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El pequeño y elegante Gulfstream se acercó a Guantánamo desde el sur como un mosquito, pasando por el rosado atardecer en la limitada trayectoria de vuelo que fascinaba a los pilotos. No se sabía qué constituía mayor peligro: violar el espacio aéreo cubano o hundirse en el Caribe. Pero parecía que todos llegaban siempre de una pieza.

El aparato rodó por la pista de aterrizaje hacia la enorme entrada del hangar, donde Falk esperaba con el general Trabert y un grupo de oficiales de inteligencia y detención. Junto a ellos había algunos mecánicos y un enjambre activo de moscas enanas. Era la hora de comer de éstas, y Falk se dio un manotazo en el cuello y aplastó una. Eran minúsculas, pero chupaban la sangre y dejaban un grano del tamaño de una moneda de cinco centavos: la delegación de recibimiento ideal para un equipo de Washington, en opinión de Falk.

Los tres visitantes bajaron a la pista; la brisa marina les agitaba el cabello. Dos vestían como si acabaran de despegar de los lobbies de Washington DC. El tercero vestía uniforme militar verde oscuro con galones de campaña suficientes para cubrir un salpicadero.

Bokamper era uno de los ejecutivos y bajó el último. Localizó de inmediato a Falk, indicando que le reconocía con un brillo especial en la mirada, el júbilo apenas contenido del cofrade que acaba de hacer la petaca en todas las camas de la residencia. Pero conservaba el mismo aire de dominio de siempre: porte erguido, andares casi arrogantes, una desenvoltura que irradiaba tranquilidad y control.

La amistad de Falk y de Bokamper había empezado de la forma más inverosímil. Durante la instrucción básica, Bokamper había sido el oficial, joven e inteligente, del díscolo recluta Falk. Sin la orientación del primero, el segundo habría abandonado fácilmente. Sin la estimulante curiosidad del segundo, el primero se habría asentado en la carrera militar. O al menos así lo afirmaría él después.

Llegaron a respetarse tanto que cuando Falk dejó la infantería de Marina para matricularse en la Universidad Americana de Washington tres años más tarde, Bo fue a la primera persona a quien acudió en busca de compañerismo y consejo. Y cuando demostró dotes para los idiomas, fue Bo quien le orientó hacia el árabe («El auténtico futuro, espera y verás»). Su posición le permitía saberlo ya entonces, como nuevo funcionario del Servicio Exterior, que trabajaba a la vuelta de la esquina del Departamento de Estado. A partir de entonces, ambos habían seguido su camino: Bokamper, hacia una sucesión de embajadas en Jordania, Managua y Bahrein, mientras Falk pasaba dos años en la Universidad Americana de Beirut, ampliando sus estudios de las culturas árabes y de Oriente Próximo.

Un sumo sacerdote de Foggy Bottom catalogó a Bokamper como nueva promesa y lo llevó a casa para prepararle como acólito de la camarilla, el grupo de profesionales que rige siempre la diplomacia, al margen de quien lleve las riendas. Falk pasó unos años más en el extranjero trabajando como asesor de seguridad empresarial y luego ingresó en la Oficina Federal de Inteligencia (FBI), que estaba deseando conseguir sus conocimientos lingüísticos. Llegó a Washington al cabo de un año del regreso de Bokamper, por pura casualidad. Sin la influencia de Bo, Falk podría haber encontrado a sus nuevos jefes demasiado rígidos y grises, aunque su árabe pulido casi le garantizaba una promoción rápida. Los conocimientos compartidos de Falk sobre el mundo árabe, mientras tanto, ayudaron a Bo a ampliar su audiencia de patrocinadores entre la creciente afluencia de neoconservadores del Estado, aunque él creía que esa tendencia no tardaría en cambiar, como tantas otras anteriores.

Los caminos de ambos se habían cruzado desde entonces alguna que otra vez: en Yemen durante la investigación del Cole, por ejemplo. Y todavía se reunían en Washington cuando sus apretadas agendas se lo permitían, más o menos una vez al mes.

De todos modos, el hecho de que el destino los reuniese ahora en Guantánamo desconcertó un tanto a Falk. Tenían un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que Falk preferiría no tocar. Y además, desempeñaría el desacostumbrado papel de anfitrión y mentor, después de haber dejado durante años que Bob marcara la pauta.

– Hagamos que se sientan como en casa -dijo Trabert mientras los tres miembros de la delegación se acercaban-. Denles todo lo que pidan. Sobre todo usted, Falk.

– Sí, señor -contestó él, un poco más rápido de la cuenta.

El general devolvió el saludo al oficial del ejército y luego anunció:

– Caballeros, bienvenidos a Guantánamo, la perla de las Antillas.

