Capítulo XVII

Mistress Oliver, completamente aturdida, intentaba acurrucarse en el rincón de un minúsculo camarín. Como no tenía la figura más apropiada para acurrucarse, lo único que lograba era sobresalir más. Jóvenes animados, que se quitaban el maquillaje con toallas, la rodeaban y, a intervalos, le ofrecían cerveza caliente.

Mistress Upward, que había recobrado por completo el buen humor, los despidió con sus mejores deseos. Antes de marchar, Robin cuidó de hacer todos los preparativos necesarios para que la anciana quedara cómodamente instalada, Y, después de haber subido al coche, aún regresó un par de veces para asegurarse de que no había olvidado detalle.

La segunda vez volvió riendo al automóvil.

Madre estaba colgando el teléfono cuando entré. Y la muy tunante sigue sin quererme decir a quién ha llamado. Pero apuesto a que lo sé.

—Y yo también —aseguró mistress Oliver.

—¿A quién cree?

—A Hércules Poirot.

—Sí; eso mismo creo yo. Piensa sonsacarle. A madre le gusta tener sus secretitos. Ahora, querida, hablemos de la obra. Es muy importante que me diga con toda franqueza qué opina de Cecil... y si es él la idea que usted se forma de Eric...

Ni que decir tiene que Cecil Leech distó mucho de corresponder al concepto que mistress Oliver tenía formado de Eric. Nadie, en verdad, hubiera podido parecérsele menos. La función la vio con agrado. Pero la visita a los actores fue para ella un tormento.

Robin, claro, se hallaba en su elemento. Tenía a Cecil (o por lo menos mistress Oliver supuso que de Cecil se trataba) acorralado en un rincón, donde le estaba hablando a cincuenta por hora, sin dejarle meter una palabra ni de canto. A mistress Oliver, Cecil la había aterrado. Prefería, con mucho, a un tal Michael, que hablaba con ella en aquellos instantes y que sabía hacerlo con tono bondadoso y amable. Michael, por lo menos, no esperaba que le correspondiese. Es más, parecía preferir el monólogo. Alguien llamado Peter intervenía de cuando en cuando en la conversación; pero, en conjunto, parecía reducirse ésta a un chorro de malicia levemente humorística por parte de Michael.

—... es una verdadera amabilidad por parte de Robin —estaba diciendo—. Le hemos estado instando a que viniese a ver la función. Pero, claro, se encuentra completamente dominado por esa terrible mujer, ¿verdad? Sirviéndola en todo instante. Y la verdad es que Robin es una inteligencia, ¿no le parece? Un verdadero talento. No debiera sacrificarse en un altar matriarcal. Son terribles a veces las mujeres. ¿Sabe lo que le hizo al pobre Alex Roscoff? No le dejó a sol ni a sombra durante cerca de un año. Luego descubrió que no era un emigrado ruso, como había supuesto. Claro que le había estado contando cosas bastante fantásticas, pero muy divertidas... Y todos sabíamos que no eran verdad; pero, después de todo, ¿qué importaba eso? Y luego, cuando se enteró que no era más que el hijo de un sastrecito de los barrios bajos, le soltó como si fuera una brasa. Quiero decir que no hay cosa que más me reviente que una snob, ¿no le ocurre a usted lo propio? La verdad es que Alex se alegró de podérsela quitar de encima. Dijo que a veces era un verdadero energúmeno... estaba un poco mal de la cabeza, en su opinión... ¡Sus furias! Robin, querido: estamos hablando de tu maravillosa madre. ¡Qué lástima que no pudiera venir esta noche! Pero es magnífico que haya venido mistress Oliver. Todos esos asesinatos tan deliciosos...

Un hombre de cierta edad, con profunda voz de bajo, asió a la escritora de la mano con la suya cálida y pegajosa.

—¡Ah!, ¿cómo podré agradecérselo jamás? —dijo con tono de profunda melancolía—. Me ha salvado la vida... me ha salvado la vida más de una vez...

Luego salieron todos al aire fresco de la noche y cruzaron la Cabeza del Potro, donde volvieron a beber y se habló nuevamente de la escena.

Cuando la escritora y Robin emprendieron el camino de regreso a casa, mistress Oliver se sentía completamente agotada. Se recostó en el asiento y entornó los párpados. Robin, por su parte, habló sin parar.

—... y sí que cree que eso pudiera ser una buena idea, ¿verdad? —acabó diciendo por fin.

—¿Cuál?

Mistress Oliver abrió bruscamente los ojos. Había estado absorta en un sueño nostálgico de su propio hogar. Paredes cubiertas de pájaros exóticos y follaje. Una mesa de pino, su máquina de escribir, café negro, manzanas por todas partes... ¡Qué felicidad! ¡Qué gloriosa y solitaria felicidad! ¡Qué equivocación que una autora saliese de su ciudadela secreta! Los escritores eran seres tímidos, pero gregarios, que compensaban su falta de aptitudes sociales creando sus propios compañeros y sus propias conversaciones.

—Me temo que esté usted cansada —dijo Robin.

—En realidad, no. Lo que ocurre es que no sé alternar con la gente.

—Yo adoro a la gente —anunció Robin—. ¿Usted no?

—No —respondió la otra con firmeza.

—Es preciso. Fíjese en toda la gente que mete en sus libros.

—Eso es distinto. A mí me parecen los árboles mucho más agradables que las personas... más reposadas y apacibles.

—Yo necesito a la gente —anunció Robin, afirmando innecesariamente lo que a la vista estaba—. Me estimula.

Detuvo el coche ante la verja de Laburnums.

—Entre usted —le dijo—. Yo voy a guardar el coche.

Mistress Oliver se apeó con la dificultad de costumbre y echó a andar por el sendero.

—La puerta no está cerrada con llave —le gritó Robin.

No lo estaba. La empujó y entró. No había luces encendidas, cosa que se le antojó una falta de cortesía por parte de la dueña de la casa. ¿O es que trataría de economizar? La gente rica era económica con tanta frecuencia... Había olor a perfume en el vestíbulo, un perfume exótico y caro. Durante un instante se preguntó si no se habría equivocado de casa. Luego encontró el interruptor y lo oprimió.

Se iluminó el vestíbulo cuadrado, de techo bajo y vigas de roble. La puerta de la sala estaba entornada, y vio por la rendija un pie y una pierna. Mistress Upward no se había ido a la cama, después de todo. Debía de haberse quedado dormida en el sillón y, puesto que no había ninguna luz encendida, debía llevar durmiendo mucho rato. Mistress Oliver se acercó a la puerta y encendió las luces de la sala.

—Estamos de vuelta... —empezó.

Y se interrumpió bruscamente.

Se llevó la mano a la garganta. Sintió como si se le hubiera hecho un nudo allí, un deseo de chillar que no podía satisfacer.

Le salió la voz en un susurro:

—Robin... Robin...

Transcurrió un rato antes que le oyera subir el camino, silbando, y entonces dio media vuelta y le salió, corriendo, al encuentro.

—No entre ahí dentro... no entre. Su madre... está... está muerta... Yo creo que... que la han matado...

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