Capítulo IV

Hércules Poirot miró con gran disgusto por el cuarto en que se hallaba. Era una habitación de majestuosas proporciones, pero ahí acababa su atractivo. Hizo una mueca elocuente al pasar el dedo por encima de una estantería. Como había supuesto, ¡polvo! Se sentó cuidadosamente en un desvencijado sofá, y los muelles rotos cedieron bajo su peso con deprimente facilidad. Los dos sillones descoloridos eran, y ya lo sabía, poco mejores. Un perro grande, de aspecto feroz, que a Poirot se le antojó sarnoso, gruñó echado en el cuarto asiento, una silla relativamente cómoda.

La estancia era espaciosa. El papel de las paredes descolorido. Colgaban de estas, de cualquier manera, grabados de acero de asuntos desagradables y dos o tres pinturas al óleo, buenas. Las fundas de los sillones estaban tan sucias como descoloridas; la alfombra, llena de agujeros, jamás había tenido un dibujo bonito. Se veían figurillas y antigüedades esparcidas sin orden ni concierto por el cuarto. Las mesas se bamboleaban peligrosamente por falta de ruedecillas en las patas. Una de las ventanas estaba abierta, y no había poder humano, al parecer, capaz de volver a cerrarla. La puerta, momentáneamente cerrada, no era fácil que permaneciera así mucho rato. El picaporte no enganchaba bien y cada ráfaga de aire la abría, inundando la habitación de fríos remolinos.

"Sufro —se dijo Hércules Poirot, compadeciéndose profundamente a sí mismo—. Sí, sufro."

Se abrió la puerta con violencia, y mistress Summerhayes y el viento entraron juntos. La dama miró en tomo suyo, y le gritó: "¿Cómo?", a alguien lejano, y volvió a marcharse.

Mistress Summerhayes era pelirroja, tenía un rostro pecoso atractivo, parecía perpetuamente aturdida y despistada, y se pasaba la mayor parte de la vida soltando y buscando cosas.

Hércules Poirot se puso en pie de un brinco y cerró la puerta.

Un momento después se abrió de nuevo y reapareció mistress Summerhayes. Esta vez llevaba en la mano un cuenco grande de porcelana y un cuchillo.

Una voz masculina gritó desde lejos:

—Maureen, el gato ha vuelto a vomitar. ¿Qué hacemos?

Mistress Summerhayes repuso:

—¡Ahora voy, querido! ¡Aguárdame!

Soltó cuenco y cuchillo y volvió a marcharse.

Poirot se levantó otra vez y cerró la puerta. Dijo:

—Decididamente sufro.

Se oyó un automóvil. El perrazo saltó de la silla y alzó la voz en creciente ladrido. Brincó sobre una mesa pequeña que había junto a la ventana, y esta se hundió con estrépito.

En fin —exclamó Hércules Poirot—. ¡Cestinsupportable!

La puerta se abrió. El viento se precipitó en el cuarto. El perro salió corriendo, ladrando aún. La voz de Maureen se oyó alta y clara.

—Johnnie, ¿por qué demonios dejaste abierta la puerta de atrás? Esas malditas gallinas se han metido en la despensa.

—¡Y para esto —dijo Poirot con calor— pago yo siete guineas a la semana!

La puerta se cerró con un ruidoso golpe. Llegó hasta él, por la ventana, el cacareo de gallinas enfurecidas.

Luego la puerta se abrió otra vez, y Maureen Summerhayes entró y se abalanzó sobre el cuenco con un grito de alegría.

—No tenía ni idea de dónde lo había dejado. ¿Le importa mucho, señor... ah... hum... quiero . decir: le molestaría si me pusiese a cortar las judías y a quitarles los hilos aquí? Hay un olor demasiado desagradable en la cocina.

Madame, me encantaría que lo hiciese.

Quizá no fuese esta la frase exacta; pero se aproximaba. Era la primera vez en veinticuatro horas que veía Poirot ocasión de conversar durante más de seis segundos seguidos.

Mistress Summerhayes se dejó caer en un sillón y se puso a cortar judías con frenética energía y considerable torpeza.

—Espero —dijo— que no se encontrará usted demasiado incómodo. Si hay algo que desee usted que cambie, no tiene más que decirlo.

