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Falk suponía que siempre había sabido dónde acabaría su viaje, por muy tortuoso que fuese el curso. Pero, en realidad, no lo reconoció hasta que se lo dijo en voz alta aquella noche por teléfono al encargado de reservas de unas líneas aéreas.

Llamaba desde un hotel barato de las afueras de Kingston, sentado exhausto al borde de un colchón hundido, procurando mantenerse despierto, después de un restregado caliente en una ducha minúscula. Había cenado en el bar de al lado buñuelos de cocha y dos botellas de cerveza Red Stripe.

El último trecho desde la isla Navassa había sido de ochenta millas. Él y el viejo pescador habían trasladado sus equipos a sus nuevos barcos respectivos. Falk había dormido luego unas horas al sol mientras el mar seguía calmándose. Hacia la una de la tarde, después de beberse casi cuatro litros de agua y devorar los dos emparedados de manteca de cacahuete, se consideró en forma para aguantar otra buena tirada al timón.

A pesar de la limpieza de la lluvia tropical, el viejo barco apestaba a pescado podrido y a lubricante, pero respondió mejor de lo esperado. El motor era otra cuestión. Alcanzaba una velocidad máxima de quince nudos, lo que supuso que no llegó a Port Antonio de Jamaica hasta las seis y media aquella tarde. Habría llegado a Haití en un tercio del tiempo, pero entrar en Estados Unidos procedente de un aeropuerto haitiano habría sido mucho más problemático, sobre todo con pasaporte británico, y eso sin mencionar los peligros de tratar con las autoridades haitianas.

No oyó ningún helicóptero en la travesía. El silencio le indicaba que le habían dado por muerto, que estaban buscando en todos los sitios equivocados o que habían decidido correr un tupido velo. Los rumores habrían proliferado en la base, y montar una operación de búsqueda y rescate sólo habría servido para que se propagaran más rápidamente. Más valía guardar un discreto silencio. Esperarían que apareciera en algún cruce de frontera con su propio nombre. O tal vez creyeran que había navegado un poco costa abajo para entregarse a los cubanos: el viejo traidor astuto que demostraría así finalmente cómo era. Falk suponía que Fowler podría creerlo, en cuanto se enterara de la historia. Bo se guardaría de hacerlo, y esperaba que también Pam.

Prácticamente nadie le prestó mayor atención en el puerto de Port Antonio (otra señal alentadora), así que se echó la bolsa a la espalda y llamó a un taxi resollante para el tortuoso viaje de una hora a Kingston, bordeando el pie de las Montañas Azules.

Y allí estaba ahora, aferrado al teléfono en la habitación de atmósfera viciada mientras el crepúsculo doraba la ventana. Reservó una plaza en el vuelo de las 6:45 a Boston de American Airlines, vía Miami, a nombre de Ned Morris de Manchester (Reino Unido). Dijo al empleado que lo pagaría al contado en la ventanilla. Con tan escaso margen de tiempo, el precio era exorbitante. A aquel ritmo, se quedaría sin dinero antes del sábado.

Falk telefoneó a continuación a Hertz para reservar un coche en Boston, pero de pronto cayó en la cuenta de que Ned Morris no tenía permiso de conducir y colgó al primer timbrazo. ¡Mierda! Tendría que tomar un avión más pequeño hasta Bangor y hacer a dedo el resto del camino (otros cuantos cientos de dólares desperdiciados), o tomar un autobús desde Boston, lo cual parecía interminable, sobre todo a alguien que a duras penas conseguía mantener los ojos abiertos.

Mañana, se dijo, dejándose caer en la cama con un crujido de muelles herrumbrosos. Mañana organizaría las cosas. Se sumió en un profundo sueño, sintiendo todavía el movimiento del oleaje en los músculos cansados, como si se preparara para el embate de una gran ola en la oscuridad.

Por la mañana, con cara de sueño, casi sin tiempo para una taza de café, corrió al aeropuerto para tomar el primer vuelo. No se molestó en adoptar un acento británico (demasiado cansado) y durmió durante la breve escala en Miami. Hasta que ya estaban en la segunda etapa hacia Boston, no se le ocurrió que podría aparecer su cara en televisión, aunque no había habido ninguna noticia sobre Guantánamo en los informativos de la mañana. Así que pasó el resto del vuelo acurrucado detrás de una revista, por miedo a que le reconociese alguien.

Se puso nervioso en la cola de control de pasaportes de Logan, pero pasó casi sin una pausa. Se concentraron sobre todo en los jamaicanos, que asentían repetidamente mientras contestaban una pregunta tras otra. Los agentes de aduanas sonrieron con una venia cuando pasó Falk, agitando la mano, con la bolsa fiable manchada de agua del mar. Menos mal que aún no tomaban las huellas dactilares a los viajeros británicos. Luego cruzó las puertas y pasó la hilera parloteante de los que esperaban a los viajeros y de conductores de limusinas con carteles escritos a mano.

