El Campo Iguana era un motivo de bochorno en un lugar que por lo demás no se excusaba. Era una casita blanca situada en un terreno con hierba, encaramada en lo alto de un acantilado y rodeada de una sola valla. A diferencia de la alambrada del Campo Delta, ésta no llegaba a cuatro metros de altura, y no tenía torres de vigilancia ni alambre de espinos.
Los propios prisioneros eran polémicos: tres muchachos afganos, que tenían de doce a catorce años cuando llegaron. Desde entonces, todos habían pasado un cumpleaños en cautividad.
El general Trabert aún se refería a ellos en público como «combatientes enemigos juveniles», pero los policías militares que atendían a diario sus necesidades los llamaban «los chicos», y se habían convertido en una causa célebre internacional entre los críticos de Gitmo.
Debido a ello, el Campo Iguana constituía ahora una parada regular de las visitas de los medios de comunicación a Gitmo, para que las autoridades pudieran enseñar las dependencias limpias, espaciosas y con aire acondicionado. Llevaban siempre a los muchachos rápidamente a otra habitación, y los mantenían en silencio y fuera de la vista mientras los periodistas inspeccionaban los dormitorios y la zona común.
Una de las partes obligatorias de la visita era un agujero de unos seis metros de largo que las autoridades habían cortado en la valla verde. Esto permitía a los chicos una vista panorámica del mar, y eran precisamente las posibilidades de esa vista lo que intrigaba a Falk.
Como se presentó sin invitación, le costó un poco más entrar que a los grupos de visitantes. Un policía militar avisó a un tal sargento Wallace, a quien no impresionó la identificación del FBI de Falk.
– Los muchachos están en clase de matemáticas -le dijo-. Podemos fijar una hora para mañana.
– Tengo bastante prisa.
– Quizás ellos también.
Como si cualquier prisionero de Gitmo tuviese prisa. Falk enarcó las cejas y Wallace comprendió lo disparatado del comentario, al parecer.
– Lo siento, pero es que tenemos muchas solicitudes y soy un poco protector.
– Entiendo -repuso Falk-. Será un momento.
Cuando no estaba cumpliendo con su deber de la reserva, era profesor. De bachiller elemental, nada menos, y había descubierto que los muchachos de Gitmo tenían en buena medida las mismas peculiaridades, angustias y cambios de humor que sus alumnos de Estados Unidos, con la excepción de que, en su caso, también se relacionaban con la carga emocional de la guerra y el encarcelamiento.
– Permítame prepararlos -le dijo Wallace-. Deben estar en sus habitaciones mientras hablamos.
Un par de minutos después, el policía le acompañó al interior. La puerta daba a una pequeña cocina y a un cuarto de televisión más pequeño, con un sofá y una mesita.
– ¿Ven la televisión por cable?
– Ya me gustaría. Sólo vídeos.
Había una pila de videocintas en la mesa del televisor. Sobre todo de National Geographic, y un par de películas: Fiel amigo y Colmillo blanco. Naturaleza con árboles frondosos, paisajes espléndidos y muy poca gente. Había un tablero de ajedrez con una partida empezada sobre la mesita de centro. En una esquina había un parchís, y, amontonados a un lado del sofá, tres cuadernos y libros de matemáticas. Falk sólo vio otro libro, un ejemplar de Jorge el curioso, en un idioma que parecía pashto.
Un pasillo corto llevaba a los dormitorios y al cuarto de baño. Ninguna de esas habitaciones tenía puerta, supuestamente para reducir las posibilidades de suicidio. Sería embarazoso ahora.
Un rostro moreno se asomaba de uno de los dormitorios, con grandes ojos oscuros y mirada inquisitiva. El muchacho desapareció rápidamente al ver que Falk lo miraba. Era difícil imaginar a alguien con una cara como aquélla cargando un kalashnikov o corriendo a esconderse detrás de una roca en las resecas colinas afganas, aunque Falk sabía que había sido bastante frecuente.