Poirot había llegado ya a la conclusión de que la única cosa que podía tolerar siquiera en Long Meadows era su propietaria.

—Es usted demasiado amable, madame —replicó con cortesía—. Lo único que hubiera deseado es que hubiese estado en mi poder proporcionarle a usted servidumbre apropiada.

—¡Servidumbre! —Mistress Summerhayes dio un chillido—. ¡Qué esperanza! Ni siquiera es posible conseguir una mujer que venga por horas. A la única buena que teníamos la asesinaron. ¡Mi suerte perra!

—Debe de referirse usted a mistress McGinty —se apresuró a decir Poirot.

—A ella me refería. ¡Dios! ¡Cómo echo de menos a esa mujer! Claro que resultó muy emocionante por entonces. Era el primer asesinato que se cometía dentro de la familia, como quien dice. Pero, como le dije a Johnnie, fue una verdadera mala suerte para nosotros. Sin McGinty no consigo dar abasto.

—¿Le tenía usted afecto?

—Mi querido amigo, mistress McGinty era digna de confianza. Se podía contar con ella. Venía. Los lunes por la tarde y los jueves por la mañana... como un reloj. Ahora utilizo a mistress Burch, de allá junto a la estación. Cinco hijos y marido. Ni que decir tiene que nunca está aquí. O no se encuentra bien el marido, o se halla delicada la madre, o uno u otro de los chiquillos ha cogido alguna vil enfermedad. Con la vieja McGinty sólo ella podía ponerse enferma, y la verdad es que casi nunca sufría una indisposición.

—¿Y la encontró siempre honrada y de confianza? ¿Se fiaba por completo de ella?

—¡Oh, no se le hubiera ocurrido llevarse nunca nada.. ., ni siquiera la comida! Claro que husmeaba un poco. Leía cuantas cartas encontraba y todo eso. Pero una ya se lo espera. Quiero decir que... ¡deben de llevar una vida tan aburrida, tan gris! ¿No le parece?

—¿Había llevado mistress McGinty una existencia gris?

—Una vida terrible, supongo —respondió vagamente mistress Summerhayes—. Siempre de rodillas, fregando suelos... y luego, las pilas de ropa ajena por lavar que se encontraría al llegar por la mañana... Si yo tuviera que enfrentarme con una cosa así todos los días, experimentaría un verdadero alivio con que me asesinaran. De verdad que sí, señor.

El rostro del comandante Summerhayes apareció en la ventana. Mistress Summerhayes se puso en pie de un brinco, tirando las judías, y corrió hacia la ventana, que abrió de par en par.

—Ese maldito perro ha vuelto a comerse la comida de las gallinas, Maureen.

—¡Adiós! ¡Ahora será él quien vomite!

—Mira —John Summerhayes le enseñó una coladera llena de verdura—, ¿hay bastantes espinacas ya?

—¡Claro que no!

—A mí me parece una cantidad colosal.

—Quedaría reducida a una cucharada al cocerse. ¿Aún no sabes lo que pasa con las espinacas?

—¡Santo Dios!

—¿Han traído el pescado?

—No he visto ni rastro de él.

—¡Rayos! Tendremos que abrir una lata o algo. Podías encargarte tú de eso, Johnnie. Una de las que hay en la alacena del rincón. Esa que nos pareció un poco hinchada. Supongo que estará en bue nas condiciones, a pesar de todo.

—¿Y las espinacas?

—Ya las cogeré yo.

Saltó por la ventana, y marido y mujer se alejaron juntos.

¡Nom d'un nom d'un nom! —exclamó Hércules Poirot.

Cruzó el cuarto y cerró todo lo que pudo la ventana. La voz del comandante Summerhayes llegó hasta él en alas del viento.

—¿Y ese recién llegado, Maureen? A mí se me antoja un tipo raro. ¿Cómo se llama?

—No pude recordarlo hace un momento, cuando hablaba con él. Tuve que decir señor Ah… hum... Poirot... ese es el apellido. Francés.

—¿Sabes una cosa, Maureen? Me parece haber visto ese nombre antes en alguna parte.

—Quizá en la revista Ondulación Permanente. Tiene aspecto de peluquero.

Poirot hizo una mueca.

—Nooo... Quizá sea en algo relacionado con conservas. No lo sé. Estoy seguro de que no me es desconocido. Más vale que le saques las primeras siete guineas cuanto antes.

