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«Nuestros enemigos intentan sacarnos información a diario, empleando toda suerte de medios. A veces, pueden preguntaros directamente después de haber hablado […] Si alguien, aparte de un compañero, os aborda y os pregunta sobre nuestra misión, unidades, o cualquier cosa relacionada con nuestra operación general, tenéis la obligación de comunicarlo de inmediato. Mientras tanto, recordad que vuestras conversaciones no son nunca confidenciales en público ni por teléfono, sobre todo en nuestro medio. Así que desempeñad vuestro papel para anular la capacidad de obtener información de nuestros adversarios. "Pensad en la OPSEC."»

De la columna «OPSEC Corner», semanario The Wire de la JTF-GTMO


El primer arresto se produjo antes del desayuno, cuando un estruendoso convoy de vehículos Humvee llegó a la puerta de una casa de Villa Mar. Buscaban a Lawrence Boustani, un lingüista árabe empleado por United Security, una de las dos grandes empresas contratistas de seguridad. Le esposaron en pijama, mientras sus compañeros de vivienda observaban desde la cocina, parpadeando soñolientos.

Boustani trabajaba habitualmente en el equipo de Pam, que se vio rodeada de curiosos en cuanto llegó a desayunar aquella mañana. Todos querían saber los detalles, pero no los conocía nadie, al parecer.

– Su padre es libanés, tal vez ése sea el vínculo -dijo Pam.

Los habituales, entre los que se contaba Falk, se inclinaron más para no perderse una palabra. Todos inclinaban la cabeza en todas las mesas del comedor, y todos hablaban en voz baja. Y todos parecían convencidos de que aquélla sólo era la primera de muchas detenciones similares.

– ¿No es de la Marina? -preguntó Whitaker-. ¿Retirado o algo?

– Ejército de Tierra -corrigió Pam-. Aerotransportado 82. Bragg y algunos destinos en el extranjero. Lo dejó en 1999. Es un buen tipo.

– Muchos buenos tipos nos han fastidiado antes -comentó Phil LaFarge, miembro del equipo tigre de Falk y psicólogo del Servicio de Inteligencia del ejército.

– O sea que se da por sentado que es culpable, ¿no? -dijo Whitaker-. Recordad que ésta es una operación del Pentágono.

– Bueno, yo sé que Tyndall nunca ha confiado en él.

– A Tyndall no le gustaba. Nunca le oí decir nada sobre confianza.

– Tal vez porque no se fía de ti, por ser de la Oficina.

– Entonces supongo que seré el siguiente.

Risa nerviosa. Humor negro. Era fácil predecir cómo transcurriría el día. A la hora del almuerzo, habría chistes recién acuñados y una nueva serie de conjeturas. A la hora de la cena, ya habrían enviado los chistes por correo electrónico a colegas de Washington y de varias bases militares en Estados Unidos. En algunos círculos considerarían a Boustani la mayor amenaza para la seguridad nacional desde Osama bin Laden. En otros, sería un chivo expiatorio, el nuevo Dreyfus.

– Supongo que esto te quita de la primera plana -le dijo Whitaker a Falk, refiriéndose al revuelo del día anterior por Ludwig.

– Como si todo esto apareciese alguna vez en The Wire.

– Pensad en la OPSEC, amigos -gorjeó Whitaker-. ¡Vaya! Hablando del rey de Roma…

Allí estaban los tres miembros del equipo, que entraron en el comedor, recién llegados de la cacería. Tan extraños como siempre, desde luego no tenían pinta de cazaespías. El uniforme de Cartwright parecía haber sido almidonado y planchado durante la noche. Fowler vestía un polo dorado y pantalones caqui de sport, y parecía un agente inmobiliario. Bokamper se rezagó unos pasos, a propósito en opinión de Falk. Calzaba mocasines sin calcetines, y asintió mirando a Falk desde el otro extremo de la estancia, mientras se dirigía a una mesa en un rincón lejano. Desayuno de negocios.

– Tramando el siguiente movimiento -dijo LaFarge-. Con un poco de suerte, podrás tomar el de las diez diez a Jacksonville, Whitaker.

– Contrataré a un abogado especialista en demandas por daños e invocaré la Quinta.

