18

Falk se despertó a las siete, por el horario de Gitmo todavía, aunque el aliento fétido y el punzante dolor de cabeza le recordaron de inmediato su pésima seguridad operativa la noche anterior. Se arrastró hasta la ducha, donde un enorme insecto marrón desapareció por el desagüe cuando abrió la cortina.

Alguien había echado un anuncio de otra pizzería por debajo de la puerta durante la noche. Falk iba a tirarlo cuando vio escrito a mano al pie del mismo: «Deshágase del teléfono. Demasiado arriesgado».

Menos mal. Ahora se preguntaba si habría sido una artimaña para localizarle. Seguro que le vigilaban desde entonces. Cerró las cortinas.

Antes de desayunar, miró los periódicos para ver si había noticias de Pam, pero no había nada. Le pareció buena señal. En los informativos por cable seguían hablando de Boustani. Fox se refería a él ya como «el traductor traidor». Falk se preguntó qué dirían de un agente del FBI que mantenía contactos con la inteligencia cubana hacía mucho tiempo.

Necesitaba un café con urgencia, y se adentró en la Pequeña Habana para tomar un doble de café cubano y una tostada grasienta. El lugar estaba despertando, empezaba el tráfico y el calor todavía no apretaba. Los vendedores de música guardaban silencio. Sin el pulso de la salsa, predominaba un ambiente de animación suspendida.

Falk barajó la idea de dar otra vuelta por el barrio, pero toda la nostalgia se había disipado la noche anterior, así que volvió al motel. Le quedaban dos horas para dejar libre la habitación, y otra hora y media para la reunión. El día parecía destinado a transcurrir con una lentitud angustiosa, así que quizá debiera hacer algo.

Abrió la cartera y vio las cartas de Ludwig. Podría llamar al banquero y a la esposa de Ludwig desde allí (todavía mejor, desde un teléfono público). A menos que uno de ellos levantara la liebre, no se enteraría nadie en Gitmo. Si Van Meter y compañía encerraban a sus amigos, no veía nada malo en realizar un poco de indagación furtiva en represalia, sobre todo para matar el tiempo. Volvió caminando al teléfono público de la calle.

No tenía sentido llamar al banco Farmers Federal siendo sábado, así que pidió el número particular de Ed Sample a Información. Contestó su esposa. Falk se identificó como agente especial del FBI y ella le pidió cautelosamente que volviera a llamar a las once.

Doris Ludwig contestó al tercer timbrazo y parecía irritada desde el principio, aunque se tranquilizó un poco cuando Falk le dijo que seguía investigando.

– Bueno, la verdad es que ya era hora, pero me alegra que lo hayan reconsiderado.

– ¿Reconsiderado?

– Me dijeron que el caso estaba cerrado. Muerte accidental por ahogamiento o un disparate parecido. Como si él hubiese salido de verdad a darse un baño de noche.

– Alguien debe haberse hecho un lío. ¿Quién le dijo eso?

– ¿Cómo me ha dicho usted que se llama? -Ahora también parecía recelosa.

– Revere Falk. Agente especial. Puedo darle una serie de números de teléfono de Washington y de Guantánamo a los que puede llamar si quiere verificar mis credenciales. -«Pero por favor, por favor, no lo haga», pensó.

– Parece que no saben ustedes lo que hacen. Uno llama diciendo que todo está solucionado. Corrido un tupido velo, a mi modo de ver. Creo que me complace que alguien recobre el juicio.

– Esa llamada anterior. ¿Era de…?

– El capitán Van Meter. Rígido y maleducado, dadas las circunstancias. Dos hijos y una viuda y él sólo quería hablar del protocolo y la debida diligencia. Tenía todas las excusas oficiales imaginables.

– ¿Pero le dijo que el caso estaba cerrado?

– ¿Es que ustedes no hablan unos con otros?

– No siempre, por absurdo que parezca. Él es del ejército y yo del Departamento de Justicia. A veces no hablamos de lo mismo.

O eso era lo que le diría a Van Meter si se planteaban preguntas. Siempre podría alterar la fecha y hora de la llamada, al menos un tiempo.

– Mire, si hubiese conocido a Earl sabría que es un disparate que él estuviese nadando en plena noche.

– ¿No nadaba?

– Sí nadaba. No es que le diese miedo el agua. -Un poco a la defensiva ahora-. Espere un momento.

Falk oyó gritar a un niño. El teléfono golpeó la encimera. Estaría en la cocina, un sábado estival por la mañana en el Medio Oeste. La señora Ludwig gritó una orden a su hija, la niña que echaba de menos a su padre cuando escribió la carta.

