Al mal sabor de boca, que se repitió a lo largo de los días siguientes, se añadía la sensación de tener en la lengua y en la garganta un material arenoso, polvoriento, cuyos orígenes me eran desconocidos. Pensé, naturalmente, que quizá habría que buscar su causa en la boca del hombrecillo, pues aunque continuaba fuera de cobertura, algunas de sus actividades orgánicas se reflejaban todavía en mi cuerpo. Fracasados todos mis intentos por establecer comunicación telepática con él, procuré no prestar atención a aquellas sensaciones, aunque cuando aparecían me provocaban el vómito, no tardaría en descubrir por qué.
Entre tanto, la idea del crimen comenzó a repugnarme, en parte por el miedo al castigo, pero en parte también por una suerte de inclinación moral de la que eran víctimas mis emociones, no mi razón. La idea de copular de nuevo con la mujercilla seguía actuando en mi voluntad, desde luego, pero no tanto como el miedo.
Comprobé que a medida que la desaparición del hombrecillo se prolongaba, más extrañeza sentía de la especie de crápula en que me había convertido, de modo que al recordar algunos de los episodios en los que me había visto envuelto desde su aparición sentía una vergüenza enorme (pese a que la vecina había prometido guardarme el secreto, me obsesionaba también la idea de que coincidiera en el ascensor con mi mujer y le comentara que me había visto fumar). Sufría verdaderos ataques de pánico frente a la idea de verme obligado a justificarme.
Ese pánico me volvió provisionalmente virtuoso. Gracias a él y a sus efectos, las sospechas y la desconfianza de mi mujer se diluyeron, no de inmediato, pero sí a lo largo de los días siguientes, durante los que llevé una existencia ejemplar. Fumaba de manera esporádica y con tal sentimiento de culpa que pronto destruí el paquete de tabaco oculto y me deshice del mechero. Dejé de beber también, y de masturbarme. En poco tiempo, logré recomponer mi imagen de profesor de universidad y experto en asuntos económicos. Orienté al yerno de mi esposa acerca del comportamiento crepuscular de la Bolsa, llevé a Alba, su hija, al cine y acepté el ofrecimiento de participar en una tertulia radiofónica sobre temas de actualidad que había rechazado, para disgusto de mi mujer, en otras ocasiones.
El hombrecillo, desde dondequiera que se encontrara, me dejaba hacer. Quizá, como tenía aquella capacidad de disfrutar con todo lo que le ofrecía la vida, obtenía algún partido también de mi existencia virtuosa. Yo permanecía atento a cualquier síntoma que anunciara su regreso, pero no percibía nada, aparte de determinadas sensaciones orgánicas atribuibles a alguna actividad suya. Entre estas sensaciones, además del tacto arenoso localizado en la garganta y en la lengua, cabría destacar la de unos pequeños calambres de placer, semejantes a orgasmos diminutos, que me acometían en los momentos más inadecuados y que no siempre lograba disimular. Deduje que el hombrecillo se masturbaba todo el rato y que aquellos calambres procedían de sus orgasmos.
– ¿Qué te pasa? -preguntaba mi mujer.
– Nada, un calambre -decía yo llevándome una porción de verduras a la boca.
Un día, cuando ya había recuperado mis rutinas anteriores y atravesaba uno de esos periodos de paz (aunque también de tedio) marcados por la ausencia de los hombrecillos, se restableció de súbito la cobertura. Fue tras el desayuno, y después de que mi mujer se hubiera ido a la universidad. Estaba yo recogiendo las tazas cuando mis ojos, sin dejar de ver lo que tenían delante, vieron también lo que tenían delante los del hombrecillo.
Lo diré rápido: mi antiguo doble se había instalado en el piso de los vecinos, que no eran muy limpios, y se pasaba el día buscando debajo de los muebles cadáveres de moscas y de otros insectos que se llevaba a la boca entre susurros de placer. Disfrutaba de las patas de las arañas como si fueran patas de centollo y no era raro que de postre se metiera en la boca una pelota de esqueletos de ácaros amasados con polvo (de ahí la sensación arenosa señalada más arriba).
– ¿Qué haces? -pregunté asqueado, pues también la comunicación telepática se había restablecido.
– Me entretengo mientras decides a quién matar -dijo.
Volví a entrar en el túnel, en fin, como había salido de él. Observada mi vida con la perspectiva de los años, advertí que en ella se habían alternado desde siempre los estados de paz con los de agitación. Desde la agitación, añoraba la paz y, desde la paz, la agitación. Ahora, de haber podido elegir, y dado que me había acercado tanto al precipicio, habría elegido la paz, pero tampoco estoy muy seguro. Regresé al Camel, en fin, a las prácticas onanistas, al alcohol, a las prostitutas, al desorden. Todo ello, en un intento de obtener una tregua del hombrecillo. Pensaba que cuanto más retrasara el momento de cometer el crimen que se me solicitaba, más probabilidades habría de que algo, incluida mi propia muerte, lo impidiera.
En este regreso al infierno, descubrí que el vodka hacía daño al estómago del hombrecillo (aunque también al mío) y que lo dejaba fuera de circulación durante algunas horas, por lo que comencé a abusar de él. Lo bebía en un bar algo alejado de mi calle y chupaba unas pastillas especiales para la halitosis antes de volver a casa. Mientras duraban los efectos de esta bebida, el hombrecillo no comía moscas ni ácaros ni polvo. Tengo un recuerdo impreciso de lo que duró esta época. En todo caso, creo que fui capaz de establecer una separación eficaz entre mis dos vidas, de modo que no levanté sospecha alguna en mi mujer.