Falk captó la mirada de Pam. Tenía la misma expresión que los demás, una parte de preocupación y dos partes de entusiasmo. Igual que la agitación de cualquier oficina o gran organización. Incluso cuando la noticia era mala, provocaba una descarga de adrenalina, una ráfaga de energía que se consumía en cotillear, escribir a mano y en una frenética fascinación. La productividad se iría por el desagüe el resto de la semana, que seguramente era lo que más temía Trabert de este destacamento. Falk se preguntó si los prisioneros advertirían la diferencia en el sutil cambio de presión del aire. La idea le recordó a Adnan. Tenía que encontrar tiempo como fuese para una sesión complementaria con él, aunque otros asuntos figurasen primero en su apretada agenda. Ya se había atrasado en el caso de Ludwig. Y estaba también el acuciante asunto de «Harry», a quien tendría que visitar.

Notó que Pam seguía mirándole y alzó la vista. Después de salir del Tiki Bar la noche anterior, había parado en casa de ella para recogerla y habían pasado una agradable velada tardía. Fueron en coche a casa de él, donde competían los ronquidos de Whitaker y el zumbido del aparato de aire acondicionado reparado, que mantenía la casa tan fresca como un hospital. Tomaron otra copa en el sofá y luego pasaron una hora agradable en la cama. Falk descubrió que echaba de menos la agilidad habitual de sus cuerpos, aunque jugar en el frío le recordó el aparcamiento de Maine una noche de otoño: el ulular de los búhos en los árboles mientras vigilabas por si aparecía el único poli nocturno de Deer Isle.

Falk había acompañado luego a Pam a casa. Era algo que formaba parte de la farsa en Gitmo. Todos de vuelta en su cama al amanecer. Recorrieron las calles estrechas y sinuosas, pasados los cactus, bajo un inmenso cielo estrellado; los faros les ofrecían destellos de barrios residenciales estadounidenses trasplantados.

Cuando pararon junto a la casa de ella en Windward Loop, en la que no se veían luces (las compañeras debían estar durmiendo), Pam se apoyó en la puerta y se estiró como un felino. Todavía olía como en la cama, y Falk sabía que cuando regresara a su habitación, todo el lugar estaría impregnado de su perfume. La brisa nocturna entraba por las ventanillas abiertas con el aroma a hierba seca de la tierra calcinada.

– ¿Así que es verdad lo que dicen? -preguntó Pam con una sonrisa traviesa-. ¿Que las amas y las dejas? ¿Una chica en cada puerto?

Falk sabía muy bien de dónde había sacado la idea; pero, teniendo en cuenta su historial, supuso que la pregunta era razonable.

– Así ha sido a veces. Hace unas semanas, habría dicho que sería igual ahora. Pero últimamente no es lo mismo. Me cuesta mucho creer que nos diremos adiós sin más en cuanto termine nuestro destino aquí.

– A mí me pasa lo mismo. Sería bastante doloroso. El tipo de dolor que procuro evitar si es posible.

Él supuso que era el momento de retirarse gentilmente si no estaba seguro de un futuro juntos. Sonrió, aunque no dijo nada.

– ¿Te incomoda hablar de esto? -preguntó ella-. Podemos hacerlo en otro momento.

– No. Sólo es falta de práctica. Han transcurrido años.

– Me parece bien la falta de práctica. Me preocupaba más que hubieras tenido demasiada, que esto fuera parte de la rutina.

Falk negó.

– Es curioso que tengamos esta conversación, si lo piensas, considerando lo que hacemos aquí. Nos ganamos la vida haciendo preguntas. Quiero decir que no es como si no supiéramos llegar al fondo. Pero estamos aquí sentados, esperando que el otro dé el primer paso.

– Tal vez yo sólo esté observando tus claves no verbales.

Falk esbozó una sonrisa forzada. Suponía que ambos se preguntaban el escrutinio que podían soportar en aquella etapa del juego. Siempre que un interrogatorio llegaba a un punto delicado, la norma primordial era la confianza. Se preguntó si estarían dispuestos a comprobar esa confianza revelando todos sus sentimientos, y recordó de pronto el antiguo consejo de Quantico, la parte acerca de «vencer la resistencia mediante la compasión». Pero ¿admitiría uno de los dos que ofrecía resistencia precisamente entonces?

– Bueno, considerando que somos una pareja de profesionales -le dijo Pam-, ¿puedo hacer otra pregunta indiscreta?

