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Miami Beach


Siempre que Gonzalo Rubiero sentía añoranza de Cuba, algo que le ocurría casi a diario últimamente, iba en bicicleta o en autobús a un parque pequeño que quedaba entre la calle Collins y la Calle 21. Era un parque con la hierba recortada, palmeras majestuosas y una exuberante arboleda de cocolobos, aunque el verdadero atractivo era la vista. Era uno de los pocos lugares de South Beach en que el océano no estaba tapado por las nuevas torres de apartamentos o restauraciones de art déco.

Gonzalo prefería las mañanas, y se sentaba a la sombra, en un banco del paseo entarimado que apestaba a orines de gato, y contemplaba el mar. Los buques de carga de contenedores se alineaban a cierta distancia de la costa como dianas de una galería de tiro, recortables rojos y blancos que se movían lentamente hacia el sur sobre el horizonte azul. Si miraba el tiempo suficiente se imaginaba a bordo: agarraba con las manos la barandilla húmeda mientras la brisa marina le hinchaba la camisa y los delfines saltaban entre las olas guiándole de vuelta a casa.

Convenientemente calmado, bajaba luego a la playa y caminaba una hora hasta llegar al muelle pesquero y el rompeolas de piedra en el extremo inferior. Ver a los pescadores le producía más nostalgia: recordaba a su padre con sombrero de paja de ala ancha, metido en el agua hasta la rodilla, echando la red a los bancos de pececillos. Cuando tenía buena puntería, el agua clara burbujeaba como la gaseosa.

Se suponía que los espías no languidecían de aquel modo, y menos los veteranos en territorio hostil. Pero corrían tiempos inquietantes y el peregrinaje a la playa se había convertido en un medio de pensar con calma entre el desorden creciente. Lo cual parecía especialmente importante precisamente entonces, al final de una semana en la que le habían encargado dos nuevas misiones difíciles en rápida sucesión.

La primera empezó como una tarea puramente subalterna. Había muchas parecidas últimamente: tareas de limpieza y valoración de daños, tras el desmantelamiento de redes por incursiones y arrestos. Habían deportado y encerrado a muchos agentes cubanos en los últimos años, y Gonzalo siempre se había quedado atrás para resistir las consecuencias: radios silenciadas, buzones saqueados, disquetes robados. Él actuaba sigilosamente después de cada desastre, como un inspector de seguros después de un huracán, tramando la reconstrucción incluso mientras buscaba tejados agujereados y cimientos agrietados. Solía encontrar ambos con demasiada frecuencia.

Los problemas actuales de su jefe se remontaban a una remodelación de 1989, aunque la peor de todas las desdichas actuales había empezado hacía dos años, cuando descubrieron, arrestaron y encarcelaron a un agente que se había infiltrado en las altas esferas del servicio de información de la Defensa. La última secuela de aquel desastre había tenido lugar hacía sólo dos meses, con la expulsión de catorce agentes que trabajaban con cobertura diplomática en Washington y Nueva York. Entre las bajas se contaba el presunto protector de Gonzalo, un individuo nervioso que había jugado en la Bolsa tan impulsivamente como en el espionaje, intentando en vano mantener a sus cuatro hijas en los colegios adecuados y procurarles los mejores vestidos de fiesta mientras seguía viviendo en el Upper West Side. Siempre resultaba muy irónico que los apegos materiales se cargaran a los enemigos del capitalismo.

Por suerte, el individuo nunca supo el verdadero nombre y dirección de Gonzalo y no había escasez de agentes en funciones. Al jefe de Gonzalo, un veterano jadeante de la Dirección de Inteligencia (o DI) le gustaba bromear con que la nómina de Florida del Sur superaba la del Ministerio del Interior.

Pero era el momento de pasar inadvertido desde Union City, New Jersey, hasta la Pequeña Habana. Lo cual no planteaba problemas a Gonzalo, porque pasar inadvertido siempre había formado parte de sus responsabilidades. Le había tocado en suerte espiar a los suyos casi tanto como a los estadounidenses, prestando especial atención a los enlaces débiles, estafadores, bocazas y posibles desertores.

Ese papel, como cabía esperar, le mantenía aislado. En las plantas superiores de la sede central de la Dirección de Inteligencia sólo conocían su existencia algunos elegidos, que le consideraban una de las pocas Ranas del Árbol, llamados así por un tipo de rana arbórea cubana que había invadido el ecosistema de Florida hacía ocho años, estableciéndose como depredador dominante y bien camuflado en las regiones más húmedas y oscuras del estado.

Por eso incluso su protector, Fernández, el jugador de la Bolsa del Upper West Side, sólo conocía a Gonzalo como «Paco», su nombre clave. Fernández era un simple enlace, que se ocupaba de atender las ocasionales necesidades de Gonzalo. El único momento de supervisión independiente se produjo poco antes de su expulsión, cuando ordenó a Gonzalo a la ligera que vaciara las direcciones postales de los agentes descubiertos en Hialeah, Coral Gables y Kendall.

