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– Estamos los dos ausentes sin permiso, como dicen en su ejército, ¿verdad?

– Yo sólo puedo hablar por mí mismo -contestó Falk-. Pero ¿cómo sabía dónde…?

– Por favor -repuso Paco, alzando la mano como un policía de tráfico-. No me pida que revele secretos del oficio. Y pidamos algo de comer. Sería poco civilizado tratar estos asuntos con el estómago vacío.

Estaban sentados en un reservado del Fisherman's Friend. Paco había insistido en invitarle a comer antes de «hacer ningún trato», según sus palabras. Había subido luego a su Ford alquilado y había seguido a la ruidosa furgoneta de Bob Holman de vuelta a Stonington.

En el camino, Falk llegó a la conclusión de que Harry debía haber avisado a los cubanos de su huida. Tantas molestias por mantener a raya los rumores de la base. Pero ¿cómo sabía Paco que él iría allí? Y, si un cubano de Miami podía calcularlo, entonces seguramente lo harían también los estadounidenses.

Estaban repantigados en los asientos de vinilo del reservado como dos trabajadores a la hora del almuerzo, cuando se acercó una camarera con lápiz y bloc de notas.

– ¿No se supone que son buenas las almejas fritas? -preguntó Paco, parloteando como si hiciese aquello siempre. Su humor era contagioso, y Falk decidió disfrutar mientras pudiera.

– Eso o el rollo de langosta. Imposible fallar con ambas cosas.

– Las almejas entonces. -Paco cerró el menú de golpe.

– Que sean dos.

Irreal. Primero, una conversación con su padre moribundo, al que no había visto en veinte años. Y ahora, un almuerzo informal con el pequeño cubano que había vuelto su vida del revés.

– Tuvo que ser muy agradable crecer aquí.

– No comíamos así muy a menudo.

– Me refiero a los bosques, a la costa. Es precioso. Aunque supongo que los inviernos pueden ser muy malos.

– A veces era muy malo todo el año.

Paco se lo pensó un momento.

– ¿Por eso le mintió al reclutador de la infantería de Marina y le dijo que era huérfano?

– Por favor. No me pida que revele secretos del oficio.

Paco sonrió. Parecía que disfrutaba muchísimo.

– ¡Bueno! Ya me dirá qué quiere de mí -dijo Falk.

Paco tomó un buen sorbo de té helado antes de contestar:

– Creo que eso es algo que deberíamos plantearnos los dos, porque ambos podemos ayudarnos el uno al otro.

– ¿Ayudarnos? Mi próxima parada podría ser Canadá. Y después, ¿quién sabe? Claro que si es también un fugitivo, tal vez quiera acompañarme.

– No, no más carreras. Me refería a ayudarnos para poder quedarnos ambos. ¿Recuerda la conversación que tuvimos en el barco? ¿Dar un poco para recibir un poco?

– Sí.

– Sería un buen comienzo. Sólo que esta vez le toca primero.

– Creo recordar que fui el primero la última vez. Quizá pueda empezar contándome algo más sobre para quién trabaja.

– ¿Desde ayer? ¿El día que llegué a casa y me encontré a dos grises de La Habana registrando mi apartamento? Desde entonces trabajo por mi cuenta. Soy una nación de uno. Pero sin duda será bien acogido si solicita la ciudadanía.

De alguna forma, Falk le creyó. Tal vez fuese porque la idea de nación de Paco le resultaba demasiado familiar, no sólo respecto a sí mismo, sino a todos con los que había trabajado en Gitmo: un archipiélago entero de empresarios que trabajaban principalmente para sí mismos; una lucha de organismo contra organismo, conspirador contra conspirador, y que ganara el más sinvergüenza.

– De acuerdo, entonces -contestó Falk, mordiendo una almeja frita. El sabroso aroma a agua salada y grasa le llenó la lengua-. Jugaré. Empecemos el miércoles hace una semana, con el yemení del que quería que me ocupara, Adnan Al-Hamdi.

Paco asintió.

– Tiene razón -dijo-. Estas almejas son buenísimas. Siga, le escucho.

Falk contó su historia de los últimos diez días, mientras Paco aportaba a la misma detalles interesantes desde su punto de vista. A Falk se le ocurrió un par de veces que a lo mejor Paco no estaba huyendo; que a lo mejor todavía trabajaba para los cubanos. Pero ya no le importaba. Era un alivio confesarlo todo y desahogarse. Cuando acabaron de dar cuenta de las almejas, de algunos fritos y de dos enormes raciones de tarta (la de Falk, de crema de coco y la de Paco, de manzana), había llegado a la firme conclusión sobre su insólita alianza.

