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Hubo luego unos días de calma chicha familiar, sin hombrecillos. El domingo, como era habitual, vinieron a comer la hija de mi mujer y su marido, con los niños (una cría de seis años y un bebé). El marido, economista, trabajaba en un banco. Mientras yo preparaba la ensalada, él, sentado a la mesa de la cocina, con el bebé en brazos, me hacía partícipe de sus preocupaciones. Había aconsejado mal a un cliente importante que ahora pedía su cabeza a la dirección. La responsabilidad era suya por no haber calculado los riesgos y no haber tenido en cuenta el perfil inversor del cliente, pero también del banco, que cuando necesitaba liquidez presionaba a los empleados para que captaran dinero con productos financieros en los que con frecuencia había algo de improvisación.

Me pareció que esperaba mi consejo, pero me limité a decir cuatro generalidades que cualquier inversor experimentado conocía de sobra. No me gustaba influir en cuestiones tan delicadas. En general, detesto dar consejos (y recibirlos). Tuve, por otra parte, la impresión de que el hombre estaba sobrepasado por la situación familiar (el bebé había sido producto de un descuido) más que por la laboral.

Mientras limpiaba la lechuga, salió de entre sus rizos una tijereta increíblemente ágil, pese a que había estado en la nevera. Me asusté y retiré la mano violentamente. Luego sonreí.

– Nada, un bicho -dije, volviéndome, al yerno de mi mujer, que se había sobresaltado con mi gesto.

Llegado que hube al corazón de la lechuga, encontré también un caracol pequeño y roto. La textura de su carne me recordó a la de los hombrecillos.

– Si no limpias bien las verduras, te comes cualquier cosa -sentencié en voz alta, mostrando el caracol.

Luego, al romper los huevos cocidos y retirarles la membrana, me asombró, como siempre, el talento económico de ese producto biológico. Andaba desde hacía meses detrás de escribir, medio en broma, medio en serio, un texto acerca de las virtudes financieras del huevo de gallina. Pero era preciso sortear muchos tópicos antes de alcanzar alguna idea original. Había demasiados análisis de la evolución biológica volcados sin criterio alguno en el ámbito económico. En fin, que me daba pereza abordar el asunto sin que dejara por eso de atraerme.

De repente, frente al huevo cocido (un óvulo cocido, reflexioné), sentí una especie de invasión de lo biológico que me turbó. Yo era biología. El yerno de mi mujer y su bebé, al que en esos momentos acunaba, eran también dos sucesos biológicos. Mi mujer y su hija, y Alba, la pequeña de seis años, que conversaban en el salón, eran asimismo ocurrencias biológicas. La lechuga era un hallazgo biológico. Pero la cáscara de todo eso (quizá también su entraña) parecía económica. Estaba a punto de atrapar una idea interesante cuando el yerno de mi mujer se interesó por mis clases de la facultad.

– Estoy un poco harto -dije-, quizá las deje.

– ¿Y eso? -preguntó acunando al bebé.

– No sé, los alumnos no me interesan, ni yo a ellos. No me estimulan intelectualmente. Cada año vienen menos preparados, menos curiosos, más acomodaticios.

Entonces el bebé se puso a llorar.

– Es la hora del pecho -dijo él levantándose para ir al salón.

Al quedarme solo abrí el horno para ver cómo iba el cordero (más biología), y aunque lo había revisado antes de encenderlo para cerciorarme de que no había ningún hombrecillo en su interior, pensé con inquietud en la posibilidad de que alguno hubiera podido caer en el asado, cuya base era de patata y cebolla. ¿Qué pasaría si al servir la carne alguien encontrara en su plato un hombrecillo? ¿Lo apartaría educadamente, sin decir nada, como cuando se retira un pelo de la sopa, o lo señalaría con espanto?

Aunque no era en absoluto responsable de la existencia de los hombrecillos, imaginé que los rostros de los comensales se volverían acusadoramente hacia mí. Preocupado por este asunto, y aunque el cordero no estaba hecho del todo, saqué la bandeja y lo revisé para comprobar que no había ninguna irregularidad. No vi a ningún hombrecillo, pese a que levanté las piezas de carne y revolví con cuidado la base.

Efectuado el examen, introduje de nuevo la bandeja en el horno y me dirigí al salón para incorporarme a la reunión familiar. Poco antes de llegar, me pareció que hablaban en voz baja, como si temieran que pudiera oírles, de modo que permanecí oculto junto a la puerta unos instantes. La hija de mi mujer daba el pecho al bebé (más biología), al tiempo que su marido comunicaba a ambas que, en efecto, yo parecía dispuesto a abandonar las clases de la facultad, lo que mi mujer escuchó con expresión de disgusto. En esto, fui sorprendido por Alba, la niña mayor, y entré en el salón fingiendo no haber oído nada.

– En media hora está el cordero -dije.

Después de comer jugué un poco con la niña. Le encantaba que la llevara a mi despacho, lleno de objetos y fetiches antiguos por cuya historia se interesaba vivamente. Por lo general daba respuestas razonables a sus preguntas, pero a veces me complacía en hilvanar historias fantásticas sobre el origen de aquello o de lo otro. La niña tenía una memoria sorprendente y me corregía cuando le ofrecía una versión distinta a la escuchada la semana anterior. En esto, se acercó al cajón de arriba de mi mesa y lo abrió para curiosear dentro.

– Lleva cuidado -dije-, que ahí hay un criadero de hombrecillos.

Aunque se mostró incrédula, cuando saqué el cajón del todo para satisfacer su curiosidad, descubrimos en el contrachapado del fondo un agujero que parecía conectar con una grieta de la pared.

– ¿Lo ves? -añadí alumbrando la grieta con la linterna.

Cuando se fueron, mi mujer se mostró un poco preocupada por «los chicos».

– Saldrán adelante -dije yo.

– Ojalá -añadió ella. Y eso fue todo.

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