Gonzalo sabía que era un encargo estúpido e hizo caso omiso de la orden, aunque practicó un reconocimiento de los tres lugares, por curiosidad, y, tal como esperaba, descubrió que los tres estaban vigilados por agentes especiales del FBI. Reconoció a dos de unas fotos que había plastificado y pegado a la puerta de un armario debajo del fregadero. El primero se había aposentado junto a la ventana de una cafetería al otro lado de la calle. El segundo vestía ropa de pintor en el siguiente emplazamiento, y estaba rascando la carpintería de la fachada de una tienda abandonada. Gonzalo no reconoció a nadie en el tercer punto de contacto, pero al final llegó a la conclusión de que su rival era el tipo que iba y venía de una furgoneta de Verizon. Le tomó unas instantáneas para su galería y luego celebró la adquisición con un banquete al mediodía a base de cerdo asado y batido de papaya en el Versailles, un restaurante de la Pequeña Habana con decorado chillón de espejos murales, un mal gusto exagerado que hacía a Gonzalo sonreírse de sus colegas expatriados, pero con afecto, sin burlarse de ellos. Tanto esfuerzo perdido en medio del griterío de las conversaciones políticas enfurecidas. Nunca dejaban de pregonar su afán de derrocar al Comandante, aunque él estaba seguro de que si alguna vez lo conseguían, no volvería a Cuba ni el diez por ciento más que de visita, a menos que alguien fuese tan estúpido como para ponerlos a ellos al mando, una posibilidad que sólo atribuía a los ideólogos estadounidenses del Departamento de Estado.

Gonzalo era generoso con los frutos de sus triunfos. A última hora de la tarde había enviado la foto del agente por correo electrónico en JPEG a un intermediario seguro de Union City, que borró las huellas electrónicas de Gonzalo antes de remitir la imagen a La Habana desde un cibercafé de Pasaic. A finales de semana, todos los agentes de campo en Estados Unidos tenían una copia, excepto los que se contaban entre los últimos caídos en desgracia, como el desafortunado Fernández, que ya estaba haciendo las maletas y dando la noticia a sus llorosas hijas.

El comunicado de las últimas misiones de Gonzalo había llegado por los conductos regulares. Cuando era necesario, transmitían los mensajes de la oficina central en una emisión a las ocho de la mañana por radio de onda corta de alta frecuencia. Poner la radio y la grabadora para la transmisión diaria formaba parte del ritual matinal de Gonzalo, lo mismo que preparar café. Y siempre se repetía la emisión por la tarde, por si no estaban en casa o tenían compañía.

La señal no duraba nunca más que unos segundos. Daba una serie de números que Gonzalo grababa, mientras se oía la televisión altísima en la habitación contigua, por si los vecinos estaban escuchando. Luego copiaba los números en un Toshiba portátil, borraba la cinta y sacaba un disquete de descifrado de su escondrijo detrás del espejo del baño. Una búsqueda profesional lo descubriría en pocos minutos, pero a Gonzalo le preocupaban más los peligros casuales (un ladrón, un amigo demasiado curioso, o cualquiera que pudiese descubrir accidentalmente el disquete y preguntar: «Anda, ¿y esto?»).

Gonzalo activó el programa con unos golpes de tecla. Siete años antes era lo más novedoso, igual que el Toshiba. Ahora, ambos eran dinosaurios. Cualquier adolescente del condado de Dade dispuesto a dejar a un lado su videoconsola unas horas descifraría la clave. Pero los presupuestos estaban por los suelos (llevaban años así) y las remesas de equipo nuevo seguían yendo a los que pillaban.

El mensaje provocó un suspiro de resignación.


K fuera. Se solicita conserje.


Otro que muerde el polvo, pensó Gonzalo. Un piso franco de Kendall corría peligro, seguramente por un arresto que aún no había llegado a los periódicos. Era trabajo de Gonzalo limpiar los locales, una tarea casi tan delicada como una llamada casera al policía de ronda. Era un incordio que podía resultar peligroso en cualquier momento. Cuanto antes lo liquidara, mejor.

Para aquellas ocasiones vestía ropa de pintor, y tenía acceso fuera de horas a una furgoneta del contratista aparcada en Coral Gables. La casa en cuestión era una de esas anodinas subdivisiones de apartamentos muy parecidos a tantos de los suburbios achicharrantes de la autopista Dixie.

Gonzalo llegó al oscurecer y encontró el piso hecho un desastre: bandejas llenas, cazuelas sucias en el fregadero, círculos de café en las encimeras. Todas las superficies estaban cubiertas de polvo y los visualizadores digitales del microondas y del vídeo destellaban, lo que parecía indicar que no los habían programado desde el último apagón. Era imposible enseñar a los espías a ser buenos amos de casa, aunque aquel grado de abandono resultaba especialmente atroz.

Pero la suciedad y los cacharros no eran de su incumbencia. Su misión consistía en un juego de búsqueda perfeccionado. Tenía que localizar y eliminar todos los rastros de actividad de espionaje. El único correo era un montón de anuncios y cupones de pizza que habían echado por la ranura de la puerta y que estaban en la alfombra. A juzgar por los matasellos, no había habido nadie en la casa en los últimos cuatro días.

Buscó luego las cintas de vídeo y encontró el vídeo vacío. Recogió con cuidado los cuatro micrófonos diminutos ocultos de los lugares habituales: detrás del espejo del baño, debajo de la mesita de centro de la sala y detrás de la cabecera de la cama de cada uno de los dormitorios de la planta de arriba.

