13

Todo había empezado en la época en que Falk era marine, cuando le enviaron a lo que en Gitmo equivalía a una broma pesada.

Llevaba tres semanas en la base cuando cometió el error de preguntar al sargento de su acuartelamiento cómo podía solicitar permiso para visitar La Habana, la auténtica Cuba, en su opinión, con orquestas de mambo y bailarinas con frutas en la cabeza. El sargento ya conocía aquel tipo de estupidez imberbe y sabía qué hacer.

– Es facilísimo -le contestó-. Mire, soldado Falk, le eximiré de la marcha de esta mañana si quiere hacerlo ya. ¿Qué le parece?

Falk asintió, asombrado de su buena suerte. Se tragó el anzuelo.

El sargento se dio la vuelta, garabateó una nota en su escritorio y la metió en un sobre.

– Entregue esta nota en el puesto de observación 31 de la Puerta Nordeste. Allí es donde lo tramitan. Jenkins le llevará. ¡Quién sabe! A lo mejor pasa usted el fin de semana en La Habana.

Hasta las habituales bandadas de buitres parecían presagios de buenas nuevas en el viaje al puesto de observación, y los centinelas de la Puerta Nordeste se mostraron complacientes, y sonrieron al abrir el sobre y leer la nota. Luego cargaron una mochila con veinticuatro kilos de piedras y enseñaron la nota a Falk:


Aquí tienen a otro que cree que puede visitar a Fidel. Denle el premio habitual y devuélvanlo por los medios acostumbrados.


– No puedes ir, hijo -le dijo con voz cansina un amable georgiano mientras le cargaba la mochila a la espalda-. Al menos, no hasta que muera Castro. En el próximo permiso que vayas a Estados Unidos, visita la Pequeña Habana de Miami. Es lo más parecido, y te hartarás en una hora. Con lo cual, te quedará mucho tiempo para la playa y las mujeres. Buena caminata.

Falk sudó la gota gorda para hacer los ocho kilómetros de vuelta, más agobiado por el bochorno que por el calor. Tardó otra semana en aunar el valor suficiente para preguntar si de verdad existía una «Pequeña Habana». Y, como no tenía familia que visitar, decidió seguir el consejo del georgiano.

Aprovechó la ocasión al cabo de un año. Tomó un vuelo de la Marina a Jacksonville y viajó en autobús desde allí hasta Miami. Encontró un motel barato cerca del centro, al sur del río Miami. Luego salió a dar una vuelta, pasando bajo las largas sombras de la I-95 elevada hasta llegar a la Calle 8, la calle principal, que le llevó al centro de la Pequeña Habana.

Al principio, no le impresionó en absoluto. Había mucho tráfico y caos urbanístico: casas achaparradas, tiendas atestadas de artículos y letreros en español; todo muy parecido al resto de Miami que había visto hasta entonces. Pero ya que había llegado hasta allí, siguió caminando. Y, al cabo de una hora o así, empezó a animarse con los pequeños detalles peculiares: cafés diminutos con escaparates que ofrecían dedalitos de café cubano y croquetas en estuches de cristal; las bodegas, las joyerías y las factorías de cigarros del paseo marítimo, que olían a tabaco curado; vendedores de yuca, mango y plátano.

El ritmo de este comercio era la salsa, que resonaba en casi todos los portales. Mientras Falk caminaba hacia el oeste, cada canción enlazaba con la siguiente, como si las bandas desfilaran por la calle a su lado.

Pero el hipnótico sonido de fondo que más le impresionaba era el del español. Sólo dominándolo se sentiría a gusto allí alguna vez; y, de pronto, le pareció inteligente hacerlo. Falk todavía asociaba su pasión por los idiomas extranjeros con aquel momento, el instante en el que comprendió que los idiomas eran incluso más importantes que los pasaportes y los billetes de avión.

Se entretuvo un rato en el parque de Máximo Gómez, donde el chasquido y el repiqueteo de los dominós punteaban las conversaciones de los ancianos inclinados sobre las mesas mientras arrancaban las fichas de pequeños armazones de madera. Parecía que ninguno se preocupaba del marine de pelo rapado que miraba boquiabierto por encima de sus hombros. Podría haber sido invisible. La barrera del idioma otra vez. O tal vez estuviesen acostumbrados a los anglos que los miraban como curiosidades.

