23

Sedado por la ginebra, Falk durmió hasta las nueve y media. Y menos mal, pensó, porque si el día se desarrollaba tal como lo había planeado, necesitaría hasta el último gramo de energía que le quedara.

No tenía ni rastro de resaca, afortunadamente. Y otro golpe de suerte: no había llovido. Falk miró el aire acondicionado y comprobó que Harry había retirado la nota mientras dormía. Todo bien, de momento.

Lo primero que tenía que hacer era comprobar las hojas del registro de interrogatorios en el Campo Delta, así que preparó café mientras repasaba el expediente de Jalid al-Mustafá, el prisionero saudí al que iba a interrogar. La información confirmaba que se había agotado como fuente de información valiosa. El comentario del equipo Biscuit era especialmente revelador:


Origen aristocrático y formación universitaria en Londres. Dicción pulida. Dispuesto a cooperar en los interrogatorios en general. Jalid al-Mustafá es un aficionado entre los comprometidos. Un «caballero yihadista», según comentó un observador. La idea de aventura le atraía más como conquista personal que por celo religioso. Suele adornar los relatos narrativos, una tendencia debida al deseo de pulir la propia imagen de hombre de acción. Los informes de sus contemporáneos evidencian que en los once meses que permaneció en Afganistán acumuló poca o ninguna responsabilidad de mando. Lo más probable es que el carácter ocasional de su participación se tolerase por el valor financiero de su familia en Yidda. Parece deseoso de dar cualquier información necesaria para conseguir la libertad. Se recomienda que toda la información enjuiciable de este sujeto sea sometida a doble verificación.


Estupendo. Estaba a punto de perder una hora conversando con un fabulador simplista, un amigo de al-Qaeda al que le gustaba fotografiarse con alfanje, aunque era más diestro con el talonario de cheques. No era mucho a pagar por meter las manos en los informes, supuso.

Se habían tomado medidas de seguridad más estrictas mientras Falk había estado fuera. Tardó más de media hora sólo en entrar. Los trámites que solían durar unos segundos se prolongaron minutos, mientras el primero y luego un segundo centinela verificaban la identificación y las autorizaciones.

No era de extrañar. Si un guardia del Campo Iguana oía rumores sobre los que hablaban árabe, era fácil imaginar lo que oirían los del Campo Delta.

Un sargento cooperativo le recibió en la jefatura de la policía militar. Falk anotó el nombre de Mustafá en una carpeta de pinza, con una serie de letras y números cifrados. Escribió siete caracteres en total, con un guión a continuación de los tres primeros, como un número telefónico. El prefijo (una letra seguida de dos números), el grupo propio y el equipo tigre. Falk era S04, el equipo número cuatro del grupo saudí-yemení. Los últimos cuatro números identificaban al individuo.

Algunos interrogadores se divertían intentando descubrir y memorizar los números de amigos y colegas, convirtiéndolo en broma de salón para divertir (o aterrorizar) a sus compañeros de copas. Falk había dado con el número de Tyndall después de seguirle una tarde al interior de la alambrada y lo había memorizado, aunque sólo fuese porque creía que un agente del FBI no debía perder de vista a la competencia. Corría el rumor de que la CIA conocía todos los números y tenía acceso directo a la lista general del archivo del Palacio Rosa.

– Vaya, ha venido usted por Mustafá -dijo el sargento-. Se pondrá contentísimo. Hace semanas que no habla con nadie. Tendrá toda suerte de noticias para usted.

– ¿Así que sigue siendo conversador?

El sargento sonrió e hizo un gesto de cotorrear con la mano.

– Es lo único que pueden hacer los otros cuando están en el patio para que se calle. Y habla inglés bastante bien, así que da la lata también a los guardias.

Era extraño que ningún detenido hubiese intentado hacerle daño. La población del Campo Delta solía ver con muy malos ojos a los bocazas. Claro que no era probable que los prisioneros inclinados a la venganza llegaran al Haj del Campo 4.

– Le llevaremos a la cabina -dijo el sargento.