– Misty, deja eso ahora mismo antes de que lo rompas. ¡Obedece!

Por el tono de voz, Falk estaba seguro de que Misty obedecería volando. Se le ocurrió que tal vez Ludwig no hubiese lamentado tanto sus cortas vacaciones cubanas. Le habrían desplegado justo cuando empezaba la temporada fría, dejando atrás un trabajo en el banco de nueve a cinco, un hijo recién nacido y una esposa que parecía saber cómo mantener a raya a la gente. Aunque quizás ella sólo tuviese un mal día, uno de tantos. Que tal vez sean muchos cuando acabas de saber que tu marido ha muerto ahogado mientras guardaba a chiflados encerrados a más de mil seiscientos kilómetros del hogar.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó ella.

– Me estaba diciendo que él no tenía miedo del agua.

– Así es. Sabía nadar. Normalmente lo hacía en una piscina. Y es cierto que el mar le ponía la carne de gallina. El lago Michigan también. Cualquier sitio en el que no pudiese ver la otra orilla. No soportaba la resaca. Por eso es absurda la idea de que fuese a nadar de noche.

O suicida. Falk recordó la sospechosa carta del banco.

– ¿Quién más piensa lo mismo? ¿Alguien que le conozca muy bien con quien deba hablar?

– Mi hermano Bob. Bob Torrance. Ya eran amigos antes de que Earl y yo nos conociéramos. Él dice que no puede creer que el ejército no haga más. Y yo tampoco.

Falk recordó el nombre de Bob de la carta de ella. El que preguntaba por la pesca en el Caribe.

– ¿Tiene su número?

Ella se lo dijo de un tirón, luego preguntó:

– El entierro es pasado mañana. ¿Vendrá usted?

– Lo lamento, pero me temo que no -contestó Falk, y oyó el suspiro exasperado de la mujer-. ¿A quién enviará el ejército?

– A un portaestandarte. A algunos individuos que disparen unos rifles. Su comandante vendrá en avión de Cuba, pero todos los demás tienen que quedarse en Gitmo. Me han dicho que celebraron un pequeño acto en su memoria, abajo en la playa.

Era la primera noticia que tenía Falk, y se sintió bastante estúpido.

– Siga con esto, por favor -dijo ella-. Y comuníqueme lo que averigüe.

– Lo haré. -Otra pausa-. Pero, verá, he de hacerle una última pregunta.

– Adelante. -Escueta, como si lo hubiese supuesto.

– ¿Pasaba algo en casa, en el banco, en Gitmo o donde fuese que le impulsara a sentir que tenía que hacerlo?

– ¡Santo cielo! Es usted igual que el otro individuo. Están todos juntos en esto, ¿verdad? El maldito ejército y todos los demás. Señalan a quien sea menos a sí mismos.

– No, señora. No es eso en absoluto. Sólo nos…

Clic.

Falk no podía culparla. Él no era más que otro escéptico que le sugería que su marido había deseado escapar de este mundo e, implícitamente, de ella y de los hijos. Así que se aferraría a cualquier clavo ardiendo que sugiriese lo contrario.

Falk marcó el número del cuñado de Ludwig y oyó el contestador automático. Todavía tenía tiempo de sobra antes de volver a llamar a Ed Sample, así que subió la calle para tomar otra dosis vigorizante de café y luego pagó la habitación y dejó el hotel. Ya llevaba puestos los vaqueros y la camisa blanca, el atuendo obligatorio del día, y echó la gorra de los Dolphins en el asiento delantero del coche. No se llevó el teléfono móvil.

Se dirigió primero al centro y localizó enseguida un Walgreens, así que paró para recoger la bolsa y la botella de agua requeridas. Luego esperó en el coche hasta que el reloj del salpicadero marcó las once. Llamó entonces a Ed Sample desde un teléfono público que había delante de la tienda. Esta vez contestó Ed.

– Señor Sample, supongo que se ha enterado usted de la muerte del capitán Ludwig en Cuba.

– Sí, señor. Nos ha afectado mucho a todos. El nuestro es un banco pequeño. No a un nivel empresarial, claro, pero sí aquí. Éramos un equipo muy familiar hasta que nos compró Farmers Federal.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace año y medio. Earl fue uno de los pocos directores locales que mantuvieron y ascendieron, sobre todo porque habría habido una sublevación de clientes si no lo hubiesen hecho.

Igual que el antiguo empréstito de Qué bello es vivir, pensó Falk, aunque era difícil imaginar a George Bailey aprobando una transferencia bancaria a las islas Caimán. Se preguntó si Sample mencionaría el tema sin que le incitara a hacerlo.

