Capítulo X

Poirot dejó la cuarta visita para después de comer. La comida se compuso de sopa a medio hacer, cola de buey, patatas acuosas y algo que Maureen fue lo bastante optimista para creer que serían buñuelos. Resultaron muy singulares, es verdad.

El detective subió lentamente la colina. No tar daría en encontrar, a la derecha, Laburnums, dos casitas convertidas en una y remodeladas para darles un estilo moderno. Era la residencia de mistress Upward y del aspirante a dramaturgo Robin Upward.

Se detuvo un momento ante la puerta del jardín para atusarse el bigote. En aquel instante, un auto móvil serpenteó, muy despacio, cuesta abajo, y el corazón de una manzana que habían estado comiendo, dirigido con fuerza, le dio en la mejilla.

Poirot, sobresaltado, exhaló un grito de protesta. El coche se detuvo y una cabeza asomó por la ventanilla.

—Lo siento. ¿Le di a usted?

A punto de contestar, Poirot se contuvo. Contempló el rostro noble, la maciza frente, las desordenadas ondas de cabello gris, y despertó en su mente el recuerdo. El corazón de manzana también le ayudó a la memoria.

—Pero ¡si es mistress Oliver!

Y era, en efecto, la tan célebre autora de novelas policíacas.

—¡Si es monsieur Poirot! —exclamó ella a su vez, intentando salir del vehículo.

El coche era pequeño y mistress Oliver una mujer muy gruesa. Poirot corrió en su ayuda.

Murmurando como explicación "Estoy un poco entumecida del rato que llevo aquí dentro", mistress Oliver aterrizó, de pronto, en el camino, de una manera muy parecida a la de una erupción volcánica.

Con ella salieron también grandes cantidades de manzanas, que rodaron alegremente colina abajo.

—¡Estalló la bolsa! —explicó mistress Oliver.

Se quitó algunos trozos de manzana a medio consumir de la saliente repisa del busto y se sacudió luego como un perro de Terranova. Una última manzana, oculta en las reconditeces de su seno, fue a unirse con las otras.

—Es una lástima que se me reventara la bolsa —dijo mistress Oliver—. Eran de Cox. Pero supongo que habrá manzanas en abundancia aquí, en el campo. ¿O no las hay?

Quizá las manden todas fuera. ¡Ocurren cosas tan raras en estos tiempos! Bueno, ¿y cómo está usted, monsieur Poirot? No vive aquí, ¿verdad? No; estoy segura de que no. Así, pues, ¿se trata de un asesinato? Espero que no será la víctima mi huéspeda.

—Quién es su huéspeda?

—La que vive allí —contestó mistress Oliver, señalando con la cabeza—. Es decir, si esa casa es la llamada Laburnums, a medio camino, colina abajo, a la izquierda, después de pasar la iglesia. Sí; esa debe de ser. ¿Qué tal es?

—¿No la conoce?

—No. He venido por asuntos profesionales. Como quien dice, Robin Upward está convirtiendo uno de mis libros en obra de teatro. Vengo a reunirme con él por eso.

—La felicito, madame.

—¡Oh!, no hay motivo —le aseguró la dama—. Hasta la fecha, para mí es pura agonía. Que me ahorquen si sé por qué me dejé meter en jaleo semejante. Mis libros me dan ya dinero suficiente... es decir, los chupasangres se llevan la mayor parte, y si ganara más, más se llevarían; por tanto, no me mato demasiado. Pero no tiene usted idea de lo angustioso que resulta que se apropien de uno de sus personajes y les hagan decir cosas que jamás hubiesen dicho ellos, y hacer cosas que no hubieran hecho jamás. Y si una protesta, lo único que le dicen es que "es buen teatro". Robin Upward no piensa en otra cosa. Todo el mundo dice que es inteligente. Pero si tanto lo es, ¿por qué no escribe una obra teatral por su cuenta y deja en paz a mi pobre desgraciado finlandés? Ni siquiera es finlandés ya. Se ha convertido en miembro del movimiento de resistencia noruego.

Se pasó las manos por el cabello.

—¿Qué he hecho de mi sombrero?

Poirot se asomó al coche.

—Creo, madame, que debió usted sentarse encima.