– He decidido -dijo, limpiándose la boca con una servilleta- que los dos hemos perdido el juicio.

– Quizás esté en lo cierto. Pero también existe la posibilidad de que ambos hayamos recuperado la razón.

– Me gusta más su versión, pero no me convence.

– Una respuesta muy racional. Que apoya mi posición.

En ese punto, no les quedó más remedio que reírse y pagar la cuenta. Falk dejó la propina, mientras Paco iba a la caja. Todavía no sabía qué hacer, aunque le aliviaba contar con un aliado; o con un cómplice, según el caso.

Concluidas las confesiones, dejaron los vehículos en el aparcamiento y fueron caminando hasta el embarcadero, analizando cuál sería su paso siguiente. Salieron a la calle School, que bajaba en pendiente hacia el pueblo. Era un día soleado, con el cielo azul nítido, y temperaturas de veintitantos grados; pero Paco era caribeño y se frotaba los brazos al aire para protegerse del frío. Falk, por otro lado, ya estaba a gusto allí, un camaleón que volvía a cambiar del turquesa tropical al frío azul norteño.

– Supongo que le encontrarán, o nos encontrarán, en un par de días -dijo Paco-. Nuestra gente en Jamaica dice que los federales han registrado a fondo el puerto de un sitio llamado Port Antonio. Incautaron un barco de pesca registrado en Haití y luego hablaron con taxistas y hoteleros.

– ¿Cuándo ha sido eso?

La noticia le impresionó, aunque suponía que no debía extrañarle.

– Ayer. A media tarde.

– Habrán encontrado la lancha de la Marina en Haití. Pobre viejo. Supongo que a estas alturas saben mi nombre falso.

– ¿Ned Morris, de Manchester?

– Por cierto, gracias por eso. ¿Cómo sabía que lo necesitaría?

– No lo sabía. Pero me pareció una buena precaución, teniendo en cuenta dónde estaba y lo que sabía.

– Así que ha seguido en contacto con La Habana. ¿Qué ha sido de la Nación de Uno?

– Sólo con mi jefe. Es el único en quien confío todavía. Llamé y dejé un mensaje en un busca de New Jersey, y él realmente me contestó en una línea sin garantía. Eso le indicará todo lo que necesita saber sobre lo desesperado que está. Me protegerá mientras pueda.

– ¿Y cuánto tiempo será?

– Un par de días. Entonces, los que están en los márgenes vendrán a buscarme.

– ¿Y qué hará entonces?

– Mi jefe cree que debería entregarme. El término operativo sería «desertar». Cree que es la única forma de parar el desastre que se está fraguando. Avisar a los suyos de la «cábala», como dicen ustedes. Los de ambos lados que tienen tantas ganas de provocar una pequeña pelea.

– Chiflados.

– Es lo que ocurre siempre cuando ambas partes están seguras de que ganarán.

– Entonces tal vez debiéramos marcharnos los dos a Canadá. Pero tendremos que llevar su coche. Si vamos en la furgoneta de Holman, nos quedaremos sordos antes de llegar a la frontera.

– Escapar no es la solución -dijo Paco-. Entre los dos, tenemos lo que más desean todos.

– ¿Información?

– Y no sólo sobre su amigo árabe, sino sobre todos los que han participado en esto, en ambos lados.

– Según mi presunto amigo Ted Bokamper, lo importante no es tener la información, sino conseguirla el primero y entonces manejarla como quieras.

– Tiene razón. Precisamente por eso hemos de actuar ahora nosotros. Pero necesitaremos papel y lápiz.

– ¿Para qué?

– Para escribir un mensaje electrónico. Uno para una amplia audiencia. O pequeña, si lo prefiere. Será el mejor juez de quién puede usarlo mejor. Pero tiene que ser a toda prueba, sin defectos ni lagunas. Ahora mismo, somos los únicos que lo sabemos todo, y ése es nuestro vale. El medio de conseguir el reconocimiento internacional para nuestra nación de dos.

– Tengo un cuaderno en la pensión. Podíamos trabajar allí en él.

– Me parece bien.

Llegaron al pie de la colina y torcieron a la derecha en la calle Mayor, junto a los muelles. El tráfico ya se estaba animando y parecía que Paco se divertía, mirando los escaparates y sonriendo a los transeúntes. Falk se paró a mitad de la manzana y alargó la mano para detener a su compañero.

– Están ahí -dijo-. Mire.

Había un Chevy Suburban aparcado delante del hostal.

– Eso sí que es delatarse -dijo Paco, demasiado familiarizado con las prioridades del FBI-. Fíjese. Un hombre en el portal, hablando con el posadero.