– Estupendo. Ah, y si no es demasiada molestia, necesito comprobar algunas de las últimas hojas de registro. Refrescarme la memoria sobre parte del terreno que he estado cubriendo.

– ¿Se refiere a éstas? -preguntó el sargento, dando un golpecito a la tablilla con sujetapapeles.

– Y las de las últimas semanas. Tengo que echar una ojeada a las listas de guardias también. Ya conoce a la Oficina. Hay que poner los puntos sobre las íes, o se creen que nos pasamos todo el tiempo en la playa.

– No hay problema -repuso el sargento, que no parecía dispuesto a darle demasiada importancia-. Las buscaré mientras habla usted con Mustafá. ¿Sólo necesita los registros del Campo 4?

– Los del tres, en realidad. Es donde he trabajado casi siempre últimamente.

Eso detuvo un momento al sargento, al parecer. Los detenidos del Campo 3 eran los casos más difíciles. Pero al final asintió y dijo que haría lo que pudiese.

– Muy bien. Procuraré informar sobre su buena disposición, sargento…

– Badusky -repuso éste, retirando la cinta como un exhibicionista que se abre la trinchera-. Sargento Phil Badusky. Del 112.


Mustafá parecía entusiasmado por salir del patio. También debía haberle tentado un poco la idea del aire acondicionado. El guardia no se molestó en sujetarle los grilletes al suelo en cuanto llegaron, y el prisionero insistió en hablar inglés. Lo hablaba mejor de lo que recordaba Falk.

– He estado practicando -dijo, con un floreo-. Cuando estudiaba en Londres, siempre me iba bien, pero luego se me olvidó un poco. Así que ahora hablo inglés todos los días. Y se lo enseño a otros de mi pabellón. Me vendrá bien para los negocios cuando esté en casa.

– Suponiendo que vuelvas.

– Volveré. Algún día volveremos todos. Ni siquiera Donald Rumsfeld quiere alimentarnos siempre. Por cierto, eso me recuerda que podría decirle usted al cocina… ¿Cocina? ¿Es correcto?

– Cocinero.

Cocinero, entonces. O chef. Sí, es mejor chef. Podría decirle usted al chef de mi parte, por favor, que no haga huevos cocidos para el desayuno. Están verdes por dentro, y secos. Basta de huevos cocidos.

– Lo comentaré.

Falk repasó parte del terreno anterior por el protocolo, y dedicaron unos minutos a verificar los nombres de la unidad de Mustafá, sus funciones y actividades en Afganistán. Ambos se aburrieron enseguida, y Falk no se resistió cuando Mustafá se limitó a intentar conversar. Fue entonces cuando Mustafá le pilló desprevenido.

– Así que, dime, ¿quién de ustedes es el marine? ¿Eres tú, quizás?

– ¿El marine?

– El que dicen que conoce a los cubanos. ¿Es verdad esa historia?

Falk notó el calor en las mejillas. Sabía que para un observador experto debía haberse encendido como una alarma. ¿Sería aquél el mismo cabo que había atado Pam?

– Verás, en realidad yo no…

– Tienes que haberlo oído también, ¿no?

– No puedo decir que sí. ¿Es así como pasáis ahora el rato vosotros, inventando historias sobre nosotros?

– Qué va, esto no ha salido de nosotros. Fue uno de vosotros.

– ¿Nosotros?

– Del interrogatorio. De las preguntas, no de las respuestas. Los nuevos que hacen preguntas, ellos lo han estado diciendo.

– ¿Quiénes?

– Dos de ellos. Con muchas preguntas extrañas. Pero tienes que saberlo. Te estás burlando de mí.

¿Qué podía decir Falk? Todas las posibles respuestas llevaban a un punto peligroso. Se alegró de haber recobrado la compostura antes de que el simple Mustafá se diera cuenta. Un detenido más atento -como Adnan, por ejemplo-, lo habría advertido de inmediato. Falk consideró la posibilidad de hacerle más preguntas sobre «los nuevos», pero sólo habría añadido leña al fuego de los rumores. Así que se irguió más en la silla, procuró adoptar la expresión más impasible y desvió la conversación hacia otro tema. A los pocos minutos estaban aburridos de nuevo, la mirada de Mustafá se había apagado.