Falk asintió.

– ¿Existe alguien de quien debiera saber? ¿Alguien en Washington, o, bueno, en cualquier otro sitio?

Falk supuso que era su modo de preguntar por la carta perfumada. Tal vez fuese lo que había provocado la conversación.

– Nadie importante -dijo él, devolviéndole la mirada-. ¿Y en tu caso?

– Lo mismo.

– Bien, ¿qué más te contó Bo de mí mientras fui a buscar las bebidas?

– Que estuviste prometido una vez.

Él se ruborizó, y se alegró de estar a oscuras.

– Un error de juventud.

– ¿Que no se repetirá nunca?

– No puede repetirse. Ya no soy joven. Cualquier error futuro será el error plenamente consciente de un profesional maduro.

– Puedo soportarlo.

– Sin duda comprenderás que ahora tendré que pedir a Bo un informe detallado sobre el final de vuestra conversación.

– Por supuesto.

– Bien, porque será a quien vea primero esta mañana.

Pam frunció el entrecejo.

– Ten cuidado con él.

– ¿Con Bo? ¡Diablos! Nos conocemos hace años. Es como un…

– ¿Hermano mayor?

– Sí.

– Él también me lo dijo.

– Pues ya lo ves. -Aunque ahora se sentía un poco traicionado por su amigo, y, al parecer, Pam lo advirtió.

– No te preocupes. Seguro que sólo intentaba ligar.

– ¡No me tomes el pelo!

– ¿Por qué? ¿Porque está casado?

– Para empezar.

– Eso no significa nada para los tipos como él. Ni tampoco la «caza furtiva». Te lo aseguro.

– Sólo es un poco fanfarrón. Siempre lo ha sido.

– Y apuesto a que lo seguirá siendo. No es que él quiera que lo sepa su hermano pequeño. Así que no seas ingenuo. Sobre todo, no hasta que sepamos lo que se proponen realmente esos desgraciados. Recuerda que es uno de ellos.

– Bo dice que él no está en el círculo interno.

Ella puso los ojos en blanco, destellos blancos a la luz de las estrellas.

– ¡No me digas! -exclamó, pero menos tensa.

Se inclinó para acariciarle la mejilla, atrayéndole sobre el asiento de vinilo, con un crujido de los muelles. Volvían a ser escolares adolescentes, concentrados en un prolongado besuqueo junto a la acera. Falk casi esperaba oír los gritos de un papá irritado en el porche.

– ¿Así que esto es sólo otra parte de mi número de «chica dura»? -susurró ella, debatiéndose para respirar.

– Eso te sacó realmente de quicio, ¿verdad?

– El único que me saca de quicio eres tú.

Otra caricia, una ráfaga de sudor y jazmín, así que Falk lo dejó. Aunque aún le preocupaba, porque había visto la misma reacción antes con Bo: la cólera inicial, las mujeres afirmando que le aborrecían. Y luego daban un giro de 180 grados y se enamoraban de él, cruzando la línea entre la cólera y la pasión de un solo paso ligero.

Falk dormía profundamente cuando sonó el teléfono pocas horas más tarde. Whitaker llamó a la puerta del dormitorio para decirle que preguntaban por él. Eran las seis de la mañana. Falk se dio cuenta de que había soñado con La Habana, el perfume de Elena se había mezclado con el de Pam. Una habitación de hotel con un ventilador en el techo y el sonido de tambores que llegaba de la calle. Todo eso se fundía en su mente cuando se levantó vacilante. Recorrió el pasillo confuso, reprochándose no haber visto a Adnan. Demasiado preocupado por mujeres y amigos. La cocina estaba congelada, notó el linóleo gélido en las plantas de los pies descalzos. Gritó la inconfundible voz de Bokamper:

– Hay que cancelar nuestro paseo por la playa, amigo. Tengo una guerra urgente a la que asistir.

Falk se despertó al instante.

– Así que ha empezado. ¿Tenéis un nombre?

– Como te dije, yo sólo estoy aquí para observar.