– ¿Qué necesita? -preguntó Wallace.
Antes de que Falk pudiera contestar, se oyó una voz infantil en el pasillo.
– ¿Siñor Wallace, por favor?
Tímida, más una súplica que una pregunta.
– Espere un momento -le dijo Wallace a Falk-. Vuelvo enseguida.
Falk aprovechó para curiosear un poco más. Entró en la pequeña cocina, que estaba pulcrísima, aparte de los restos de la merienda en cuatro bandejas en el fregadero. Wallace debía haber comido con los chicos. Falk abrió la nevera y vio cartones de zumo y de leche, una tableta de chocolate, unas barritas de zanahoria y unas bandejas de cecina.
– ¿Tiene hambre? -preguntó Wallace con voz tensa.
– No. Sólo curiosidad.
– Como todos -dijo él en tono fatigado-. Sólo son niños, en realidad. No importa lo que puedan haber hecho antes de llegar aquí.
– Seguro que tiene razón. ¿Todo bien allí?
– Sólo una pregunta sobre los deberes.
Falk señaló con la cabeza la cocina blanca reluciente.
– ¿Se hacen ellos mismos las comidas?
– No está enchufada. Sólo propósitos estéticos.
Puro escaparate, sin duda, pero no dejaba de ser un detalle extraño. Tomarse tantas molestias para subir hasta allí una cocina con el único fin de dar cierto aire hogareño al lugar. O tal vez hubiese estado siempre allí.
– ¿Qué le parece si va al grano? -preguntó Wallace.
– Supongo que se ha enterado de la desaparición del soldado, de abajo, de la Playa Molino.
– ¡Por Dios! ¿Otra vez eso? ¿No le bastó ya al capitán?
– ¿El capitán?
– El tipo de seguridad.
– ¿El capitán Van Meter?
– El mismo. Llegó como un energúmeno. Los chicos casi se mueren de miedo. Se sentó en sus camas y se pasó casi media hora acribillándoles a preguntas. Por supuesto, yo me lo perdí y todos se disgustaron todavía más. Así que olvídelo, no volveremos a ese tema de nuevo.
– Lo siento. No tenía ni idea.
– ¿Es que no hablan ustedes unos con otros?
– Existe un problema de jurisdicción. La verdad es que no intercambiamos la información.
Wallace negó con la cabeza.
– Como todas las puñeteras cosas aquí. No es que deba emplear ese lenguaje delante de los chicos. Tendría que ver usted las peleas sobre cómo sonsacarles. Cuánto tiempo retenerlos. ¿Ha intentado alguna vez conseguir libros de texto del Pentágono? Yo al final tomé dos prestados del colegio de la base. Increíble. Pero se puede conseguir lo que sea del capitán Van Meter.
– Me temo que no es tan fácil.
– Nunca lo es.
– Verá. Ni siquiera necesito molestar a los chicos. Sólo me preguntaba si alguno de ellos habría visto alguna cosa aquella noche.
– Están bastante encerrados desde que oscurece.
– ¿No tienen ventanas?
Él asintió.
– Pero no se ve la playa. La tapa la valla. Sólo se ve el horizonte marino. Y por la noche, nada.
– ¿Así que los tres estarían dentro?
– Es exactamente lo que le dijeron al capitán como se llame, y lo que le dirían a usted.
– Entonces me marcharé. ¿Le importa que eche una ojeada fuera primero?
– Lo que sea con tal de que se marche.
Wallace le acompañó a la puerta y se dio la vuelta. Cuando habló de nuevo lo hizo en voz más baja, como si quisiera que los niños no lo oyeran.
– No quería echarle una bronca. Pero es que uno de los chicos tuvo pesadillas dos noches después de la visita de ese cretino, y no quiero que se repita. Shakeel era el más desquiciado al principio, pero progresó mucho con asesoramiento. No soportaría que se quedara en nada.