Después, de nuevo en la jefatura, Falk seguía dando vueltas a las implicaciones de la historia de Mustafá cuando de pronto apareció el sargento Badusky con un registro y un archivador verde.

– Aquí tiene, señor. La lista de guardias del Campo 3 en el cuaderno y los registros de interrogatorios en la carpeta. Cubren más o menos un mes.

– Gracias. No me llevará mucho.

– Tómese el tiempo que necesite. Hay poca actividad. Toda la semana ha sido así.

Falk buscaba yemeníes, que no era complicado porque conocía todos los nombres, aunque a veces una lista de cualquier país islámico parecía incluir por lo menos doce individuos llamados Mohamed.

Empezó cuatro semanas antes, y el primer nombre que encontró fue el de Adnan, una sesión a las cuatro de la tarde veinticuatro días antes en la cabina tres. El equipo y los números de identificación eran los suyos. En la misma página, había otros dos yemeníes, ambos interrogados por otros miembros del equipo de Falk. La semana siguiente encontró más anotaciones iguales de alguno de los sujetos yemeníes adjudicados a otros equipos, que también formaban parte del grupo saudí-yemení. Intentó recordar algunos nombres y rostros de aquellos equipos. Eran individuos razonables que habrían interrogado a los sujetos de forma rutinaria. Siempre que aparecía Adnan, figuraba el nombre de Falk. No habría esperado otra cosa.

Todo parecía normal hasta que encontró una referencia de hacía dos semanas, un martes a las 20:20 de la tarde, en que habían sacado a otro yemení para interrogarlo. Era una hora extraña, en el periodo de calma entre el horario diurno y el aumento de actividad que comenzaba habitualmente a las nueve o las diez de la noche. A aquella hora, casi todos los psicólogos e interrogadores se relajaban después de la cena, bien en sus casas o en el Tiki Bar.

Falk recorrió con un dedo la página hasta la última columna, pero en el espacio en el que debía figurar el número del interrogador y de su equipo figuraban las iniciales «OGF-NCOIC» escritas con mano firme.

– ¿Qué demonios? -susurró.

– ¿Algún problema? -preguntó Badusky, alzando la vista de la revista que estaba leyendo.

– Sí. Dígame qué significa esto.

Dio la vuelta a la hoja mientras Badusky se acercaba a mirar.

– Bueno, NCOIC es…

– Suboficial al mando. Eso ya lo sé, pero ¿qué hace en lugar de la identificación del interrogador?

– Es que el suboficial firmó la salida del prisionero para una sesión en otra instalación. Normalmente el Campo Rayos X. El campo abandonado con las viejas jaulas. A algunos les gusta llevar allí a los detenidos para cambiar de escenario. Los transportan a la jungla de noche. Por lo visto, se mueren de miedo.

Falk ya conocía la táctica, pero no creía que alguien la practicara de verdad. Parecía casi absurdo. Un toque de terror tropical. Supuso que sería espeluznante que te llevaran al Campo Rayos X, que estaba prácticamente cubierto de maleza.

– Parece razonable. Pero ¿no debería figurar de todos modos un número de identificación?

– Tendría que preguntárselo usted al suboficial del turno. Y estará registrado en el cuaderno.

Falk comprobó primero las hojas restantes para ver si había más anotaciones misteriosas. Encontró una en cada uno de los cinco días siguientes. Todas correspondían a un detenido yemení, y todas entre las 20:10 y las 20:45. Eso suponía que había seis en total, en días sucesivos. Cada una afectaba a un detenido yemení diferente, y la última había tenido lugar un domingo, hacía nueve días. ¿Por qué se habían interrumpido? Conocía al menos a otros seis yemeníes con los que aún no habían hablado, y uno era Adnan.

Abrió rápidamente el registro de guardias, pasó unos segundos orientándose y luego buscó el martes de dos semanas antes. Localizó el turno de ocho de la tarde a dos de la mañana del Campo 3 y reconoció la escritura firme que había visto en la hoja de salida. Fue la firma lo que le desconcertó completamente: «Sargento Earl Ludwig, 112th MP Co.».

