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En Labumums, la colaboración proseguía su difícil curso.

—Pero es que no me parece bien que se le haga vegetariano, querida —objetaba Robin—. Es demasiada manía. Y, desde luego, no resulta ni piza de romántico.

—¿Y qué culpa tengo yo? —dijo, con testarudez mistress Oliver—. Siempre ha sido vegetariano. Lleva consigo una maquinita para rayar zanaho rias y nabos.

—Pero, Ariadne, encanto, ¿por qué?

—¿Cómo quiere que lo sepa yo ? —exclamó con enfado la escritora—. ¿Cómo diablos sé yo siquiera por qué se me ocurrió crear tan repugnante personaje? ¡Debí de estar loca! ¿Por qué un finlandés cuando no sé una palabra de Finlandia? ¿Por qué vegetariano? ¿Por qué todo ese amaneramiento, todos esos gestos tan idiotas que tiene? Esas cosas pasan. Una prueba una cosa... y a la gente parece gustarle... y entonces una continúa... y, cuando una quiere darse cuenta, se encuentra con un personaje tan exasperante y enloquecedor como Sven Hjerson colgado al cuello de por vida. Y la gente escribe, incluso, diciendo cuánto debe una quererle. ¿Quererle? Si me encontrara. con ese huesudo, desgarbado y vegetariano finlandés en la vida real, cometería yo un asesinato mucho mejor que todos cuantos he inventado.

Robin Upward la miró con reverencia.

—¿Sabe usted, Ariadne? Esa pudiera resultar una idea maravillosa. Un Sven Hjerson de verdad, y usted le asesina. Puede emplearlo luego como asunto de su última novela, de su adiós a la vida; para que se publique después de su muerte.

—¡No hay cuidado! —exclamó mistress Oliver—. ¿Y el dinero? Todo el que puedan rendir los asesinatos, lo quiero ahora.

—Sí, sí. Este es un punto en el que no podría estar más de acuerdo con usted de lo que ya estoy.

El atormentado dramaturgo se paseó de un lado para otro.

—Esta Ingrid se está haciendo ya pesada —dijo—. Y, después de la escena del sótano, que va a ser maravillosa de verdad, no sé cómo vamos a impedir que la siguiente escena resulte, por contraste, insípida.

Mistress Oliver guardó silencio. Las escenas, en su opinión, eran de la incumbencia de Robin. ¡Que se devanara él los sesos!

Robin le dirigió una mirada de descontento. Aquella mañana, como consecuencia de uno de sus frecuentes cambios de humor, mistress Olíver no había encontrado de su gusto el aspecto de su cabellera. Con un cepillo mojado en agua se había aplastado y pegado las grises guedejas al cráneo. Con la ancha frente, los lentes macizos y la severa expresión, le recordaba a Robin más y más a una maestra que le infundiera respeto y pavor en su infancia. Halló que se le hacía más difícil por momentos llamarla querida, y hasta le sobrecogía pronunciar el nombre de Ariadne. Dijo, malhumorado:

—¿Sabe? No me siento inspirado ni pizca hoy. Seguramente se debe a la ginebra de ayer. Dejemos el trabajo y ocupémonos de los actores a quienes hemos de asignar los papeles. Si conseguimos a Denis Callory, naturalmente, será maravilloso; pero anda metido en películas en la actualidad. Y Jean Bellews estaría que ni pintada en el papel de Ingrid, y ella quiere representarlo; por tanto, miel sobre hojuelas. Eric... como ya he dicho, he tenido una idea magnífica para Eric. Iremos al Little Rep esta noche, ¿quiere? y ya me dirá usted qué le parece Cecil para ese papel.

Mistress Oliver asintió a la idea del proyecto, y Robin se fue a telefonear.

—Bueno —dijo a la vuelta—. Ya está todo arreglado.

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