Gonzalo registró una habitación tras otra, guardando aquellos tesoros en una bolsa de lona, el Grinch cubano dispuesto a robar la Navidad al FBI. En un gabinete de la planta de arriba revisó el equipo de grabación. Lo ideal era que la cinta estuviese vacía. Pero la rebobinó unos segundos y escuchó la conversación grabada. Suspiró, aunque, en cierto modo, no le extrañaba. La sacó con un chasquido y echó en la bolsa el nuevo botín. Lo siguiente fue la grabadora, un bulto angular con el que la bolsa pesaba tanto que tuvo que pasar la carga al hombro derecho. Ahora parecía realmente Santa Claus.

Encontró la infracción de seguridad más grave en el segundo dormitorio, cuando retiró las faldas de una cama de matrimonio normal y descubrió una caja de cartón escondida debajo. La sacó, arrastrándola sobre la alfombra, y vio consternado que estaba casi llena de documentos: telegramas, faxes y copias impresas de mensajes electrónicos, exactamente el tipo de insignificancias que podían desmoronar toda la red. Estupidez mayúscula. No era extraño que hubieran pillado a alguien relacionado con aquel lugar. Otro ex militar, si tenía que adivinarlo Gonzalo, uno de los sicarios de la gran purga de 1989, cuando Raúl Castro (hermano del Comandante y jefe del ejército) había superado todos los niveles burocráticos de La Habana, instalando a uno de sus generales por encima del ministro del Interior, que llevaba la Dirección de Inteligencia. El general, a su vez, había retirado de la Dirección a algunos de los mejores y más inteligentes, sustituyéndolos por pencos militares, fieles pero inexpertos. Los hombres de Fidel como Gonzalo todavía estaban pagando las consecuencias de aquel error. En los últimos años, la Dirección de Inteligencia había empezado a contratar de nuevo a algunos de los trabajadores antiguos y más fieles que habían sido purgados, pero el daño ya estaba hecho.

Gonzalo levantó la caja con cuidado, como si su contenido fuese radiactivo. Si hubiese habido una chimenea cerca (algo casi tan probable en Miami como las ventanas basculantes en Alaska) habría quemado el contenido en el acto. Consideró un momento la posibilidad de meter la carga en el horno o buscar fuera una barbacoa. Pero lo primero sería demasiado lento y no estaba muy seguro de los vecinos para lo segundo.

Así que echó los documentos en la bolsa, y al hacerlo, una de las hojas del fondo cayó al suelo oscilando como un paracaidista. A punto estaba de embutirla en la bolsa cuando le llamó la atención el encabezamiento.


De: MX

Re: Rosa del Desierto, vía Guadalupe.


Bien, veamos.

MX era el superior de la Dirección, y el sujeto en cuestión había sido la fuente de numerosas especulaciones y rumores internos en los últimos meses. Gonzalo estaba seguro de que si conservaba aquel documento más tiempo, acabaría leyéndolo, y no quería saber lo que decía. Demasiado oneroso, la clase de información que podría atenazarte los tobillos y llevarte al fondo de la bahía Biscayne. Echó el papel con delicadeza en la bolsa, la cerró, se la colgó a la espalda y se encaminó hacia las escaleras. ¿Por qué guardaría alguien una nota como aquélla? Y era una fotocopia, nada menos, lo cual parecía indicar que algún estúpido local había sacado unas cuantas copias para darle mayor difusión.

Gonzalo llegó abajo sudando, en parte por el ejercicio pero también por los nervios. Oyó un portazo cuando cruzaba la sala y se paró en seco. Tenso y callado, oyó voces: risas y cuchicheos en inglés de dos mujeres. Estaban fuera, probablemente acabaran de salir del apartamento de al lado. Los tabiques finos como el papel y la mala construcción eran un riesgo inevitable en los pisos francos del sur de Florida. Durante el huracán Andrew, se había volado el tejado de uno cerca de la base aérea de Homestead. El lugar permaneció a la intemperie una semana sin que nadie hiciese nada. Por suerte, los vecinos y los peritos de seguros eran más lentos que su agente y se habían llevado el equipo empapado como si fuese cualquier otro equipo estéreo destrozado. Si un huracán hubiese llegado a aquel lugar habría arrastrado aquellos documentos revoloteando durante kilómetros.

Gonzalo miró entre las persianas. Vio a las dos mujeres subir a un Mazda que había aparcado en el bordillo, al parecer inofensivo; pero le recordó que podría presentarse alguien en cualquier momento. Por si acaso, dejó caer la bolsa junto a la puerta y recorrió la casa, volviendo sobre sus pasos para comprobar si había pasado algo por alto. Casi como una idea tardía, se le ocurrió alzar el teléfono y pulsar el botón de «marcado rápido» y el uno. El aparato se puso en acción con un pitido, marcando sabe Dios qué número. Colgó de inmediato y montó en cólera.

– ¡Cabrones negligentes, vagos, estúpidos! ¡Cretinos de mierda! -exclamó en inglés. Después de veinte años en Florida, Gonzalo maldecía casi siempre en inglés.

No sabía desprogramar el teléfono bien, así que lo intentó en vano unos segundos, lo desenchufó y lo echó en la bolsa. Recuperó los supletorios de arriba y luego abrió la puerta para marcharse, mirando a los lados desde el pequeño porche. La calle estaba despejada. El calor más fuerte del día se fundía en calzadas y aceras, conservando su fuerza para la mañana. Gonzalo decidió no cerrar la puerta al salir. Si entraban ladrones y saqueaban el resto, tanto mejor. A saber qué correspondencia podría llegar los próximos días, a juzgar por la monumental estupidez ya manifiesta. Pero él no podía hacer nada al respecto.