Bokamper fue el único que soltó una risilla, y provocó una mirada irritada del otro civil, que, según Falk supo tras las presentaciones, era Ward Fowler, el jefe del equipo, del Departamento de Seguridad Nacional. El uniforme pertenecía al coronel Neil Cartwright, de la Oficina del Secretario de Defensa. Bokamper fue presentado como el nuevo enlace del secretario de Estado con el destacamento Guantánamo, lo cual demostraba que seguía subiendo.

Trabert no presentó a Falk como interrogador, sino como «agente especial, encargado de la investigación del asunto Ludwig», lo que provocó una sonrisa, aunque por suerte no otra risa de Bo. Cuando terminaron las presentaciones y los saludos, la atmósfera ya era rígida y formal y el general no contribuyó precisamente a aligerarla con los siguientes comentarios:

– La policía militar empleará perros para detectar explosivos en su equipaje. Luego tomaremos el trasbordador hasta el lado de barlovento, donde les enseñarán sus alojamientos. Los que deseen hacer vida social esta tarde, dispondrán de escoltas de la policía militar para ir adonde quieran. Pero les haré una advertencia: mientras dure su estancia aquí, no olviden nunca que hay temas operativos de los que no hablamos en público. No prestamos ayuda y consuelo al enemigo. ¿Preguntas?

Nadie quería saber más, por si acaso alguno procuraba ayuda y consuelo accidentalmente.

– Bien, entonces nos veremos mañana en mi despacho, a las ocho según su horario.

Dio media vuelta rápidamente para abrir la marcha, y todos le siguieron en formación y en silencio.


Falk se apoyó en la barandilla de babor mientras el trasbordador gris y sólido surcaba el agua luminosa en la travesía de veinte minutos. Hacia la popa, la última luz del sol se derramaba en las colinas, y hacia el norte, a lo lejos, parpadeaban en el horizonte las luces de un pueblo cubano. Sólo iban a bordo ocho pasajeros, lo que dejaba abundante espacio para extenderse en la cubierta de acero. Bokamper se acercó sigiloso a Falk por la izquierda.

– Enhorabuena por el ascenso -le dijo Falk.

– No sé muy bien si lo es.

– Lo parecía cuando me lo dijo el general.

– ¿Detecto un tonillo mordaz?

– No es tan difícil ponerse en contacto conmigo.

– A lo mejor quería que fuese una sorpresa. Teniendo en cuenta que éste fue tu antiguo lugar predilecto y demás.

– Sí. Y demás.

Sólo ellos podían entender el significado de esas palabras, pero Falk echó un vistazo alrededor de todos modos, para asegurarse de que no les oía nadie. Era la ocasión perfecta para mencionar la carta de Elena que había llegado aquella mañana, pero decidió dejarlo para una ocasión más íntima.

– El general ha adoptado una actitud de médico de cabecera -dijo Bo-. Sabe tranquilizar a la tropa.

– Suponía que haríais buenas migas. ¿De qué va vuestro grupo? ¿Quiénes son estos tipos, en realidad?

– ¿Por dónde quieres que empiece?

– ¿Qué tal por el jefe? El tipo de Seguridad Nacional.

– ¿Fowler? Si tuviera que elegir a sus tres héroes principales, elegiría a George Patton, a John Madden y a Dale Carnegie. Les das fuerte, vas a por todas y complaces siempre al cliente. Un poco mojigato, pero cree sinceramente.

– ¿En qué?

– En la misión.

– ¿Y cuál es?

– Lo que le diga el jefe pero que él no me dice a mí.

– Pero tú formas parte del equipo.

– Sí y no. Aparte de eso, no debo decir demasiado. Ya les preocupa que estropee el grupo.

– Trabert dijo que habría sorpresas.

Bokamper asintió, mirando la estela espumosa del trasbordador en el agua. Sólo se oía el estruendo de los motores, cuyas vibraciones estremecían toda la cubierta. Bob ladeó la cabeza hacia el norte.

– Aquellas luces. ¿Cubanas?

– Sí. Caimanera, creo. O algún otro pueblo. Te acostumbrarás. ¿Y el de uniforme, Neil Cartwright?

– El recadero de Fowler. Y, considerando que cuenta con el respaldo del secretario de Defensa, debe ser un recadero muy hábil.

– ¿Cómo es?

– Del tipo tranquilo.

– ¿Quieres decir peligroso?

– O estúpido. No lo sé. Tal vez un cero a la izquierda, o tal vez el próximo subsecretario. Parece un individuo bastante bueno. Casi tan cordial como un funerario, pero eso va con el oficio. Ha sido designado principal detonante de sorpresas. El que encenderá las velas del pastel.

