Me desperté a las tres de la madrugada, en mi cama individual, pues desde hacía algún tiempo dormíamos en lechos separados. Mi mujer había resuelto el asunto con increíble celeridad: fue a los grandes almacenes, eligió dos camas muy sencillas, un poco bajas para mi gusto, y lo arregló todo para que quienes las trajeron se llevaran la antigua, incluido el colchón. Yo, avergonzado como estaba por la situación que había provocado aquellos cambios, no me atreví a oponer ninguna resistencia. Lo cierto era que me costaba coger el sueño en aquella cama propia. Y, una vez cogido, duraba poco. La cama de matrimonio resultaba más confortable, gracias entre otras cosas al cuerpo de mi mujer, cuya temperatura era muy regular. También me gustaba su olor (siempre se perfumaba antes de acostarse) y el tacto de los tejidos de sus pijamas. Los excesos me habían expulsado de aquel paraíso.
Me desperté, decía, a las tres de la mañana y estuve dándole vueltas de nuevo a la idea de abandonar las clases de la facultad. Me pesaban demasiado, me aburrían, quizá yo hubiera empezado a aburrir también a los alumnos. Como el sueño no regresara, me levanté sin hacer ruido, fui al salón, y estuve buscando hombrecillos sin ningún resultado. Luego me senté e intenté establecer comunicación telepática con ellos, también sin éxito. Les pregunté por qué iban y venían, por qué habían confeccionado ese doble de mí, ahora fuera de cobertura, por qué me creaban complicaciones que no sufrían, en apariencia al menos, el resto de mis contemporáneos. Permanecí a la escucha, por si se produjera alguna voz en el cerebro. Pero no hubo nada.
De súbito, al venirme a la cabeza la posibilidad de fumar, voló de golpe el desasosiego. Fui a mi despacho, saqué el paquete de donde lo había escondido y extraje lentamente un cigarrillo que olí antes de llevármelo a los labios. No era probable que mi mujer se despertara, jamás lo hacía a media noche, de modo que fumé tumbado en el diván (ya ventilaría la habitación más tarde), llevando el humo hasta lo más hondo de las regiones pulmonares y liberándolo despacio. A ratos observaba los dibujos de la columna de humo y a ratos cerraba los ojos para multiplicar la sensación de paz interior.
En esto, una de las veces que cerré los ojos aquí, los abrí en otro lugar, como si me encontrara en dos sitios a la vez, en uno con los ojos abiertos y en el otro con los ojos cerrados. Fue tal el vértigo, que volví a abrirlos enseguida para comprobar con alivio que me encontraba en mi despacho, tumbado en mi diván, fumando lentamente un cigarrillo. Prevenido por la experiencia anterior, los cerré de nuevo para ver qué ocurría y sucedió lo mismo: que los abrí en otro sitio, en otra habitación, quizá en otro mundo. La habitación era un dormitorio de muebles oscuros muy de mi gusto, pues parecían sólidos y antiguos. Era de noche también, ya que podía ver al otro lado de la ventana, que tenía forma de ojiva, una luna en cuarto creciente que iluminaba parte de la habitación. ¿Quién soy aquí?, me pregunté desde la cama, pues estaba acostado.
Enseguida comprendí que «aquí» yo era el hombrecillo, con el que había entrado en contacto de nuevo de manera gratuita, sin saber el porqué, como siempre. Cuando digo que yo era el hombrecillo, conviene entenderlo literalmente, pues en ese momento no sentí otra división que la física. El hombrecillo y yo éramos de nuevo un mismo Estado compuesto por regiones separadas. Yo era él y supuse que él era yo, pues no percibí que su mente trabajara en esos momentos de manera autónoma respecto de la mía. Deduje enseguida que me encontraba en el mundo de los hombrecillos porque todos los muebles estaban proporcionados a mi tamaño.
Con el temor a perder de nuevo la cobertura, me incorporé despacio, sin realizar un solo movimiento brusco, abandoné la cama y me dirigí en mi versión de hombrecillo a la ventana de la habitación, desde la que a la luz de la luna observé la calle, que tenía el encanto medieval del casco antiguo de las ciudades centroeuropeas. Cada vez que pestañeaba, regresaba a mi versión de hombre grande, en la que, tumbado sobre el diván de mi cuarto de trabajo, fumaba un Camel cuyos efectos narcóticos se manifestaban también, con una violencia sorprendente, en mi versión de hombrecillo.
Tras permanecer un buen rato en ese estado, dejándome ir de una habitación a otra, de un cuerpo a otro, cabría decir, como el que se balancea agradablemente en un columpio, apareció de súbito el hombrecillo, es decir, su mente, que se comunicó telepáticamente conmigo, como si volviéramos a ser dos. Y éramos dos, pero a la manera de unos siameses que compartieran el mismo aparato digestivo, el mismo hígado, los mismos pulmones, aunque no siempre el mismo cerebro, ni por tanto los mismos intereses. Dijo que había estado unos días fuera de la circulación debido a los efectos del tabaco que fumaba yo y de las copas de vino que me tomaba. Me disculpé por mis excesos, pero añadió que no me preocupara, pues le gustaban los efectos de la nicotina y el alcohol, hacia los que había desarrollado finalmente una tolerancia saludable. También agradeció que me hubiera masturbado en cuatro o cinco ocasiones utilizando para mis fantasías eróticas la imagen de mi esposa. Esto me turbó un poco, pues aunque era cierto que desde que dormía solo venía practicando el onanismo casi como cuando era joven, no se me había ocurrido pensar que estaba alguien más en el secreto.
– Para agradecerte todas estas experiencias, y para que las repitas en mi provecho -añadió el hombrecillo-, te voy a proporcionar yo una inolvidable.
Dicho esto, se levantó y salimos a la calle, que estaba desierta. Mientras recorríamos la ciudad, que tenía hermosos puentes de piedra sobre ríos domesticados, percibí en los ojos de mi siamés asimétrico un punto de excitación malsana. Al principio pensé que quizá me conducía a un prostíbulo de hombrecillos (¿cómo, si sólo tenían una mujercilla y era reina?). Enseguida comprendí que se trataba de algo peor.