– Debería decírselo al general.
Wallace negó. Tal vez ya lo hubiese intentado.
– Vamos, le enseñaré el recinto de la propiedad.
La parte posterior era un prado de hierba parda de unos cinco por ocho metros escasos, con una mesa y bancos y una portería pequeña de fútbol a un extremo. Había un balón de fútbol americano en el suelo.
– ¿Lo usan alguna vez?
– Lo lanzan. Son muy buenos. Prefieren jugar al fútbol pero el balón se fue sobre la valla hace unos días.
– Vaya. Más solicitudes.
– Lo ha entendido.
Según lo anunciado, había un corte largo en la malla. La vista del mar era espectacular.
– No es extraño que les guste estar aquí fuera.
– Por eso tienen todos esos vídeos de la naturaleza. No se cansan de aprender cosas sobre el océano, los peces, todo lo relacionado con el mar. No lo habían visto nunca antes de llegar aquí.
Qué lugar tan extraño para ampliar tus horizontes. Él suponía que si volvían a su país alguna vez, la experiencia podría serles beneficiosa. Falk se adelantó para verlo mejor. Sólo pegándose a la valla se veía la Playa Molino. Y tal vez no se viera nada cuando oscurecía, como había dicho Wallace. Y los chicos estarían en sus habitaciones, de todos modos. En otras palabras, había perdido el tiempo yendo hasta allí.
– Bueno, ya está bien. Perdone la molestia.
– No se preocupe -repuso Wallace.
Se dirigieron hacia la salida.
– ¿Se irán a casa pronto?
– Ha habido conversaciones. Y muchísimo papeleo. Pero hasta el momento, no ha pasado de ahí.
Falk regresó, pasando por el Campo América y por la prisión, salvando el control, y volvió a casa. Había anochecido, e imperaba un sentimiento de desolación mientras tomaba las curvas. Llevado por un impulso, decidió pasar por el apartamento de Pam en Windward Loop. Como mínimo, averiguaría la atención que le dedicaban. Con un poco de suerte, ella estaría mirando por la ventana y lo vería. Otra similitud con un idilio adolescente, pensó. El muchacho enamorado paseándose en coche por la calle de sus sueños.
El vecindario estaba tranquilo, y Falk se acercó lo más despacio posible, sin llamar demasiado la atención. Había un Humvee aparcado enfrente y un centinela junto a la puerta. Ya sabía que ella estaba bajo arresto domiciliario, pero se sintió consternado por las medidas de seguridad. Ni siquiera la habían acusado de un delito. ¿Hacían todo aquello para impedir que él se acercara? ¿Y si la visitaba algún otro? Seguro que Van Meter lo hacía sin problema. ¿Y Bo? ¿Cuáles serían las normas en su caso? ¿Y cómo habría sido su única visita en su ausencia? Falk se preguntó también cómo habrían reaccionado las compañeras de casa de Pam. A lo mejor seguían siendo una gran familia feliz, la atmósfera habitual de residencia de hermandad femenina, sólo con cierta severidad especial para asegurarse de que sus citas las acompañaban a casa puntualmente. Y nada de besos robados en el porche.
Venció el impulso de parar y siguió hasta la avenida Sherman, torciendo a la izquierda para dar la vuelta y dirigirse de nuevo a Iguana Terrace. También podía parar en el Tiki Bar, dado su estado de ánimo, aunque sólo fuese para buscar compañía. Dormiría mejor si tomaba unas cervezas. Con un poco de suerte, los cotilleos se habrían aplacado.
El bar bullía de actividad. Los arrestos tal vez hubiesen minado la moral, pero no le habían quitado la sed a nadie. Falk decidió tomar algo más fuerte, para variar, y pidió una tónica con ginebra. Estaba bastante aguada, así que pidió otra enseguida, y esperó en la barra mientras escrutaba a la numerosa clientela en busca de algún conocido.