Le desconcertó el bulevar sombreado de monumentos de piedra de la Tercera Avenida. El primero y más alto era una columna de mármol dedicada a «Los Mártires de la Brigada de Asalto» de abril de 1961. ¿Bahía Cochinos? Tenía que ser. Estaba coronada por una vana «llama eterna», que apenas advertían los niños que pasaban estruendosos en bicicleta. Mucho más impresionante que ningún objeto creado por el hombre era una inmensa ceiba, cuyas raíces le llegaban al hombro.

Falk tampoco supo a qué atenerse con el Paseo de las Estrellas, una lastimosa versión latina del Paseo de la Fama de Hollywood. ¿Era cubana Celia Cruz? Él creía que no. Y le chocó muchísimo descubrir de pronto un McDonald's en un aparcamiento inmenso, con una estatua de tamaño natural de Ronald McDonald. ¿O allí le llamarían Ronaldo?

Falk recorrió los pasillos de un supermercado llamado El Presidente buscando música sin objetivo y luego comió un emparedado cubano sólo para ver de qué era. Después fue en autobús a la playa, pasó la tarde nadando y regresó por la noche a un club de baile que había localizado. Y, precisamente en aquel club, el lugar lo conquistó.

Falk no sabía bailar la salsa mejor de lo que entendía lo que hablaba la gente. Pero la cerveza y el exagerado entusiasmo le ayudaron a superar ambos obstáculos de tal forma que, al poco rato, creía haber llegado a una frontera lejana.

Falk intentaría determinar después lo que le había convertido en un blanco tan fácil aquella noche. Tal vez fuese el corte de pelo militar. O algo que había dicho. Lo cierto es que cuando llevaba en el club una hora, se le acercó un individuo afable, con una mujer hermosa del brazo, que le habló en perfecto inglés. Ávido de conversación, Falk se animó enseguida y descubrió que el hombre era muy simpático.

Se llamaba Paco y era un tipo jovial, algo barrigudo, con una cajetilla de Kent asomando del bolsillo de la camisa. Había llegado a Miami en 1981, le dijo con un gemido. Mariel, menudo lío. El cabrón de Fidel vació las cárceles, y fue duro, todos cortados por el mismo patrón hasta que al fin se aclararon las cosas. Ahora lo había conseguido, por supuesto. Le gustaba Estados Unidos, aunque todavía tenía morriña a veces.

– Usted cree que lo tiene mal -le dijo Falk-. Pero yo vivo allí y ni siquiera puedo ver el lugar. Estoy destinado en Gitmo.

Salió el resto de su historia: el infante de Marina que sólo podía atisbar por la alambrada, denegado el billete que podría satisfacer su curiosidad. ¡Bueno! ¡Vaya! Tal vez algún día.

– ¡Oh, no! -dijo Paco con la mirada encendida-. Se cuenta usted entre los afortunados. Si yo intentara ir, me arrestarían. ¡Fidel me metería en la cárcel! ¿Pero usted? ¡Usted puede ir realmente!

– No, no puedo ir. Ya lo he comprobado, créame.

– Como soldado no, por supuesto. ¡Pero sí como turista! Es muy fácil.

– ¿Legalmente?

Paco tendió una mano, moviéndola a un lado y a otro.

– Más o menos. Unos amigos míos tienen una agencia de viajes. Lo organizan continuamente. Lo hacen muchísimos estadounidenses. Ni siquiera les sellan el pasaporte.

– Gracias, pero no. Gracias -dijo Falk.

Le parecía una forma rápida de aterrizar en el calabozo. Y Paco tuvo el buen juicio de no insistir. Pero al día siguiente en la playa, Falk empezó a darle vueltas. A los dieciocho años, parece que «más o menos» puede ser bastante seguro. Así que volvió por la noche al mismo club, y allí estaba el animoso Paco, sólo que entonces con una mujer distinta.

– Sí -le dijo-. Le ayudaré con mucho gusto. Llamaré a mis amigos y lo arreglaré, porque ellos no hablan inglés muy bien.

