Capítulo VII

1



La casita en que había vivido mistress McGinty sólo se hallaba a unos pasos de la parada del autobús. Dos niños jugaban fuera. Uno de ellos comía una manzana bastante agusanada, y el otro daba gritos y golpeaba la puerta con una bandeja. Parecían muy felices. Poirot aumentó el ruido descargando también golpes sobre la puerta.

Una mujer asomó por la esquina de la casa. Llevaba puesto un mono de color e iba desgreñada.

—Basta ya, Ernie —ordenó.

—¡No me da la gana! —repuso Ernie, y continuó armando jaleo.

Poirot echó a andar hacia. la mujer.

—No hay quien pueda hacer algo con los chiquillos, ¿verdad? —dijo ésta.

Poirot opinaba todo lo contrario, pero se abstuvo de decirlo.

Le condujeron hacia la puerta de atrás.

—Tengo siempre echado el cerrojo de la principal. Entre, ¿quiere?.

Poirot cruzó un fregadero muy sucio y entró en una cocina más sucia aún.

—No la mataron aquí —dijo la mujer—. Fue en la sala.

Poirot parpadeó levemente.

—Para eso viene, ¿verdad? ¿No es usted el señor extranjero que vive con los Summerhayes?

—Veo que ha oído hablar de mí —murmuró Poirot, radiante el rostro—. En efecto, mistress...

—Kiddle. Mi marido es estuquista. Nos mudamos aquí hace cuatro meses, ¿sabe? Vivíamos antes con la madre de Bert. Algunos me decían: "No me digas que vas a meterte en una casa donde se ha cometido un asesinato"... pero era lo que yo les contestaba, una casa es una casa. Y más vale una casa que una sala y tener que dormir encima de las sillas. Es terrible esta escasez de pisos, ¿verdad? Y de todas formas, a nosotros no nos ha molestado nunca. Dicen que siempre vagan por la casa cuando mueren asesinados. Pero ella no hace tal cosa. ¿Le gustaría ver dónde ocurrió?

Poirot contestó afirmativamente, con la misma sensación que el turista a quien enseñan los lugares de interés.

Mistress Kiddle le condujo a una habitación pequeña, excesivamente amueblada con piezas de estilo jacobino. Al revés que el resto de la casa, no presentaba muestras de haber sido ocupada nunca.

—Ahí en el suelo estaba, y con la nuca abierta. ¡Menudo susto le dio a mistress Elliot! Fue ella quien la encontró... ella y Larking, que viene de la Cooperativa con el pan. Pero el dinero se lo llevaron de arriba. Suba y le enseñaré de dónde.

Mistress Kiddle le guió escalera arriba hasta una alcoba en la que había una cómoda voluminosa, una cama de metal grande, unas sillas y, por último, una magnífica colección de ropa de niño, mojada y seca.

—Fue aquí —dijo mistress Kiddle con orgullo.

Poirot miró a su alrededor. Difícil resultaba imaginarse que aquel baluarte de desordenada fecundidad había sido en otros tiempos dominio bien fregado de una anciana que estaba orgullosa de su hogar. Allí había vivido y dormido mistress McGinty.

—¿Supongo que estos no son sus muebles?

—¡Oh, no! Su sobrina de Cullavon se los llevó todos.

No quedaba allí nada de mistress McGinty. Los Kiddle habían llegado, visto y vencido. La vida era más fuerte que la muerte.

Abajo sonó el feroz chillido de un niño de pecho.

—Es el nene, que se ha despertado —explicó innecesariamente mistress Kiddle..

Bajó corriendo la escalera y Poirot la siguió. Allí no había nada para él.

Se fue a la casa de al lado.

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