No encontró a nadie y cogió un número de The Wire que alguien había dejado en un taburete. Siempre merecía la pena mirar la programación del cine, aunque, por lo demás, el periodicucho no valía nada. Le sorprendió un poco ver en el interior un artículo breve sobre la llegada del equipo de Fowler. Según la línea oficial expuesta por el encargado de relaciones públicas que había escrito el artículo, el equipo había ido a «valorar la seguridad y eficacia de las operaciones en curso del J-DOG y del JIG». Instaba a todos a que «colaboraran al máximo mientras ellos cumplían sus importantes obligaciones». Etcétera, etcétera. Al lado había una fotografía de los tres al sol, todos con los ojos entrecerrados, como si fueran golfistas que esperaban al cuarto miembro del cuarteto. Bo estaba ligeramente apartado de los otros dos.
La única referencia a la desaparición del sargento Ludwig era una breve nota sobre la ceremonia que habían celebrado por él y que Falk se había perdido. Decía también que Ludwig se había ahogado mientras nadaba a última hora en la Playa Molino.
Falk estaba enrollando el periódico y se disponía a regresar a casa cuando le distrajo el alboroto de unos recién llegados, guiados por una pareja de policías militares todavía uniformados. Uno lo miró extrañado, asintió al reconocerle y susurró algo a sus amigos.
Estupendo, pensó Falk. Exactamente lo que quería evitar. Ahora el tipo se acercaba a él, con la cerveza en la mano y asintiendo de nuevo.
– ¿Estuvo usted en Iguana, verdad? ¿Del FBI?
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque yo estaba en la parte de atrás con los chicos. Lo vi por la ventana cuando fue a dar un paseo con Wallace. Acabé el turno nada más marcharse usted.
– Su sargento es muy protector.
– Es un buen hombre. Y ellos son buenos chicos, en realidad. Se merecían algo mejor que acabar secuestrados por los talibanes y que les pusieran una metralleta en la mano. Cuesta imaginarlo, ¿verdad?
– Sí, bueno. Así es la guerra en su país, supongo.
– Es la verdad.
Ambos guardaron silencio un rato, y Falk supuso que el individuo estaba a punto de volver con sus amigos. Pero en vez de marcharse, se entretuvo con torpeza, mirándose los pies mientras arrancaba la etiqueta de su cerveza.
– Wallace dijo que no trabajaba usted con ese otro tipo, Van Meter.
– Es cierto.
– ¿Algún embrollo jurisdiccional?
– Algo parecido -repuso Falk, encogiéndose de hombros, y procurando no mentir más de lo necesario.
– Bueno, no le cuente nunca a Wallace que se lo he dicho, seguramente fue culpa mía que ese gilipollas fuera a ver a los chicos, para empezar.
– ¿Por qué?
El policía miró a su alrededor con recelo. Falk se fijó mejor ahora y vio que parecía tener unos diecinueve años, sólo cuatro más que el chico mayor de Iguana. Los niños cuidaban a los niños, todos ellos lejos del hogar.
– Quizá no debiera hablar de ello aquí -dijo el soldado.
– Vamos. -Falk agitó el hielo en el vaso vacío-. Déjeme refrescarme con esto, y luego iremos a dar un paseo.
El muchacho fue a hablar con sus amigos mientras Falk pedía la tercera tónica con ginebra. Luego, ambos se encaminaron pasadas las mesas hacia el mar, bajaron por una pequeña pendiente hasta un estrecho dique flotante en el que entraban a veces los botes de recreo. Una lancha pequeña zumbaba lejos de la costa en la creciente oscuridad, rumbo al puerto deportivo, con las luces de navegación verdes y rojas encendidas. El dique se balanceó con el oleaje de su estela, crujiendo sobre los pilares.
