3



Eran las tres cuando Poirot llegó a casa del doctor Rendell.

Había comido un guisado de conejo y espinacas, y patatas duras, y un budín muy extraño, aunque no chamuscado esta vez. "Le ha entrado agua", había explicado Maureen. Se había tomado media taza de un café que parecía barro. No se sentía muy bien.

Le abrió la puerta mistress Scott, la anciana ama de llaves, y preguntó por mistress Rendell.

Hallábase esta en la sala, con el aparato de radio encendido, y se levantó con sobresalto al serle anunciado Poirot.

Obtuvo este la misma impresión que la primera vez que la viera. Cautelosa, alerta, asustada de verle o de lo que representaba.

Parecía más pálida y más etérea que la vez anterior. Y estaba casi seguro de que había adelgazado.

—Deseo hacerle una pregunta, madame.

—¿Una pregunta? ¿Eh? ¡Ah!, sí.

—¿Le telefoneó a usted mistress Upward el día de su muerte?.

Le miró fijamente. Asintió con un movimiento de cabeza.

—¿A qué hora?

—Mistress Scott tomó el recado. Creo que fue a eso de las seis.

—¿Cuál fue el mensaje? ¿Pedirle que la visitara aquella noche?

—Sí. Dijo que mistress Oliver y Robin marchaban a Kilchester y que se quedaría completamente sola, puesto que Janet salía. ¿Podría yo ir a hacerle compañía?

—¿Sugirió alguna hora en particular?

—De nueve en adelante.

—¿Y usted fue?

—Tenía esa intención. De veras que tenía esa intención. Pero no sé cómo ocurrió que aquella noche me quedé profundamente dormida después de cenar. Eran más de las diez cuando me desperté. Pensé que sería ya demasiado tarde.

—¿No le dijo usted a la Policía nada de la llamada de mistress Upward?

Abrió desmesuradamente los ojos. Tenían una mirada, ingenua, casi infantil.

—¿Debiera haberlo hecho? Puesto que no fui, creí que no importaría. Quizá, incluso, me sintiera un poco culpable. De haber ido yo, tal vez se encontrara viva en estos instantes —aspiró profundamente de pronto—. ¡Oh!... Espero que no fuera así.

—No fue así del todo —dijo Poirot.

Hizo una ,pausa y luego preguntó:

¿De qué tiene usted miedo, madame?

Mistress Rendell contuvo el aliento. Al fin, dijo:

—¿Miedo? No tengo miedo.

—Sí que lo tiene.

—¡Qué tontería! ¿De qué... de qué había de tener miedo yo?

Poirot aguardó aún unos segundos antes de contestar:

—Pensé que quizá pudiera tenerme miedo a mí.

No le repuso ella. Pero se le abrieron desmesuradamente los ojos. Sacudió la cabeza en movimiento negativo, muy despacio y con gesto retador.

Загрузка...