Procuró no conducir con demasiado cuidado en el camino de vuelta, aunque miraba compulsivamente los retrovisores para ver si le seguían. Lo único que podía llamar la atención de un policía más que una carrera de coches trucados por la autopista Dixie, era que un conductor observara escrupulosamente el límite de velocidad. Añádase pegarse al vehículo de delante, acelerones excesivos después de los semáforos y quedar como un idiota con frecuentes cambios de vía. Si no te pitaba nadie al menos una vez cada ocho kilómetros, seguro que dejabas mucho que desear.

En el aparcamiento, subió a su coche, un Corolla de nueve años. Se sintió como un ladrón al cargar la bolsa en el coche, y fue todo el camino echando ojeadas al asiento de al lado. En algún lugar del interior, creciendo como un tumor tal vez, iba la nota de MX. No le extrañaría que se incendiase de pronto, revelando espontáneamente su presencia a los otros conductores. Había una barbacoa de carbón en la parte trasera del edificio de apartamentos en el que vivía, y sus vecinos estaban acostumbrados a que él la usara. Colocaría los documentos bajo un montón de pastillas de carbón y los quemaría. Sólo tardaría unos minutos, y la brisa nocturna se llevaría las cenizas al océano. Un entierro en el mar, todos aquellos secretos prohibidos seguros al fin. Luego asaría unas salchichas, abriría una cerveza y se relajaría. Ya se ocuparía de los teléfonos y del equipo electrónico más tarde.

Pero cuando se encontró arriba en casa y a salvo, le venció la curiosidad. Si MX estaba enviando notas urgentes y, todavía peor, si los jefes se atrevían a hacer copias para los agentes descuidados, entonces, ¿por qué no debía conocer él al menos la última, aunque sólo fuese como medida de protección? Si bien su relativa autonomía como «rana del árbol» solía redundar en su beneficio, también le convertía en víctima fácil de los supervisores deseosos de emplear sus servicios para minar a sus rivales. Lo que sus supervisores no comprendían al encargarle aquellas misiones era que, en el proceso, Gonzalo solía enterarse de su debilidad tanto como de la de sus objetivos. Divulgando tal conocimiento violaban la norma más importante del oficio: no había que decir nunca a nadie más de lo estrictamente necesario. Gonzalo incurría en el mismo error leyendo el memorando prohibido.

Sabía de sobra por descubrimientos anteriores que cualquier directriz de MX que implicara fuente Guadalupe y agente Rosa del Desierto era probable precursora de renovada agitación. Pero mientras miraba la bolsa que había dejado sobre la mesa de la cocina, pensó que, para variar, sería mejor saber más de lo que se suponía que sabía. Encontró el documento sin problema, ya que había sido el último que había metido en la bolsa. Estaba un poco arrugado del viaje en coche desde la otra punta de la ciudad, así que lo estiró y lo alisó en la mesa de la cocina.

Comprobó primero la fecha. Hacía nueve días, lo bastante reciente para ser fresco y lo bastante antiguo para haber sido superado por los acontecimientos. Se preguntó si se relacionaría de algún modo con el inminente descubrimiento del agente local.

La lista de destinatarios era misteriosa. Además de a Miami, habían enviado la nota a los jefes en Madrid, Jartum y Damasco. Madrid era el eje de Europa, Jartum ocupaba el centro de los actuales problemas de Sudán, y Damasco era con frecuencia el centro de intercambio de información sobre las operaciones en Oriente Próximo, aunque aquel escenario llevaba inactivo mucho tiempo, desde que la Dirección había roto las relaciones con varias facciones palestinas, algunas de las cuales habían enviado hacía tiempo combatientes a Cuba para su instrucción en armas y explosivos.

El mensaje era breve:


Guadalupe informa aborto incompleto. Rosa del Desierto, José I y otros tres, incomunicados. Pidan ayuda inmediata a todas las posiciones. Máxima urgencia.


Gonzalo sabía que Guadalupe era una especie de autónomo refinado, con deberes parecidos a los de él, pero que actuaba en un campo más amplio. Rosa del Desierto era un nombre que no se había encontrado desde hacía años, databa de los días de cooperación más activa con los palestinos. José I no le sonaba, pero parecía haberse unido a Rosa del Desierto y a los «otros tres». Al parecer, la Dirección intentaba impedir que el quinteto siguiera haciendo lo que fuese, aunque no lo había conseguido hasta el momento. Si ahora consideraban fuera de control a los cinco, entonces tenían que haber cruzado los límites de la ortodoxia de la Dirección.

Convencido de que tenía que haber más información sobre un tema tan importante, Gonzalo buscó entre los documentos restantes, pero todo el montón era basura, tan poco valioso como los cupones de pizzas que habían echado por la ranura del correo. Justificantes de gastos y logística administrativa. Algunas reprimendas por gastar demasiado respondían a peticiones de fondos quejumbrosas. El toma y daca habitual entre la central y cualquier oficina regional, fuese el producto zapatos o secretos.

La nota era lo único importante de toda la bolsa, así que Gonzalo volvió a leerla, por si había pasado algo por alto la primera vez. La lista de destinatarios seguía intrigándole. Negó con la cabeza, pensando que sería mejor que encendiera el fuego. Pasara lo que pasase, parecía un buen momento para mantenerse al margen.