—Sí que lo parece —asintió mistress Oliver, contemplando los restos—. Bueno —agregó en tono alegre—; nunca me gustó gran cosa, después de todo. Pero pensé que acaso tuviera que ir a la iglesia el domingo, y, aunque el arzobispo ha dicho que no es necesario, sigo creyendo que los curas más anticuados esperan que una lleve sombrero. Pero hábleme de su asesinato o lo que sea. ¿Se acuerda usted del asesinato nuestro?

—Me acuerdo muy bien.

—Fue la mar de divertido, ¿verdad? No el asesinato en sí... ese sí que no me gustó ni pizca. Quiero decir lo de después. ¿De quién se trata esta vez?

—No de un personaje tan pintoresco como mister Shaitana. Una mujer dedicada a la limpieza, a la que robaron y asesinaron hace cosa de cinco meses. Quizá leyera usted la noticia. Mistress McGinty. Procesaron a un joven y le condenaron a muerte...

—Y él no fue el culpable, pero usted sabe quién es y va a demostrarlo —dijo rápidamente mistress Oliver—. ¡Magnífico!

—Corre usted demasiado —respondió Poirot con un suspiro—. Aún no sé quién lo cometió, y, una vez descubierto eso, aún quedará mucho trecho por recorrer antes de

poder demostrarlo.

—¡Son tan lentos los hombres! En seguida le diré yo quién ha sido. ¿Alguien de aquí, supongo? Déme un día o dos para echar una mirada a mi alrededor, y descubriré al asesino. La intuición de una mujer... eso es lo que usted necesita. Tuve razón en el caso de Shaitana, ¿verdad?

Poirot fue demasiado galante para recordarle a mistress Oliver la de veces que sus sospechas habían cambiado de blanco en dicha ocasión.

—¡Ustedes los hombres...! —dijo con indulgencia la dama—. Si una mujer fuese la directora de Scotland Yard...

Dejó la frase suspendida en el aire al saludarlos alguien desde la casa.

—¡Hola! —dijo una agradable voz de tenor ligero—. ¿Es mistress Oliver?

—Aquí estoy —contestó la interpelada, y le murmuró él Poirot:

—No se preocupe. Seré muy discreta.

—No, no, madame. No quiero que sea discreta. Todo lo contrario.

Robin Upward bajó por la senda y salió por la puerta del jardín. Iba con la cabeza descubierta y llevaba un pantalón de franela muy viejo y una chaqueta de deporte desastrada. De no haber sido por la tendencia a echar vientre, hubiera resultado bien parecido.

—¡Ariadne, preciosa! —exclamó, abrazándola cordialmente.

Retrocedió luego, posándole las manos en los hombros.

—Querida, he tenido una idea maravillosa para el segundo acto.

—¡Ah!, ¿sí? —contestó ella, sin entusiasmo—. Este caballero es monsieur Hércules Poirot.

—¡Magnífico! —dijo Robin, y volviéndose a mistress Oliver—: ¿Trae usted equipaje?

—Sí. Lo llevo atrás.

Robin sacó un par de maletas.

—¡Qué lata! —exclamó—. No tenemos lo que se pueda llamar servidumbre. Nada más que a la vieja Janet, y hay que ahorrarle todo el trabajo posible. Una verdadera pejiguera, ¿no le parece? ¡Cuánto pesan estas maletas! ¿Lleva, tal vez, bombas dentro?

Subió la senda tambaleándose.. Por encima del hombro dijo:

—Entre a beber algo.

—A usted le dice —anunció mistress Oliver, recogiendo el bolso, un libro y un par de zapatos viejos del asiento delantero—. ¿Dijo usted hace unos momentos que deseaba que fuera indiscreta?

—Cuanto más indiscreta, mejor.

—Yo, en su lugar, no abordaría el problema así. Pero el asesinato es suyo. Le ayudaré todo lo que pueda.

Robin asomó a la puerta principal.

—¡Entren, entren...! —cantó—. Ya atenderemos al coche más tarde. Mi madre arde en deseos de conocerlos.

Mistress Oliver echó a andar camino arriba. Hércules Poirot la siguió.

La casa era encantadora por dentro. Poirot calculó que habían gastado una cantidad muy grande de dinero en arreglarla, no obstante lo cual tenía todo el encanto de la sencillez. Cada pieza de roble era auténtica.