Dispusieron el viaje para diciembre, dos meses después. A Falk le preocupaba un poco el dinero, pero Paco se ocupó de eso también, y consiguió reducción de tarifas en el vuelo y en el hotel, gangas que a Falk le parecían increíbles.

– Es porque necesitan dólares -le explicó Paco-. Fidel está ávido de dólares, sobre todo ahora que los rusos se están marchando.

Falk regresó a Gitmo y consideró unos días la posibilidad de volverse atrás. Pero cuanto más pensaba en ello, más le atraía. No hay nada como la idea de lo prohibido para convertir unas simples vacaciones en una aventura. Y sería un medio de ajustar las cuentas al sargento por su petulancia. Además, ya había entregado doscientos dólares en metálico y no podía permitirse ir a ningún otro sitio.

Los recelos de Falk volvieron poco después de que el vuelo de Miami aterrizara en ciudad de México. Un individuo de la agencia de viajes le esperaba en la terminal, según lo prometido, aunque parecía apuradísimo.

– Su pasaporte, por favor.

Falk se lo entregó. El individuo le dio un sobre. Contenía un billete para La Habana y otro pasaporte (británico, no estadounidense, pero con la fotografía de Falk). ¿De dónde la habrían sacado? Recordó entonces que Paco le había pedido fotos, diciéndole que eran para los documentos de vacunación.

– ¿Qué es esto? -preguntó entonces al hombre de la agencia, desconcertado. Tanto el pasaporte como el billete de avión estaban a nombre de Ned Morris, con una dirección de Manchester-. Creía que no los sellaban, así que devuélvame el mío.

– Después. Cuando regrese -le dijo el emisario, perdiéndose entre la multitud sin darle tiempo a replicar.

Falk se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba el individuo. Estaba a punto de dejarse arrastrar por el pánico cuando se le acercó otro, que le puso una mano tranquilizadora en la espalda y le dijo:

– Venga, por aquí. Tiene que apresurarse. Su vuelo está a punto de salir. Le devolverán su pasaporte a la vuelta. Se hace así siempre. La bolsa, por favor.

Falk no quería dársela, pero habían llegado a la puerta de embarque y el hombre le estaba haciendo señas para que la colocara en la cinta transportadora.

Casi antes de que se diera cuenta, el avión despegó. Examinó otra vez el billete y vio que el importe que figuraba en el mismo era más o menos el triple de lo que había pagado. Condiciones especiales, le había dicho Paco. Empezó a temerse lo peor. Se convenció de que habría una delegación de recibimiento del ejército cubano esperándole: se imaginó esposado mientras disparaban los flashes para los periódicos comunistas. Marine capturado por Castro, pescado como un tarugo.

Pero no ocurrió nada de eso, y Falk ya había empezado a relajarse cuando el taxi llegó al hotel. Era un acuerdo sospechoso, por supuesto, que sin duda incluiría comisiones y sobornos. Probablemente hubiera cargos adicionales del hotel, ahora que ya no podía hacer nada. ¿Y qué? Ya había visto a otros estadounidenses allí, y más o menos a la mitad de los europeos. Ninguno hablaba de Castro ni parecía preocupado.

Mientras Falk paseaba por la ciudad, le asaltó de vez en cuando la espeluznante sensación de que le seguían, aunque, por lo demás, lo pasó bien, a pesar de la espantosa comida, que le recordaba el rancho de la infantería de Marina. Todos los hoteles y los restaurantes servían una versión insulsa de cocina anglo.

Falk se acostumbró enseguida a que le llamaran Míster Morris. Parecía coincidir con los métodos que había empleado él para deshacerse de su familia. Bastaba escribir unas palabras en un documento oficial y se hacían realidad por arte de magia. ¿Qué mejor forma de ocultarse? Decidió que se sentiría bastante cómodo siendo Ned Morris un tiempo.

Entonces conoció a Elena. Él le sonrió en el desayuno a pocas mesas de distancia. Y eso fue todo, al parecer; porque cuando volvió a mirar, ella había desaparecido. Se decepcionó al principio, creyendo que había encontrado algo especial. Pero aquella noche en el Amigo Club, la vio pasar mientras hablaba francés macarrónico con una mujer bastante atractiva que había estado hablando inglés macarrónico. Hubo aquella sonrisa de nuevo mientras ella se dirigía a la barra. A los pocos momentos, pasó en la otra dirección.