Y ahora, mientras Falk permanecía sentado en la mesa del desayuno en el comedor, se preguntó si Bo había sido franco con él. Pam no lo creía, desde luego, pero ella no le conocía, ni conocía la historia de ambos, las tormentas que habían capeado, la confianza que habían establecido. Fuera cual fuese el caso, Fowler debía haber decidido por la noche tomar medidas de inmediato, pues, de lo contrario, Bo no habría cancelado su cita en la playa, para empezar. Tal vez toda la charla irreverente del Tiki Bar hubiese convencido a Fowler de que tenía que actuar enseguida.

– ¡Vaya! ¿Qué os parece eso? -se asombró LaFarge.

Tres recién llegados al comedor se dirigían a grandes zancadas hacia el equipo. Fowler hizo las presentaciones mientras Cartwright acercaba sillas para todos. Según todas las apariencias, eran invitados.

– ¿Qué os parece? ¿Víctimas o colaboradores? -preguntó Whitaker.

– El capitán Rieger no es ninguna sorpresa -dijo LaFarge-. Walt es el jefe de contraespionaje del ejército de la JTF, así que tienen que contar con él. Protocolo.

– Pero, ¿Van Meter y Lawson? -preguntó Falk.

Se refería al capitán Carl Van Meter y a Allen Lawson. El primero vestía uniforme. El segundo no.

– Lawson es de la organización. Global Networks.

– Eso no tiene nada de extraño -dijo Whitaker-. Lawson es competencia de Boustani. Seguro que consigue un bono por ayudar a enviarlo a chirona.

– O tal vez haga sólo lo correcto -terció Stu Sharp, un investigador de las Fuerzas Aéreas-. Van Meter es el único que no me encaja. ¿Cuál es su título oficial?

– Oficial de inteligencia para las Fuerzas de Seguridad -dijo Whitaker-. Informador del J-DOG.

– Sólo en lo tocante a los árabes -dijo Sharp-. Se cabrea cuando ve a uno de los lingüistas rezando. Debe creer que están recitando el juramento a la yihad o algo parecido.

– Reconozco que a mí también me pone los pelos de punta -dijo LaFarge-. Sé que no debería, pero cuando ves a los prisioneros haciéndolo todo el día y luego uno de tus intérpretes empieza también… -negó con la cabeza.

– Van Meter me dijo una vez que cree que estamos en una guerra por la supervivencia de nuestra cultura -dijo Whitaker riéndose.

– Tiene razón -sentenció LaFarge.

– ¿También con Boustani? ¿Es él el enemigo? Diablos, Boustani se crió en Brooklyn.

– Eso no tiene nada que ver en cuanto te haces religioso. Pero reconozco una cosa. Van Meter tiene tirria a Boustani. Cree que es demasiado amable con los saudíes. Debe de haber presentado un montón de quejas sobre ello a Rieger.

– Pues parece ser que han dado resultado.

– Vamos, tíos, ninguno de nosotros sabe qué más tienen. Ni lo que han encontrado en casa de Boustani.

– Pareces un fiscal -dijo Falk-. ¿Seguro que no eres el fiscal del distrito, LaFarge?

– Bueno, os garantizo una cosa -dijo Whitaker-. Este arresto tendrá mucho éxito entre los soldados. Seguro que habéis visto las miradas que echaban a Boustani los policías militares cuando se ponía a hablar de la paz y la belleza del islam.

Falk recordó su época de joven pardillo. También a él le habrían irritado las oraciones y las lecturas. Si su carrera hubiese seguido otro rumbo u otro idioma, podría seguir siendo igual. Y sabía por su experiencia en el ejército que muchos soldados de las fuerzas de seguridad no cambiarían nunca de punto de vista, ya fuese por pereza intelectual o por ciega lealtad a su forma de vida. Era una opinión fácilmente reforzada cuando la otra parte empezaba a lanzar aviones contra los edificios.

– ¿No creó problemas Boustani a un policía militar? -le preguntó Sharp.

– Sí -contestó Whitaker-. Por tirar al suelo el Corán de un prisionero. Le riñó delante del prisionero, nada menos. Lo presenciaron muchos y no sentó nada bien.

– Inteligente. Discreto, además.

– Lo mismo que los policías militares. En cuanto Boustani se marchó, unos cuantos le llamaron «negro».

– Estupendo -dijo LaFarge-. Pero eso no significa que él esté libre de culpa.

– ¿Ya no rige lo de inocente hasta que no se demuestre lo contrario?

– Perfecto. Siempre que apliques la misma norma a Van Meter. Que, por cierto, no está acusado de nada.