Ludwig era el suboficial de guardia a la misma hora los seis días siguientes. Y también había estado de guardia el lunes siguiente, en el que no figuraba ninguna salida al Campo Rayos X. Y el día después, martes, Ludwig no acudió al trabajo. Fue la noche que desapareció en el mar, en una lancha neumática rumbo a las aguas cubanas con otros dos hombres.

Falk volvió a las hojas del registro y repasó más detenidamente las últimas semanas. Volvió a la página del último miércoles (el día de la desaparición de Ludwig y el día que Falk había hablado por última vez con Adnan) y buscó yemeníes. Encontró enseguida su firma para interrogar a Adnan al principio de la página, a las 2:30 de la madrugada. Como tenía que ser. Pero al final de la página vio que Adnan había vuelto a salir a las 23:54. Y al lado figuraba otra referencia de salida a otra instalación, lo cual significaba que alguien le había llevado al Campo Rayos X incluso antes de trasladarle al Campo Eco. Esta vez figuraba el número de identificación del interrogador, un número que Falk no reconoció. Sólo sabía que no pertenecía a ninguno de los tres equipos que trataban regularmente con los yemeníes.

Falk volvió a repasar aquel día, procurando recordar lo que había hecho él a aquella hora. Sobre todo recordaba lo cansado que estaba por las largas horas que habían seguido a la desaparición de Ludwig. Le habían mandado acudir a la Puerta Nordeste para recuperar el cadáver a primera hora de la tarde. Luego había acudido a recibir a Bo y al equipo de investigación a Leeward Point alrededor de las siete, antes de retirarse al Tiki Bar, seguido de una cita tardía con Pam. Debía haberla dejado en su casa a eso de las once. El interrogatorio había tenido lugar en la hora siguiente.

Falk no podía imaginar que la táctica funcionase, no en el estado en que se encontraba Adnan. Tal vez fuese entonces cuando habían decidido trasladarle al Campo Eco. Anotó el número de identificación y luego repasó rápidamente las demás hojas, pero no encontró nada que despertara su curiosidad.

Precisamente entonces recordó la petición de Bo: trae las páginas. No simples copias. Era una orden difícil de cumplir con Badusky sentado a pocos pasos.

– Estos números de identificación de los interrogadores… ¿tienen ustedes una lista general?

Badusky negó, mirando ahora con recelo a Falk.

– Eso está en comandancia -contestó-. Lo que me recuerda que no me ha dicho su nombre. Quiero decir que, normalmente no tengo que pedirlo, y ha mencionado usted algo sobre que pertenece a la Oficina, que está bien. Pero creí que sólo iba a investigar su calendario de interrogatorios. Si está averiguando otros, necesitaré alguna identificación mejor. Así que si no le importa…

– Falk. Revere Falk, agente especial del FBI.

Badusky le pidió que lo deletreara y lo anotó.

– ¿Y qué me dice de estas excepciones de salidas aquí? ¿No deberían incluir todas un número de identificación, y no sólo las siglas NCOIC?

– Seguramente -contestó Badusky, que empezaba a dar muestras de arrepentirse por haberse metido en aquello-. Me ha extrañado bastante cuando me lo ha enseñado.

– ¿Hay algún otro registro de esas sesiones?

– Que yo sepa, no.

– ¿Podría comprobarlo, sólo para asegurarnos? ¿Quién es su comandante?

– Iré a buscarle -dijo Badusky, tenso como un tambor.

En cuanto cerró la puerta al salir, Falk arrancó con cuidado las hojas con referencias OGF, más las de los días correspondientes de los registros de guardias. Las dobló, las guardó en la cartera y lo ordenó todo antes de colocar el cuaderno y el registro en el escritorio del sargento.

Pocos minutos después, volvió Badusky con un capitán de gesto contrariado, que alzó la voz sin dar tiempo a Falk a presentarse.

– Lo lamento, señor, pero he de pedirle que abandone el edificio de inmediato.

