalla.

Falk se inclinó sobre el mostrador, estirando el cuello mientras el empleado giraba el monitor para que pudiese ver.

– Mire, aquí está el código de cancelación.

– Pero yo no llamé.

– Tal vez lo haya hecho su comandante.

– No soy militar.

– Pues su jefe, entonces. Claro que también podría ser un problema técnico. No sería la primera vez. En cualquier caso, puede arreglarlo ahora. Hemos tenido diez cancelaciones ya, y seguro que habrá más después del último parte meteorológico.

– ¿Cuál es el pronóstico?

El hombre miró a Falk como si le preguntase si había estado viviendo en una caverna.

– Tormenta tropical Clifford. Nada importante, pero se dirige hacia la región oriental de Cuba. Llegará en un par de días.

– Estupendo.

– Eso es lo que dicen todos. Mire el lado bueno. Le permite embarcar.

El vuelo tenía muchos asientos vacíos, en realidad, pero nadie habría dicho que se acercaba una tormenta por el tiempo que hacía en Gitmo cuando aterrizaron. El mismo cielo azul y el mismo mar verde y cristalino, y todas las colinas pardas seguían pidiendo lluvia a gritos. Hacía también calma chicha, y Falk respiró con dificultad mientras bajaba la escalerilla metálica hasta la pista.

Bo estaba esperando a la sombra del hangar. Mejor él que una compañía de la policía militar, pensó Falk, aunque no había perdido la esperanza de ver a Pam. Se fijó en el bronceado y la camisa estampada que lucía Bo; sólo le faltaba una piña colada.

– ¡Que me aspen si no es el mismísimo Tommy Bahama!

– ¡Vaya! Y tú eres el desaparecido en acción en Florida del Sur. ¿Qué has estado haciendo? ¿Correteando con Paco? Ayer tuve que soportar todo el santo día los lamentos de ese chaval, Morrow. Dice que los dejaste tirados. Creo que al final captaron el mensaje de que no querías verlos cuando apareció en el aparcamiento el tipo de Hertz.

Falk se rió entre dientes, y también Bo, a quien no parecía importarle Morrow más que a Falk.

Doblaron por la esquina, hasta donde los perros acababan de olfatear el equipaje. Falk se inclinó hacia Bo y le susurró, con el corazón en un puño:

– ¿Alguna noticia de Pam?

Bo se limitó a negar, se le borró la sonrisa de los labios y echó una ojeada alrededor.

– Hablaremos de eso luego.

Todos hablaban de la llegada de Clifford mientras esperaban el trasbordador. Falk se fijó en un cartel nuevo con el logotipo del destacamento colocado en la cubierta: «En asociación por excelencia». Otra inyección de moral del general Trabert.

Había mucho alboroto en cubierta, a pesar del ruido de los motores: las personas mayores atestaban las barandillas y los niños gritaban y jugaban a corre que te pillo. Todos estaban casi alocados con la idea de afrontar una tormenta. Las olas que llegaban del mar parecían más grandes de lo habitual.

– Creen que no alcanzará fuerza de huracán -dijo Bo, mirando el mar-. Los vientos más fuertes ahora sólo llegan a cincuenta.

– Si hubieras estado alguna vez en una tormenta no dirías «sólo a cincuenta». Es cosa seria.

– Parece que siempre volviste de una pieza.

– Pura suerte. Bueno, ¿dónde podemos hablar? ¿Otra vuelta en velero?

– No hay tiempo. Había pensado que fuéramos en coche a Molino. Daremos al fin aquel paseo por la playa.

Cuando el trasbordador llegó a Punta Pescadores, Bo sacó un juego de llaves del coche de Falk.

– Requisé tu vehículo en tu ausencia -dijo con una mueca-. Espero que no te importe.

– No, siempre que no tenga que vérmelas contigo para recuperarlo.

– ¡Oye! Lo que era tuyo es tuyo.