Sentada en un sillón de ruedas junto a la chimenea de la sala, Laura Upward sonrió una bienvenida. Era mujer de aspecto vigoroso, con sesenta y tantos años de edad, cabello gris y mandíbula que expresaba determinación.

—Encantada de conocerla, mistress Oliver —dijo—. Supongo que detesta que la gente le hable de sus libros; pero estos han sido para mí un grato solaz desde hace años... sobre todo desde que estoy impedida.

—Es usted muy amable —dijo mistress Oliver con embarazo y retorciéndose las manos como una colegiala—. Este es monsieur Poirot, viejo amigo mío. Nos encontramos por casualidad junto a la verja. Mejor dicho, le pegué con el corazón de una manzana. Como Guillermo Tell, sólo que al revés.

—Tanto gusto, monsieur Poirot. ¡Robin!

—Di, madre[5].

—Trae algo de beber. ¿Dónde están los ciga:rrillos?

—Sobre la mesa de allá.

Mistress Upward preguntó:

—¿Es usted escritor también, monsieur Poirot?

—¡Oh!, no —contestó mistress Oliver por él—. Es detective... de los del tipo de Sherlock Holmes... gorra de caza, violines y todo eso...[6] Y ha venido aquí a hallar la solución de un asesinato, y no creo que le sea difícil dar con ella.

Se oyó un leve tintineo de vidrios rotos. Mistress Upward dijo vivamente:

—Robin, haz el favor de tener cuidado.

Y a Poirot:

—Es muy interesante todo eso, monsieur Poirot.

—Por lo visto, Maureen Summerhayes tenía razón —exclamó Robin—. Me largó un discurso muy extenso y retorcido en el que me dijo que tenía en casa un detective. Parecía antojársele la mar de cómico eso. Pero, al parecer, es cosa seria, ¿verdad?

—Claro que es cosa seria —aseguró mistress Oliver—. Tienen ustedes un criminal aquí.

—Sí, pero escuche: ¿a quién han asesinado? ¿O se trata de alguien a quien acaban de desenterrar y es el asunto un profundo secreto?

—No es un secreto —intervino Poirot—. Y el asesinato lo conocen ustedes ya.

—Mistress Mc No Sé Cuántos... que se dedicaba a la limpieza,... en otoño pasado —explicó la autora.

—¡Oh! —exclamó Robin, que pareció chasqueado—. Pero ¡si eso se ha liquidado ya!

—No se ha liquidado ni mucho menos —anunció mistress Oliver—. Han detenido a un inocente y le ahorcarán si monsieur Poirot no descubre a tiempo al verdadero asesino. Es la mar de emocionante.

Robin repartió las copas.

—Dama Blanca para ti, madre.

—Gracias, querido.

Poirot frunció levemente el entrecejo. Robin les sirvió a mistress Oliver y a él.

—Bien —brindó Robin—; ¡por el crimen! —y bebió.

—Había trabajado aquí —observó.

—¿Mistress McGinty? —inquirió la escritora.

—Sí. ¿Verdad, madre?

—Con eso de trabajar aquí quieres decir que venía un día a la semana.

—Y alguna que otra tarde a veces.

—¿Cómo era? —preguntó mistress Oliver.

—La mar de respetable —contestó Robin—; y enloquecedoramente ordenada. Tenía la desagradable costumbre de recogerlo todo y de meter las cosas en los cajones, de suerte que uno no podía ni adivinar dónde se encontraban.

Mistress Upward, con cierto humorismo sombrío y agrio, dijo:

—Si alguien no pusiera las cosas en orden por lo menos una vez a la semana, pronto resultaría imposible moverse en esta casita.

—Lo sé, madre, lo sé. Pero, a menos que se dejen las cosas donde yo las pongo, no puedo trabajar. Quedan desordenadas mis notas.

—Es molesto verse tan incapacitada como yo —dijo mistress Upward—. Tenemos una doncella muy vieja y muy fiel; le cuesta trabajo cocinar un poco.

—¿Dé qué padece usted? —inquirió mistress Oliver—. ¿Artritis?

—Una variedad de ella. Pronto necesitaré una señorita de compañía, o enfermera permanente, me temo. Y es una lata. Me gusta ser independiente.

—Vamos, querida —intervino Robin—; no te excites.

Le dio unas palmaditas cariñosas en el brazo.

Ella le sonrió con repentina ternura.