– Excepto de ser un pendejo.

Más risillas nerviosas, todos empezaban a sentir cómo retumbarían las réplicas en el lugar dentro de unas semanas, creando nuevas tensiones y fisuras, sobre todo si había más detenciones.

– Esto favorecerá muchísimo al trabajo en equipo -dijo Sharp con un suspiro cansado.

– Habrá que acostumbrarse -dijo Whitaker-. Con esos seis sueltos, la cosa sólo puede empeorar.

Curioso, pensó Falk, cómo habían decidido ya algunos que los seis individuos que ocupaban la otra mesa formaban parte del mismo «equipo». Otra forma de culpabilidad por asociación.

– Bueno, a mí no me incluyáis entre los negativistas -dijo al fin LaFarge-. Por lo que sabemos, esos tipos nos están haciendo un favor inmenso. No olvidéis para qué estamos aquí.

Era cierto también, y Falk asintió con los demás. La posibilidad de que hubiera auténticos espías entre ellos quizá fuese la más aleccionadora de todas las perspectivas posibles. Tal vez fuese la razón de que algunos desearan tanto tomársela a broma o imaginar una investigación exageradamente celosa. Las consecuencias de una verdadera quiebra de la seguridad podrían ser atroces. Por unos minutos, sólo se oyó el repiqueteo de los cubiertos en los platos. Luego se acercó Mitch Tyndall con un plato de huevos humeante.

– ¿Quién se ha muerto? -preguntó, riéndose-. Si estáis de duelo por Boustani, podéis ahorrároslo. Deberíais estar agradecidos.

– No te molestes en razonar con ellos -dijo LaFarge, contento de contar con un aliado-. Es como hablar con la Unión de Libertades Civiles del Campo Delta.

– Parece que sabes algo -dijo Falk-. ¿Estuviste allí, Mitch?

Tyndall negó con la cabeza.

– Pero he oído algo. Llevaba encima algunas cintas extrañas. De audio, no de vídeo. Y algunos disquetes cuestionables. Y tenía una lista de nombres de prisioneros en su portátil.

– Será mejor que borre la mía, entonces -dijo Whitaker con un bufido-. ¡Demonios, Mitch! Es probable que todos los que estamos sentados ahora a esta mesa tengamos algo en casa o en el portátil que no debiéramos tener técnicamente. No es lo mismo que largarse de aquí en coche con una carpeta llena de documentos.

– Él también tenía un montón de cartas en casa. De los prisioneros. ¿Tienes tú alguna?

Whitaker negó, escarmentado, al parecer.

– Por lo visto, las había metido en sus valijas para el continente e iba a enviarlas por correo -prosiguió Tyndall.

Falk pensó en la carta que había recibido. No de un prisionero, y además no estaba escrita en árabe ni en pashto, sino en inglés. Pero el contenido podría levantar sospechas en aquel ambiente, sobre todo si alguien supiese la razón de la misma.

Se hizo de nuevo el silencio en la mesa. Aquella noche habría bebidas hasta altas horas en el Tiki Bar. Las indiscreciones hundían muchos barcos. Falk esperaba que no hundiesen el suyo. Ni el de Pam. Algunos opinaban que todo el que hablara árabe podía estar ahora bajo sospecha. Las cosas podrían ponerse feas rápidamente si este equipo no era cuidadoso.

Falk pensó de nuevo en Harry, que esperaría impaciente su visita. Bueno, que esperara. Tenía que ver a otras personas primero. Se levantó con la bandeja.

– ¿Adónde vas? -preguntó Whitaker-. ¿A informar de nuestra conversación a tu amigo el señor Bokamper?

– Tranquilo, Whit. El tipo al que voy a ver sabe tener la boca cerrada.

– Tiene que ser Adnan, entonces.

Eso provocó al fin algunas risas.

– Este tipo hace que Adnan parezca un parlanchín. Se llama Ludwig.

– Ah, vaya, el tipo muerto.

– Que espera en la mesa de autopsias. Acábate el bacon antes de que se enfríe, Whit. Hasta la próxima, caballeros. Y señora.

Una mirada de despedida a Pam. Al menos en aquel apartado todo parecía correcto.

– Dale recuerdos de nuestra parte -dijo Whitaker.

Había tapado el bacon con una servilleta.

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