Capítulo XI

El superintendente Spence, sentado frente a Hércules Poirot, suspiró.

—Yo no digo que no haya descubierto usted nada, monsieur Poirot —dijo despacio—. Es más: creo que sí lo ha logrado. Pero es tan tenue... ¡terriblemente tenue!

Poirot asintió con un movimiento de cabeza.

—Por sí solo no bastará. Tiene que haber más.

—Mi sargento debió descubrir ese periódico. O debí descubrirlo yo.

—No, no. Usted no puede echarse la culpa. El crimen resultaba demasiado claro. Robo con violencia. La habitación en desorden, el dinero desaparecido. ¿Por qué había de encontrar usted significativo entre tanta confusión un periódico roto o recortado?

Spence repitió, testarudo:

—Debí haberlo descubierto. Y lo del frasco de tinta.. .

—Me enteré de eso por pura casualidad.

—Y, sin embargo, tuvo un significado para usted. ¿Por qué?

—Sólo por esa frase casual acerca de escribir una carta. Usted y yo, Spence, escribimos tantas cartas, que, para nosotros, es una cosa completamente normal.

El superintendente exhaló un suspiro. Luego depositó sobre la mesa cuatro fotografías.

—Estos son los retratos que me pidió usted que consiguiera... los originales que usó el Sunday Comet. Por lo menos son un poco más claros que las reproducciones. Pero a fe mía que no constituyen una base muy sólida. Viejas y descoloridas. Y en las mujeres, el peinado hace cambiar mucho de aspecto. No hay nada definitivo que investigar, como orejas o perfiles. Un sombrero de campana, un peinado artístico, unas rosas... ¿de qué diablos sirve todo eso?

—¿Está usted de acuerdo conmigo en que podemos eliminar a Vera Blake?

—Yo creo que sí. Si Vera Blake estuviese en Broadhinny, todo el mundo lo sabría. Contar la triste historia de su vida parece haber sido su especialidad.

—¿Qué puede decirme de las otras?

—He obtenido todos los datos posibles en el corto espacio de tiempo disponible. Eva Craig se fue del país después de ser condenado Craig, y puedo decirle el nombre que asumió. El de Hope. ¿Simbólico quizá?[7]

Poirot murmuró:

—Sí, sí... el enfocamiento romántico. La hermosa Evelyn Hope ha muerto. Frase de uno de sus poetas. Seguramente se acordaría de ellas. Y a propósito, ¿se llamaba ella Evelyn, de veras?

—Sí, creo que sí. Pero siempre la conocieron con el de Eva. Y ya que estamos hablando de eso, monsieur Poirot; le diré una cosa: la opinión que la Policía tiene de Eva Kane no cuadra con el artículo este. En absoluto.

Poirot sonrió.

—Lo que la Policía opine no constituye prueba, pero, por regla general, es una guía sólida. ¿Qué concepto tenían ustedes de Eva Kane?

—Que no era, ni mucho menos, la víctima inocente que la creyó el público. Yo era joven por entonces, y recuerdo haberles oído discutir el asunto a mi antiguo jefe y al inspector Traill, que era el encargado del caso. Traill sustentaba la opinión, no había pruebas de ello, claro, de que la feliz idea de quitar del paso a mistress Craig fue exclusivamente de Eva. Y que no solo pensó en ello, sino que la llevó ella a la práctica. Craig volvió a casa un buen día, y se encontró con que su amiguita había tomado un atajo. Seguramente creería ella que pasaría por muerte natural. Pero Craig no opinó igual. Se asustó, escondió el cadáver en el sótano y preparó la cosa para que pareciese que mistress Craig había muerto en el extranjero. Luego, cuando se descubrió todo el pastel, se mostró frenético en sus afirmaciones de que lo había hecho todo él solo, de que Eva Kane no sabía una palabra. Bueno —el superintendente se encogió de hombros—; nadie podía demostrar lo contrario. El veneno estaba en casa. Cualquiera de los dos podía haberlo usado. La linda Eva Kane se mostró toda inocencia y horror. Si lo hizo ella, resultó ser una buena comedianta. El inspector Traill tenía sus dudas... pero carecía de pruebas. Se lo cuento por lo que pueda valer, monsieur Poirot. Como digo, no hay pruebas.

