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El hombrecillo continuaba fuera de cobertura. No habíamos vuelto a establecer contacto desde la última cópula con la mujercilla, hacía ya una semana o más. Tampoco había visto a otros hombrecillos, pese a haber corrido muebles y objetos en su busca. Venían cuando querían y se iban cuando les daba la gana, siempre había sido así.

Entre tanto, la candidatura encabezada por mi mujer había ganado las elecciones en la universidad y yo tenía la impresión de que se arreglaba más que antes para ir al trabajo. Pese a no ser joven, poseía ese atractivo cruel que proporcionan la frialdad y la distancia y del que yo no había sido muy consciente hasta entonces. Delgada, flexible y alta, conservaba las formas de una mujer de menos edad. Desde que conquistara la rectoría, me había sorprendido observándola con un deseo sexual que no formaba parte de nuestro acuerdo matrimonial, de nuestros intereses. Podría parecer que lo que me excitaba era su nueva posición, pero hacía tiempo que los honores académicos habían dejado de significar algo para mí.

No era eso, no. Deduje entonces que el hombrecillo, desde dondequiera que se encontrara -y aun con la apariencia de continuar desconectado-, me empujaba de manera sutil hacia apetitos que habían dejado de formar parte de mi vida. Así, una mañana, mientras mi mujer se duchaba, estuve espiándola, observando su silueta a través de la mampara del baño, preso de una excitación insana, que me distraía de los asuntos que siempre había considerado principales.

Algunas mañanas, después de que se fuera a la universidad, abría el cajón de su ropa interior, la sacaba, la disponía sobre la cama y disfrutaba con el tacto de sus sujetadores y sus bragas. Siempre se había vestido con elegancia, también por dentro. Si hubiera sido una mujercilla, su lencería habría tenido vida, como las alas de las libélulas o las hojas de los árboles. Luego, encendía un cigarrillo que fumaba asomado al patio interior, para que la casa no oliera. Ya no podía prescindir del tabaco, ni del vaso de vino de media mañana. Pero ignoraba si hacía todo aquello por mí o por el hombrecillo, pues si bien era evidente que nos habíamos convertido en dos, al mismo tiempo, de forma misteriosa, seguíamos siendo uno.

Un día vinieron a cenar la hija de mi mujer y su marido, con la niña, Alba. Habían dejado al bebé en casa, con una cuidadora, para que «no se descentrara». En la cocina, mientras yo preparaba la ensalada, el yerno de mi mujer comentaba con preocupación los últimos movimientos de la Bolsa (mi mujer, su hija y la niña se encontraban en el salón). Dijo que la veía errática y yo apunté que en el corto plazo ése era el comportamiento natural de la Bolsa.

– En el día a día -añadí- no hay nada más parecido a la ruleta. A veces, a la ruleta rusa, por eso atrae a toda clase de especuladores y ludópatas.

Me sorprendió su gesto de decepción, como si no conociera una verdad tan palmaria. Quizá, pensé con inquietud, estaba llevando a cabo inversiones arriesgadas. La conversación continuó por estos lugares comunes mientras yo atendía a los pormenores de la cena (había preparado unas vieiras que llevaban unos minutos en el horno, gratinándose), hasta que fui atacado por una fantasía sexual. Digo que fui atacado porque sentí que entraba en mi cabeza como un cuchillo en una sandía, sin que yo hubiera puesto alguna voluntad en ello y sin que pudiera defenderme de su penetración.

En la fantasía, mi mujer y yo nos encontrábamos solos sobre la alfombra del salón. Los dos estábamos desnudos y los dos permanecíamos a cuatro patas, olisqueándonos nuestras partes, como perros. Dada su delgadez y su postura, las líneas de su cuerpo evocaban las de una letra de cualquier alfabeto. Sus nalgas, a diferencia de las de la mujercilla, no se abrían en dos formaciones carnosas al terminar los muslos, sino que eran una mera continuación de ellos. Pese a todo, resultaban muy deseables también, pues parecían unas guardianas débiles e inexpertas de las entradas del culo y la vagina. En esto, mi mujer me pedía que le introdujera letras por el culo. Yo aplicaba mi boca a él y recitaba lentamente el alfabeto: a, be, ce, de, e, efe… Y aunque no se puede hablar en mayúsculas o en minúsculas, lo cierto es que las que salían de mi boca eran minúsculas porque las letras, como los hombres, tenían también dos versiones de sí mismas (¿por qué no los números, me pregunté?). Las letras minúsculas se perdían pues en el interior de su cuerpo como murciélagos en las profundidades de una cueva y al poco comenzaban a salir por su boca formando palabras (tabaco, vino, jugo, sexo, etc.) que yo lamía de sus labios como el que lame la miel de un panal.

La fantasía alcanzó tal grado de realidad que el yerno de mi mujer, viendo que hacía aquellos movimientos con la lengua, preguntó si me pasaba algo.

– No es nada -dije-, perdona un momento.

Y salí de la cocina en dirección al cuarto de baño, donde continué tragándome las palabras (y ocasionalmente alguna frase) que salían de la boca de mi mujer, adonde habían viajado misteriosamente desde el culo. Sobra decir que no tuve más remedio, para aliviar la erección, que masturbarme. Pero lo resolví rápido, de modo que cuando regresé a la cocina las vieiras estaban en su punto. El yerno de mi mujer picaba distraídamente unas almendras de un plato de cristal con forma de hoja de parra.

Tras la cena, la niña quiso que fuéramos a mi despacho y que nos asomáramos con la linterna al hueco que habíamos descubierto detrás del cajón de la mesa. No se veía nada.

– ¿Es verdad que esto es un criadero de hombrecillos? -preguntó.

Le respondí que no y se quejó de que sólo unos días antes le hubiera dicho lo contrario.

– Fue por gastarte una broma -dije.

La niña se mostró entre decepcionada y aliviada. Luego, nuestras miradas se encontraron fatalmente, como si estuviéramos desnudos el uno frente al otro. Jamás me había sentido tan al descubierto. Tampoco ella, creo. Entonces, casi sin querer, le pregunté si veía hombrecillos. Tras un parpadeo, se echó a reír.

– ¡Qué voy a ver hombrecillos! -dijo corriendo a la cocina, donde sus padres y mi mujer discutían acerca de la bondad de los cultivos ecológicos. Para mi gusto, me acosté tarde.

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