Estaba escribiendo un artículo sobre las últimas fusiones empresariales, cuando noté un temblor en el bolsillo derecho de la bata, de donde saqué, mezclados con varios mendrugos de pan, cuatro o cinco hombrecillos que arrojé sobre la mesa, por cuya superficie corrieron en busca de huecos en los que refugiarse. En esto, entró mi mujer, que ese día no había ido a trabajar, para preguntarme si me apetecía un café. Cuando llegó a mi lado ya no quedaba ningún hombrecillo a la vista, sólo los pedazos de pan y algunas migas.
– ¡Qué manía! -dijo refiriéndose a mi hábito de guardar en los bolsillos mendrugos de pan cuya corteza roía con los mismos efectos relajantes con los que otros fuman o toman una copa.
Le disgustaba esta costumbre, aunque mis mendrugos no hacían daño a nadie y a mí me proporcionaban placer. Por lo general, tras escribir un párrafo del que me sentía satisfecho, sacaba uno del bolsillo y le daba tres o cuatro bocados mientras pensaba en el siguiente. Por alguna razón, asociaba el ejercicio de roer a la producción de pensamiento.
Cuando mi mujer abandonó la habitación, respiré hondo, aliviado de que no hubiera visto a los hombrecillos. De otro modo habría pensado que estaba loca y yo no habría sabido convencerla de lo contrario. Deduje que se habían metido en el bolsillo de la bata por la noche, atraídos por los mendrugos de pan, que quizá eran capaces de olfatear. Pese a la rapidez con la que desaparecieron, me dio tiempo a advertir que eran como los recordaba de otras ocasiones: delgados y ágiles cual lagartijas. Llevaban, sin excepción, trajes grises, camisa blanca, corbata oscura y sombrero de ala a juego, igual que los actores de cine de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Algunos cojeaban al correr, quizá les hubiera hecho daño sin darme cuenta al sacarlos del bolsillo.
Tras pensar un rato en ellos, intenté olvidar el incidente y volví al artículo con poca disposición, pues tenía la mente dispersa, no ya por los hombrecillos, sino porque le daba vueltas esos días a la posibilidad de dejar las clases de doctorado, productoras de más contrariedades que de satisfacciones. Al jubilarme, había sentido como un halago el nombramiento de profesor emérito, distinción reservada para unos pocos. Amortizada esa satisfacción, consideré que me había equivocado. Yo era muy puntilloso (muy obsesivo, dirían otros) con el trabajo y aunque a aquellas alturas no necesitaba preparar las clases, detestaba enfrentarme a los alumnos sin haber trabajado previamente la materia. Cuando hablaba de estas dudas con mi mujer, ella me animaba a continuar.
– Son muy pocas horas al mes -decía-. Además, las clases te obligan a salir de casa, a relacionarte con la gente. No las dejes, o espera al curso que viene y lo piensas durante el verano.
Ella temía que acabara abandonándome si prescindía de los pocos compromisos que todavía me obligaban a salir de casa. Dado que yo compartía ese temor, me afeitaba y me duchaba todos los días. Y aunque pasaba la mañana en pijama y bata, porque me encontraba así más cómodo, a la hora de comer me vestía, tuviera o no que salir. En cualquier caso, un par de veces a la semana iba a hacer la compra, tarea que había asumido con gusto al jubilarme. El ajetreo del mercado (teníamos uno tradicional muy cerca de casa) me ayudaba a pensar. No era raro que las mejores ideas para mis artículos surgieran mientras hacía cola en la pollería o en el puesto de la fruta.
Al poco de que mi mujer abandonara la habitación, y como hubiera olvidado un trozo de pan sobre la mesa, un hombrecillo asomó la cabeza por detrás de la carpeta donde guardaba los recortes de los periódicos. Seguí a lo mío, como si no hubiera advertido su presencia, y cuando se encontraba cerca del pan estiré el brazo y lo atrapé en un movimiento rápido, como el que efectuábamos de niños para cazar moscas, procurando no hacerle daño. Dejé fuera del puño su cabeza, para que respirara, y acerqué una lupa que tenía sobre el escritorio a su rostro. Me pareció un hombrecillo joven, como de treinta o treinta y cinco años, no más de cuarenta en todo caso. Le pregunté por qué no había visto nunca mujercillas de su tamaño, pero no logré oír su respuesta, aunque movió los labios, muy finos, como si fuera capaz de articular palabras. Quizá hablaba, pensé, por medio de ultrasonidos que mis oídos no podían captar. Detrás de aquellos labios se veían, por cierto, unos dientes blanquísimos. En cuanto a la lengua, me pareció que terminaba en una punta extremadamente aguda, como la de los pájaros.
En ese momento sonó el teléfono, pero no lo cogí. Descolgó mi mujer en otra parte de la casa y entró enseguida en mi despacho con el inalámbrico.
– Del periódico -dijo alargándome el aparato.
Era el redactor jefe. Quería saber cuándo tendría listo el artículo sobre las fusiones empresariales, asunto muy de actualidad porque una farmacéutica grande acababa de deglutir a una pequeña como el que se toma un ansiolítico. Le dije que se lo haría llegar en un par de horas y colgué.
Cuando mi mujer salió de la habitación, abrí la mano en la que había ocultado al hombrecillo y lo deposité sobre la mesa, cuya superficie recorrió, aturdido, de un lado a otro, como si hubiera perdido el sentido de la orientación. Sus movimientos, pese al desconcierto de que era víctima, resultaban muy elegantes, lo que atribuí a la longitud de sus piernas. Tras recorrer el tablero en ambas direcciones, sin preocuparse por mi presencia, saltó al cajón de la derecha de la mesa, que estaba un poco abierto, y se perdió en sus profundidades. Yo regresé al artículo sin ganas y saqué adelante un texto previsible, lleno de ideas tomadas de aquí y de allá, que quizá, por otra parte, era lo que en el periódico esperaban.