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Tras descansar unos instantes, y cuando el pene regresó al interior de los pantalones orgánicos, me aparté del cuerpo de la mujercilla, que me invitó entonces a bajar a la plaza, donde los hombrecillos jadeaban aún por aquel esfuerzo amatorio colectivo. La mujercilla, entre tanto, se ajustó la ropa interior y se recostó, aguardando la bajada del primer huevecillo. Deduje, por el poco tiempo transcurrido entre la cópula y la puesta, que los huevecillos estaban ya en su interior, a la espera únicamente de ser fecundados. Quizá su aparato genital disponía, como el de algunos insectos, de una espermateca que los fertilizaba en el instante mismo de salir.

El proceso siguió la rutina de la ocasión anterior, pues al poco de la puesta (quizá el tiempo en esa dimensión tuviera una naturaleza distinta de la que posee en la de los hombres grandes) las cáscaras se quebraron y empezaron a aparecer hombrecillos completamente terminados que se pusieron en cola para tomar de las mamas de la mujercilla aquel elixir que paladeábamos todos y cada uno de los hombrecillos de la colonia, como si todos y cada uno acabáramos de nacer y necesitáramos de sus nutrientes. Cada vez que un recién nacido se agarraba al pezón de la mujercilla, sentíamos en nuestros labios su calor y percibíamos con ellos su textura. A veces, el desmayo con el que mamábamos era tal que perdíamos por la comisura parte de aquel líquido mágico.

Cuando me encontraba paladeando el bebedizo obtenido por la boca del cuarto o quinto hombrecillo que pasaba por los pechos de la mujercilla ovimamífera, se cortó de súbito la comunicación entre el hombrecillo y yo, como si uno de los dos hubiera entrado en una zona de sombra, y me descubrí en mi dimensión de hombre grande, tumbado indecentemente en el diván de mi cuarto de trabajo. Tenía las ingles inundadas de semen y había empapado también el pijama y la bata, pues la cantidad de aquella polución no se correspondía de ninguna manera con mi edad. Por lo demás, la copa de vino se había derramado y el cigarrillo se había apagado en el suelo, dejando una marca en el parqué.

Me sentí sucio y agradecido a la vez. También pleno y vacío. Pero lejos de entregarme al abandono propio de las situaciones poscoitales, me levanté raudo, empujado por un sentimiento de culpa muy propio de mi carácter, dispuesto a borrar las huellas de aquel desliz (de aquellos deslices, si a la práctica del sexo añadimos el consumo de tabaco y alcohol). Limpié todo de forma minuciosa y corrí ligeramente el diván para ocultar la quemadura del parqué. Pensé que en cualquier caso, si mi mujer la descubriera, yo pondría cara de sorpresa, como si para mí mismo resultara también inexplicable. El mundo está lleno de misterios.

Aunque había fumado con la ventana de la habitación abierta, busqué uno de los ambientadores a los que tan aficionada era mi mujer para borrar cualquier huella olfativa. Y mientras realizaba todas estas tareas, evocaba la aventura sexual (y amorosa) recién vivida y volvía a excitarme sin remedio. No lograba que se fueran de mi cabeza la forma de los pechos de la mujercilla ni el bulto de sus pezones dibujándose por debajo de la ropa interior orgánica. Tampoco sus poderosas nalgas ni el agujero de su culo, tan cercano al de su vagina. Mi pene había errado indistintamente de uno a otro sabiendo que ambos conducían a dimensiones fabulosas.

Cuando lo hube recogido todo, me di una ducha larga (masturbándome bajo el agua caliente con el recuerdo de lo que había hecho con la mujercilla), me puse ropa limpia y regresé a mi mesa de trabajo, donde tropecé con el paquete de Camel y el mechero. En mi juventud se decía que la ilustración del paquete, si uno se fijaba bien, representaba a un león sodomizando a un camello y que tal era uno de los atractivos inconscientes de aquella marca. Aunque jamás había prestado atención a esa leyenda porque me parecía una grosería, ahora sin embargo me fijé bien y comprobé que era verdad. Podía distinguir perfectamente al león encaramado a la grupa del camello para consumar la cópula. Tras envolver el paquete de Camel en una cuartilla que pegué con cinta adhesiva, lo escondí en las profundidades de unos de los cajones (el que más papeles tenía), junto al mechero. Luego me puse a escribir el artículo que debía entregar al día siguiente. Saqué adelante un texto pobre, previsible, sobre los últimos movimientos de la Bolsa. Mis intereses estaban en otra parte.

Por la tarde, cuando llegó mi mujer, fui con ella más solícito de lo habitual, como suelen hacer los hombres que se sienten culpables. Ella lo detectó y preguntó si me ocurría algo.

– ¿Qué me va a ocurrir? -dije volviendo el rostro, pues aunque prácticamente me había desinfectado la boca para borrar cualquier rastro del vino y el tabaco, temí que mi aliento me delatara.

Tras cenar y ver un rato juntos la televisión, ella decidió retirarse, pues estaba cansada, y yo regresé a mi cuarto de trabajo con la idea de retocar el artículo. Una vez sentado a la mesa, recordé el paquete de Camel escondido en uno de los cajones (y también en las profundidades abisales de mi cerebro) y supe que no podría irme a la cama sin dar al menos un par de caladas. Sólo para tranquilizarme un poco, me dije. Con movimientos clandestinos, por si apareciera de repente mi mujer, rescaté el paquete, lo desenvolví con sumo cuidado y nada más quitarle el papel con el que lo había protegido llegó hasta mi olfato el dulce olor del tabaco rubio, pues las hebras tenían el punto de humedad justo para propagar su aroma.

Con el corazón en la garganta, como si estuviera cometiendo un crimen, cogí un cigarrillo y el mechero y salí al pasillo para comprobar que todo estaba en orden. La puerta del dormitorio se encontraba, en efecto, cerrada y el silencio era total, por lo que supuse que mi mujer estaría ya acostada, quizá incluso dormida. No obstante, y por extremar las precauciones, decidí que sería más sensato fumármelo asomado a la ventana de la cocina, que daba al patio interior. Si mi mujer aparecía de improviso, podría dejarlo caer antes de enfrentarme a ella. Mientras fumaba, vi sombras en el piso de enfrente.

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