—Pero sugiere la posibilidad de que por lo menos una de estas "mujeres trágicas" era algo más que una mujer trágica... Y que era una asesina, y que si el incentivo resultara lo bastante fuerte, podría asesinar otra vez... y ahora, la siguiente: Janice Courtland. ¿Qué puede decirme de ella?

—He consultado los archivos. Mal bicho. Si ahorcamos a Edith Thompson, no cabe duda de que debiéramos haberla ahorcado a ella también. Desagradable pareja su marido y ella. Eran tal para cual. Y trabajó a ese joven hasta ponerle a punto de caramelo. Durante todo ese tiempo, sin, embargo, tenía puesta la vista en un hombre de dinero. Y quería quitar a su esposo del paso para poder casarse con él.

—¿Llegó a hacerlo?

Spence sacudió la cabeza.

—No tengo la menor idea.

—Se fue al extranjero... ¿y luego?

Volvió a mover Spence la cabeza negativamente.

—Era libre. No se le había acusado de nada. Si se caso, o qué fue de ella, no lo sabemos.

—Pudiera encontrársela uno cualquier día en una reunión —observó Poirot, pensando en el comentario del doctor Rendell.

—¡Justo!

Poirot posó la vista en el último retrato.

—¿Y la niña? ¿Lily Gamboll?

—Demasiado joven para que se la acusara de asesinato. La mandaron a un reformatorio. Los antecedentes de allí son buenos. Le enseñaron me canografía y taquigrafía y le buscaron trabajo cuando salió. Le fue bien. Lo último que se sabe de ella es que estaba en Irlanda. Creo que podemos eliminarla, igual que a Vera Blake. Después de todo, ha rehecho su vida. Y la gente no le tiene en cuenta a una criatura de doce años lo que ha hecho en un acceso de ira. ¿Y si la elimináramos a ella también?

—Quizá lo hiciese —contestó Poirot— si no fuera por el hacha. Es innegable que Lily Gamboll mató a su tía con un hacha, y el desconocido asesino de mistress McGinty empleó algo que se asemejaba a un hacha o cuchilla de carnicero.

—Puede que tenga razón. Y ahora, monsieur Poirot, cuéntenos su parte del asunto. Veo con satisfacción que nadie ha intentado matarle a usted.

—No —dijo Poirot, tras vacilar un segundo.

—No tengo inconveniente en confesarle que he estado algunas veces un poco inquieto por usted desde nuestra entrevista en Londres. ¿Cuáles son las posibilidades entre los residentes de Broadhinnny?

Poirot abrió su librito de notas.

—Eva Kane, si aún vive, tiene que andar muy cerca de los sesenta. La hija, de cuya vida adulta pinta tan conmovedor cuadro el Sunday Comet, tendrá ahora treinta y tantos. Lily Gamboll también tendría esa edad. Janice Courtland frisaría en los cincuenta.

Spence asintió con un gesto.

—Pasemos ahora a los residentes de Broadhinny, y en particular a aquellos en cuya casa trabajó mistress McGinty.

—Creo que eso último está plenamente justificado.

—Sí. Y queda complicado por el hecho de que mistress McGinty trabajaba algunas veces aquí y allá. Pero daremos por sentado temporalmente que lo que quiera que viese, probablemente algún retrato, lo vería en una de las casas a las que iba con regularidad.

—De acuerdo.

—Entonces, teniendo en cuenta la edad, las posibilidades son: primera, los Wetherby, en cuya casa trabajó mistress McGinty el día de su muerte. Mistress Wetherby tiene la edad precisa para ser Eva Kane. Y tiene una hija que podía ser, por la edad, la hija de Eva Kane... hija que se dice de un matrimonio anterior.

—¿Y en cuanto a la fotografía?

¡Mon chéri! No hay manera de identificar con seguridad basándose en ella. Ha transcurrido demasiado tiempo, ha pasado demasiada agua bajo el molino, como dicen ustedes. Uno solo puede decir lo siguiente: mistress Wetherby ha sido decididamente una mujer bonita. Tiene todos los gestos, los aires y las costumbres de tal. Parece demasiado frágil e inofensiva para cometer un asesinato. Pero, según tengo entendido, eso era precisamente lo que el público decía de Eva Kane también. Es difícil saber cuánta fuerza física hubiera sido necesaria para matar a mistress McGinty, sin saber exactamente qué clase de arma se empleó, qué mango tenía, si era fácil de esgrimir o no, cuán afilada estaba, etcétera.