– Y lo peor es que casi seguro que son del FBI, probablemente de Bangor. Vayamos a los coches.

– ¿Quiere un consejo? Deje que tome el mando el profesional. Estoy acostumbrado a trabajar con su gente desde el otro lado. Haga lo que le diga y saldremos de aquí.

Otro cambio disparatado de los acontecimientos. Dejar que dirigiese el espectáculo el cubano para poder esquivar a los colegas que se habían entrenado del mismo modo que Falk.

– Adelante.

– Lo primero que hay que hacer es que salga usted de la calle. A lo mejor empiezan a patrullar antes de que consigamos llegar a los coches. Por lo que sabemos, ya tienen una descripción de su furgoneta.

Volvieron rápidamente cuesta arriba. Paco estaba en mejor forma de lo que hubiese imaginado Falk. Uno de los primeros sitios por los que pasaron fue el teatro de la ópera estilo granero. A la derecha, había un callejón, con espacio suficiente para un coche.

– Entre ahí y espere -dijo Paco, mirando alrededor-. Quédese en la parte posterior del edificio. Entraré con el coche en la callejuela para recogerle. Si la cosa se pone fea, lárguese y haga lo que pueda. Pero necesitaremos un refugio.

– La biblioteca -dijo Falk sin vacilar.

– ¿En la calle Mayor?

– En Stonington no. En Deer Isle, diez kilómetros al norte por la carretera 15.

– Perfecto. Completamente fuera del pueblo. Todavía haremos de usted un auténtico profesional. Pero, una pregunta. ¿Cómo va a ir?

– Soy de aquí. Encontraré el medio.

Eso convenció a Paco, que asintió y se fue cuesta arriba. Falk entró en la callejuela, pero su suerte se esfumó casi al momento. No bien había doblado la esquina al final del edificio, cuando se abrió la puerta de una entrada de artistas y salieron en tropel al pequeño aparcamiento tres adolescentes risueños, ataviados con camisetas y pantalones negros. Cargaron cajas en una furgoneta y luego uno de ellos aguantó abierta la puerta de la entrada de artistas y gritó:

– Muy bien, cargadla.

Era evidente que tardarían un rato, y uno de ellos se quedó mirando a Falk de forma extraña, como si se preguntara qué buscaría un hombre adulto allí a plena luz del día. Si le veían subir al Ford, tendrían una descripción del coche, y tal vez también de su conductor; así que Falk volvió por donde había llegado. Con un poco de suerte, alcanzaría a Paco cuando volviera con el coche.

Pero apenas se había dado la vuelta, cuando asomó el capó del Suburban al final de la callejuela. Se agachó rápidamente detrás de un contenedor, y luego vio al gran vehículo deslizarse cuesta arriba. Paco tenía razón. Si Falk se hubiese quedado un minuto más en las calles le habrían atrapado. Conducía el vehículo una mujer, lo que significaba que el individuo que habían visto en la pensión debía estar haciendo las visitas a pie. Falk se preguntó si contarían con refuerzos, o con ayuda local. En cualquier caso, ya no se atrevió a ir al encuentro de Paco. Ni a dejar que los chicos de detrás del teatro de la ópera le echaran otra ojeada.

Se fue cuesta abajo y luego torció a la izquierda para evitar la calle Mayor. Llegó a una entrada de coches que desembocaba en una hilera de hostales. Tal vez si atajaba por unos cuantos aparcamientos pudiese llegar a la carretera 15 e intentar allí que le llevara algún coche. No, entonces sería un blanco seguro. Era mejor parar antes en algún sitio para calmarse y planear el paso siguiente. Claro que si el agente que patrullaba a pie iba de puerta en puerta, seguiría atrapado.

Oyó detrás una voz de mujer:

– ¿Revere? ¿Revere Falk?

¡Mierda! Se acabó.

Falk se dispuso a salir corriendo y, al darse la vuelta, vio a la antigua compañera de clase a la que había reconocido la noche anterior en la cena, la que tenía tres niños y unos kilos de más. Ahora recordó su nombre como una bendición.

– ¿Jenny? ¿Jenny Kinlaw?

– ¡No me digas que te acuerdas! Anoche me pareció que me mirabas, pero con Jeffrey desquiciado no pude acercarme a saludarte.

– Ha pasado mucho tiempo. -Falk miró detrás de ella, sintiendo la necesidad imperiosa de desaparecer.

– ¡A quién se lo vas a contar! Pero tú estás estupendo. ¿Dónde vives ahora?

– En Washington.

– ¡Caramba! Parece importante.