'Scusé moi -le dijo él a la francesa, y luego susurró algo acerca de «ir al baño», suponiendo que tenía que parecer británico de vez en cuando.

La encontró en una mesa del rincón con dos amigas. Ninguna cita a la vista. Ella hablaba un inglés elemental, que pareció mejorar a medida que practicaba. Él la invitó a una copa. Bailaron. Ella inclinó la cabeza hacia la de él, prometedoramente, su perfume como el regalo que una flor ofrecía al aire nocturno después de todo el día al sol. Se movió frente a él en la pista, un ajuste perfecto. Cuando volvieron a la mesa, las amigas de ella se habían marchado.

A Falk no se le pasó por la cabeza en ningún momento la posibilidad de que hubiese una cámara oculta detrás de un espejo, en la habitación del hotel luego, ni ninguna de las cinco noches siguientes que pasaron juntos. No se enteró de aquella pequeña trampa hasta que recibió las fotos un mes después, cuando ella ya le había convencido de su sinceridad con cartas enviadas vía parientes en Puerto Rico. Decía que le preocupaba que pudiese crearle problemas recibir cartas directamente de Cuba.

No escribía a Ned Morris, claro. Porque la tercera noche que pasaron juntos, él estaba tan entusiasmado que se lo contó todo y le confesó su verdadero nombre.

Elena también le confesó su doble juego por fin, aunque no lo hizo hasta meses después, en una carta manchada de lágrimas. Eso decía ella. Pero el daño ya estaba hecho. Falk había recibido las fotografías en una carta escrita a máquina, sellada en New Jersey (enviada por los compinches de Paco, supuso). Incluía órdenes categóricas de que visitara el taller de reparación de Gitmo la próxima vez que estuviese en la zona (después de destruir aquella carta, por supuesto). Si no obedecía, enviarían copias de las fotografías a su comandante, con una fotocopia del pasaporte de Ned Morris.

Así conoció Falk a «Harry», el notable encargado de mantenimiento cubano, que acudía a diario a trabajar a la base desde su casa en la ciudad de Guantánamo. Harry organizó un programa para que Falk le transmitiera informes verbales una vez al mes. Los cubanos nunca le pedían gran cosa, y Falk se preguntaba a veces por qué se tomarían la molestia. Era evidente que ya estaban enterados de todo lo que les contaba él. Era probable que alguien de La Habana disfrutara pudiendo decir que contaban con un confidente en Gitmo. Les remitía breves informes sobre llegadas de barcos y rumores de la base sobre traslados y efectivos, todo lo cual podían verlo por sí mismos desde sus atalayas. Menos mal. Así no se sentía culpable. Bueno, no demasiado culpable. Al menos, no durante un tiempo. Porque al tercer mes, la conciencia pudo más que él y decidió confesar.

La última persona a la que se lo habría contado era a su sargento. Sería absurdo premiar al mismo individuo cuya broma pesada le había inducido a saltarse las barreras. Así que pagó una llamada de larga distancia a Ted Bokamper, que por entonces era un joven muy prometedor de la Secretaría de Estado, que trabajaba ya para uno de los subsecretarios mejor conectado.

– Tenemos que vernos cuando vaya a Estados Unidos -le dijo-. Tengo información que podría ayudarte, según lo que piense de la misma tu jefe.

No añadió nada más, porque ya entonces preocupaba la OPSEC, la Seguridad Operativa, aunque se llamaba de otro modo. Se vieron un mes más tarde en casa de Bo en Alexandria, en Virginia. Su primer hijo gateaba ya por la moqueta. Bob se tomó la historia con bastante calma, y acordaron hablarlo con su jefe Saul Endler, que, según Bo, tenía antiguos contactos con los servicios de inteligencia.

Mantuvieron una breve conversación en el despacho de Endler, que escuchó inmutable y apenas hizo comentarios. La noche siguiente se reunieron de nuevo en la residencia de Endler en Georgetown y analizaron el paso siguiente entre estanterías de libros que ocupaban todas las paredes, mientras sonaba música de Stravinsky a un volumen discreto en bafles muy caros, y la señora Endler les servía vasos helados de bourbon.