– No hace falta que se enfade, capitán, ya me marcho. Solamente una última pregunta sobre esas anotaciones especiales.

– La respuesta es no, no guardamos otro diario. Si necesita aclaraciones, tendrá que acudir al suboficial en cuestión.

– Eso va a ser un tanto difícil -repuso Falk-. Era el sargento Earl Ludwig.

Badusky y el capitán se miraron sorprendidos, sin saber qué decir.

Falk pasó a su lado y cruzó la puerta.


Falk miró el cielo cuando cruzó las verjas. Clifford empezaba a dejar sentir su presencia. El viento había cobrado fuerza y los nubarrones se agolpaban en el oeste. Todavía no había caído una gota, pero ya se olía la lluvia. Hacía demasiado calor para quedarse sentado en el coche, así que puso el motor en marcha para que funcionara el aire acondicionado mientras consultaba el mapa de la base. Quería localizar una carretera sin pavimentar y no sería fácil encontrarla a menos que supiera exactamente dónde mirar. Volvió a pasar el puesto de control, y tomó la carretera de Kittery Beach hacia la colina de la playa. Luego torció a la izquierda y entró en una carretera tortuosa pavimentada que llevaba al punto más alto de la base: la montaña de John Paul Jones.

Los marines disfrutaban subiendo a la cima de vez en cuando, sólo para demostrar que podían hacerlo, con las miras puestas en la bandera estadounidense que ondeaba en lo alto. El lugar guardaba numerosas reliquias de la Guerra Fría: emplazamientos de artillería abandonados hacía mucho tiempo, una estación de radar y refugios subterráneos para tiradores, también vacíos.

Los últimos planes del Pentágono requerían la construcción de una serie de grandes molinos de viento blancos que permitirían aprovechar al máximo la central eléctrica a diesel, cuyo mantenimiento resultaba más costoso cada día, debido a los mismos trastornos que habían llevado a los prisioneros al Campo Delta. Falk pasó junto a la estación de radar, saludando con un gesto lánguido de la mano al personal sentado en una tienda. Se detuvo un poco más adelante, cuando creyó haber llegado a la salida, una pista de coral triturado que bajaba la pared del arrecife. La tomó y avanzó despacio, entre los chirridos de los viejos muelles y amortiguadores del Plymouth.

Recorrió así unos cuatrocientos metros y llegó a su destino. Era otro puesto entoldado, excavado en la ladera, habitado entonces por unos cuantos reservistas de la Marina de New Jersey, miembros de la Unidad Móvil para la Guerra Submarina Costera. Habían montado unos prismáticos enormes en una plataforma giratoria del lado que daba al mar. No podía moverse nada en el océano que no vieran aquellos individuos desde allí arriba, aunque Falk no sabía lo que se vería de noche, incluso con lentes de visión nocturna.

Los dos individuos que hacían guardia se levantaron y salieron de la sombra cuando Falk bajó del Plymouth.

– ¿Qué tal, amigos?

– ¿Te has perdido o qué? -Ni rastro de sarcasmo. Parecían sinceramente perplejos al ver a un visitante civil.

– Precisamente quería veros a vosotros, lo creáis o no. Revere Falk, FBI.

La identificación del FBI solía afectar más a los reservistas que al ejército regular, sobre todo cuando estaban fuera de la alambrada. Los dos individuos parecían bastante impresionados.

– Sólo tengo que revisar algunos puntos de los sucesos de la semana pasada y figuráis en la lista de control.

La imprecisión no les preocupó, al parecer, y ambos asintieron.

– ¿Hay mucho que ver ahí fuera siempre? Me refiero al tráfico de embarcaciones.

– Barcos de pesca a veces, o un yate de crucero por el caribe, a una milla o así de la costa -contestó uno-. Un poco más cerca, suele verse la lancha de abastecimiento de JAX o una patrullera. Los nuestros vienen de frente, y a veces se ven los suyos en aquella dirección. -Señaló hacia el este-. Pero seguro que si salen los localizamos.

– Estupendo. ¿Lleváis un registro diario de todos?

– Claro -exclamó el segundo.

