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Desperté completamente trastornado en mi extensión de hombre y comprobé que permanecía perplejo en mi ramificación de hombrecillo. Los dos comprendimos oscuramente que nuestra vida carecería en adelante de otro objeto que no fuera el de volver a probar aquel elixir, aquella leche, aquella droga que habían mamado los recién nacidos de la colonia de hombrecillos y cuyos efectos se habían manifestado en nosotros con la misma intensidad que en ellos.

Sentado en el borde de la cama, mientras me calzaba las zapatillas, exploré con los ojos de mi versión diminuta el interior de la mesilla de noche, adonde había regresado tras aquella aventura extenuante, y sentí envidia de ese territorio de mí mismo. Ser grande tenía sus limitaciones, era una mierda. Recuerdo que lo expresé dentro de mi cabeza con esta palabra, «mierda», pese a que no soy dado a la utilización de términos malsonantes. Tal era la nostalgia de lo sucedido mientras dormía.

Tras el desayuno, y después de despedir a mi mujer con un beso a la puerta de casa, me puse a recoger la cocina con la esperanza de que apareciera algún hombrecillo. Necesitaba hablar con ellos, pedirles explicaciones. Pero no ocurrió nada. Quizá una vez cumplido el objetivo de fabricar un doble con mis órganos, habían perdido todo el interés en mí. Me pregunté qué tenía yo para haber sido elegido por aquella curiosa especie y si me habían vigilado desde niño al objeto de comprobar que no perdía las cualidades necesarias para desdoblarme en hombrecillo. Me pregunté también si habría más personas como yo en el mundo y si sería útil encontrarme con ellas, conocerlas.

Por un lado, en lo que tenía de hombre grande, estuve un par de horas preparando unas clases, pues tras pensarlo mucho no me pareció correcto abandonar la facultad a mitad de curso. Por otro, en lo que tenía de hombre pequeño, estuve deambulando por la casa para apreciar cómo eran las habitaciones y los muebles desde esa altura.

Me llamó la atención lo sucio que se encontraba todo. Me ocupaba personalmente de las tareas domésticas, teniéndome por un hombre limpio y ordenado hasta la exageración. De hecho, tras jubilarme había despedido a una asistenta cuya presencia me robaba intimidad. No me molestaba barrer ni fregar ni hacer la cama ni ocuparme de la ropa, tampoco cocinar. Eran, por el contrario, actividades que me relajaban, me ayudaban a pensar y a entrar en contacto conmigo mismo. Cada quince días venía una mujer que se ocupaba de los cristales y ejecutaba una limpieza más minuciosa que la diaria en la cocina y en los cuartos de baño.

Pues bien, desde la perspectiva del hombrecillo, la casa se encontraba sucia, incluso muy sucia. Tenía que evitar, por ejemplo, los bordes de las patas del sofá y de los muebles grandes en general, pues estaban llenos de un polvo antiguo que dificultaba su respiración (y la mía) y en el que se pegaban sus zapatos (que eran los míos). En algunos rincones apartados (detrás de un gran aparador que teníamos en el salón, por ejemplo) descubrimos una telaraña no lo suficientemente grande como para constituir un peligro mortal, pero indeseable desde el punto de vista de la higiene. Tomaba nota de todo esto con una versión de mí mientras preparaba las clases con la otra, y no tenía dificultad alguna para simultanear ambas actividades.

Mi mujer, que ese día regresó antes de la facultad, se extrañó al encontrar toda la casa patas arriba y a mí con la aspiradora. Le dije que estaba haciendo una limpieza general, por higiene, y aunque puso cara de no entender se retiró enseguida a su despacho, pues le urgía escribir un informe o algo semejante. Seguí a lo nuestro con la versión pequeña de mí metida en el bolsillo de la bata, donde había puesto unos mendrugos de pan. Era muy dado, de toda la vida, a hablar conmigo mismo. Cuando iba solo por la calle tenía que llevar cuidado con no mover los labios ni gesticular, pues me abstraía de tal modo que olvidaba cuanto me rodeaba. Desde la aparición del hombrecillo, aquellas conversaciones no cesaban. El desdoblamiento físico potenciaba el desdoblamiento mental. Dije al hombrecillo -siempre telepáticamente- que no resultaría fácil conciliar la existencia de la versión grande de nosotros con la pequeña, pues lo que para la versión grande estaba limpio, para la pequeña estaba sucio; lo que para una era cómodo, para la otra era incómodo; lo que para una estaba alto, para la otra estaba bajo…

– Claro -dijo él sumándose a ese desdoblamiento retórico-, lo macro y lo micro no siempre son compatibles.

– ¿En dónde no? -pregunté.

– En economía, por ejemplo, donde las cifras grandes no siempre explican las pequeñas.

Percibí que no era igual hablar con uno mismo cuando se estaba formado por un solo territorio que cuando se estaba formado por dos. No recuerdo qué le respondí, pero sí que había en mi modo de dirigirme a él un tono de superioridad, como cuando se habla desde la metrópoli a quienes viven en la colonia. El pensamiento no pasó inadvertido a esa provincia de mí formada por el hombrecillo. La unidad de la que nos habían hablado los responsables del desdoblamiento no era, en fin, tan sólida, tan perfecta, como habíamos creído al principio. Había una pequeña fisura en la que evitábamos profundizar, pero que resultaba imposible ignorar.

El descubrimiento de esa grieta apenas perceptible, aunque real, nos condujo durante los días siguientes a permanecer juntos todo el tiempo, para evitar que se agrandara. Cenaba con el hombrecillo dentro del bolsillo de la bata, dialogando telepáticamente con él al tiempo que conversaba con mi mujer acerca de los problemas de la universidad, o de su hija. En algún momento me pregunté si la solución a aquel conflicto, que apenas comenzaba a manifestarse, no pasaría por tragarme al hombrecillo, incorporándolo de este modo a mi propio cuerpo, a mi torrente sanguíneo. Me retuvo el rechazo cultural al canibalismo y la percepción de que el hombrecillo no era partidario de esa solución, pues le estaba cogiendo gusto a ser un territorio, si no del todo independiente, separado.

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