Lo había conseguido. Estaba oficialmente en el país. Pero aún tenía que recorrer kilómetros para poder dormir. Sacó un billete para el vuelo de las 5:17 a Bangor y corrió a un puesto de periódicos a comprar el Globe, el New York Times y el USA Today. Les echó un vistazo y no vio ningún despacho de Guantánamo. Ni una palabra. Y otro tanto en los canales de noticias a todo volumen en el bar.

Tal vez el general Trabert estuviese maquinando todavía una tapadera. Parecía que al final Washington había conseguido en Gitmo su ideal en la dirección de los medios de comunicación. No salían noticias sin autorización o, al menos, sin semanas o incluso meses de retraso. Falk no era tan ingenuo como para sentirse orgulloso o seguro por esto; pero, de momento, era una ventaja a su favor. Cuando el avión aterrizó en Bangor poco después de las seis, había dormido y comido lo suficiente para recuperar la energía, e inició con entusiasmo el recorrido de los últimos cien kilómetros escasos. Sólo tardó unos minutos en conseguir que parara el primer coche, que le dejó en una salida nada más pasar Bucksport. Agitando la mano mientras el coche desaparecía en una curva, Falk experimentó una profunda sensación de consuelo en el silencio de la estrecha calzada. El cielo vespertino teñía el paisaje de un rosa encendido. Pinos y álamos se inclinaban en ambos arcenes de la carretera, y el rugoso pavimento estaba pandeado y arqueado. El aire olía a resina, a hierba y ligeramente a mar.

El segundo trayecto le llevó hasta South Penobscot. El conductor del tercer vehículo que le paró, un camión frigorífico que acababa de entregar un cargamento de langostas, le dijo que iba directamente a Stonington. Y de ese modo, sin haber tenido realmente tiempo para prepararse, Falk se vio rumbo a casa, botando en los baches de la carretera 15, mientras pasaban las entradas y las casas de antiguos amigos.

Justo antes de cruzar la ciudad de Deer Isle, pasaron la casa en que Falk había vivido sus primeros años. Habían restaurado los lados de madera y habían sustituido el encalado por un azul verdoso. El tejado estaba arreglado y el césped cortado. Al otro lado de la carretera, la casa de McCallum había superado el aburguesamiento, convirtiéndose en una galería de arte. Pero Falk vio en la puerta contigua al señor Simmons, que debía ser ya octogenario, llevando la segadora como lo había hecho siempre, balanceándose en una nube grasienta de gases mientras pasaba entre las cinco fuentes para pájaros que llevaban en su patio toda la vida. Uno de los primeros recuerdos de Falk era lanzar barcos de papel para que flotaran en sus plácidas aguas.

Las vistas se multiplicaron y el goteo de recuerdos se convirtió en un diluvio. Allí estaba el prado que llevaba a la pista del estanque de los lirios, su antiguo lugar para nadar. La ciudad de Deer Isle pasó volando, y Falk vislumbró la pequeña biblioteca en la que había pasado tanto tiempo. Habría cerrado ya a aquella hora, pero imaginó que veía por una ventana los estantes silenciosos, la mesa de roble y el reloj de la pared con su tictac característico. Vio los turistas que paseaban junto a las tiendas de antigüedades, aunque también podrían ser fantasmas que rondaban este museo de su infancia. Sí, podría ocultarse allí perfectamente, porque había mil escondrijos en los que había aprendido a hacerlo. Cuando llegaron a Stonington, literalmente al final de la carretera, encontró habitación en una pequeña pensión con un nombre francés mucho más extravagante que la decoración sencilla pero inmaculada. Era una casa de madera gris, situada en un cerro arbolado que daba a Greenhead Cove, la pequeña ensenada en la que su padre y todos sus amigos amarraban los barcos langosteros durante la temporada. La única habitación libre era una individual junto a la cocina, sin vista, con un baño en el pasillo.

– Mínimo dos noches, el desayuno es a las ocho -le dijo la posadera, que le sonrió pero le echó una ojeada.

No la conocía, ni ella a él. Sabía muy bien que necesitaba afeitarse y ducharse, y la bolsa parecía de pronto sospechosamente insuficiente para un turista apresurado.

– No aceptamos tarjetas.

Estupendo para él.