– ¿Conserváis el de hace una semana? ¿El del martes pasado, por ejemplo?

– Seguramente. -Se dio la vuelta para ir a buscarlo a la tienda, sin dejar de hablar-. ¿Quién ha autorizado esto?

– El general Trabert -contestó Falk sin inmutarse. Era bastante cierto, aunque el general rescindiese después su autorización.

– Perfecto -dijo el primero.

– ¿Os gusta estar aquí arriba?

– Más que allá abajo -contestó el primero, señalando con un gesto los lejanos tejados del Campo Delta, que incluso desde allí parecían achicharrarse en la calima-. Buena sombra. Brisa constante. Tal vez un poco solitario.

– Aquí está -dijo entonces el segundo individuo, acercándose con un diario en un estuche metálico-. La página del martes pasado parece bastante vacía.

Lo habitual. Se mencionaban las condiciones meteorológicas y la visibilidad, todo claro y normal. Ni tormentas ni lluvias nocturnas ni cambios de viento importantes. Lo mismo que había dicho el encargado del puesto de control del puerto. La única mención de botes era un barco de pesca cubano a lo lejos hacia el este, y una patrullera de la Marina avistada de madrugada.

El resto de la página estaba en blanco, sin actividad después de oscurecer. Con tan poco que hacer, Falk se preguntó si dormitarían o jugarían a las cartas. Él lo había hecho de marine. Y razón de más para no perderse nada. Estarían absolutamente deseosos de actividad.

– Gracias -dijo Falk, devolviéndoselo-. Tiene que ser bastante aburrido.

El primero se encogió de hombros.

– Algunas patrullas paran aquí. También ellos se aburren un poco. Claro que se creen que esto en jauja. Uno llama a este sitio el cenador, como si nos pasáramos la noche con los pies en alto bebiendo cerveza. Y lo mismo los de las lanchas neumáticas. Nos hacen una visita de paso hacia la salida y a veces sueltan una pulla también.

– ¿Lanchas neumáticas? -preguntó Falk, procurando adoptar un tono indiferente.

– El contraespionaje militar los lleva al mar a veces -contestó-. Constituyen una especie de patrulla costera informal por la noche. Pero se supone que no lo sabe todo el mundo, y por eso no lo anotamos.

– Pero Trabert lo autorizó -dijo el segundo individuo.

– Sí, es legal y todo eso.

– ¿Con qué frecuencia lo hacen?

Ambos se encogieron de hombros.

– No es que anuncien un programa -contestó el segundo.

– ¿Y dónde está su punto de salida?

– En la Playa Azul. Pasan por aquí para llegar a la carretera de acceso.

Quedaba pocos kilómetros al oeste de donde había salido Ludwig.

– ¿Pasaron por aquí el martes pasado por la noche?

Los dos hombres se lo pensaron un momento y luego cabecearon.

– Se habrían parado. Casi siempre lo hacen.

– ¿Casi siempre?

– Siempre.

– ¿La misma tripulación cada vez?

– No sé si la llamaría tripulación. Dos por bote. Diferentes individuos. Supongo que lo establecen por rotación.

– ¿Quién es su almirante, a falta de una denominación mejor?

– El capitán Van Meter. Él siempre para aquí. Es un buen tipo.

– Sí. Lo conozco. Muy experto.

– Por eso le aprecian sus hombres. Nunca les pide que hagan algo que él no haría.

Como surcar el oleaje de noche en un bote hinchable. Aunque no aquella noche concreta, al parecer. O no desde allí. De hecho, si querías hacer un viaje rápido a la Playa Molino, habría sido mejor punto de partida la Playa Escondida que la Playa Azul, sobre todo si no querías que te vieran al ir hacia allí. Pues no sólo quedaba más retirada, sino que Falk acababa de comprobar en su mapa que el acceso a la misma estaba prohibido oficialmente, cerrado para proteger el delicado ecosistema. Una de esas rarezas que encuentras de vez en cuando en las instalaciones militares, como una reserva de águilas junto a un polígono de artillería.

