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Fui a abrir y apareció al otro lado una chica que podría haber sido mi hija. Lo cierto es que, más que de un burdel, parecía que venía de la universidad. Vestía un abrigo azul, de grandes botones, que evocaba el de las colegialas de otras épocas. Era rubia, como habíamos pedido, con el pelo muy corto, y llevaba un bolso que hacía juego con el color de su cabello. El conjunto resultaba elegante, pero no excéntrico, lo que me hizo pensar que todo estaba preparado para no llamar la atención de los empleados del hotel. Con aquel atuendo podría haber pasado también por una secretaria. Contra lo que me había temido, apenas llevaba maquillaje ni carmín, ni los necesitaba. Su aspecto me conmovió, sinceramente, pero reaccioné enseguida porque el hombrecillo me gritó por telepatía que la invitara a pasar. Ella entró dejando sobre la moqueta las marcas de unos zapatos de tacón de aguja en los que no había reparado y que observé en éxtasis, sintiendo de nuevo un trastorno entre las ingles.

Al alcanzar el centro de la habitación se quitó el abrigo, debajo del cual apareció un cuerpo algo grosero, embutido en un traje rojo, de escote exagerado. Advertí enseguida con disgusto que no llevaba sujetador, quizá tampoco llevara bragas. Me dieron ganas de pedirle que volviera a ponerse el abrigo, pero no dije nada por temor a parecer un perverso. Al ver mi copa de champán, la chica preguntó si pensaba invitarla en un tono que intentaba resultar seductor, pero que acabó con la breve excitación que me habían procurado sus tacones. El hombrecillo, por el contrario, oculto tras el televisor, permanecía boquiabierto, como si se estuvieran colmando todas sus expectativas. Para estropearlo del todo, la chica dijo que se llamaba Vanesa.

– ¿Con una o dos eses? -pregunté sin venir a cuento.

– Con dos, por eso soy tan cara -dijo soltando una carcajada desagradable.

Yo le dije que me llamaba Rafael, que era en realidad el nombre de un hermano mío fallecido hacía años.

– ¿Lo hacemos sin prisa? -preguntó.

– Sí -respondí yo acercándole la copa, con la que fue a sentarse en una de las dos butacas de la habitación, donde se desprendió de los zapatos y se subió la falda, con aire casual, hasta donde le fue posible.

No llevaba medias, pero sí una liga roja en medio del muslo. Me pareció todo por un lado excesivamente hueco y por otro exageradamente biológico. Comprendí entonces que había estado cayendo sin darme cuenta de que caía y que ahora me encontraba ya en el suelo. Yo no soy así, me dije, sintiendo vergüenza y miedo y ganas de huir. Tras tomar un sorbo de la copa, la chica preguntó cómo pensaba pagarle y respondí que en metálico.

– Pues pon el dinero ahí -dijo señalando la mesita que había entre las dos butacas.

Coloqué el dinero donde había pedido y noté la erección en el cuerpo del hombrecillo, pero no en el mío. La chica sacó un cigarrillo rubio, invitándome a tomar otro. Cuando iba a rechazarlo, el hombrecillo me instó telepáticamente a que lo aceptara y le hice caso en el convencimiento de que la nicotina le haría más daño a él que a mí. A la primera calada, cuyo humo me tragué intencionadamente, el hombrecillo, mareado por aquella mezcla de tabaco y alcohol, se desmayó en efecto detrás del televisor. La chica, suponiendo que yo venía de fuera, preguntó si me encontraba en la ciudad por razones de trabajo. Le dije que sí, pero me faltaron reflejos para improvisar una profesión distinta de la mía, de modo que confesé que era profesor de universidad.

– Estoy aquí circunstancialmente porque formo parte de un tribunal de oposiciones -dije.

– Yo -dijo ella- voy a estudiar enfermería, pero no ahora.

– ¿Por qué no ahora? -pregunté.

– Tengo a mi padre enfermo y todo son gastos. Pero cuando las cosas se arreglen continuaré los estudios.

Intenté imaginar al padre de la chica, y a la madre. Sentí ganas de continuar preguntando, pero ella ya se había levantado, viniendo a donde estaba yo para sentarse en mis rodillas.

– ¿Qué es lo que le gusta hacer a papá? -dijo mientras introducía la mano por la abertura de mi bata.

Me pregunté por qué me llamaba papá y me contesté enseguida, pero la respuesta no me gustó.

– No me llames papá -dije.

– ¿Prefieres ser mi nene? -añadió entonces acariciándome el pecho.

– Mira -respondí obligándola a levantarse-, prefiero que charlemos nada más.

– Como quieras, nene -dijo ella regresando a su butaca-, pero te va a costar lo mismo.

Mientras hablábamos de esto y de lo otro, bebimos un par de copas más y encendimos otro cigarrillo. El hombrecillo seguía durmiendo la mona detrás del televisor. Menos mal, me dije, pues habría sido una tortura meterme en la cama con aquella mujer. Parecía mentira que debajo de un abrigo tan sutil se ocultara una forma tan grosera. Pero también cuando se rompe la cáscara del huevo, pensé, sale de su interior un ser algo grotesco, el pollo. Haré un poco de tiempo, me dije, para que la chica no se ofenda, y la despediré. Y cuando el hombrecillo despierte le diré que nos hemos acostado.

– Fundamentalmente -dijo entonces la mujer-, yo me dedico a hacer trabajos de compañía, sin sexo.

Subrayó el «fundamentalmente», como si le pareciera un término culto que le interesara destacar de cara a futuros encuentros.

– Entonces he acertado -dije yo.

– Si te apetece que comamos o cenemos juntos estos días, llámame, conozco los mejores restaurantes. También puedo llevarte a visitar la ciudad, soy ideal para eso.

Le di las gracias y charlamos aún durante unos minutos al cabo de los cuales fue ella la que miró el reloj y dijo que tenía que irse, despidiéndome con un beso fugaz en los labios. La experiencia, pese a su falta de sustancia, me había dejado agotado y fúnebre, además de inquieto. Sin haber ganado nada con ella, tenía la impresión de haber perdido algo que atañía a mi dignidad.

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