Aquél era un lugar oportuno para escapar del bar a veces. Los que sentían una súbita punzada de añoranza entre copa y copa se refugiaban allí para animarse antes de reincorporarse a la pandilla. También servía de terreno de pruebas para los hombres y mujeres que consideraban la posibilidad de emparejarse para pasar la noche, un lugar para comprobar cómo iban las cosas con cierta intimidad. Pam y Falk habían ido allí la primera noche que ella le invitó a una cerveza, un recuerdo que le clavó una pequeña puñalada en el pecho. Pensó en ella encerrada en la casa, castigada sin privilegios, sólo porque su malvado novio había cabreado de algún modo a los profesores.
Aquella noche sólo había allí una pareja, acaramelada a un lado de la luz de la farola. Falk guió al policía militar hacia el otro lado, junto a la orilla del agua.
– ¿Cómo se llama, soldado?
El muchacho bajó la vista y vio que llevaba la placa cubierta con cinta adhesiva todavía. ¡Y eso que confiaban plenamente en los chicos!, pensó Falk.
– Disculpe -dijo él, quitándose la cinta-. Especialista Hilger. De Kentucky.
– Cuénteme lo que ocurrió.
– Fue todo por algo que se me escapó. Conté a unos tipos una noche en la cena algo de Shakeel, uno de los niños. Tiene trece años y ha tenido pesadillas. Algunas semanas, todas las noches. Se despierta gritando y bañado de sudor. Al final, decidimos que el mejor modo de calmarle era sacarle al aire libre. Las normas lo prohíben, no pueden salir en cuanto oscurece. Pero, demonios, funciona; y es mejor que dejar que despierte a los otros. Se calma paseando a la luz de la luna, hasta donde puede oír el ruido del oleaje sobre las rocas. Y el caso es que se corrió la voz, como pasa siempre, y ese capitán Van Meter debió enterarse.
– Y decidió tener una charla con Shakeel.
– Así es.
– Hubiese sido agradable que Wallace me lo contara.
– Supongo que creía que no tenía sentido. Shakeel le dijo a Van Meter que aquella noche no había salido. Así que no tenía sentido interrogarle otra vez para nada.
– ¿Y por qué me lo cuenta ahora? No puedo hacer absolutamente nada respecto a Van Meter.
– Porque Shakeel salió aquella noche. Y yo también. Era mi última semana de turno de noche, y estaba sentado a la mesa de fuera fumando un cigarrillo mientras Shakeel se calmaba paseando. Los dos estábamos demasiado asustados para contárselo al gilipollas de Van Meter, así que acabamos por no decírselo tampoco a Wallace. Pero creía que debería saberlo alguien. Sólo para aclarar las cosas.
– O para cubrirse las espaldas.
Hilger negó enérgicamente.
– No. Aceptaré con mucho gusto la culpa. Demonios, a lo mejor me mandan a casa. Quien me preocupa es Shakeel. Está previsto que vuelva a su país. En realidad, todos, si el alto mando deja de posponerlo. Pero si Van Meter descubre que Shakeel le mintió, bueno… -Se encogió de hombros-. Sabe Dios lo que pasará. Podría quedarse aquí atascado hasta los dieciocho años. Luego le trasladarían al Delta y a nadie le importaría una mierda.
– Entendido. No diré nada a nadie.
– Todavía no lo comprende, ¿verdad? Shakeel no sólo estaba allí fuera, sino que vio algo. En el agua. La misma noche que desapareció el sargento.
Falk miró alrededor para comprobar que estaban solos, atónito y preocupado de pronto. No se habría sentido más vulnerable si alguien hubiera tirado una granada bajo sus pies. La pareja que se besuqueaba seguía concentrada en lo suyo a unos seis metros de distancia, y parecía completamente ajena a todo lo demás. Pero había que cubrirse, pensar en la Seguridad Operativa.
– Vamos al muelle -dijo Falk mirando alrededor-. Y no le diga una palabra de esto a nadie. ¿Comprendido?
– Por supuesto. Es lo que prefiero.