– Latinoamérica y el Caribe son una parte especial de mi jurisdicción -comentó Endler-, y Cuba es mi pasión personal, así que comprendo que se convirtiese en la suya tan rápidamente.

Expuso todo esto con la actitud sosegada y superior del profesor que ha aceptado ampliar su horario, sólo por esta vez, para ayudar a un alumno obstinado. No se mencionaron las palabras «traición» y «espionaje». Entre la delicada omisión de esos términos y la cuantiosa provisión de comida y bebida, Falk enseguida estuvo pendiente de cada palabra del hombre. De perdidos al río, que habría dicho Ned Morris.

– Sigámosles el juego un poco más, y podrá empezar a informarme directamente a mí -propuso Endler en tono cordial, como si todo el acuerdo con los cubanos hubiese sido idea de Falk.

Luego sirvió una última ronda de bourbon. La última. Falk sintió disiparse la culpabilidad al mismo tiempo que la sobriedad. Vio de refilón a Bob, colorado y radiante. Tal vez la intimidad de la ocasión le supusiese algún tipo de ascenso, subir un peldaño en la escala del Servicio Exterior.

Bueno, en tal caso, ¿para qué eran los amigos?

– ¿Se lo dirá a alguien? -preguntó Falk. Era la última duda que le inquietaba.

– Teniendo en cuenta lo que me ha dicho, en realidad no es necesario. La información que les transmita usted me ayudará a confirmar el propio juicio sobre determinados asuntos. Mientras La Habana no aumente sus requerimientos, no es necesario que lo sepa nadie más.

– ¿Ni siquiera la Agencia? -preguntó Bo.

Fue el único desacierto que cometió en la velada. Endler torció el gesto y repuso, adoptando un tono doctoral:

– La Agencia sólo complicaría las cosas a todos los involucrados. Nuestro amigo aquí presente podría afrontar incluso acusaciones.

– Pero ¿y si ellos aumentaran sus requerimientos, como ha dicho usted? -preguntó Falk.

– Una pregunta muy razonable. -Endler asintió, de nuevo con la actitud de experto mentor-. Si tal cosa ocurriese, obraríamos en consecuencia. Aun así, no veo ninguna necesidad urgente de revelar su nombre. La Agencia cuenta con que tengamos nuestras propias fuentes. Tendría que hacer usted algunos favores extra, por supuesto. Pero nada más. No se preocupe. No es probable que se convierta en un problema.

Falk sintió ganas de decir: «Perdóneme, padre». Así debían sentirse los fieles católicos cuando recibían la absolución. Se pasó el resto de la velada levitando en un estado de gracia achispada.

Poco después se despidieron. Bo se quedó para más consultas, mientras que Falk le dio un apretón de manos conmovedor y bajó tambaleante el camino enladrillado hasta el taxi que esperaba. Cuando el coche arrancó, se dio la vuelta en el asiento para despedirse con la mano, pero ya habían cerrado la puerta y las cortinas.

Los encuentros de Falk con Harry se sucedieron, y cada nueva petición siguió siendo tan trivial como la anterior. Pero después de recibir la lacrimosa excusa de Elena al cabo de tres meses, habían cesado las peticiones. ¿Se habrían dado cuenta de que se lo había contado a alguien? Lo único que sabía Falk a ciencia cierta era que su siguiente visita a Harry aportó poco más que una negativa.

– Nuestro negocio ha terminado, señor -le dijo Harry, alzando la mirada del banco de trabajo en el que estaba colocando una pieza de metal en un torno.

Endler le envió recado de que lo intentara una vez más, pero Harry ni siquiera le dejó pasar de la puerta. En el permiso siguiente que pasó en Estados Unidos, Falk volvió a la Pequeña Habana por cuenta del Departamento de Estado y visitó el mismo club nocturno tres noches seguidas. Pero no encontró ni rastro de Paco.

Tampoco volvió a saber nada de Endler, y Bo no mencionaba su nombre cuando se veían, normalmente en un club deportivo del distrito de Columbia o en casa de Bo, donde la conversación se veía inevitablemente interrumpida por el alboroto de los niños.