Al parecer, había conseguido un juego de llaves nuevo en la agencia de coches de alquiler de la base. Sólo Bo podía haberles convencido. Había dejado las ventanillas subidas y el interior era un horno. Falk creyó captar vagamente el perfume de Pam, lo que le causó una punzada de nostalgia hasta que empezó a preguntarse de cuándo sería. Pero aquel viejo trasto llevaba recogiendo olores más de diez años. A veces, todavía detectaba el antiguo tufillo grasiento a patatas fritas y cerveza, así que ¿por qué no el perfume de hacía menos de cinco días?

– Háblame de Pam -le pidió Falk en cuanto arrancaron-. ¿Qué ha pasado mientras he estado fuera?

– No han presentado acusaciones contra ella. Ésa es la buena noticia. La interrogaron casi un día entero y la dejaron irse. Y está en arresto domiciliario desde anoche.

– Pero ¿de qué demonios va todo esto?

– Al parecer, de ti. Quienquiera que esté detrás de todo quiere impedir que intercambiéis impresiones. O eso, o es que les preocupa que te pongas furioso con ella y lo hacen para protegerla.

– ¿Furioso con ella?

Bo se encogió de hombros.

– Piénsalo. Tal vez haya estado diciendo cosas que no querías que dijera. Contando cuentos. ¿Hay algo que ella sepa y que tú no quisieras que contara a nadie?

– Nada que pueda importarle a nadie aquí.

Recordó entonces el rumor del desayuno, lo que le había dicho sobre el ex marine. Ahora que sabía que un cubano había trabajado hacía tiempo con Adnan, empezó a comprender cómo podría haberse propagado la historia. Habladurías oficiales de La Habana abriéndose paso hasta un agente del Yemen. Pam había quedado en que mantendría en secreto lo que le habían dicho, pero quizá lo hubiese contado bajo presión.

– Parece que pensabas en algo.

– Nada concreto. ¿Qué has oído tú?

– Tendrás que preguntárselo a Fowler. A mí no me cuentan los detalles.

– ¿Es él quien la interrogó?

– Sí. Y algunos más.

– ¿Y no te has enterado de nada?

– De ningún detalle. Pero la idea general es que será mejor que te andes con ojo. No es extraño, teniendo en cuenta cómo van las cosas aquí.

– ¿Más arrestos?

Falk procuraba mantener la calma, pero notaba el estómago como plomo. ¿Le habría hecho aquello Pam? ¿Se lo habría hecho él a ella si se hubiese visto en su lugar? ¿Quién sabía lo que podías decir cuando ellos tenían fuerza suficiente y todo el tiempo del mundo? Y allí dispondrían de ambos, lo mismo que con los detenidos.

– ¿Escuchas lo que te digo o no? -Bob debía haber seguido hablando unos segundos.

– Disculpa. ¿Qué decías?

– Decía que se rumorea que habrá más arrestos el fin de semana. No se dan nombres, pero se sospecha al menos de doce personas.

– ¿Doce? ¿Pero de dónde demonios viene todo esto?

– ¿De dónde no? Todo el mundo habla de ello. De ello y del dichoso Clifford. Cada uno tiene una teoría preferida, y todos son chivos expiatorios. Tendrías que haberte quedado en Jacksonville, amigo.

– Alguien quería que lo hiciera. -Le contó lo de la cancelación de la reserva.

– Mi opinión es que fue Fowler o Trabert. Supongo que no querían que fuese demasiado obvio, o te habrían vetado de plano. Trabert puede hacerlo, ya lo sabes.

– Se me había ocurrido. O sea, que soy uno de los doce, ¿verdad?

– Ya te he dicho que nada de nombres. Pero, al parecer, no es buen momento para saber árabe.

Otro ataque, tanto contra Pam como contra él.

Hubo una pausa tensa, tras la que Falk planteó la pregunta que quería hacer desde que habían subido al coche.

– ¿Así que la viste mientras estaba libre? A Pam, quiero decir.