Las tablas crujieron bajo sus pies cuando se encaminaron hacia el final, fuera del círculo de luz que proyectaba una lámpara sobre un pilar. Un pez aleteó en la superficie y desapareció.
– ¿Qué es lo que vio?
– Una lancha. No una grande. Una de esas neumáticas pequeñas.
– ¿Hinchable?
– Sí, como las que usan los comandos.
– ¿La vio usted?
Hilger negó.
– Yo estaba distraído, medio dormido. Shakeel no me lo contó hasta la noche siguiente. Creo que le asustaba, como si supiera que era algo que no debería haber visto.
– Pero si ni siquiera se ve la playa desde allí.
– Es que no la vio en la playa. La lancha pasó, justo más allá de la rompiente.
– ¿En qué dirección?
– Hacia el este.
– ¿Hacia el Campo América? ¿Hacia el lado cubano?
Hilger asintió.
– Los tres.
– ¿Tres botes?
– Tres personas. Una lancha. Son las personas que vio Shakeel.
Falk pensó un momento en ello. Algo no cuadraba.
– Ni siquiera había luna aquella noche. ¿Cómo pudo haber visto algo, no digamos ya hacer un recuento?
– Por las luces de nuestro campo. Están encendidas toda la noche. No son tan intensas como las del Delta, pero sí lo suficiente. Lo vio, de eso no hay duda. No tenía ninguna razón para inventarlo. Y sé que no ha oído nunca nada de ese sargento.
– ¿Y estaba seguro de que eran tres?
– Sí.
– ¿Y por qué no se lo contaron a Van Meter?
– Ya se lo he dicho. Por los chicos. Yo no estaba allí cuando fue Van Meter. No me enteré hasta después. No soportaría que destrozaran a Shakeel, encerrado aquí para siempre.
– ¿Y cree que es eso lo que ocurriría?
– Van Meter se lo dijo a los tres. «Si me mentís no saldréis nunca de aquí.»
– Valiente mamarracho. -Sin mencionar que era un interrogador estúpido. Otro idiota que había visto demasiadas pelis policíacas en las que los gilipollas agresivos consiguen las pruebas.
– Además, supongo que si tres tipos salen a hacer el memo en una balsa y uno de ellos se ahoga, al final uno de los otros dos lo confesará, ¿verdad? Y si no… -Se encogió de hombros-. Entonces supongo que tendrán que vivir con eso.
– Así que, ¿qué cree que pasó? ¿Tres tipos que van a dar una vuelta furtivamente después de oscurecer? ¿Tal vez un breve viaje hasta la zona prohibida, sólo por diversión?
– ¿Qué otra cosa podría ser?
– No lo sé.
Pero en opinión de Falk, cualquier individuo que se había tomado la molestia de dejar la cartera y las llaves no encajaba en el cuadro. Una lancha neumática era precisamente el tipo de embarcación a la que se habría sentido menos inclinado a subir Ludwig.
– Bueno, no se preocupe, Hilger. Ha hecho lo que tenía que hacer contándomelo.
– Eso espero. Le confieso que he estado a punto de no hacerlo por, bueno, por lo que dicen.
– ¿Y de qué se trata?
– Oh, ya sabe. Las cosas habituales sobre los que hablan árabe. Uno de mi grupo dijo que creía que usted era uno de ellos.
– Bueno, ya sabe cómo son los rumores. Ya le he dicho que ha hecho lo que debía.
– Gracias, señor.
Hilger se marchó colina arriba con sus amigos sin añadir nada, mientras Falk miraba desde el dique balanceante. Los tortolitos habían desaparecido. Falk pensó en los rumores que estarían corriendo. Y se preguntó de nuevo qué estaría diciendo Pam. A lo mejor tenía razón Bo y ella lo contaría todo para salvar el pellejo.
Siguió dándole vueltas mientras se encaminaba a una de las mesas de la periferia del Tiki Bar acabando la tercera ginebra, y luego empezó la cuarta. Ya estaba bastante cargado para dar con un plan para averiguar más, y conocía a la única persona que podía ayudarle a hacerlo.
