17

Falk se sintió vigilado y acosado desde el mismo instante en que aterrizó. Se abrió paso entre los familiares que esperaban fuera de la terminal, mirando a los lados. Luego tomó el autobús de enlace hasta la puerta de Yorktown, en la ruta 17, donde había dispuesto que le esperara un coche de alquiler.

Sin detenerse apenas, se dirigió hacia la I-95. Pero, en cuanto llegó a la carretera, se dio cuenta de lo abatido que estaba y tomó la primera salida. Esperó quince minutos, sentado en el aparcamiento de un supermercado, y tomó a sorbos un café recalentado y un donut rancio.

Entre el disgusto por el arresto de Pam y el nerviosismo por lo que le aguardaba, se sentía como un fugitivo que ha perdido la ventaja, un mago sin accesorios. Él siempre había tenido un refugio cerca, ya fuese la biblioteca de Deer Isle, un escondrijo del bosque cubierto de musgo, o un bar tranquilo junto a la línea roja del metro en Washington, un local oscuro y mohoso en el nordeste, sin gente del FBI, intrigantes ni empleados del Congreso. En Gitmo contaba con la relativa libertad de la bahía. Allí, ni siquiera los kilómetros de campo abierto llano y los millares de coches de paso podían convencerle de que se fundía con el entorno. Se sentía completamente desprotegido a cada paso.

En cuanto a Pam, ¿adónde demonios la habrían llevado? ¿A una celda de Gitmo? ¿O estaría ya en un vuelo chárter camino de una prisión de la Marina en Northfolk o en Carolina del Sur? Tal vez sólo la hubiesen puesto en arresto domiciliario. Bo le había dicho que la habían «arrestado», pero no había mencionado que la hubieran «acusado». Era una distinción a la que aferrarse, la única chispa de esperanza que persistía en el desastre.

Falk se sorprendió pensando cómo se acercaría a ella siendo interrogador, sabiendo lo que sabía de sus faltas y flaquezas. Pam se había criado en una granja, erigiéndose en conciliadora de un padre estricto y una madre cansada. La constante entre entonces y ahora era la llamada del deber o, desde el punto de vista de Falk, el ritual de la obediencia. La vida itinerante de los militares les exigía mucho, pero, a cambio, les permitía liberarse de tener que tomar muchas de las decisiones más difíciles de la vida. Si necesitaban algo de ella sería facilísimo conseguirlo sencillamente amenazando su estilo de vida. No tendrían más que decirle que acabarían con su carrera, retirarle el apoyo de la única institución en la que confiaba. Luego demostrarían que sus necesidades eran las mismas que las de ella y apelarían a su lealtad, a su profunda necesidad de obrar correctamente.

Esos mismos elementos impedían que hubiese hecho algo que arriesgase todo aquello. ¿Habría actuado en connivencia con algún detenido sin darse cuenta? Incluso eso parecía imposible. De ser cierto, habría engañado a todos. (¿Acaso no lo había hecho Falk durante años?) Tal vez fuesen iguales en más aspectos de los que él creía.

Falk se acordó de la conversación que habían mantenido hacía poco en el desayuno, cuando ella le había advertido de una historia que circulaba en el recinto de la alambrada. Él estaba entonces tan preocupado por otros asuntos que no le había dado mayor importancia: algo que había dicho un sirio sobre un ex soldado y los cubanos. Imposible, pero allí estaba: un hilo de verdad sacado de algún modo de su propia vida por un árabe encarcelado.

Así que a lo mejor sólo querían información, secretos que de otro modo se resistiría a revelar. ¿Relacionados con él? ¿Con Boustani? ¿Con las notas de ella?

Falk giró la llave de contacto y esperó un poco más. Sacó la cartera y recuperó la tarjeta que le había dado Bo en la pista: Chris Morrow. Un desconocido. Aquélla había sido siempre su peor pesadilla acerca del montaje con Endler y con Bo: que hubieran ampliado el círculo. Aunque tal vez Bo hubiese dicho la verdad y el tal Morrow no conociera ningún detalle. El único medio de averiguarlo era llamando, como le había dicho Bo, así que apagó el motor y fue caminando al teléfono público que había en la esquina del aparcamiento.

Llamó a cobro revertido, y Morrow descolgó al primer timbrazo. Una voz joven, veintitantos años como mucho, calculó Falk, sintiéndose ofendido. Por su saludo entusiasta, parecía exactamente el tipo de individuo que hablaría de aquello en el almuerzo.

– Esperaba su llamada -dijo-. Bo me dijo que telefonearía.

Bo. Como si fuesen amigos hacía siglos.

– ¿Has hablado con él?

– Recibí un mensaje electrónico. Todo lo que sé es que hay que atenderle en cuanto llegue a Miami. El jefe se encarga de todo lo demás.

– ¿Endler?

– Sí.

– ¿Dice Bo algo sobre Pam?

– ¿Pam? ¿Tenía que hacerlo?

– Supongo que no. Cuando vuelva a ponerse en contacto, dile que lo he preguntado.