– Sólo una vez. -Bo no apartaba la mirada de la carretera.

– ¿Y?

– ¿Y qué? Tuve la impresión de que le caigo mal. Así que sería raro que me hubiera dicho gran cosa. Hablamos sobre todo de ti.

– ¿Algo que puedas contarme?

– Mira, Falk -Bo aminoró la marcha y se volvió para hablar-. Seré sincero contigo. Está entre la espada y la pared. Sea lo que sea lo que sabe de ti, o ya se lo ha contado o lo hará antes de que esto acabe.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Bo aceleró y volvió a concentrarse en la carretera.

– Porque es ese tipo de persona. Alguien que quiere ascender.

– Como nosotros, quieres decir. O al menos como tú.

– No. Como todas las mujeres que quieren subir de rango en el ejército. La única forma de conseguir lo que se proponen es demostrar que son más implacables y están más dispuestas que los chicos a aceptar lo que sea por el equipo, aunque eso suponga acabar con sus amigos. No es justo, pero así es como funciona, y ella lo sabe.

– Así que tú crees que me entregaría por otro galón. Suponiendo que hubiera algo que entregar, que no lo hay.

– Olvida el galón. Sólo intenta sobrevivir. Salir de aquí de una pieza antes de que Fowler acabe con su carrera. Entre su relación con Boustani y ahora contigo, prácticamente es radiactiva, según las pautas actuales. No me preguntes qué es lo que hace saltar la aguja (aparte de nuestro pequeño acuerdo, por supuesto), pero parece ser que has conseguido un lugar destacado en el último organigrama de las conspiraciones de Fowler. Y si Pam puede agregar algunos esbozos, lo hará. Así que no llores su pérdida, es lo único que te digo. De todos modos, vosotros dos habríais acabado cuando terminara este número.

¿De veras? ¿Estaría Bo celoso simplemente? En cualquier caso, ahora Falk estaba cabreado.

– ¡Oye! El que una mujer no se rinda a tus pies no significa que sea un problema para todos los hombres.

– ¡Ojalá estés en lo cierto! -repuso Bo, con una risa sarcástica-. Pero no lo olvides. No es necesario que vayas a pique por ella si es ella quien te ha llevado allí. Eso es lo que estoy diciendo.

– En tu opinión.

– Sí. En mi humilde opinión.


Siguieron en silencio casi medio kilómetro y pararon en el puesto de control del Campo Delta. El centinela se apoyó en la ventanilla para mirar sus documentos.

Falk descubrió que después de haber pasado unos días fuera, volvía a ver con ojos nuevos las vistas del lugar. Nunca se le había ocurrido hasta qué punto deja su huella en un paisaje una operación militar (incluso una que sólo construye una prisión). No pudo evitar fijarse en los puestos protegidos con sacos de arena, excavados en la línea de dunas cerca de la playa. Habían abierto el terreno para los refugios y la alambrada. Vio claramente una atalaya cubana en el dorsal de una montaña que se alzaba a una distancia cercana hacia el este. Tal vez alguien siguiera desde allí sus pasos en aquel preciso momento. A la derecha, en una ladera pedregosa cubierta de cactus que dominaba los barracones del Campo América, los policías militares habían pintado los números de su unidad y otros graffitis, su dudosa recompensa por haber completado la subida a la cima, a menudo por aburrimiento.

Al fin llegaron a la playa y aparcaron en el arcén. No se veía un alma en el paseo marítimo ni en la zona de excursiones, pero Bo no abordó el meollo de la cuestión hasta que no llegaron a la orilla del agua, donde el embate del oleaje se tragaría todas las palabras.

– Así que supongo que no pasaste los dos días completos con Paco.

– Pasamos más o menos una hora juntos. Genial.

– ¿Dónde os encontrasteis al fin? Los hombres de Endler te perdieron en el tren elevado.

– Eso me pareció. Me llevaron a Miami Beach. A un puerto deportivo del extremo sur. Él me estaba esperando en un barco prestado con números de registro falsos.