Volvió al coche y metió a tientas la llave de contacto, sin apoyarse un momento en el volante para hacer acopio de los restos de sobriedad. Sólo le faltaba caerse en una zanja con el coche, chocar con un cactus grande, o que le parara la patrulla de seguridad por conducir en estado de embriaguez. Encendió el motor, arrancó y se adentró en la noche, mirando por el retrovisor en cada curva para asegurarse de que no le seguía nadie.
Le costó trabajo encontrar la salida en la oscuridad. Y todavía más con los faros apagados. Bajó la ventanilla al acercarse al cobertizo de chapa ondulada y escuchó el tictac del motor, un metrónomo para el coro discordante de insectos nocturnos. Apagó la luz interior antes de abrir la puerta, y se dio la vuelta en el asiento para comprobar que no le habían seguido.
Sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo de la cartera y esperó unos segundos, sentado, pensando lo que iba a escribir. Quería que las instrucciones fuesen bastante vagas para no despertar sospechas en caso de que leyera primero la nota otra persona.
///Necesito que revise el aire acondicionado de Iguana Terrace otra vez -escribió a oscuras, esperando que fuese legible-. Hace un ruido detrás de la rejilla de ventilación. Gracias. Falk.///
Lo reconsideró, y añadió una posdata: «Cuanto antes, mejor».
Dobló dos veces la nota, escribió en ella «Para Harry» y luego fue hasta la puerta metálica cerrada con candado e introdujo la nota detrás del cierre del mismo. Miró el cielo. Todavía nublado. Con un poco de suerte, no llovería hasta la mañana.
Cuando llegó a casa ya había decidido lo que diría en la segunda nota, y la escribió sentado en el coche en el camino de entrada. Esta vez dobló la hoja incluso más fuerte y luego caminó a oscuras hasta la parte trasera. Apartó las ramas bajas de un gomero para llegar a la unidad del aire acondicionado que sobresalía de la sala de estar y metió la nota en una ranura de la rejilla de ventilación. El follaje impediría que los vecinos vieran la nota y a Harry. La cuestión era si éste tendría las agallas de hacer lo que le pedía Falk.
En la intimidad de la casa, se tomó tres pastillas de ibuprofeno para el dolor de cabeza que le daba siempre la ginebra. Luego, con la sensación de haber hecho todo lo que tenía que hacer de momento, se quedó en calzoncillos y se metió entre las sábanas frescas.
Sólo reposar la cabeza en la almohada, se preguntó si le habría contestado Perkins de Washington. Encendió el portátil que estaba a los pies de la cama, y la pantalla emitió un brillo difuso mientras se abría paso hasta el servidor del correo electrónico. No había nada nuevo. Y, por extraño que parezca, el mensaje anterior de Perkins parecía haber desaparecido también. ¿Lo habría borrado él sin darse cuenta? Tampoco estaba en Mensajes eliminados. Miró en Mensajes enviados rápidamente, aterrado, con un nudo en la garganta. También se había desvanecido el mensaje que él le había enviado a Perkins. Borrado por un intruso o por algún subalterno informático de la base, encerrado en algún cuarto sin ventanas donde la OPSEC no dormía nunca.
Falk no sabía bien si estaba furioso, asustado, o ambas cosas, pero saltó de la cama descalzo. Necesitaba tomar una cerveza y dar un paseo por el césped enseguida para calmarse; pero no le pareció muy juicioso hacerlo después de las cuatro ginebras. Además, se sentiría vulnerable fuera de la casa. Un blanco fácil.
Así que se quedó donde estaba y consideró las posibilidades que tenía. Sólo él y las cuatro paredes del dormitorio, que le hacían sentirse mucho más confinado que nunca. Ni siquiera en sus peores momentos de marine le había parecido La Roca tan pequeña como ahora.