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La cena transcurrió bien, sin sorpresas, quiero decir. El mundo académico es una comunidad pequeña y mezquina, donde todo el mundo se odia, se teme, o se necesita, quizá se odia y se teme porque se necesita. En todo caso, sus miembros actúan como si se quisieran. Tal como habíamos previsto, el buffet -que fue muy alabado- sirvió para que los círculos se renovaran con frecuencia. Yo procuré permanecer, como siempre, en un segundo plano, ocupándome de que todo estuviera a punto.

Mientras iba de acá para allá con las bandejas o las bebidas, conversaba telepáticamente con el hombrecillo, que, instalado dentro del bolsillo superior de mi chaqueta, no paraba de plantear cuestiones acerca de lo que veía. Procuré evitar, sin resultar grosero, la compañía de Honorio Gutiérrez, el decano de Psicología, aunque pasé varias veces cerca de él cogiendo al vuelo fragmentos de su conversación entre los que brillaban como diamantes expresiones tales como «estados crepusculares», «labilidad afectiva» o «rumiaciones obsesivas». Todas me gustaron para mis artículos. De hecho, la Bolsa era muy lábil desde el punto de vista afectivo, y sus ganancias, por aquellos días, eran crepusculares, lo que había provocado la aparición de un inversor muy dado, como el yerno de mi mujer, a las rumiaciones obsesivas. En algún momento, observando desde la puerta de la cocina la reunión académica, vi el abismo que me separaba de aquel mundo, del mundo en general, y me asombré de haber sido capaz no ya de sobrevivir, sino de medrar en él.

Hacia el final de la cena, y como advirtiera que el propio Honorio Gutiérrez había intentado hacerse el encontradizo conmigo, pensé que continuar evitándolo podría interpretarse como la prueba de que yo padecía algún desarreglo. De modo que tras asegurarme una vez más de que los invitados estaban atendidos, me acerqué a su círculo y presté atención a lo que decía. Pronunciaba en ese instante la expresión «estrechamiento del campo de la conciencia», que también me subyugó y que memoricé para usarla más adelante en mi provecho.

Al cabo de unos minutos, ignoro si por casualidad o porque él llevó a cabo maniobras dirigidas a conseguir ese objetivo, nos quedamos solos, momento en el que se interesó por mi vida. Le dije que trabajaba en casa, como venía haciendo desde que me jubilara, aunque daba también alguna clase de doctorado y dirigía un par de tesis.

– Para obligarme a salir -añadí pensando que tal comportamiento revelaba una actitud mental saludable.

Él aseguró que leía mis artículos (lo que me pareció muy improbable), para perderse enseguida en un laberinto verbal que lo condujo, tras dar varias vueltas, a la insinuación de que a mi edad se producían cambios hormonales y psíquicos que a veces requerían algún tipo de «ayuda», desprendiéndose de sus palabras que estaba dispuesto a proporcionármela. Aunque el hombre había intentado contextualizar su comentario de modo que no pareciera inoportuno, resultó tan inadecuado que él mismo se dio cuenta.

– Perdona si me he metido en lo que no me importa -se vio obligado a añadir al terminar su perorata.

Yo me limité a darle las gracias por su interés, informándole de que por fortuna dormía y comía bien, además de estar lleno de ideas y proyectos personales que en algún momento me habían hecho dudar acerca de si dejar o no las clases.

– Pero ya he decidido que no -añadí con resolución-, pues aunque el contacto con los alumnos me fatiga, creo que me rejuvenece también.

A continuación, tras expresar la alegría que nos había proporcionado su presencia, me disculpé para despedir a unos invitados que emprendían la retirada en ese instante. Como es frecuente en este tipo de reuniones, la iniciativa fue secundada por la mayoría y al poco se habían marchado todos.

Cuando nos quedamos solos, al comentar las incidencias de la noche con mi mujer, me ocupé de resaltar las virtudes de Honorio Gutiérrez, de quien dije que era un hombre muy preparado y perspicaz, lo que pareció tranquilizarla. Después le sugerí que se fuera a la cama, pues la veía muy cansada, mientras yo me ocupaba de recoger el salón, diligencia que ejecuté sin prisas, demorándome en los pequeños detalles, mientras le daba vueltas a la idea de fumarme un Camel antes de retirarme.

Cuando hube llevado las copas, los platos, las bandejas y la cubertería a la cocina, dejándolo todo dispuesto para fregarlo al día siguiente (di un aclarado a los platos y a las copas), salí al pasillo y me dirigí al dormitorio, entreabriendo la puerta con cautela. Una vez hube comprobado que mi mujer dormía profundamente, tomé de mi cuarto de trabajo un cigarrillo, regresé con él a la cocina y lo encendí asomado al patio interior. Aunque la mayoría de las ventanas permanecían apagadas, oculté la brasa, por si acaso, con la palma de la mano, pero fumé sin ansiedad, sin miedo, pues la tensión de las horas anteriores me había provocado un cansancio que favorecía la indiferencia.

Recuerdo cada una de las caladas de aquel cigarrillo de un modo especial. Si cierro los ojos, aún puedo evocar la atmósfera primaveral de la noche, a la que mis sentidos eran tan sensibles como los de un adolescente. Y tampoco he olvidado el retal de cielo con estrellas que se veía al levantar los ojos. Tal era mi grado de ensimismamiento que no advertí la llegada de mi vecina, la de los vinos, a la ventana de enfrente hasta que ella misma me saludó.

– Buenas noches -respondí desencajado por el susto al tiempo que ocultaba la brasa del cigarrillo.

– ¿Verdad que da gusto fumar asomado a este patio? -dijo ella.

– En realidad -dije-, yo no fumo.

– Yo tampoco -replicó la mujer riendo con expresión cómplice al tiempo que mostraba su cigarrillo, que, por el olor que desprendía, no era de tabaco.

Sonreí de manera patética, como cogido en falta, y alabé, por cambiar de conversación, los vinos que de vez en cuando nos hacía llegar.

– Precisamente -dije-, hoy han venido a cenar unos colegas de mi mujer que han preguntado más por tus vinos que por mi comida.

– Es que sólo trabajo con calidad -replicó dando una calada.

– Bueno, pues si me perdonas -dije yo-, voy a acabar de recoger la cocina. Buenas noches.

– Buenas noches y no te apures, que te guardaré el secreto -concluyó lanzando una mirada de inteligencia hacia la mano donde ocultaba mi cigarrillo.

Me retiré algo turbado hacia el interior. Gracias a las excursiones del hombrecillo, había visto desnuda en más de una ocasión a esa joven, que gozaba por cierto de una excelente figura. Apagué el cigarrillo en el fregadero y lo arrojé a la basura envuelto en una servilleta de papel. Luego esperé a que mi vecina se hubiera retirado también de la ventana y me dirigí telepáticamente al hombrecillo, sugiriéndole que se colara en la casa de al lado, para espiar a la vecina.

– Tú pides mucho -dijo él aludiendo, pensé, a mi deuda.

Pero, dicho esto, saltó desde el bolsillo de mi chaqueta hasta la encimera y alcanzó velozmente el marco de la ventana, desde donde brincó a su vez a una de las cuerdas de tender la ropa por la que se deslizó a cuatro patas con la habilidad de una lagartija. A medida que avanzaba por el tendal, yo veía aproximarse la ventana de la casa de enfrente a través de sus ojos con un efecto semejante al de la cámara subjetiva en el cine. Pero cuando estaba a punto de entrar en la vivienda se interrumpió la comunicación entre nosotros.

Aquella madrugada me desperté con un sabor de boca muy desagradable que no supe a qué atribuir.

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