—Robin es tan bueno como una hija para mí —dijo—. Lo hace todo... y piensa en todo. Nadie podría mostrarse mas considerado.

Se sonrieron mutuamente.

Hércules Poirot se puso en pie.

—Por desgracia —anunció— he de irme. Tengo que hacer otra visita y tomar luego el tren. Madame, le doy las gracias por su hospitalidad. Mister Upward, le deseo un éxito feliz a su obra de teatro.

—Y que tenga usted mucho éxito en su investigación —dijo mistress Oliver.

—¿De verdad va en serio, monsieur Poirot? —inquirió Robin—. ¿O se trata de una broma grotesca?

—Claro que no es una broma —contestó la escritora—. Se trata de algo mortalmente serio. Se niega a decirme quién es el asesino. Pero lo sabe. ¿Verdad que sí?

—No, no, madame —y la protesta de Poirot fue muy poco convincente—. Le dije que todavía no... No lo sé.

—Eso es lo que dijo. Pero yo creo que lo sabe en realidad. Solo que es tan reservado este señor...

Mistress Upward preguntó vivamente:

—¿Es cierto eso? ¿No se trata de una broma?

—No se trata de una broma, madame.

Hizo una reverencia y se fue.

Cuando cruzaba el jardín oyó la voz clara de tenor de Robin Upward:

—¡Ariadne, querida! —decía—. Todo eso está muy bien; pero, con ese bigote y todo, ¿cómo puede uno tomarle en serio? ¿Quieres decir con ello que es bueno?

Poirot sonrió para sí. Conque si era bueno, ¿eh?

A punto de cruzar el estrecho camino, retrocedió de un salto, justamente a tiempo.

La rubia de los Summerhayes pasó a toda velocidad, dando tumbos. Summerhayes iba al volante.

—Perdone —gritó—. Tengo que llegar al tren...

Y desde lejos:

—El mercado de Covent Garden...

Poirot también tenía la intención de tomar el tren, el que iba a Kilchester, donde había acordado celebrar una conferencia con el superintendente Spence.

Antes de tomarlo, tenía el tiempo justo para hacer una última visita.

Subió a la cima de la colina, franqueó la verja y recorrió la bien cuidada avenida hasta una casa moderna de cemento con tejado cuadrado y muchas ventanas. Aquella era la residencia de los Carpenter. Guy Carpenter, socio de los grandes Talleres de Construcciones Carpenter, poseía una cuantiosa fortuna y se había metido últimamente en política. Llevaba casado muy poco tiempo.

La puerta de los Carpenter no la abrió una criada extranjera ni una doncella anciana. Un imperturbable sirviente masculino se encargó de este menester, y se mostró muy poco dispuesto a permitirle a Poirot la entrada. En su opinión, Hércules Poirot era el tipo de visitante que ha de dejarse a la puerta. Evidentemente sospechaba que su visita tenía por objeto vender algo.

—Mis señores no se encuentran en casa.

—¿Quizá podría esperar entonces?

—No puedo decir cuándo estarán.

Cerró la puerta.

Poirot no bajó la avenida. En lugar de eso, dobló la esquina del edificio y casi tropezó con una mujer joven, alta, enfundada en un abrigo de visón.

—¡Hola! —gritó esta—. ¿Qué diablos quiere?

Poirot se quitó galantemente el sombrero.

—Confiaba —repuso— poder ver a mister o a mistress Carpenter. ¿Tengo el placer de estar hablando con mistress Carpenter?

—Yo soy mistress Carpenter.

Hablaba con voz áspera, pero se notaba un leve deje de apaciguamiento en la voz.

—Yo me llamo Hércules Poirot.

No hizo impresión. No sólo le era desconocido el gran, el único, el inmarcesible nombre, sino que le pareció que ni le reconocía siquiera como el huésped de Maureen Summerhayes. Allí, pues, no llegaba el comadreo del pueblo. Dato pequeño, pero quizá significativo.

—¿Bien?

—Pido hablar con mister o mistress Carpenter; pero usted, madame, resultará la persona más apropiada para lo que pretendo. Porque lo que he de preguntar se relaciona con asuntos domésticos.

—Ya tenemos un Hoover —dijo mistress Carpenter con desconfianza..

Poirot se echó a reír.

—No, no... interpreta usted mal. Solo deseo hacer unas preguntas acerca de cierto asunto doméstico.