– No tanto. ¿Y tú qué tal?

Tenía que largarse. De pronto le asaltó una idea.

– Estoy aquí mismo cuesta arriba, detrás de la pensión de mi madre. Precisamente iba a casa. Dos horas más de libertad antes de que acabe el servicio de guardería.

– Jenny, sé que te parecerá extraño, así de pronto; pero me encuentro en un apuro. Tengo el coche en el taller, he de ver a alguien en la biblioteca de Deer Isle dentro de cinco minutos, y no sé si podrías…

– ¿Llevarte? Pues claro.

Algo en su tono entusiasta parecía indicar que se lo estaba tomando como una insinuación, pero, en cualquier caso, había funcionado. Su furgoneta roja estaba calle abajo, y él subió con un suspiro de alivio, deseando no tener que agacharse bajo la guantera si pasaba el Suburban.

– ¿Y qué, estás casado? -preguntó Jenny cuando torcieron hacia el norte en la carretera 15.

– No. Supongo que a ti no tengo que preguntártelo, ¿eh?

– Bueno, lo estás haciendo. Divorciada hace dos meses.

– Vaya, lo siento.

– No lo sientas. Steve era una rata.

– De acuerdo.

– Acuesto a los niños hacia las nueve, si quieres pasar luego.

– Claro.

Cualquier cosa por un viaje, siempre qué él pudiera aguantar otros seis kilómetros. A lo mejor para entonces ya se habían prometido. Pero le pareció que ella notaba su nerviosismo, y tal vez lo atribuyera a su descaro. Fuera lo que fuese, desvió de nuevo la conversación hacia temas triviales, y le puso al corriente de las venturas y desventuras de los compañeros de clase a los que no había visto en veinte años. Cuando se le acabaron los nombres, se concentró otra vez en Falk.

– Estaba pensando que es bastante extraño reunirse con alguien en la biblioteca, pero a ti siempre te interesaron mucho los libros, ¿eh?

– Supongo que sí.

– ¡Así que eres gay!

– ¿Qué?

– ¿Eres gay?

– Ah, no.

– Bien, bueno. Entonces pasa cualquier rato antes de marcharte del pueblo.

Gracias a Dios acababan de entrar en el pequeño aparcamiento de la biblioteca de madera blanca.

– Lo haré -dijo él, brindándole su sonrisa más viril mientras abría la portezuela-. Y gracias por traerme.

– A cualquier hora después de las nueve.

– Entendido.

Falk se preocupó un poco al ver que no había rastro del Ford de Paco. Entró en la biblioteca y sus emociones dieron paso a la nostalgia. Lo que más le desconcertó fue el olor: la misma mezcla mohosa a encuadernaciones de tela y papel antiguo, y los estantes de roble y la mesa de lectura grande al lado, donde había pasado tantas horas tranquilas de refugio. También le impresionó el silencio, con su hermética característica, sobre todo si te sentabas junto a la ventana del fondo y contemplabas el juego de la luz del sol en la cala de las mareas. Habían cambiado algunas cosas. El viejo reloj con su tictac fuerte había sido sustituido por un modelo gris grande que zumbaba. Otras novedades eran una cabina de internet y una mesa en la que se exhibían las últimas adquisiciones. Casi todas eran títulos de la lista de más vendidos.

– ¿Puedo ayudarle?

He aquí otro cambio. La bibliotecaria era una mujer esbelta de cuarenta y tantos años. Ninguna relación con la señorita Clarkson, supuso Falk, severa pero afable, que siempre le dejaba quedarse cuanto quisiera, como si fuese discretamente consciente del infierno que se vivía en su casa.

– No, gracias. Estoy esperando a alguien para una breve consulta.

– Bueno, ya me dirá.

– Gracias.

Pocos minutos después apareció el coche de Paco en la calle, y no lo seguía ninguno. Parecía preocupado, hasta que cruzó la puerta y vio a Falk. Entonces esbozó una gran sonrisa y saludó con un gesto a la bibliotecaria.

– Así que lo conseguiste -le dijo en un susurro, respetando la santidad del lugar.

– Por los pelos. He tenido suerte. ¿Ahora dónde?

– Al cibercafé más próximo, supongo. Enviamos el mensaje y luego esperamos que pase la borrasca.

Falk preguntó a la bibliotecaria si conocía algún sitio adecuado.

– Es difícil. Blue Hill, tal vez. En Bangor seguro, pero queda lejos. Claro que siempre pueden usar éste.

Señaló la cabina. Falk se sintió como un idiota.

– ¿Podemos enviar un e-mail?

– Si tienen cuenta de servidor, sí.