Pero no pudo, debido al mensaje que llegó al día siguiente por la mañana en onda corta. Cada dos días, como la aguja disparada de un sismógrafo. Y el segundo era tan inquietante como el primero, a su modo:


Peregrino en nido. Organice reunión. Máxima urgencia. Más detalles

Puma.


Gonzalo solía borrar los mensajes en cuanto los leía. Dejó aquél en la pantalla varios minutos, mientras caminaba de un lado a otro de la cocina y conectaba la cafetera. Encendió un cigarrillo y volvió para echar una segunda ojeada. Pulsó la tecla Borrar, pero sólo una vez, y recuperó el mensaje para hacer una última lectura, aunque sólo fuese para convencerse de que no era un espejismo, un fallo.

Peregrino era un nombre que representaba uno de sus triunfos más interesantes y sus fracasos más estrepitosos, aunque sus superiores mantenían una idea optimista de la operación. Había esperado mucho tiempo la oportunidad de rescatar algo del naufragio, por lo que en ese sentido estaba satisfecho. Pero qué extraño que Peregrino hubiese vuelto a su percha original, o «nido», como decía el mensaje. Tal vez los detalles, que llegarían pronto al buzón Puma, aclarasen las circunstancias de tan misterioso suceso.

En todo caso, Gonzalo creía que tendría que correr riesgos pronto, debido a los nombres implicados. Y comprendió algo alarmante al calcular los riesgos: se sentía a gusto allí. Instalado. Feliz, incluso. Y cayó en la cuenta de que ésa era precisamente la causa de sus recientes accesos de añoranza. Eran los dolores de la separación, el reconocimiento de que se estaba desprendiendo. El territorio enemigo se había convertido en hogar, a pesar de todos sus defectos, y eso era peligroso en su profesión.

También le preocupaba la fecha de este mensaje. El hecho de que hubiese llegado sólo diez días después de la fecha del memorando MX le indujo a creer que tenía que existir alguna relación entre ambos, aunque no hubiese sido intención de La Habana que él leyera el primero. Fuera cual fuese la tormenta que se estaba fraguando, se había visto arrastrado a ella.

Gonzalo borró el mensaje definitivamente, y dio los pasos siguientes que, según le habían asegurado los técnicos, lo eliminaría del disco duro. Confiaba en que fuese verdad. Si caían en las manos equivocadas, aquellas pocas palabras serían tan dañinas como una bolsa de cocaína o una barra de uranio enriquecido.

Luego se puso manos a la obra. Salió del aparcamiento en su Corolla, cruzó la vía elevada MacArthur hasta el bulevar Biscayne, donde torció hacia el norte y buscó una cabina telefónica. No podía ser ninguna de las que había usado otras veces. Pero cada vez era más difícil encontrarlas, sobre todo las que funcionaban con monedas. Gonzalo sabía que algunos agentes habían empezado a usar tarjetas genéricas. Descuidados. Al fin localizó un teléfono en el aparcamiento de un Denny's. Decidió hacer la llamada allí, disfrutar luego de un desayuno americano, las grasientas patatas rehogadas con cebolla a las que se había aficionado. A 3,99 dólares, ¿cómo podía resistirse?

Exploró el aparcamiento para asegurarse de que no había nadie cerca que pudiese oír la conversación, introdujo unas cuantas monedas de 25 centavos y marcó el número de un busca de Long Island. Todas las líneas de Manhattan se consideraban peligrosas. Se oyó un mensaje grabado y marcó una secuencia de números, un código de acuse de recibo que indicaría a La Habana: «Mensaje recibido, urgencia reconocida, a la espera de instrucciones». Suponía que el cartero no llegaría a la dirección postal Puma hasta el mediodía, así que decidió no arriesgarse a una visita prematura.

No le quedaba más remedio que esperar. Así que, mientras desayunaba, leyó las dos ediciones del Miami Herald, la española y la inglesa, divirtiéndose tanto como siempre por la tendencia derechista de la política en la versión latina: manipulación de la peor especie, siguiendo el juego a los lectores. Luego decidió que sería conveniente un paseo largo por la playa para ordenar las cosas. Además, tenía que ver a Lucinda al mediodía en el embarcadero. Al pensar en ella sonrió por primera vez en toda la mañana. Luego frunció el entrecejo. Una razón más para temer esta misión. Si perdía esta vez, lo perdería todo.

Gonzalo había encontrado muchos aspectos despreciables en Estados Unidos al principio. Había llegado cuando el éxodo del Mariel, mezclándose sin problema con los diez mil refugiados de la gigantesca flotilla. Ahora se sabía a ciencia cierta que Castro había incorporado a la mezcla unos miles de presos, lo que contribuyó a desencadenar una oleada colosal de delincuencia en el sur de Florida. No era tan sabido que el dictador había añadido unas cuantas docenas de agentes elegidos, como Gonzalo.

Miami ofrecía numerosos blancos fáciles a alguien deseoso de criticar. Muchísima riqueza al lado de muchísima miseria. Comunidades protegidas con verjas de lujo feudal. Gonzalo vio puentes levadizos de carreteras elevadas abiertos para yates enormes mientras miles esperaban en coches sofocantes. La administración pública despilfarraba millones en estadios deportivos para atletas ricos y sus admiradores adinerados, mientras a pocas manzanas se pudrían comunidades enteras. En una visita a Fort Launderdale, vio a un pescador haitiano andrajoso que intentaba conseguir comida en un canal al lado de un aparcamiento en el que un letrero decía: «Sólo lavado. No se admiten billetes superiores a 20 dólares». Era fácil ver el lugar como Roma en decadencia, Babilonia en la Bahía. Gonzalo podía ser todo lo petulante que quisiera.