– ¿Seguía él en estrecho contacto con el negocio bancario mientras estaba en Guantánamo?

– Todo lo que cabía esperar. Siempre quería ver los totales mensuales, enterarse de cualquier problema especial.

– ¿Algo más?

– Bueno, no sé. Esto y lo otro. Supongo que tendría que conocer usted el negocio.

– ¿Incluía «esto y lo otro» transacciones bancarias extranjeras? ¿Como, por ejemplo, transferencias telegráficas?

Falk oyó un suspiro al otro lado de la línea.

– Mire… ¿Cómo ha dicho que se llama usted? -Falk le oyó escribir en un bloc de notas.

– Revere Falk. FBI. -Repitió el rollo que le había soltado a Doris Ludwig sobre números de teléfono y verificaciones. Nadie le tomaba nunca la palabra, y Sample no fue una excepción.

– Iré al grano -añadió luego-. Leí la última carta que le escribió usted y apostaría que sentía usted tanta curiosidad como yo por esas transacciones.

Sample hizo una pausa, tal vez sopesando el prestigio del banco y la propia lealtad a su difunto jefe.

– ¿Forma esto parte de alguna investigación bancaria?

– La banca no es mi terreno, señor Sample. Eso sería competencia del Departamento del Tesoro o de otro personal del FBI. Si alguien se pone en contacto con usted por ese tema, no digo que vaya a hacerlo, lo más probable es que sea un ayudante del fiscal general. Pero yo no estaré en contacto con ellos, si eso es lo que se pregunta.

Sample respiró, al parecer aliviado.

– Fue la cantidad lo que más me sorprendió. Entiéndame, ¿dos millones? Es más de lo que podemos facturar en meses aquí.

– Sí, es mucho, claro.

– Sobre todo en esas condiciones.

– ¿Cuáles eran?

– Creía que estaba enterado usted de todo esto.

– Sólo de lo que figuraba en su carta. La que estaba fechada el jueves pasado.

– Era un medio de dejar constancia de desaprobación del modo más suave posible pero sin ser demasiado específico. Él me había inducido a creer que leían su correspondencia.

– ¿O sea que se estaba guardando las espaldas?

– Supongo que es una forma de expresarlo. Esto llegó inesperadamente. Ni una llamada telefónica, ni una carta. Sólo un formulario de transferencia en un fax, seguido de una nota firmada por él en papel del banco, dándonos el visto bueno.

– ¿Disponía él en Guantánamo de papel de escribir del banco?

– Debía tenerlos, porque lo envió. Luego, tres días después de que llegara el dinero, quiso volver a enviar toda la cantidad al First Bank de Georgetown, en las islas Caimán. Con su visto bueno de nuevo.

Cualquier banquero sabía que las islas Caimán eran la capital mundial del dinero sucio.

– ¿Cuándo debía efectuarse?

– El viernes de hace una semana, un día después de que enviara yo la carta. Así que ya comprenderá por qué estaba yo un poco alterado. No merecía la pena arriesgarnos por tres días de interés a corto plazo.

– A menos que pensara especializarse en ello.

– ¿Earl Ludwig? Es evidente que no le conocía usted.

– ¿Honrado a carta cabal?

– Lo último que podría decirse de Earl es que era un jugador empedernido. Le quitaba el sueño que nuestros índices hipotecarios cambiaran un octavo de punto. En cualquier dirección. Cualquier cosa que supusiera el menor riesgo, llamaba por teléfono a la central para tener una segunda opinión. Por eso les gustaba. Una cosa era la buena voluntad local, pero sabían que no iba a arriesgar su dinero, ni siquiera por alguien a quien conociera hacía muchos años.

Así que un poco del señor Potter y de George Bailey.

– ¿Han trabajado alguna vez con ese banco peruano? ¿Cómo dijo que se llamaba?

– Conquistador Nacional. No había oído hablar de él nunca. Y ésa es otra razón por la que estuviese un poco preocupado por la respuesta de Earl. Pero lo siguiente que supe es que había muerto.

– ¿Alguna hipótesis sobre lo que se traía entre manos?

– Con cualquier otro, habría supuesto lo habitual. Una mujer. Una drogadicción secreta. ¿Con Earl? No tengo ni idea. Y ha estado en Cuba todo este tiempo. Prácticamente el final de la tierra, por lo que cuenta, disculpe, contaba, sobre el lugar. Parecía el último sitio en el que se le ocurriría a uno meterse en esos problemas.

– ¿Qué le contó exactamente de Gitmo?