Las voces se perdieron en la distancia.

Hércules Poirot recogió las judías del suelo, por el que se habían esparcido en todas direcciones. En el momento en que terminaba de hacerlo, mistress Summerhayes entró de nuevo por la puerta. Se las presentó cortésmente.

Voici, madame.

—¡Oh!, muchísimas gracias. Oiga, ¿verdad que estas judías están un poco negras? Las almacenamos en ollas, ¿sabe?, con sal, para que se conserven. Pero a estas parece haberles pasado algo. Me temo que no van a estar muy buenas.

—Eso mismo me temo yo... ¿Permite que cierre la puerta? Hay corriente.

—¡Ah, sí!, ciérrela. Yo siempre me dejo las puertas abiertas.

—Ya lo he notado.

—De todas maneras, esa puerta nunca quiere quedarse cerrada. La casa casi se está cayendo a pedazos. Los padres de Johnnie vivían aquí, y andaban muy mal de dinero los pobres, y nunca hicieron reparaciones. Luego, cuando vinimos de la India a vivir aquí, tampoco pudimos permitirnos el lujo de arreglar nada. Es divertido para los niños durante las vacaciones, sin embargo. Hay espacio de sobra para correr y jardín y todo. El tener huéspedes nos ayuda a ir tirando, aunque he de confesar que hemos recibido algunas sorpresas desagradables..

—¿Soy yo el único huésped ahora?

—Tenemos a una anciana en el piso de arriba. Se metió en cama el día en que llegó y no ha vuelto a levantarse. No le pasa nada, que yo sepa. Pero ahí está, y le subo cuatro bandejas de comida al día. El apetito no lo ha perdido, por lo menos. Sea como fuere, se marcha mañana a casa de una sobrina o no sé qué pariente.

Mistress Summerhayes hizo una pausa, antes de continuar, con tono levemente artificial:

—El pescadero se presentará de un momento a otro. ¿Le daría a usted igual... ah... desembolsar la primera semana de pensión? Va usted a permanecer una semana aquí, ¿verdad?

—Tal vez más.

—Siento molestarle. Pero no tengo efectivo en casa, y ya sabe usted cómo es esa gente... siempre apremiando.

—Le ruego que no se excuse, madame.

Poirot sacó siete billetes de una libra esterlina y agregó siete chelines. Mistress Summerhayes recogió el dinero con avidez.

—Gracias mil.

—Quizá debiera, madame, decirle algo más acerca de mí mismo. Yo soy Hércules Poirot.

La revelación no le hizo a la señora el menor efecto.

—¡Qué nombre más lindo! —dijo bondadosamente—. Es griego, ¿verdad?

—Soy, como quizá sepa usted, detective —dijo Poirot y se golpeó el pecho—. Quizá el detective más famoso que existe.

Mistress Summerhayes aulló de risa.

—Veo que es usted un gran bromista, monsieur Poirot. ¿Qué anda usted detectando? ¿Ceniza de cigarrillos y huellas de pisadas?.

—Estoy investigando el asesinato de mistress McGinty —dijo Poirot—, y yo no bromeo.

—¡Ay! —exclamó la señora—. ¡Me he cortado la mano!

Alzó un dedo y se lo examinó.

Luego miró a Poirot.

—Escuche —dijo—. ¿Habla en serio? Quiero decir que todo eso pasó ya. Detuvieron al pobre medio trastornado que se alojaba en su casa. Y ya le han juzgado y condenado y todo. Probablemente le habrán ahorcado ya.

—No, madame —le contestó Poirot—, no le han ahorcado, y no pasó todo eso ya. Le recordaré una frase de uno de sus poetas: "Una cuestión nunca queda zanjada hasta que queda zanjada... bien."

—¡Oooh! —dijo mistress Summerhayes, desviada la atención hacia el cuenco que tenía en la falda—. Estoy sangrando encima de las judías. Mal asunto, puesto que nos las hemos de comer al mediodía. De todas formas, no importará, en realidad, puesto que las meteré en agua hirviendo. Siempre son buenas y sanas las cosas cuando se las cuece, ¿verdad? Hasta las contenidas en las latas, ¿no lo cree usted así?

—Creo —le respondió Hércules Poirot suavemente— que no vendré a comer este mediodía.

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