Capítulo VI

1



En las oficinas de Breather & Scuttle condujeron a Poirot al despacho del propio mister Scuttle después de vacilar unos instantes.

Mister Scuttle era un hombre dinámico y cordial.

—Buenos días, buenos días —se frotó las manos—. ¿Qué puedo hacer en su obsequio?

Miró con aire profesional a Poirot, intentando: clasificarle y haciendo, como quien dice, una serie de notas marginales.

Extranjero. Ropa de buena calidad. Rico, probablemente. ¿Propietario de un restaurante? ¿Gerente de hotel? ¿Películas?

—Espero que no estaré haciéndole perder un tiempo precioso. Deseaba hablar con usted ahora mismo acerca de su ex empleado James Bentley.

Las expresivas cejas de mister Scuttle se enarcaron, para recobrar a renglón seguido su posición normal.

—James Bentley... ¿James Bentley? —hizo bruscamente otra pregunta—: ¿Prensa?

—No.

—Y no será usted de la Policía, claro.

—No. Por lo menos... no en este país.

—No en este país —mister Scuttle archivó rápidamente la frase, como para futura referencia—. ¿De qué se trata?

Poirot, que jamás había sentido tanto amor a la verdad que pudiera servirle de obstáculo, rompió a hablar:

—Me dispongo a iniciar una nueva investigación del caso Bentley... a instancias de ciertos parientes suyos.

—No sabía que los tuviese. Sea como fuere, ya le han hallado culpable y condenado a muerte.

—Pero aún no le han ejecutado.

—Mientras hay vida, hay esperanza ¿eh? —mister Scuttle sacudió la cabeza—. Lo dudo, sin embargo. Las pruebas fueron fuertes. ¿Quiénes son esos parientes?

—Sólo puedo decirle una cosa: que son ricos y poderosos. Inmensamente ricos.

—Me sorprende —mister Scuttle no pudo menos de deshelarse un poco. Las palabras "inmensamente ricos" tenían cierta cualidad atractiva e hipnótica—. Sí, en verdad que me sorprende.

—La madre de James, la difunta mistress Bentley, rompió por completo con su familia.

—Una de esas riñas de familia, ¿eh? Vaya, vaya... Y el joven Bentley sin un miserable penique. Lástima que esos parientes no acudieran antes en su ayuda.

—Hasta ahora no se han enterado de los hechos —explicó Poirot—. Me contrataron para que acudiese a toda prisa a este país e hiciera cuanto estuviese en mis manos.

Mister Scuttle se arrellanó en su asiento, abandonando su actitud de negociante.

—No sé qué va a poder hacer usted. Supongo que queda el recurso de alegar trastorno mental, ¿verdad? Un poco tarde resulta para eso... pero si consigue atraerse a los médicos de fama... Claro está que yo no estoy al tanto de esas cosas.

Poirot se inclinó hacia adelante.

—¡Ah, monsieur! James Bentley trabajó aquí. Usted puede hablarme de él.

—Bien poco hay que decir... bien poco. Era uno de nuestros escribientes. Nada contra él. Parecía buena persona, concienzudo y todo eso. Pero desconocía por completo el arte de vender. Ese es un inconveniente en esta sociedad. Si un cliente viene a nosotros con una casa que quiere vender, aquí estamos nosotros para vendérsela. Y si un cliente desea una casa, se la buscamos. Si se trata de una casa situada en un lugar solitario, sin amenidades, hacemos hincapié en su antigüedad y la llamamos "edificio de época". ¡Y no hablamos para nada de la instalación de fontanería! Y si una casa da a una fábrica de gas, hablamos de las amenidades y facilidades sin mencionar las vistas. Aquí de lo que se trata es de hacer comprar al cliente a toda prisa. Recurrimos a toda clase de trucos. "Le aconsejamos, señora, que haga una oferta sin perder instante. Hay un miembro del Parlamento que se ha enamorado de la casa... que da muestras de vivo interés por ella. Va a ir a verla esta tarde otra vez." Este ardid nunca falla. Pican siempre. Lo del miembro del Parlamento es de buen efecto psicológico. ¡Dios sabe por qué! No hay miembro que viva nunca lejos del distrito que le votó. Supongo que es por lo buena y sonora que resulta la frase —rió de pronto, exhibiendo una brillante dentadura—. Psicología, eso es lo que es... buena psicología nada más.

Poirot se agarró a la palabra.

—Psicología. ¡Cuánta razón tiene usted! Veo que sabe usted juzgar con acierto a los hombres.

—Algo hay de eso, algo hay de eso...—asintió mister Scuttle con cierta modestia.

—Por tanto, vuelvo a preguntarle: ¿qué impresión le causó a usted James Bentley? Así para entre nosotros... en rigurosa confianza, ¿cree usted que mató a la anciana?

Scuttle le miró con sorpresa.

—Claro que sí.

—¿Y cree también que era cosa que podía esperarse de él... psicológicamente hablando?

—Hombre, si lo pone usted así... no; en realidad, no. Nunca le hubiera creído con redaños para hacerlo. Mire, si quiere que le dé mi opinión, estaba mal de la cabeza. Mírelo así y la cosa tiene sentido común. Siempre anduvo algo mal de la cabeza, y con eso de perder la colocación, estar preocupado y cosas por el estilo, se desequilibró por completo.

—¿No le despidieron ustedes por ningún motivo especial?

Scuttle negó con la cabeza.

—Mala época del año. El personal no tenía suficiente trabajo. Despedimos al menos competente de todos, que era Bentley. Y supongo que lo hubiera sido siempre. Le dimos buenas referencias y todo eso. No consiguió otra colocación, sin embargo. Le faltaba energía. Producía mala impresión en la gente.

Siempre se iba a parar a lo mismo, pensó Poirot al salir del despacho. James Bentley causaba mala impresión a la gente. Halló consuelo pensando en varios asesinos que había conocido y a quienes la mayoría de las personas encontraban encantadores.

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