—¡Ah!, se refiere usted a uno de esos cuestionarios domésticos. A mí se me antojan verdaderamente estúpidos —se interrumpió—. Quizá sea mejor que entre.

Poirot sonrió levemente. Se había parado a tiempo antes de hacer un comentario demasiado punzante. Dadas las actividades políticas de su marido, era conveniente ir con tiento antes de criticar al Gobierno.

Le condujo a una habitación bastante grande que daba a un jardín muy bien cuidado. Era un cuarto de aspecto muy nuevo, un tresillo grande tapizado con brocado, compuesto de sofá y dos sillones con orejas, tres o cuatro reproducciones de sillas Chippendale, un buró y una mesa de escritorio. No se habían ahorrado gastos, se habían empleado los servicios de las más renombradas compañías, y no se observaba ni vestigio de gusto individual. La novia había sido, pensó Poirot... ¿qué? ¿Indiferente? ¿Cautelosa?

La estudió al volverse. Una joven bien parecida, de aspecto caro. Cabello rubio platino, y maquillaje cuidadosamente aplicado; pero algo más: ojos muy abiertos, del colorido de la flor de azulejo... ojos en los que la expresión parecía haberse helado... bellos ojos ahogados.

Con amabilidad ahora, pero disimulando su has

tío, dijo:

—Tenga la bondad de sentarse.

Se sentó, y dijo:

—Es usted muy amable, madame. Y ahora tenga la bondad de escuchar las preguntas que deseo hacerle. Se refieren a una tal mistress McGinty, que murió... mejor dicho, a quien mataron en noviembre pasado.

—¿Mistress McGinty? No sé lo que quiere usted decir.

Le estaba mirando fijamente, duros y desconfiados los ojos.

—¿Recuerda a mistress McGinty?

—No, señor. No sé una palabra de ella.

—¿Recuerda su asesinato? ¿O es tan corriente el asesinato aquí que ni siquiera se fijan en él?

—¡Ah!, ¿el asesinato? Sí, claro. Había olvidado el nombre de esa anciana.

—¿A pesar de que trabajó para usted en esta casa?

—No es cierto eso. Yo no vivía aquí entonces. Mister Carpenter y yo nos casamos hace tres meses escasos.

—Pero sí que trabajó para usted. Los viernes por la mañana, si no me equivoco. Se llamaba usted entonces mistress Selkirk, y vivía en Rose Cottage.

La mujer, en tono huraño, contestó:

—Si conoce la respuesta a todo, no veo por qué tiene necesidad de hacer preguntas. Sea como fuere, ¿qué significa esto?

—Estoy investigando las circunstancias del crimen.

—¿Por qué? ¿A santo de qué? Y en cualquier caso, ¿a qué venir a mí?

—Tal vez sepa usted algo... que pueda ayudarme.

—No sé una palabra. ¿Por qué he de saberla? No era más que una vieja estúpida dedicada a la limpieza. Guardaba el dinero debajo del suelo, y alguien la mató para robárselo. El suceso entero resultó repugnante... bestial... Como las noticias de los periódicos dominicales.

Poirot se agarró a eso en seguida.

—Como en los periódicos dominicales, sí. Como en el Sunday Comet. ¿Leerá usted, quizá, el Sunday Comet?

Se puso ella en pie de un brinco y se dirigió, andando con torpeza, a los abiertos ventanales. Con tanta inseguridad caminaba, que tropezó contra el marco. Evocó en Poirot la imagen de una enorme y hermosa mariposa que tropezara ciegamente con la pantalla de una luz.

Llamó la mujer:

—¡Guy!... ¡Guy!...

Una voz de hombre, algo distante, le contestó:

—¿Eve?

—Ven aquí aprisa.

Apareció un hombre alto, de unos treinta y cinco años de edad. Apretó el paso y cruzó el arriate hacia la ventana. Eve Carpenter dijo con vehe mencia:

—Hay un hombre aquí... un extranjero. Me está haciendo toda clase de preguntas acerca de ese horrible asesinato del año pasado. Una vieja dedicada a la limpieza... ¿te acuerdas? Detesto esas cosas. Bien lo sabes tú.