El tema había salido a colación sólo otra vez, cuando Falk estaba pasando la inspección del FBI. Bo era uno de sus avales, y cuando el FBI le llamó para una entrevista, él a su vez telefoneó a Falk y le propuso que se vieran en un restaurante elegante de la Calle K de Washington.

El ambiente incomodó a Falk desde el principio. Tenía más de centro de cabildeo que los tugurios en que solían reunirse. Y Bo sólo aumentó su malestar yendo directamente al grano mientras tomaban a sorbetones media docena de ostras crudas.

– ¿Estás seguro de este asunto? Me refiero al FBI. ¿De verdad eres el tipo adecuado?

– ¡Diablos, no! No lo soy en absoluto. Pero el trabajo parece interesante, y con mis conocimientos de árabe en realidad soy mercancía de primera.

– Aun así.

– ¿Aun así qué?

– ¿Es que tengo que deletrearlo?

– Te refieres a La Habana.

– Es evidente.

– Eso acabó hace años.

– Esas cosas no «acaban» nunca, no cuando vas a hacer este tipo de trabajo.

– O sea, que vas a decírselo.

– Claro que no.

– ¿Es Endler el único que se preocupa?

– No. Estamos preocupados los dos. Sencillamente es delicado.

– Mientras ambos tengáis la boca cerrada como prometisteis, no veo dónde está el problema. Pero no tienes más que decir una palabra y retiro la solicitud.

Se le encogió el alma al decirlo, pero sabía que era necesario que lo propusiera.

– ¿De verdad lo harías? -preguntó Bo, y, por un momento, Falk creyó que su amigo aprovecharía la ocasión.

– Sí -contestó con un suspiro-. Supongo que sí. Vosotros me sacasteis de apuros, así que es lo mínimo que podría hacer.

– Olvídalo. Jamás te lo pediría.

– Endler sí.

– Pero él no está aquí, ¿verdad? Mira, creo que sólo quería recordarte que, al responder por ti, me arriesgo tanto como tú.

– Entendido.

Después se le ocurriría que la elección del restaurante, con sus murmullos y los manteles almidonados, había sido la forma de Bo de indicarle la gravedad de lo que le esperaba, un aviso de que si La Habana volvía a ponerse en contacto, ya no estarían en el secreto sólo ellos tres. Su nuevo trabajo complicaba las cosas, empujándole a él (y a cualquier futura relación con los cubanos) al centro del poder de Washington.

Era una idea perturbadora, pero hasta que no había llegado la carta de Elena el día anterior por la mañana, nunca le habría parecido que pudiese tomarlo en serio. Ahora, allí, en las aguas turquesa de la Bahía de Guantánamo, aquel asunto era un nubarrón en el horizonte.

Falk le habló de la última carta de Elena, y luego, de la petición de Harry de un encuentro por medio de un tercero.

– ¿Harry sigue siendo el mensajero?

– Sí. Increíble. Siempre me ha asombrado que conservara el trabajo.

– Endler pensó en conseguir que lo despidieran. Pero eso les indicaría que te habías chivado. Por lo que sabe el doctor, eras su único cliente. Además, a Harry le registran todos los días cuando viene y va, no es lo mismo que si pudiese salir con las joyas de la corona. Y no está en posición de ver ni oír algo que no sepan ya.

– Y no es que nunca les diera mucho. Siempre me ha extrañado que se tomaran la molestia.

– Creo que estamos a punto de descubrirlo. Es posible que te consideren una especie de agente durmiente. Bien situado y ascendiendo en la cadena alimentaria.

– Estupendo.

Bo se rió entre dientes.

– ¿Por qué crees que estaba hecho un manojo de nervios justo antes de que te incorporaras al FBI?

– Lo vi un día, ¿sabes? A Harry. La primera semana después de regresar aquí.

– ¿Dónde?

– En McDonald's.

– Creía que detestaba McDonald's. ¿No le habías llevado una vez?

Lo había hecho, como un gesto de normalidad poco entusiasta del ingenuo marine, para justificar su amistad con el habilidoso hombrecillo de mantenimiento, por si alguien preguntaba alguna vez por sus visitas regulares al taller de reparación. Harry sólo había tomado unos bocados de su hamburguesa, y luego envolvió el resto y lo tiró a la basura.