– ¿P-A-M? ¿Como el spray de cocinar?

¡Por Dios!

– Sí.

– Lo haré. Y él, bueno, dice que le pregunte por lo último. Si ha arreglado el encuentro. Su paradero.

– ¿El encuentro con quién?

– Eso no me lo dice.

– Bien. Mi paradero es Florida. Espero llegar a Miami en seis o siete horas. Creo que no sabré más hasta entonces.

– Él menciona un hotel de mala muerte en el que se alojaría.

– Es cierto.

– ¿Cómo se llama?

– Volveré a telefonear.

– ¿Un número de contacto?

– Ya he dicho que volveré a telefonear. Y, ¿Morrow?

– ¿Sí?

– La próxima vez quiero hablar con Endler. Con él o con nadie.

– Daré el recado.

Falk empezó a preocuparse por el coche de alquiler antes incluso de dar marcha atrás. Había hecho la reserva por teléfono el día anterior, lo cual dejaba tiempo de sobra para que alguien colocara un micrófono o un localizador. Una idea descabellada, tal vez, pero la conversación con Morrow le había inquietado lo suficiente para buscar la oficina de Hertz más próxima en el plano. Vio que quedaba a unos diecisiete kilómetros y dio la vuelta hacia el norte. Retrocedería un poco, pediría otro coche y esperaría a que el encargado comprobara que no había nada extraño.

La operación le llevó cuarenta minutos, y el empleado le miró como si creyera que estaba loco. Pero cuando se puso de nuevo en camino hacia el sur, rumbo a Miami, había recuperado al menos cierta apariencia de serenidad. Tal vez sólo necesitaba empezar a tomar decisiones, por insignificantes que fuesen. Gitmo reprimía de alguna forma esos impulsos; pero allí, en el continente, tenía que pensar de otro modo.


El Motel Mar Azul no quedaba cerca del océano, a pesar del nombre. No había cambiado nada, aparte de que las habitaciones costaban ahora treinta dólares más por noche. Por lo demás, las paredes tenían las mismas manchas de humedad, se respiraba el mismo olor rancio a humo de cigarrillos, y las cortinas elásticas de la ducha eran las mismas. Incluso las mismas cucarachas gigantes corrieron a esconderse en cuanto dio la luz del cuarto de baño.

Falk ni siquiera había abierto la bolsa cuando sonó el teléfono. Si era Morrow o Endler se dispararía. Pero oyó una voz con acento cubano (nada insólito allí), aunque estaba seguro de que no era Paco. Le hubiera conocido a pesar del tiempo transcurrido.

– ¿Señor Falk?

– Al habla.

– Mañana. A las doce y media. Para el almuerzo. ¿Tiene un lápiz?

– Y un cuaderno.

– Café Casa Luna, bloque 100 de la calle Primera Nordeste. Queda en el centro. Siéntese a una mesa fuera. Lleve una bolsa de Walgreens con una botella de agua. Si hay otras personas, aunque no estén con usted en la mesa, coloque la bolsa debajo de la mesa. Si no está acompañado, ponga la botella encima. Y ahora, el atuendo que llevará: vaqueros, camisa blanca con las mangas remangadas hasta el codo, gafas de sol y una gorra de los Dolphins de Miami. Será fácil encontrarla.

También el resto de la indumentaria. Aparte de la gorra, era exactamente lo que llevaba puesto Falk en aquel momento. Se inclinó hacia la ventana desde la cama y corrió una cortina para ver el aparcamiento. Nadie a la vista con teléfono móvil, nadie en la cabina telefónica. Su coche aún era el único aparcado.

– ¿Algo más? -preguntó.

– Vaya solo o deje la bolsa debajo de la mesa. De lo contrario, se cancela la reunión.

Falk colgó el teléfono y buscó el lugar en el plano urbano; luego salió a dar una vuelta. Se llevó la cartera, por si acaso. Antes de darse cuenta, estaba camino de la Pequeña Habana, como en el pasado. Se paró en la siguiente cabina telefónica y marcó el número de Morrow.

Contestó Endler.

– ¿Qué le ha pasado al chico de los recados?

– Tranquilo, Falk. Él no sabe nada. Es sólo un asistente.

– Todo el que sabe mi nombre está enterado, en lo que a mí concierne. Por cierto, estoy citado mañana a las doce y media. Para almorzar.

– ¿Paco?

– Es lo que dijo Harry. Otro sólo llamó para acordarlo.

– ¿Sabe el lugar?

– Un café del centro, Casa Luna, en la Primera Nordeste. Una manzana al norte de Flagler.

– Entendido.

– No llevaré micrófono.

– No le pedimos que lo lleve. Es lo primero que comprobaría él.

– Y dicen que nada de canguros.

– Por supuesto. ¿Cuál es la luz verde?

– Botella de agua en una bolsa de Walgreens sobre la mesa. Debajo si tengo compañía. Dijeron que pasarán de largo si localizan observadores.

– Por eso precisamente tendremos más cuidado. Ni siquiera usted se enterará de que estamos allí. ¿Algo más?