– Manos a la obra.

La bibliotecaria les proporcionó unas hojas de papel de cuaderno, y se afanaron una hora, sentados a la gran mesa de roble, escribiendo con los lapiceros cortos y gruesos que suele haber en las bibliotecas. Falk sabía que en algún sitio bajo la mesa figuraban sus iniciales, marcadas con un lápiz igual hacía un cuarto de siglo. Lamentó no tener tiempo para echar una ojeada, aunque era probable que a aquellas alturas alguien las hubiera lijado. Quizá fuese mejor dar por sentado que seguían allí.

Trabajaron deprisa; formaban un equipo excelente. En cuanto se pusieron de acuerdo sobre los puntos esenciales y la idea general, se trasladaron al teclado del ordenador, y Falk empezó a darle. Primero, una breve exposición de su trabajo como agente doble extraoficial para Endler (Falk tenía la información, así que aplicaba su propio enfoque; al menos, aprendía rápido), y la epístola de ambos continuaba con la versión de Falk de las recientes actividades de Fowler, Bo, Endler y Van Meter en Gitmo. No escatimó ninguna prueba del asesinato de Ludwig y dejó constancia de todas las fechorías. Complementaban todo esto los hallazgos de Paco, que encajaban a la perfección. Exponían, por último, una conclusión conjunta de que los elementos delincuentes de los servicios de información estadounidenses y cubanos parecían decididos a provocar una confrontación empleando mal los hallazgos expuestos.

Como plato fuerte del informe (al menos en lo concerniente a los intereses del FBI), detallaban los planes del agente de la Dirección de Inteligencia cubana Gonzalo Rubiero, nombre en clave «Paco», de pasar a Estados Unidos, de forma efectiva y de inmediato, a cambio de la ciudadanía y el traslado confidencial. Falk explicaba brevemente a continuación los propios medios de escapar de Guantánamo, alegando que las actividades de los mencionados conspiradores no le habían dejado otra alternativa.

No era una obra magistral, pero sin duda era un bombazo.

– ¿Quieres añadir algo, Paco? -preguntó.

Después de todo este tiempo, todavía no se acostumbraba a la idea de llamarle Gonzalo.

– A mí me parece terminado.

– Es tan bueno que tendremos que ver con esto mucho tiempo. La cuestión ahora es a quién se lo enviamos. ¿A mi jefe o a sus superiores? ¿Al director, tal vez?

– A mi modo de ver, esto es como elegir entre las almejas fritas y el rollo de langosta. Es imposible fallar. Pero si está muy hambriento, ¿por qué no todo?

– Buen consejo.

Falk puso los nombres de los tres, pero cuando llegó el momento de enviarlo así, vaciló.

– ¿Qué pasa? -preguntó Paco.

– Sólo estaba recordando con quién tratamos. Pensaba en lo que le han hecho ya a las pocas personas que se interponían en su camino. Necesitamos algún respaldo.

Pulsó para volver a la línea «cc» y poner la dirección electrónica de un periodista con quien había tratado en la oficina de Washington del New York Times. Para mayor seguridad, envió también una copia a un periodista del Washington Post. Nada como el calor de la competición para asegurar la masa crítica. Y además, le tenía sin cuidado que el FBI viera aquellas direcciones.

Respiró hondo, pulsó Enviar y se recostó en la silla. Vieron la línea azul extenderse en la pantalla, una señal de socorro lanzada desde su pequeña balsa, que hacía aguas. Ya sólo era cuestión de quién les alcanzaría primero, sus salvadores o sus perseguidores.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Paco.

– No nos vendría mal tomar un café. Podremos volver en una hora a comprobar si hay respuestas.

– Me parece buena idea.

Falk se dio unas palmadas en los muslos y se levantó, un poco rígido tras la intensa sesión al teclado. Suponía que seguía cansado de la larga travesía por el mar agitado.

– ¡Madre mía! -exclamó la bibliotecaria mirando por la ventana-. Hay más movimiento que en toda la semana.

Otros dos usuarios acababan de salir de un Suburban negro familiar: una mujer con falda azul marino y blusa blanca, que miró por la ventanilla del Ford de Paco; y un hombre con un polo y pantalones caqui (Falk conocía bien el uniforme), que ya estaba subiendo las escaleras.

– Creo que nos quedaremos sin café -dijo Paco.

– Seguro que tendrán un poco en la oficina de Bangor -susurró Falk cuando se abrió la puerta y se oyeron los ruidos de la carretera y el grito de una gaviota-. Bienvenido a su nueva vida, Paco. Espero que sea realmente lo que deseaba.

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