—Sí, sí. Y nunca conseguimos dar con el arma. Pero prosiga.

—Los únicos otros comentarios que tengo que hacer acerca del hogar de los Wetherby son que mister Wetherby sabría ser, y creo, en verdad, que lo es en efecto, muy desabrido si quisiera. La hija quiere a la madre con fanatismo. Y odia a su padrastro. No hago comentarios sobre estos he chos. Me limito a presentarlos para que se consideren. La hija pudiera matar por impedir que el pasado de su madre llegara a oídos del padrastro. La madre podría matar por la misma razón. El padre pudiera matar para impedir que se hiciese público el "escándalo". ¡Se han cometido más crímenes de lo que mucha gente creería posible por salvaguardar las apariencias de respetabilidad! Los Wetherby son "buena gente".

Spence asintió con un movimiento de cabeza.

—De haber algo, fíjese bien que digo "de haber", en ese asunto del Sunday Comet, los Wetherby son claramente los que más se prestan a sospecha —dijo.

—Justo. La única otra persona de Broadhinny que cuadraría en edad con Eva Kane es mistress Upward. Hay dos cosas que militan contra la idea de que mistress Upward, considerada como Eva Kane, hubiese matado a mistress McGinty. Una de ellas es que padece de artritis, y que se pasa la mayor parte del tiempo en un sillón con ruedas.

—En una novela —dijo Spence con envidia—, eso del sillón con ruedas sería una simple tapadera; pero en la vida real, probablemente es lo que representa.

—La otra —prosiguió Poirot—, que mistress Upward parece de temperamento dogmático y autoritario, más inclinada a obligar con amenazas que a recurrir a la persuasión, cosa que no está de acuerdo con lo que se cuenta de nuestra Eva. Por otra parte, sin embargo, el carácter de la gente sí que se desarrolla, y el carácter autoritario se adquiere frecuentemente con los años.

—Eso es cierto —concedió Spence—. Mistress Upward... no imposible, pero sí poco probable. Y ahora, las otras posibilidades. ¿Janice Courtland?

—Creo que puede ser eliminada. No hay en Broadhinny ninguna que tenga la edad necesaria.

—A menos que una de las jóvenes sea Janice Courtland rejuvenecida gracias a la cirugía estética. No me haga caso... no es más que una broma.

—Hay tres mujeres de treinta y tantos años. Deirdre Henderson, la esposa del doctor Rendell y mistress Carpenter. Es decir, cualquiera de estas tres podría ser Lily Gamboll o la hija de Eva Kane en cuanto a edad se refiere.

—¿Y en cuanto a posibilidades?

Poiro exhaló un suspiro.

—La .hija de Eva Kane puede ser alta o baja, rubia o morena... no tenemos idea. Hemos estudiado a Deirdre Henderson en ese papel. Ahora lo haremos con las otras dos. Primero le diré una cosa: mistress Rendell le tiene miedo a algo.

—¿Le teme a usted

—Creo que sí.

—Eso pudiera ser significativo —dijo Spence despacio—. Está usted sugiriendo que mistress Rendell puede ser la hija de Eva Kane o Lily Gamboll. ¿Es rubia o morena?

—Rubia.

—Lily Gamboll era rubia de niña.

—Mistress Carpenter también es rubia. Una joven la mar de compuesta a fuerza de dinero. Sea guapa en realidad o no, tiene unos ojos asombrosos. Ojos azul oscuro, muy hermosos y muy abiertos...

—¡Vamos, Poirot! —le dijo el superintendente en son de reproche a su amigo.

—¿Sabe usted lo que pareció al salir corriendo del cuarto a llamar a su marido? Me dio la impresión de una bella mariposa que revoloteaba. Tropezó con los muebles y con los brazos tendidos avanzó como si estuviese ciega.

Spence le miró con indulgencia.

—Es usted un romántico, monsieur Poirot —dijo—. ¡Vaya con las bellas mariposas y los ojos azules muy abiertos!

—De ninguna manera. Mi amigo Hasting, él, sí que era romántico y sentimental. Yo ¡nunca! Yo... yo soy rigurosamente práctico. Lo que le estoy diciendo es que si las pretensiones de belleza de una muchacha dependen principalmente de sus ojos, entonces, por muy corta de vista que sea, se quitará las gafas y aprenderá a ir sin ellas aun cuando lo vea todo borroso y le cueste trabajo calcular las distancias.