– ¿Cuándo es la fiesta?

– Pronto. Tal vez mañana.

– ¿Estoy invitado?

– Mejor espera que no. Pero no he visto la lista de invitados completa.

Era peligrosamente indefinido, aunque quizás estuviera bromeando, conociendo a fondo como conocía las flaquezas de Falk.

– ¿Qué más?

– Eso es todo lo que sé. Conozco a Fowler hace tiempo, pero hasta ayer no sabía absolutamente nada de Cartwright. Nos conocimos en el avión. -Falk alzó las cejas-. Ya te he dicho que no soy miembro original de «la tribu de los Brady». Adopción de última hora. El jefe quería que me mojara los pies, y ésta parece una buena oportunidad.

– Hablando de los Brady, ¿qué tal Karen y los chicos?

– Creciendo demasiado deprisa. Karen estupenda, se ofrece para lo que haya a la vista. Convirtiéndose en demócrata, aunque supongo que es el riesgo de vivir en Bethesda.

Bokamper tenía cuatro hijos, cada uno al parecer más polémico y complicado que el anterior, igualito que su querido papá. Estaba creando una prole entusiasta y bulliciosa como en la que se había criado él. Una visita a su casa hacía un año había sido una de las pocas veces en que Falk se había sentido tentado con la idea de casarse y tener hijos, establecerse en un lugar el tiempo suficiente para ver crecer y florecer tus semillas mientras podabas, escardabas y rezabas por la gracia de los elementos.

En las casas de sus amigos solía entrever peleas y poses, las presiones acumuladas de los excesivos planes de trabajo, o tal vez la amargura de una esposa cuya carrera había sido arrollada en la estampida de criar a los hijos. Falk solía despedirse aliviado y volvía a casa respirando hondo todo el camino.

Pero cuando se marchó de casa de Bob aquel día, sólo sentía envidia, tras haber presenciado la intensidad del amor que se crea cuando cada cambio de fortuna se afronta con plena energía y ambos esposos trabajan unidos, demasiado concentrados en proteger al otro para fijarse en las amenazas propias.

Le había conmovido sobre todo el ritual de acostar a los niños. Las cabecitas asomando de los cuellos del pijama cuando se vistieron para dormir. Sus semblantes confiados y satisfechos cuando Bo les arropaba. Falk suponía que él podría tener todo aquello también si se lo propusiera y lo intentaba con más empeño. Pero algunas personas no estaban hechas para esa vida, aunque la desearan.

Hablaron un poco más de los hijos de Bo, hasta que el trasbordador tocó el muelle de Punta Pescadores, y los motores se agitaron marcha atrás. Los bancos de caballas vacilaban en la corriente abajo, iluminados por las luces del muelle.

En la grada contigua, cuatro guardacostas cubrían los cañones de cubierta de su Boston Whaler, una lancha patrullera que Falk codiciaba siempre que la veía surcar la bahía. Con una lancha como aquélla podrías ganarte la vida allí. Una mujer alta y rubia secaba las salpicaduras del cañón más grande, uno de calibre 50 montado en la proa.

– ¿Hay muchas iguales aquí? -preguntó Bokamper.

Falk sabía que no se refería a la lancha ni al cañón. Al padre de familia seguían yéndosele los ojos detrás de las mujeres.

– No exactamente. Pero si quieres ver el campo completo, conozco el sitio. ¿Habéis cenado?

– Lo del vuelo. No muy malo.

– O sea, no muy bueno.

– Ya me conoces. Paladar de estibador.

– Cuando acabes de instalarte, baja al Tiki Bar. El local para estar y que te vean en La Roca.

– ¿Y el transporte? ¿Dispondremos de coches o se encargará el general que nos lleven a todas partes?

– Yo diría que la línea oficial será que está todo alquilado, lo cual es cierto. Pero también conveniente.

– ¿Crees que quiere vigilarnos?

– ¿No lo harías tú?

– Si fuese un pequeño paracaidista intransigente y entrometido como él, sí, supongo que sí.

La rampa de desembarque golpeó tierra. La voz del general Trabert se oyó cuando los recién llegados buscaban sus bolsas.

– Caballeros, tengo trabajo que acabar, así que me marcho -señaló su despacho en el cuartel general del destacamento de Guantánamo, el llamado Palacio Rosa, situado en lo alto del acantilado coralino de enfrente-. Sus alojamientos quedan a pocos kilómetros de aquí. Ahí está su autobús esperando con los faros encendidos.

– Primera clase todo el camino -masculló Bokamper.

– Acostúmbrese a eso, soldado -dijo Falk.

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