Guy Carpenter frunció el entrecejo y entró en la sala por el ventanal. Tenía una cara larga, como la de un caballo. Estaba pálido y parecía bastante arrogante. Se daba cierto aire de pomposidad. Hércules Poirot le halló muy poco atractivo.

—¿Me es lícito preguntar qué significa todo esto? —inquirió—. ¿Ha estado usted molestando a mi esposa?

—Lo último que se me ocurriría a mí sería mo lestar a tan encantadora dama. Confiaba tan solo que, habiendo trabajado para ella la difunta, pudiese ayudarme en las investigaciones que estoy haciendo.

—Pero ¿qué investigaciones son esas?

—Sí; pregúntale eso —le instó la esposa.

—Se está haciendo una nueva investigación para determinar las circunstancias de la muerte de mistress McGinty.

—¡Ahora! El caso ese se liquidó ya.

—No, no. En eso se equivoca. No se ha liquidado aún.

—¿Una nueva investigación, dice?

Guy Carpenter frunció el entrecejo.. Dijo con desconfianza:

—¿Por la Policía? No diga sandeces.. Usted no tiene nada que ver con la Policía.

—Exacto. Trabajo independientemente.

—Es la Prensa —intervino Eve Carpenter—. Trabaja por cuenta de un periódico dominical. Él mismo lo dijo.

Un destello de cautela brilló en los ojos de Guy Carpenter. No tenía el menor deseo de indisponerse con la Prensa. Más amistosamente, comentó:

—Mi esposa se afecta con facilidad. Los asesinatos y cosas parecidas la disgustan. Estoy seguro de que no será necesario que la moleste usted. Apenas conocía a esa charlatana mujer.

Eve dijo con vehemencia:

—Era una vieja estúpida. Ya se lo dije —y agregó—: y una solemnísima embustera, por añadidura.

—¡Ah!, eso resulta interesante —observó Poirot, paseando la mirada de una a otro, radiante—. Usted cree que decía embustes... Eso quizá nos proporcione una pista de valor.

—No veo yo cómo —anunció, hosca, Eve.

—Para establecer el móvil. Eso es lo que estoy intentando.

—Le robaron sus ahorros —dijo vivamente el hombre—. Ese fue el móvil del crimen.

—¡Ah! —murmuró dulcemente el detective—. Pero ¿fue ése el móvil, en efecto?

Se puso en pie, como actor que acaba de pronunciar una frase clave.

—Lo siento si le he causado a madame dolor alguno —dijo cortésmente—. Estos asuntos suelen ser desagradables.

—El caso entero fue desagradable —se apresuró a decir Carpenter—. Como es natural, a mi esposa no le gustó que se lo recordaran. Lamento que no podamos ayudarle con ninguna información.

—¡Ah!, pero sí que me han ayudado.

—Usted perdone.

Poirot dijo dulcemente:

—Mistress McGinty decía mentiras. Valioso detalle. ¿Qué mentiras decía exactamente, madame?

Aguardó con fina cortesía a que Eve Carpenter respondiera. Lo hizo por fin:

—¡Oh!, ninguna en particular... es decir, no las recuerdo.

Dándose cuenta quizá de que los dos hombres la estaban mirando con curiosidad, añadió:

—Cosas estúpidas... de la gente. Cosas que no podían ser verdad.

Se prolongó el silencio. Luego siguió Hércules Poirot:

—Comprendo. Tenía una lengua peligrosa.

Eve Carpenter hizo un rápido movimiento.

—¡Oh!, no... no quise decir tanto. Era un poco dada al comadreo: he ahí todo.

—Una simple comadre —murmuró Poirot.

Hizo un gesto de despedida. Guy Carpenter le acompañó hasta el vestíbulo.

—Ese periódico suyo... ese periódico dominical... ¿cuál es?

—El periódico que le mencioné a madame —respondió con fina cautela Poirot— fue el Sunday Comet.

Hizo una pausa. Guy Carpenter repitió, pensativo:

—El Sunday Comet. No veo ese periódico frecuencia.

—Publica artículos muy interesantes a veces. E ilustraciones más interesantes aún.

Antes que la pausa pudiera prolongarse demasiado, hizo una reverencia y se apresuró a decir:

—Au revoir, mister Carpenter. Lo siento mucho si les he turbado. Una vez fuera, volvió la cabeza para echar otra mirada a la casa.

—Si será... —murmuró—. ¡Si será...!

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