– Bueno, ya sabe. Tórrido. Extraño. Lagartos enormes. Que todos se sentían solos. Que algunos hombres de su unidad bebían demasiado. Trabajo patriótico y mucho compañerismo, pero, a las pocas semanas, estaban todos asqueados. Decía que los árabes les tiraban porquería, pero que algunos no eran tan malos. Decía que también era corporativo. Creo que eso le sorprendió.

– ¿Qué quiere decir con «corporativo»?

– Que se parecía a cuando nos compró Farmers Federal. Cualquier pequeña operación se convertía en algo burocrático. Cada cual con sus propias normas y procedimientos, con cinco capas sobre la propia atosigándote por los resultados. Creo que las presiones de todo eso le sorprendieron.

– Ya, bueno, eso es el ejército. Una gran empresa, en la que todo el mundo desea cubrirse las espaldas.

– Igual que yo, ¿verdad? Ahora pienso que tendría que haberle llamado. Ofrecerle comprensión.

– Yo que usted no me culparía. Lo mejor que puede hacer ahora por él es informar de cualquier cosa que se le ocurra o de la que se entere. -Falk le dio su dirección de correo electrónico-. Y algo más. Hemos tenido nuestros líos burocráticos sobre esto, como cabría esperar. Necesito saber si alguien más de Gitmo le ha telefoneado por lo mismo.

– ¿Se refiere a la transacción?

– La transacción o la muerte del sargento Ludwig.

– No. Es usted el primero. Y, francamente, yo suponía que si llamaba alguien sería como ha dicho usted, algún fiscal para comprobar los movimientos bancarios. ¿Algún consejo si lo hacen?

– En eso no puedo ayudarle.

– Sabía que lo diría.


Falk sentía ahora más curiosidad que nunca, y todavía le quedaba tiempo para hacer otra llamada. Mejor hacerla desde allí que desde Gitmo, donde el general no le dejaría en paz, sin mencionar a Van Meter. Miró el aparcamiento de Walgreens para comprobar que no había nadie demasiado interesado en él. Luego intentó otra vez hablar con Bob Torrance, el cuñado.

– ¿Doris?

– No. Soy Revere Falk, FBI.

– Hablando del rey de Roma… Doris acaba de llamarme para hablarme de usted, pero tuvo que colgar. Algo con uno de los niños. La ha alterado usted mucho.

– No era ésa mi intención. Lo lamento. Es posible que haya interpretado mal lo que quiero.

– Es lo que le he dicho yo. Que ustedes tienen que verificarlo todo desde todos los puntos de vista, incluso de los que no queremos oír hablar. -Era indudable que el individuo veía películas policíacas, que, por una vez, parecían haber producido un efecto positivo-. La verdad es que yo también pensé en el suicidio.

– ¿Cómo se le ocurrió?

– Pues porque ninguna otra cosa encaja. Earl era de los que se atienen siempre a las normas, incluso cuando cuesta. -Cuéntaselo al Departamento del Tesoro, pensó Falk-. Cuando recibía una orden, hacía lo que le mandaban. Supongo que eso le hacía siempre un poco cerrado. El tipo más amable que uno deseara conocer, aunque tal vez la procesión fuese por dentro. Pero ¡demonios!, ¿meterse en el mar de ese modo? Creo que Doris ya le ha hablado a usted de él y el agua.

– Me ha dicho que no le gustaba mucho. Al menos, no las grandes extensiones.

– Incluso el lago Town, si había que salir muy lejos. Cuanto más pequeño fuese el barco, peor. Me costaba Dios y ayuda conseguir que saliera en mi bote. No se quitaba para nada el chaleco salvavidas. Ni siquiera llevaba la cartera y las llaves a bordo.

– ¿Cómo ha dicho?

– La cartera y las llaves. Las dejaba en tierra por si volcábamos. Tenía que esperar diez minutos mientras él volvía al coche. Al principio me ofendía. Imaginaba que creía que no sabía manejar una barca. Pero era estupendo en mi yate. Incluso en el lago Michigan. Así que creo que era el tamaño de la embarcación lo que le asustaba. Un bote no tiene calado.

– ¿Qué tamaño tiene su yate?

– Ocho metros con la cabina. Supongo que eso cambiaba las cosas.

– ¿Llevaba él la cartera y las llaves en ése?

– Oh, sí. Ya le he dicho que en el grande no tenía problema.

Hablaron un poco más, sobre temas insignificantes del pueblo y del entierro inminente, pero Falk no conseguía olvidar la imagen de la cartera y las llaves de Ludwig en el montoncito pulcro aquella noche en la Playa Molino.

Cuando al fin colgaron, pasaban unos minutos del mediodía. Era hora de acudir a la reunión. Se puso la gorra de los Dolphins y se dirigió al centro.

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