– Parece que pensó en todo.

– Me impresionó. Hicimos un pequeño crucero por la bahía. Luego me dejó a unas cuatro manzanas del coche.

– Que entonces abandonaste, chico listo. Bueno, ¿y qué quería?

– Me encargó una tarea. Una misión en la que él no creía, sobre todo porque estaba convencido de que estoy tocado. No me molesté en decirle que tenía razón. Pero me lo encargó de todos modos. Es curioso, tuve la impresión de que él quería que lo supiéramos. De todos modos es una petición la mar de extraña.

– ¿Cuál?

– Sacar de aquí a Adnan Al-Hamdi. Mi Adnan. El que está ahora en el Campo Eco. Los cubanos quieren que lo silencien o lo envíen a casa. Cualquier cosa, con tal de impedir que más americanos le saquen lo que sea.

Falk supuso que debía contarle también a Bo lo del «gran regalo» del nombre «Hussay»; o José, como había descubierto ahora. Pero se mordió la lengua, sin saber por qué. Aquél era un lugar peligroso para soltar información, incluso entre amigos, como demostraba ahora el arresto de Pam. Se guardaría lo que pudiese hasta que supiera más.

– Es asombroso -dijo Bo-. Parecen desesperados.

– Es lo que le dije yo, y él estaba de acuerdo. Y todavía hay más. Me contó una teoría suya sobre un agente cubano en Oriente Próximo que se ausentó sin permiso.

Bo enarcó las cejas.

– ¿Te lo expuso así sin más?

– Sí.

– Tienes razón. Quieren que nos enteremos. Siempre que sean las personas adecuadas.

– ¿Y quiénes serían las «personas adecuadas»?

– Endler y yo, por supuesto -contestó Bo, con una sonrisa burlona.

– ¿Tiene alguna relación todo esto con los arrestos?

– No estoy seguro. Tal vez sea sólo una cortina de humo.

– Demasiado destructivo para ser una cortina de humo.

– Razón de más para que necesite que vuelvas al interior de la alambrada y me consigas esas listas de interrogatorios. Cuando se marche este equipo, tendré que marcharme con ellos, y se me está acabando el tiempo.

– ¿Todavía te interesan los yemeníes?

– Ellos y los que han estado hablando con ellos.

– Adnan es yemení.

– Ya lo sé.

– Bueno, desde luego alguien se ha tomado un interés excesivo por él, si le han trasladado a Eco.

– Es un hecho comprobado. Así que concéntrate ahora en los otros.

– ¿Crees que tienen alguna conexión cubana?

– Es una de las muchas cosas que intento averiguar. Con tu ayuda, por supuesto. Necesito fechas y horas, todo lo que parezca fuera de lo normal. Y no quiero copias. Necesito los originales.

– ¡Eh, vamos! -Falk se paró en seco. El oleaje llegaba a pocos pasos-. ¿Me estás pidiendo que robe las hojas?

– Quizá sea la única forma de aclarar esto definitivamente.

– Entonces copiaré la información. No en mi cuaderno de notas, sino en una máquina. Si hay algo comprometedor puedes conseguir los originales después.

Bo negó, inflexible.

– En cuanto se enteren de que has estado husmeando, y te aseguro que se enterarán, no perderán un segundo en volver a eliminar todo lo que pueda perjudicarles. Vamos, no te causará más problemas de los que ya tienes.

– Gracias por el voto de confianza.

– Sí, bueno, bromas aparte, merece la pena el riesgo.

– En tu caso, tal vez. Pero quizá yo no comparta tu urgencia.

Ahora fue Bo quien se paró, hundiendo los talones en la arena mientras se volvía rápidamente muy serio, con la expresión de un individuo dispuesto a dar lo que fuese por hacer su trabajo. Era el soldado leal que había en él lo que olvidaba Falk a veces cuando estaban riéndose o tomando una cerveza.