– ¿El general te ha dado algún tipo de orden que puedas enseñarnos? -preguntó el primer individuo, que tal vez hubiese empezado a desconfiar-. ¿Alguna nota?

– ¡No!-contestó Falk, dándose la vuelta para marcharse-. Sólo de palabra. Tendréis que fiaros.

– ¿Fiarnos?

– Sí. Y gracias por todo. Una última pregunta. ¿Cuándo llovió por última vez aquí arriba?

El segundo individuo, que parecía aún conforme con todo, miró el diario y silbó:

– Ni una gota en veintidós días.

O sea, bastante antes de que desapareciera Ludwig. Bien.

– Gracias, amigos. Que tengáis una noche tranquila.

– Siempre la tenemos.


Falk se dirigió en el coche a continuación hacia la carretera que llevaba a la Playa Escondida. Le llevó un par de intentos fallidos y giros erróneos, pero al fin encontró una pista que usaban las patrullas motorizadas y que parecía seguir la dirección correcta. Por suerte, todavía había bastante luz, aunque las nubes eran más amenazadoras que nunca. Allí arriba, el viento estaba cobrando fuerza, entre los quince y los veinte nudos. Según lo último que le habían dicho, no había peligro de que Clifford se convirtiera en huracán. Se suponía que la tormenta se estaba debilitando, aunque aún era lo bastante fuerte para que la Guardia Costera llamara pronto a los Balleneros de Boston que patrullaban. No tenía sentido arriesgarse a tener que rescatar los propios botes cuando no había nadie más en el mar. La atmósfera daba la sensación de que el cielo estuviera a punto de abrirse, y Falk sabía que tenía que apresurarse.

Siguió la pista, apartándose lo imprescindible de la playa y aparcó. Localizó luego un sendero ancho que seguía cuesta abajo y siguió unos cientos de metros hacia la playa. Era coral triturado, lo que significaba que no quedarían huellas fácilmente.

En cuanto inició el descenso le sobresaltó un súbito susurro en la maleza a su izquierda. Se paró en seco, tenso, con las manos extendidas como un luchador que tiene que rechazar un ataque. Parecía que estuviese de guardia en la alambrada, sólo que se encontraba muy en el interior del territorio estadounidense. Prestó atención un poco más, pero no oyó más movimiento ni sonido. Habría sido una iguana que corría a ponerse a cubierto.

Falk esperaba que la Playa Escondida tuviese algo de arena. Algunas playas allí eran de roca y piedras, lo que los británicos llamaban «guijarral». Eso no le ayudaría mucho.

Resultó ser una mezcla. Casi toda la playa era de guijarros, pero había una franja de arena de unos tres metros de ancho que lo cruzaba a pocos pasos detrás de la playa, justo donde desembocaba el sendero y que fue donde Falk encontró lo que había ido a buscar. Sin lluvia en las últimas tres semanas que lo hubiesen borrado, y al abrigo de las rocas y la maleza que mantenían el viento a raya, la arena que quedaba sobre la línea de la marea constituía una tabla rasa para cualquiera que la hubiese cruzado hacía una semana o así. Y allí en el centro, en línea directa entre el sendero y el mar, había una huella débil pero inequívoca, una marca de metro y medio de ancho en la arena. Era la marca que quedaría arrastrando algo pesado, como una lancha neumática con un motor fuera borda. Falk extendió el mapa, que había llevado del coche, y cotejó la distancia con la escala, sólo para asegurarse de que no exageraba la conveniencia. La Playa Molino quedaba sólo a unos ochocientos metros, justo a la vuelta de la esquina a su izquierda, mirando al mar.

Mientras doblaba el mapa, empezaron a caer las primeras gotas. Cuando llegó al coche, llovía a cántaros, y el polvo y la humedad del parabrisas era un lodo pardo lechoso. Falk alzó la vista hacia la tormenta, sintiéndose tan reconfortado por ella como sólo podría sentirse un marinero. Para entonces, el sendero llano de la playa ya habría desaparecido. Las gotas de lluvia tenían un sabor salobre, un regalo del Caribe, llevado hasta allí por fuerzas lejanas.

Adelante, pensó. Estaba preparado.

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