En cuanto pagó, salió a contemplar las aguas tranquilas de la ensenada, dorada por el crepúsculo. Buscó en vano el casco blanco familiar con su borde azul oscuro entre las muchas embarcaciones que se balanceaban en el agua. De niño, había podido nadar en aquel frío al menos dos meses todos los veranos, tan lustroso como una foca joven. Cuando llevaba un año de marine en Gitmo, Falk había visitado la costa de Massachusetts (nunca se había aventurado a acercarse tanto a casa hasta entonces). Y había descubierto que ya sólo podía soportar unos segundos las temperaturas congelantes del Atlántico Norte. En su momento, decidió que estaba bien, le pareció una señal de que se estaba adaptando a otros lugares. Ahora ya no estaba tan seguro.

Pasaba bastante de la hora de cierre de la cooperativa de langosteros del puerto de Stonington, donde algún viejo podría saber qué había sido de su padre, así que fue en su lugar a la minúscula calle principal. Un puesto de bicicletas de alquiler estaba a punto de cerrar, y Falk alquiló una por veinticuatro horas con el nombre de Ned Morris. Así podría hacer su primera parada a unos kilómetros, en la carretera del aeropuerto.

Pedaleó firme para llegar cuando todavía hubiera suficiente claridad. El ejercicio le sentó bien a los muslos y las pantorrillas mientras aspiraba bocanadas de aire puro y tonificante. Pero se le cayó el alma a los pies al ver la caravana. Estaba vacía y destartalada, las ventanas que le quedaban estaban agrietadas. El terreno estaba cubierto de cardos y hierba alta y el viejo barco langostero estaba colocado sobre bloques de madera. La maleza brotaba como un géiser verde del casco roto. Sólo quedaban algunas franjas desconchadas de la pintura. El resto de la madera era de un gris desvaído. Hacían falta años de abandono para llegar a aquel estado.

Sólo entonces se confesó Falk que había abrigado la esperanza de encontrar allí a su padre. Se había imaginado a un anciano tranquilo, los demonios dominados, que estaría fregando los platos de la cena mientras se oía en la radio un partido de los Red Sox junto a una ventana abierta.

Falk podría haber abierto la puerta de la caravana sin ningún problema, pero el lugar estaba tan obviamente abandonado que no se atrevió a acercarse más. Se quedó mirando desde la carretera mientras oscurecía, escuchando a las ranas arbóreas que se preparaban para la noche. Luego volvió a la pensión pedaleando y fue caminando a un restaurante del pueblo, el Fisherman's Friend, donde decidió derrochar en una langosta. Necesitaba un sabor extravagante a hogar que disipase el fantasma de la caravana que parecía haberle seguido al pueblo.

Creyó reconocer en un reservado del fondo a una antigua compañera, aunque pesaría unos quince kilos más y tenía tres niños, el más pequeño de los cuales no paraba de alejarse de la mesa. Ella miró una vez a Falk con curiosidad, con un atisbo de reconocimiento, y él dominó el nerviosismo lo suficiente para asentir y sonreír. Pero a ella la distrajo el niño, que estaba ahora detrás de la caja registradora sirviéndose un puñado de caramelos de menta.

– ¡Jeffrey! ¡Vuelve aquí ahora mismo!

Jeffrey recibió un azote ligero en los pantalones. Luego cruzó el local otra vez corriendo hacia el perchero que había junto a la puerta.

Después de cenar, Falk paseó por las calles del pueblo y pasó por una heladería muy concurrida, pero todos los clientes parecían forasteros. Tal vez se sintiera mejor acogido allí por la mañana, cuando la comunidad de pescadores y otros que vivían del mar volvieran al trabajo.

Cuando hizo la digestión de la cena, fue dominándole el agotamiento. Al prepararse para acostarse abrió la ventana de su habitación y notó un frescor que no había sentido en una noche de verano desde lo que le pareció una vida. Mientras abría la cama y oía los insectos nocturnos y el oleaje, le dominó una fuerte sensación de la presencia de su padre, como si pudiera oír su respiración en la habitación de al lado.

A la mañana siguiente, después de un desayuno opíparo y tres tazas de café fuerte, fue a la cooperativa. Al abrir la puerta de la oficina sonó una campanilla, y un anciano alzó la vista del mostrador. Era Bob Holman, y reconoció a Falk de inmediato.

– ¿Revere? ¿Revere Falk?

– ¿Qué hay, señor Holman?

– ¡Dios mío!

El anciano salió de detrás del mostrador y dio una palmada con torpeza a Falk en la espalda. Era agradable que le reconocieran, aunque hiciese peligrar su seguridad. De momento, al menos, aún confiaba en estar lo bastante aislado para ser invisible a quienes podían hacerle daño.

– Tu padre debe estar encantado de tenerte en casa.

Así que seguía vivo. Falk sintió que el corazón le latía más deprisa y se ruborizó.

– Acabo de llegar, en realidad. Ni siquiera he tenido tiempo de verlo.

– Entonces supongo que sabes la noticia.