La población de las clases medias era la única a la que no comprendía, así que, al atardecer, solía pasar en coche entre los cuidados laberintos de casas de una planta de los suburbios, como si intentara cruzar una última puerta sin cerrar. Ojalá pudiese atravesar sus muros de estuco, unirse a ellos en sus sofás delante de las parpadeantes pantallas de televisión, o en sus humeantes barbacoas o con sus estruendosas segadoras.

No tuvo tanta suerte. Parecía que existieran en otra dimensión, y Gonzalo siempre regresaba a casa frustrado y resentido, o maldiciendo el tráfico. Así que renunció, bajó la cabeza, se ocupó de sus obligaciones, se relajó y se fundió poco a poco con el entorno. Y mirad dónde había acabado: tenía novia, ingresos fijos y un piso acogedor en la avenida Washington, sólo a cuatro manzanas de la playa, por 550 dólares al mes. Así que daba igual que su aparcamiento quedara en la parte de atrás junto al contenedor, y que hubiera barrotes en sus ventanas, y que el seguro del coche le costara un riñón, aunque era un Corolla de nueve años. Tenía cuanto necesitaba allí en la playa, que podía recorrer en su bicicleta, guardada abajo en un soporte.

Gonzalo hizo memoria y creyó que había tenido el primer indicio de la apurada situación actual hacía unas semanas, en uno de sus primeros viajes al banco del parque de la esquina de Collins y la Calle 21. Le había llamado la atención un fragmento de graffiti garabateado en una cabina telefónica: «Caída de Castro. Marchaos a casa». Un código de señales colérico, típico de algún anglo harto del bazar bilingüe de Miami. Pero a Gonzalo el mensaje le planteó una verdad perturbadora. El Comandante no viviría eternamente y, cuando muriera, él se quedaría sin trabajo, sin ingresos y sin pasaporte. ¿Marcharse a casa? Sí, tendría que hacerlo.

Cavilaba todo esto mientras caminaba despacio por la playa después de recibir su nueva misión, esquivando algas y medusas muertas. Se preguntó si la Dirección habría contactado ya con los otros de la antigua red de Peregrino. Tal vez hubiesen empezado a funcionar ya los engranajes. Lo sabría con certeza en cuanto recuperara el mensaje del buzón Puma.

Gonzalo prefería caminar por la orilla del agua en sus paseos por la playa, alejado de las máquinas que limpiaban la arena para los huéspedes de los hoteles con sus tumbonas y casetas. Ésa era otra razón de que le agradase su pequeño reducto junto al rompeolas. Las máquinas nunca llegaban tan lejos, ni tampoco la mayoría de los turistas. Allí acudían reducidos grupos de habituales que habían gravitado hacia el lugar buscando su propio rincón de paraíso, igual que él.

Una familia haitiana, los Lepinasse, acudía dos veces a la semana en autobús desde Allapattah, los martes y los jueves, los días libres del padre. Llevaban siempre a sus tres hijos, una manta grande y una nevera abollada con fruta y refrescos caribeños.

También iban Karl y Brigitte Stolz, un matrimonio retirado de Alemania que había decidido probar Miami hacía un año y que todavía parecían anonadados por su fuerza hipercinética.

Luego estaba Ed Harbin, un cincuentón de pelo rapado, ex militar, con un bronceado tan oscuro que parecía habérselo aplicado en capas, cada una más fina y más fuerte que la anterior. Ed nadaba todos los días hasta las boyas que señalaban la zona de exclusión para barcos de pesca y motos náuticas que surcaban la costa arriba y abajo, y el final de los paseos de Gonzalo coincidía a veces con una parte del baño de Harbin. Gonzalo se sentaba a mirar desde las piedras del rompeolas mientras Harbin iba y venía sin parar, sin cambiar nunca el ritmo ni el estilo, al parecer, lloviera o brillara el sol, hiciera frío o calor. Harbin era fuerte y enjuto, con los músculos reducidos a su esencia, excepto por un poco de barriga. Salía del agua con dos juegos de placas de identificación que relumbraban y sonaban sobre el goteante vello húmedo de su pecho.

Gonzalo se había preguntado a veces por aquellas placas. Sin duda un par era de Harbin; pero ¿y el otro? ¿De un hijo? ¿De un amigo? ¿Muerto o vivo? Gonzalo nunca se atrevió a preguntárselo. No era un gran espía en asuntos como aquéllos, suponía.

Harbin preguntaba siempre por la salud y el paradero de Lucinda, a quien había visto alguna vez, y a Gonzalo le complacía e incluso le enorgullecía mantenerle informado. Le gustaba creer que después de nadar, Harbin se permitía un almuerzo pantagruélico en algún sitio de la playa, en Jerry's Famous Deli, tal vez, ventilándose algo empalagoso como una hamburguesa de queso con un batido espeso. La verdad es que Gonzalo no tenía ni idea de lo que hacía Harbin. El mundo compartido de estos asiduos de la playa se limitaba a lo que hacían en su reducida extensión de arena, donde todos se atenían por acuerdo tácito a no entrometerse en los asuntos de los demás sin invitación.