Y golpeó con el índice la fotografía de Lily Gamboll, con los gruesos lentes que la desfiguraban.

—¿Así, pues, eso es lo que cree usted? ¿Lily Gamboll?

—No. Yo sólo hablo de lo que pudiera ser. En el momento de morir mistress McGinty, mistress Carpenter aún no era mistress Carpenter. Era una viuda de guerra, que andaba muy mal de dinero y vivía en una casita de jornaleros. Estaba comprometida con el señor de la comarca. Si Guy Carpenter hubiera descubierto que se hallaba a punto de casarse con una muchacha de baja cuna que se había hecho célebre por haberle pegado a su tía en la cabeza con un hacha, o con la hija de Craig, uno de los criminales más notorios del siglo... bueno, hay justificación para preguntarse: ¿hubiera estado dispuesto a seguir adelante con el matrimonio? Usted dirá, quizá, que si amaba a la muchacha, . Pero no es él uno de esos hombres. Yo le juzgaría egoísta, ambicioso, celoso de su buen nombre. Yo creo que si la joven mistress Selkirk, como se llamaba entonces, tenía vivos deseos de que se llevara a cabo el enlace, procuraría por todos los medios habidos y por haber que no llegara a oídos de su prometido ningún detalle poco agradable.

—Comprendo. Usted cree que fue ella, ¿verdad?

—Le vuelvo a decir, mon cheri, que no lo sé. Me limito a examinar posibilidades. Mistress Carpenter estaba en guardia contra mí, vigilante, alarmada.

—Eso huele mal.

—Sí, sí; pero la cosa no es tan sencilla. En cierta ocasión estuve parando en casa de unos amigos y salieron ellos de caza. Ya sabe cómo se hace eso, ¿verdad? Uno va con los perros y las escopetas y los perros levantan la caza. Esta sale del bosque, emprende el vuelo y uno, ¡pum!, ¡pum!, dispara. Eso nos pasa a nosotros. Quizá no sea una pieza sola la que levantemos. Hay otros pájaros en el coto. Pájaros, quizá, con los que no tengamos nada que ver. Pero los pájaros no saben eso. Hemos de aseguramos, cher ami, de cuál es nuestro pájaro. Durante la viudedad de mistress Carpenter puede haber habido indiscreciones... nada más que eso, pero no por ello es menos inconveniente. Desde luego, tiene que haber un motivo para que me dijese tan aprisa que mistress McGinty era una embustera.

El superintendente se frotó la nariz.

—Vamos a aclarar esto un poco, Poirot. ¿Qué es lo que cree usted en realidad?

—Lo que yo crea no importa. Es preciso que sepa. Y hasta ahora los perros no han hecho más que entrar en el coto.

Spence murmuró:

—Si lográsemos conseguir algo concreto... una circunstancia verdaderamente sospechosa... Hasta ahora todo es teoría... y un poco cogida por los pelos, por añadidura. Es muy flojo todo eso, como ya dije. ¿Asesina alguien, en efecto, por los motivos que hemos estado estudiando?

—¡Ah, bien! Depende de muchas circunstancias familiares que desconocemos. Pero el deseo de pasar por persona buena y respetable es un deseo fuerte, una pasión... Estos no son artistas ni bohemios. En Broadhinny vive gente muy buena. Me lo dijo la encargada de la estafeta. Y a la gente buena le gusta conservar su bondad, su respetabilidad, su buena fama. Años de feliz vida de matrimonio... ninguna sospecha de que una fue en otros tiempos figura notoria en uno de los casos más sensacionales de asesinato... ninguna sospecha de que la hija de una es hija de un criminal famoso. Una podría decir: "¡Preferiría morir a que mi marido se enterase!" O "Antes morir que consentir que mi hija descubra quién es!". Y luego pasaría una a pensar que quizá resultaría mejor que mistress McGinty muriera.

Spence dijo entonces:

—Así, usted cree que fueron los Wetherby.

—¡Oh, no! Encajan mejor, pero eso es todo. En carácter, por ejemplo, mistress Upward es más probable asesina que mistress Wetherby. Tiene determinación y fuerza de voluntad, y quiere con locura a su hijo. Para evitar que se entere él de lo que sucedió antes que se casara con su padre e iniciase una vida conyugal feliz, yo creo que iría lejos.