– ¿La noticia?

Holman clavó la vista en el suelo y volvió hacia el mostrador arrastrando los pies.

– No es gran cosa, en realidad, aunque diría que estará deseando contártelo.

– Seguro. En cuanto llegue allí.

Dondequiera que fuese allí. Esperaba que el señor Holman mencionara un sitio sin tener que preguntárselo.

– ¿Te has dado buena vida, eh? Tu padre dice que has vivido en el extranjero. ¿Trabajas para el gobierno?

Peligrosamente cerca.

– ¿Le ha contado él todo eso?

– Pues claro. Menciona todas tus cartas desde Europa. ¿Diplomacia o algo así?

– Sí, algo parecido.

El señor Holman se echó a reír, relajándose de nuevo.

– Eres igualito que él. Lo mismo que describe él siempre, así que pensaremos que hay algo más. Un trabajo más secreto. Pero no te preocupes. No haré más preguntas.

– De acuerdo. Bueno, ¿sabe usted cómo están mis padres? Sobre todo mi padre.

– Dice que no te has casado. Que aún no has encontrado a la chica adecuada.

Falk tragó saliva. Era demasiado extraña la intuición del individuo. Llevaban dos décadas separados, su padre había inventado aquella historia de la nada y casi había adivinado el cuadro completo. Como uno de aquellos escultores forenses que reconstruían todo un rostro con unos fragmentos del cráneo. De pequeño, Falk siempre había creído que el viejo se había desconectado completamente de su familia y que sólo pensaba en sí mismo y en la bebida. Pero tenía que haberles prestado alguna atención. Y había sido el hijo quien había desaparecido completamente.

– Paré junto a la vieja caravana -dijo Falk.

El señor Holman pareció confuso un momento; pero enseguida cayó en la cuenta y se le iluminó la cara.

– Te refieres a la vieja caravana de tu padre. Había olvidado que también viviste allí, ha pasado tanto tiempo… Tuvo que dejarla cuando se trasladó a la residencia, claro. Pero allí está mejor. Le dan todas las comidas a su hora. ¡Demonios! Creo que la mitad de sus amigos pescadores estarán allí ahora. Dame a mí unos años más y ya veremos. -Se rió un poco más fuerte de la cuenta-. Pero ya te lo contará él todo, supongo.

– Sí, estoy seguro.

Sólo había una residencia de ancianos en la isla y quedaba a unos ochocientos metros de su antigua casa, junto a la carretera. Sonó la campanilla de la puerta y entró otra persona, un turista, a preguntar cuándo ponían a la venta la captura del día. Falk aprovechó la ocasión para iniciar su retirada.

– Ya nos veremos, señor Holman.

– Vuelve a vernos, Revere.

Pero Falk comprendió entonces que no tenía forma de llegar a la residencia, a menos que quisiera recorrer once kilómetros en bicicleta. Así que esperó junto a la puerta mientras el señor Holman le decía al turista que volviera más tarde, cuando los barcos estuvieran descargando en la báscula del puerto.

– Por cierto, señor Holman, lamento tener que pedirle un favor, pero me falló el coche de alquiler esta mañana y tuve que llegar al pueblo en autostop. ¿Podría dejarme…?

– Pues claro, hijo. Llévate mi furgoneta. Está ahí mismo.

Le tiró las llaves.

– No la necesito hasta las cuatro.

Y, por la forma de decirlo, Falk se preguntó si el señor Holman habría creído una palabra de los cuentos chinos sobre la carrera en el extranjero de Revere Falk.

Subió al vehículo y arrancó. El sonido del motor parecía el estruendo de una pequeña fábrica; tenía el silenciador destrozado por el aire salino y los crudos inviernos. No era de extrañar que allí todos los mayores de cincuenta hablaran a gritos después de tantos años de tener que hacerse oír con aquel ruido. La vibración del motor le recorrió la columna como señales de Morse enviándole un mensaje de todos los preamaneceres de su pasado, las horas frescas en que se soplaba las manos hasta que se calentaba el motor en el viaje a la bahía. Falk salió del aparcamiento y volvió hacia el pueblo, y luego tomó la carretera 15 hacia el norte. Así que había llegado el momento, suponía, y sentía el estómago ligero y palpitante. Y la sangre que se le agolpaba en la yema de los dedos. Un encuentro para la posteridad. Pero ¿qué demonios diría él?

Falk aceleró, y el motor retumbó. Siguió hacia el norte, tan absorto en las vistas que se desplegaban ante él que ni siquiera se fijó en el Ford azul oscuro que se metió detrás de él justo cuando salía de la ciudad.

El Ford se rezagó enseguida, manteniendo una distancia prudente pero sin perder nunca del todo el contacto.

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