– Hay un código de atuendo. Vaqueros, camisa blanca remangada, y gorra de los Dolphins.

– ¿Le han dicho lo que tiene que llevar puesto? -preguntó Endler con una risilla. La risa patricia reservada de invitado a un cóctel-. Si no supiera más, diría que ha olvidado su aspecto. Tal vez no sea tan bueno como yo creía.

– Parece que lo sabe usted todo de él.

– Nos hemos enterado de muchas cosas a lo largo de los años, pero nadie ha averiguado su nombre, dirección ni fotografía. Siempre que vigilamos un buzón lo abandona. Es meticuloso, es bueno y es un lobo solitario en gran medida. Ésta es nuestra única oportunidad de desenmascararlo.

– O de que me desenmascare yo.

– Que es por lo que me preocupa. Me gustaría muchísimo pescar a esta rana. Es como los llaman, ¿sabes? A los agentes autónomos como Paco. Las Ranas del Árbol. Pero también quiero protegerle a usted, y me gustaría saber lo que él tiene pensado para usted, por supuesto. Una última cosa. Tenemos un paquete para usted. Un teléfono móvil que le irá bien en cualquier caso. Le ahorrará algunas monedas.

– Seguiré usando los teléfonos públicos.

– No tiene que usarlo, ni siquiera conectarlo. Sólo llevarlo.

– ¿Un localizador?

– Por si él es más listo de lo que creemos. ¿Dónde lo entregamos? En el Motel Sin-Nombre, ¿no?

Falk vaciló. Pero supuso que le seguirían la pista al día siguiente de todos modos. Y si conseguían lo que necesitaban, tal vez aquello pusiera fin al asunto, un final feliz.

– El Mar Azul.

– Viaja a lo grande. ¿Número de habitación?

– Doce.

– Llegará en una caja de pizza. Espero que le guste el salchichón.

– Mejor que no hagan la entrega los de la Oficina, ni la vigilancia mañana. Conozco a la mitad de los de Miami.

– Tenemos recursos propios.

– ¿Suyos o de la Agencia?

– Le ahorraré los detalles, Falk. Usted simplemente vaya. Y lleve el teléfono. Si esto sale bien, será su actuación final. Espero que le complazca.

– ¡El eufemismo del año!

Falk volvió a su habitación y la pizza llegó perfectamente a los veinte minutos con una llamada a la puerta. El repartidor tenía veintitantos años, uniforme azul y rojo y una cara que Falk no reconoció, gracias a Dios.

El teléfono estaba sujeto con cinta adhesiva en una bolsa de plástico hermética. Falk tenía apetito suficiente para tomar unos pedazos enseguida y luego salió a comprar la gorra, que encontró sin problema. Después fue a la Calle 8 y paró a tomar el postre en el Versailles. Los espejos murales eran tan recargados como los recordaba. Se oía el murmullo de conversaciones en español a su alrededor, y echó una ojeada al local mientras tomaba el flan; casi esperaba localizar a Paco acechando en un rincón. Dado su estado de ánimo, no le habría sorprendido lo más mínimo ver el rostro bronceado y la cabeza rapada de su yo más joven sentado a otra mesa: el explorador impaciente con mil preguntas, pero ninguna correcta, a la hora de la verdad. Y ahora, Paco estaba a punto de pescarle por segunda vez. A lo mejor en esta ocasión conseguía arrastrar al pescador consigo al fondo.

Falk regresó al motel al oscurecer; necesitaba una copa. Quitó la tapa de papel de un vaso del motel y luego llenó un cubo de plástico con hielo en una máquina resonante que había en el pasillo. El minibar estaba atestado, y se abrió paso entre el surtido, empezando con una tónica con ginebra. Falk procuraba no beber nunca a solas, en general, aparte de alguna que otra cerveza. Lo había visto hacer demasiadas veces cuando era más joven. Pero entonces, mientras apuraba la ginebra, siguió con un bourbon y luego la mitad de un escocés, empezó a hacerse una idea de lo que habían supuesto para su padre todas aquellas sesiones confusas junto a la estufa de leña. En determinado momento, pensó, apoyado en un cojín, uno sólo puede ocultarse en sí mismo. Y se encierra un poco más con cada trago. Buscó el mando a distancia, sujeto a una plataforma giratoria sobre la mesita de noche, como en todos los hoteles baratos. Miró unos cuantos canales (no había noticias de más arrestos en Gitmo, gracias a Dios, ni en los titulares ni en el avance) y apagó el televisor. Se llevó lo que quedaba de su cuarta copa al cuarto de baño y la tiró por el desagüe con un repiqueteo de los cubitos de hielo. No había refugio, en realidad. Sólo confusión e inquietud. Era hora de dormir un poco, agitado o no. Te veré en mis sueños, Paco.

Pero antes de quedarse dormido pensó en Pam. Ánimo, le dijo. Y duerme bien, estés donde estés. Esperaba que fuese un lugar en el que apagaran realmente las luces.

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