Aquel día Harbin estaba haciendo sus últimos cincuenta metros cuando llegó Gonzalo al malecón. Le vio salir del agua y buscar la toalla, con los ojos de color castaño brillantes al sol del final de la mañana.

– Le ha ido bien hoy -dijo Gonzalo a modo de saludo-. Casi hasta Bermudas.

Harbin sonrió, secándose con la toalla mientras las placas de identificación sonaban.

– Cualquier día de estos iré hacia el sur, y pararé en Cuba.

Sonrió, dando pie a Gonzalo para que siguiera. Pero Gonzalo no estaba de humor, y se limitó a sonreír también, diciendo:

– No se olvide de saludar a mi padre, entonces.

Harbin no se habría atrevido a preguntarle si su padre vivía aún, lo mismo que Gonzalo no se hubiera atrevido a preguntarle qué nombre figuraba en el segundo juego de placas. A lo mejor no tenía hijos y era gay. Habría sido bastante acorde con la cultura de South Beach.

– ¿Ha visto a los Lepinasse? -preguntó Harbin.

– Charles dijo la semana pasada que no vendrían hoy. Un cumpleaños familiar, creo. Una tía suya de Overtown.

– Vaya. El jueves no será lo mismo sin ellos. Como un viernes sin los Stolz. Vuelven a Alemania, ¿sabe?

– ¡No! No lo sabía. -Otro pequeño temblor en su mundo seguro.

Harbin negó con la cabeza.

– Los vi el fin de semana en el Publix.

Incluso la idea de encontrarse en otro sitio más que allí resultaba extraña. Gonzalo no estaba seguro de que supiese siquiera cómo actuar.

– Brigitte tiene añoranza, creo. Echa de menos a sus hijos.

– Que supongo han dejado de visitarla, ahora que tienen hijos.

– Sí. Precisamente cuando más necesitas verlos.

Las placas tintinearon de nuevo cuando Harbin guardó silencio. Así que quizá pertenecieran a un hijo.

– Bueno -dijo Harbin, enrollando tan cuidadosamente como siempre la toalla, formando un lío tan apretado como una salchicha-. Hasta mañana.

– Hasta mañana.

No tenía sentido mencionar que no iría al día siguiente, que tal vez no fuera en días. Ya sería bastante difícil decírselo a Lucinda. Y hablando del rey de Roma… Se alegró al verla bajar de la acera del parque a la arena. Le hacía señas, los ojos dorados parpadeantes como una vela, sus emociones ardiendo en ellos como una llama.

– Es un hombre afortunado, Gonzalo -dijo Harbin.

– Tiene usted razón, como de costumbre, soldado Joe.

Harbin se marchó de la playa riéndose. Gonzalo vio que se paraba a hablar con Lucinda. Se preguntó un instante de qué hablarían, y una punzada de desconfianza se registró en algún rincón de su mente, adiestrada para recelar. No podía desconectarlo nunca del todo, y menos después de un mensaje como el que había recibido aquella mañana. Estaría tenso todo el día. Lucinda lo notaría y le preguntaría por qué, ella siempre lo notaba y él siempre inventaba algo sobre el jefe de su trabajo fijo. Era administrativo del departamento de seguridad del South Bay Club, una torre de apartamentos que dominaba la bahía y que a Lucinda le gustaba porque les permitía usar la piscina. Habían pasado muchas veladas agradables preparando churrascos junto al agua en un patio que olía a cloro y a loción para el sol, con la brisa marina agitando las palmeras. Tal vez lo hicieran aquella noche.

Harbin siguió su camino y Lucinda sonrió a Gonzalo con una generosidad que disipó todas las dudas y le hizo avergonzarse.

El nombre completo de ella era Lucinda Bustillo. Era venezolana, y se había trasladado allí de adolescente, cuando su padre había comprado un edificio de apartamentos en cayo Biscayne. Tenía una sonrisa lánguida y tupido cabello ondulado dorado oscuro, del color que podría encontrarse en un joyero de reliquias, aunque ella parecía siempre descontenta con él, y tan pronto se hacía mechas como se lo rizaba, una experta en disfraces, sin proponérselo.

– Sin bicicleta -le dijo, mirando alrededor-. Hoy has venido en autobús.

Lucinda prefería que Gonzalo llevase la bici, aunque eso suponía que tenía que empujarla luego cuando iban caminando a almorzar. Creía que le sentaba bien un poco de ejercicio extra, que le ayudaba a eliminar el pequeño michelín del vientre, que le pellizcaba a veces en la cama. Pero sólo era un subterfugio. Sólo se había enfadado de verdad con Gonzalo cuando hacía de voluntario para las organizaciones cubano-americanas, a las que a él le gustaba no perder de vista.

Los llamaba «derechistas chiflados» y los aborrecía más que Gonzalo, aunque él no podía confesarlo. Como venezolana, la política de los expatriados cubanos le parecía ridícula. Durante el fiasco de Elián González, no le había hablado en una semana cuando se enteró de que uno de los grupos con los que colaboraba llevaba la voz cantante de las concentraciones y protestas diarias.

Él le había propuesto que dejaran de hablar de aquellos temas por el bien de la paz. Ella había aceptado, pero últimamente había empezado a plantear una solución diferente. ¿Por qué no se trasladaban? ¿Por qué no se marchaban del sur de Florida y de todo aquel jaleo?