– ¿Tienes idea de lo que harían algunas personas con cierta información de aquí aunque no se acerque ni remotamente a la verdad?

– ¿Te refieres a alguna vaga conexión cubana con Al-Qaeda? Avergonzar a Fidel, supongo. Alborotar en la ONU unos cuantos días.

– Es más probable una guerra. Si cayera en las manos equivocadas, con el efecto adecuado detrás. Cuba como mecenas de Al-Qaeda sería dinamita diplomática.

– Entonces, ¿por qué no nos piden que lo consigamos por ellos? -Sobre todo, teniendo en cuenta que Falk probablemente ya lo había averiguado.

– Porque vosotros lo pondríais en su contexto apropiado, y así es como lo recibiría la clientela: un vaquero estúpido en el campo, que sobrepasaba su autoridad y se mezclaba con quien no debía, lo que dejaría a La Habana salir del atolladero. El contexto lo es todo. Y quien consigue la información primero controla el contexto.

– No sé… -dijo Falk negando, escéptico.

– ¿Cómo crees que se desencadenó lo de Irak? Cuatro o cinco teóricos neoconservadores completamente entregados a la causa, con informes dudosos de un puñado de informadores a sueldo, en absoluto fidedignos, más un memorando falsificado sobre uranio enriquecido y una fotografía de satélite de un laboratorio químico ambulante, que en realidad fabricaba insecticida en vez de ántrax. Muy poco convincente, ¿verdad? Pero acto seguido nos enteramos de que 135.000 soldados estaban cruzando laboriosamente el desierto hacia Bagdad. El contexto lo es todo. Y si crees que estos anticastristas no pueden llevar a cabo la misma jugada, más vale que lo reconsideres. Además, es buena política. ¿Qué bloque electoral crees que decidió las últimas elecciones presidenciales? La buena y vieja Pequeña Habana. Y has conseguido satisfacer a los clientes, al menos hasta la próxima. Todo depende de quién consiga la información primero.

– Muy bien. Ya has expuesto tu opinión. O la de Endler, al menos.

Falk se quedó mirando el mar, preguntándose si Bo lo creería realmente. Le parecía improbable. Claro que una guerra en Irak habría parecido igualmente descabellada unos años antes, y ahora la mitad del planeta parecía en estado de alerta, esperando con nerviosismo a ver dónde caía a continuación el mazo estadounidense.

Mientras contemplaba el oleaje, Falk recordó el cuerpo de Ludwig, zarandeado en el mar hasta acabar de algún modo dos millas a barlovento. Incluso ahora se había levantado una brisa que empujaba las olas hacia el oeste. Escudriñó el horizonte como si pudiera encontrar en él una clave de la anomalía, pero sólo se veía la línea azul del cielo. Cuando alzó la mirada, vio un acantilado, y, en lo alto del mismo, una cerca cubierta de una maraña verde. Detrás estaba el Campo Iguana, la miniprisión en la que retenían a tres detenidos menores, y el único lugar de la isla desde el que se dominaba la Playa Molino.

– ¿Así que lo harás, entonces? -preguntó Bo, interrumpiendo sus pensamientos. Apremiante todavía, como un perro hambriento pidiendo una golosina.

– ¿Hacer qué?

– Conseguir esas hojas del registro.

– Lo intentaré. Déjame ponerme en contacto con mi equipo tigre primero. Buscaré algunos nombres nuevos para interrogatorio, como excusa para volver al interior.

No necesitaba explicar a Bo por qué creía que necesitaba una excusa. El panorama había cambiado. Ya no le permitirían recorrer los bloques de celdas después de oscurecer como antes, ahora que el lugar había pasado a confinamiento virtual, incluso para los carceleros. Consultó el reloj.

– Será mejor que me ponga en marcha. La reunión informativa semanal de nuestro equipo empieza dentro de media hora.

– Estoy seguro de que se alegrarán mucho de que hayas vuelto.

– Sin duda -dijo Falk-. Todos aman a los parias.

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