—¿Tan gran disgusto sería para él?

—Yo, personalmente, no lo creo. Robin ve las cosas desde un punto de vista muy escéptico y moderno. Es egoísta y, en cualquier caso, quiere mucho menos a su madre que ella a él, en mi opinión. Él no es un James Bentley.

—Y suponiendo que mistress Upward fuera Eva Kane, ¿su hijo Robin no mataría a mistress McGinty para impedir que se llegara a saber?

—No se le ocurriría, a mi juicio, dar paso semejante. Es más probable que intentara sacarle producto, ¡emplearlo como publicidad para sus obras! No me imagino a Robin cometiendo un asesinato nada más que por salvaguardar su fama de "respetable", ni por amor filial, ni por ninguna otra cosa que no fuera algo que le proporcionase sólidos beneficios a Robin Upward personalmente.

Spence exhaló un suspiro y dijo:

—Es ancho el campo. Tal vez consigamos obtener detalles de la vida pasada de toda esa gente. Pero se requiere tiempo. La guerra ha complicado las cosas. Registros destruidos... oportunidades sinfín para que todos aquellos que desearan desaparecer sin dejar rastro lo hiciesen apropiándose las tarjetas de identidad de otros, etcétera, sobre todo después de "incidentes" en lo que nadie sabría identificar los cadáveres. Si pudiéramos concentrarlo todo en una sola persona... Pero ¡tiene usted tantas posibles, monsieur Poirot!

—Quizá podamos rebajar el número de ellas pronto.

Poirot abandonó el despacho del superintendente menos animado de lo que había hecho creer. A él le obsesionaba, como a Spence, la urgencia.

¡Si hubiera podido disponer de tiempo!

Y, más en el fondo aún, se ocultaba la encocoradora duda. ¿Era verdaderamente sólido el edificio que Spence y él habían alzado? ¿Y si después de todo fuese Bentley culpable?

No cedió a esa duda; pero le tenía algo inquieto. Había pasado revista mentalmente, vez tras vez, a la conversación que sostuviera con James Bentley. Volvió a pensar en ella ahora, mientras aguardaba en el andén de Kilchester a que llegara el tren. Era día de mercado y la estación estaba atestada de gente. Y aún iban entrando más grupos.

Poirot se inclinó hacia delante para ver. Sí, el tren llegaba por fin. Antes que pudiera erguirse de nuevo, sintió un empujón fuerte y decidido en la espalda. Fue tan violento e inesperado, que le pilló completamente por sorpresa. Un segundo más, y hubiera caído a la vía debajo del tren que se aproximaba. Pero un hombre que se hallaba a su lado, en el andén, le asió justamente a tiempo, tirando de él hacia atrás.

—Pero ¿qué diablos le ocurría? —preguntó. Era un corpulento sargento del Ejército—. ¿Se puso usted malo? ¡Por poco va a parar debajo del tren!

—Gracias. Un millón de gracias.

La muchedumbre se agolpaba ya a su alrededor, unos subiendo al tren, otros apeándose.

—¿Se encuentra bien ya? Yo le ayudaré a montar.

Un poco alterado, Poirot se dejó caer en un asiento.

Inútil decir "me empujaron". Pero sí que le habían empujado. Hasta aquella misma tarde, había estado siempre alerta, para prevenirse contra el peligro. Pero tras hablar con Spence y después de preguntarle este en broma si habían atentado contra él, había llegado a considerar, casi inconscientemente, que el peligro no existía, que no era probable que se intentara nada.

Pero ¡cuán grande equivocación! Entre todas las entrevistas celebradas en Broadhinny, una de ellas había surtido efecto. Alguien se había asustado. Alguien había pretendido poner fin al peligroso intento de resurrección de un caso ya olvidado.

Poirot telefoneó al superintendente Spence desde una cabina telefónica de la estación de Broadhinny.

—¿Es usted, mon ami? Atienda, le ruego. Tengo noticias para usted... noticias magníficas. Alguien ha intentado matarme...

Escuchó con satisfacción el caudal de comentarios del otro.

—No; no me pasa nada. Pero anduvo muy cerca la cosa... Sí, debajo del tren. No; no vi quién fue. Pero tenga usted la completa seguridad, amigo mío, que lo averiguaré. Ahora sabemos ya que nos hallamos sobre la pista.

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