Lo había mencionado primero cuando iban paseando por la Calle 8 en una de sus raras excursiones como pareja al centro de la Pequeña Habana. Al pasar por Domino Park, le recordó cómo los comerciantes locales habían intentado echar a los ancianos y las mesas de juego, quejándose de que se estaba llenando de vagabundos y traficantes de drogas. Cuando cruzaron el Paseo de la Fama, una versión latinizada del de Hollywood, ella no pudo evitar bromear sobre la forma en que sus patrocinadores habían sido acusados de sobornar los planes e intentar llegar a un acuerdo con un concejal.

– ¿Y éstos son los genios que creen que deberían gobernar Cuba en lugar de Fidel? -le preguntó, llenando la calle con su risa.

– No se demostró nunca nada -repuso Gonzalo irritado, creyéndose obligado a defender a los cubanos, incluso a los estúpidos-. No llegaron a inculpar a nadie.

– No -dijo ella-. Nunca inculpan a nadie. Pero siguen haciendo las mismas estupideces. Y si no viviéramos aquí, no tendríamos que volver a discutir nunca por ellos.

Gonzalo no podía trasladarse, claro, pero no podía explicarle a ella la razón. Así que vaciló, alegando que quería estar cerca de sus raíces y de sus costumbres. Ella no discutió, limitándose a sacudir la cabeza.

– Algún día -dijo lentamente en un tono de profunda tristeza-. Algún día me confesarás la verdadera razón de que sigas con esta ficción.

Gonzalo comprendió entonces que ella le conocía mejor que nadie. Y esto le complació personalmente, pero profesionalmente le alarmó.

Tal como esperaba, Lucinda se disgustó cuando le dijo que estaría un tiempo ocupado, porque acababa de aceptar una nueva tarea para los locos de la Pequeña Habana.

– O sea que no te quedarás a pasar la noche.

– Hay demasiado que hacer. Al menos durante unos días.

– Fanáticos y estúpidos. Pidiendo siempre un cambio cuando no han ido a Cuba en años. ¿Qué saben ellos cómo es en realidad?

Lo mismo que él, suponía Gonzalo. Con relación a la patria, se sentía como un amigo por correspondencia que no ha escrito en siglos. La Habana de su infancia (su padre echando la red y su madre trabajando como camarera de hotel por unos céntimos la hora) le parecía ahora más próxima que La Habana que existía cuando se había marchado, siendo un joven pletórico de pasión por la causa.

– ¿Así que trabajarás para ellos? -preguntó Lucinda desdeñosa.

– Por favor, nada de política. Lo acordamos.

– No esperes que sea tan comprensiva. No cuando les dedicas tanto tiempo. ¿Habrás acabado el domingo?

– Ojalá lo supiera.

– No será peligroso, ¿verdad?

No se lo había preguntado nunca, pero Gonzalo ya había considerado esa posibilidad. También había estado pensando si necesitaría ayuda aquella vez, no de los agentes fijos de la Dirección sino de su propio personal, que había reclutado él mismo. Eran inmigrantes ilegales de otros países latinoamericanos que ignoraban el verdadero nombre de Gonzalo y para quién trabajaba. Sólo sabían que era el individuo que les había procurado nuevas identidades tomadas de lápidas de Texas y California, de difuntos que compartían la misma fecha de nacimiento que ellos. De esa forma eran más leales, sobre todo si recurrías a ellos sólo para una tarea y luego los dejabas libres, que era la práctica habitual de Gonzalo.

O sea que sí, tal vez este trabajo fuese peligroso, y Lucinda había detectado su ansiedad. Era casi enervante que le conociera tan bien, aunque formaba parte de su encanto. Tendría que mentirle de todos modos.

– ¡Qué va! -le contestó-. No es peligroso en absoluto. Sólo mucho trabajo. Y yo no soy el jefe.

– No quiero saber nada más, por favor.

– Será lo último que me oigas. Disfrutemos de la tarde.

Lo hicieron, seguido de una velada junto a la piscina, con un gran bistec a la parrilla. Él la acompañó luego en coche a casa cerca de Alton Road, un edificio tranquilo a la sombra de un ceibo perfumado por flores de azahar.

Ella abrió la puerta sólo lo suficiente para que oliera la esencia del lugar: el aroma de su limpiador, de su cocina, de sus jabones y fragancias; una combinación que intensificó su deseo de entrar.

– ¿Pasas? -le preguntó, ofreciéndole con la mirada una noche de dulzura y languidez.

Vio la luz ambarina de la lámpara junto al sofá, del mismo color que el cabello de ella. La casa era segura y agradable, y, por unos segundos, Gonzalo vaciló como no lo había hecho nunca cuando le reclamaba el deber. Qué fácil sería decir que sí y dejar que el mensaje de La Habana se pudriera en su dirección postal, mientras él dormía apoyado en la espalda de Lucinda y el estruendo del tráfico entraba por las celosías y el ventilador del techo repiqueteaba. Una canción de cuna cubana justo allí en Alton Road.

Pero predominó su sensatez. Aunque también sentía curiosidad, la verdad sea dicha. Algo importante aguardaba a la vuelta de la esquina, y tenía que averiguar qué.

– Me marcharé -dijo él, afrontando la mirada de ella una última vez-. Hay mucho que hacer, incluso esta noche.

Ella frunció el entrecejo, sin saber que se iba por otras razones.

– Esos cubanos locos -dijo, como si Gonzalo no tuviese nada que ver con Cuba-. Siempre intentando armar follón.

La intuición de ella dio en el clavo de nuevo.

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