– Es mejor la comida cubana -comentó, y guardó silencio mientras Falk se sentía cada vez más avergonzado.

– Sí, seguro que lo odiaba -dijo Falk-. Por eso supuse que la única razón de que fuese era verme, o dejarse ver. Asomar la cara para que yo supiera que aún estaba allí.

– ¿Cómo sabía él que irías?

– Buena pregunta.

– ¿Has tenido otros contactos? ¿Alguno de su lado?

– ¡Vamos, Bo!

– Bastaría un simple «no».

– No.

– Lo siento. Es el trabajo que hacemos. Si esto se supiese, se armaría la de Dios.

– ¡A quién se lo vas a contar! Pero ¿cómo te has enterado de que he tenido noticias suyas?

– No lo sabía. Fue un presentimiento de Endler.

– ¿Basado en qué?

– Eso tendrás que preguntárselo a él. Pero es una de las razones de que me enviara.

– ¿Qué importaría? A menos que el trabajo de Fowler tenga alguna conexión con Cuba.

– Bueno, él es Seguridad Nacional y Cartwright es el Pentágono. Sin mencionar que los dos se mueven en los círculos oficiales que meten la nariz en todo lo demás ahora, así que ¿por qué no Cuba?

– Cabe suponer que, precisamente ahora, están un poco preocupados con Irak.

– Misión cumplida, en lo que a ellos respecta. Ya consiguieron su guerra. Ahora tal vez estén buscando el siguiente objetivo. Fowler pertenece a la nueva especie, al grupo de los que creen que pueden inventar la realidad sobre la marcha. Es más fácil comprender su trabajo considerándolos expertos en fusiones y adquisiciones. Aunque se trate de países y no de empresas. En cuanto se seca la tinta de la siguiente serie de documentos, ya están buscando algo nuevo. No les interesan las consecuencias. Sólo quieren ser los primeros en negociar el siguiente acuerdo.

– Pero ¿con Cuba?

– O con Irán, Siria o Corea del Norte. Donde primero surja la oportunidad.

– ¿Quieres decir que toda esta investigación de seguridad es una farsa?

– En absoluto. Sin duda creen que han venido a desarticular una red de espionaje, hacer algunos amigos en Gitmo y anotarse algunos tantos en Washington. Sólo digo que tal vez haya algo más en el asunto. Algunas conexiones que aún no conocemos.

– Pero os gustaría.

– Con tu ayuda, por supuesto. Es una razón de que quiera ver los programas de los interrogatorios. Y es por lo que quiero que veas a Harry. Averigua qué quiere. Quién sabe, a lo mejor la otra parte se ha enterado de algo también.

– Pensaba ir a verlo mañana por la mañana.

– Estupendo. No olvides que ya no estamos en los viejos tiempos. No creas que será tan fácil.

– Ya lo he pensado. La pequeña caza de brujas de Van Meters resultaría divertidísima con un tipo como yo. A menos que interviniese Endler en mi favor, claro.

– Sería una posibilidad.

– Pero no muy grande. Supongo que es eso lo que quieres decir. Que en realidad estoy solo.

– No. Todavía me tienes a mí. Podrías decir que realmente estamos en el mismo barco.

Los dos se rieron, Falk de forma un poco tensa.

– ¿Y qué más piensa Endler? Sobre Harry y sobre mí, quiero decir.

– ¿De verdad quieres saberlo?

Falk asintió.

– Cree que Harry va a proponerte una pequeña reunión en Miami.

– ¿Con Paco?

– Sí. Y a Endler le encantaría echar un vistazo a Paco.

– ¿Y cómo encontraré tiempo para esa pequeña reunión?

– Todo tiene arreglo. -Bokamper movió la cabeza señalando la proa-. ¿No es hora de que cambiemos de rumbo?

Se habían alejado bastante en la bahía rumbo a Cayo Hospital.

– Vale más que volvamos al muelle si quiero llegar a mi cita con el general.

– Cogeré la escota de foque.

– El viejo Bo lo llamaría cabo.

– Tranquilo, Falk. Todavía somos amigos.

Desde luego, lo esperaba.

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