Aquella manera errática de andar en medio de las sombras no era, en efecto, la del que se dirige a un burdel. Tampoco, me pareció, la del que busca una taberna o un casino. ¿Qué otras experiencias podría proporcionar la noche en una ciudad desierta, con todas sus puertas y postigos clausurados? ¿Quizá el simple placer del paseo a la luz de la luna? Tal vez sí, pensé ingenuamente, pues apreciaba la limpieza del aire que acariciaba mi piel y penetraba en mis pulmones, y de la que se beneficiaba también mi versión grande, cuyo cuerpo, sobre el diván del estudio, consumía con gusto el cigarrillo recién encendido. Aquellos dos sabores mezclados, el del tabaco rubio y el del aire oscuro, proporcionaban a mis dos extensiones tal grado de bienestar que sentí un arrebato de euforia física y mental inolvidable.
No duraría demasiado aquel estado de plenitud, ya que al dar la vuelta a una esquina, y en un instante en el que la cobertura mental entre el hombrecillo y yo alcanzó la intensidad de nuestros primeros días, comprendí de súbito que pensaba hacerme partícipe de una experiencia criminal.
– ¿Qué experiencia es ésa de la que hablabas? -pregunté entonces.
– La que estás imaginando -dijo él-, vamos a matar a alguien, para que veas qué se siente.
– No quiero saber qué se siente al matar a alguien -protesté.
– Tampoco querías beber ni fumar ni follar ni masturbarte…
Los pasos de mi siamés enano (y los míos por tanto) sonaban sobre el empedrado de un modo fúnebre y seductor, como esas canciones que a la vez de hundirnos en la melancolía nos elevan espiritualmente, espoleando nuestras capacidades creativas. Había también en aquel ritmo un eco como de música sacra, de cántico espiritual, de celebración religiosa relacionada con las postrimerías. Entonces, sin dejar de errar por aquellas calles estrechas, flanqueadas por edificios de piedra, abrí los ojos en mi versión gigante (sin que en esta ocasión se cerraran por eso en la otra) y apagué el cigarrillo, que estaba a punto de consumirse entre mis dedos. Del lado de acá, en fin, teníamos a un profesor de economía insomne; del lado de allá, a un asesino en busca de su víctima.
Comprendí que necesitaba un vaso de vino para afrontar aquella situación moral de la que no me era posible huir y que constituía también un peligro físico. De modo que mientras mi doble, conmigo en su interior, deambulaba por las calles de aquella extraña ciudad en busca de alguien a quien asesinar, fui a la cocina y me serví una copa con la que regresé a mi despacho para tumbarme de nuevo en el diván. Fue oler el vino y sentir la necesidad de encender otro Camel. Y así, fumando y bebiendo con uno de mis cuerpos, callejeaba con el otro por una ciudad desconocida, laberíntica y, por cierto, muy hermosa.
De súbito, se oyeron otros pasos procedentes de la calle perpendicular a la nuestra y que estábamos a punto de alcanzar. Con el corazón en la garganta, nos detuvimos en la esquina y esperamos la llegada del dueño de aquel taconeo rítmico. Toc tac, toc tac, toc tac, toc tac…, cada pie sonaba diferente, como si las suelas de los zapatos de uno y otro fueran distintas. Parecían los pasos de un bailarín, de un artista, más que los de un transeúnte. Pero tenían también algo del tableteo armonioso de las antiguas máquinas de escribir.
Vimos su sombra, muy alargada por la posición de la Luna, antes que su cuerpo. Se trataba de un hombrecillo casi idéntico a mi doble, quizá un poco más pálido, algo más consumido y de cejas color zanahoria. Sorprendido por nuestra presencia, se detuvo unos instantes, nos miró con expresión de alarma y emitió unos ultrasonidos, que no supe interpretar, antes de continuar su camino. Apenas nos dio la espalda nos lanzamos sobre él y pasando el brazo derecho por su cuello comenzamos a apretar mientras con el izquierdo intentábamos controlar sus manos. El hombrecillo pataleaba con una desesperación tal que por un momento pensé que se nos escapaba. De hecho, fue preciso añadir a la fuerza física de mi versión pequeña el ímpetu mental de mi versión grande, pues algo me decía que las consecuencias de dejar aquella faena a medias podrían resultar desastrosas.
En el transcurso de la pelea tuve la impresión de que sin dejar de ser formalmente un hombrecillo adquiría las habilidades de un insecto, quizá de un arácnido, y lo mismo ocurría con nuestra víctima. Así, mientras forcejeábamos, me vinieron a la cabeza las imágenes de una batalla a muerte entre una araña y un saltamontes a la que había asistido hacía años en el campo. El saltamontes, no muy grande, había caído en la red de la araña, que se apresuró a inmovilizarlo entre sus patas tanteando su cuerpo en busca del lugar adecuado para inocularle el veneno. El saltamontes, pese a que sus movimientos estaban ya muy limitados por la materia pegajosa de la tela y la presión mecánica de las patas de la araña, se defendía con una desesperación tranquila, si fuera compatible. Lo más sobrecogedor de aquella lucha era que se producía en medio de un silencio espeluznante y de una indiferencia total por parte de la naturaleza.
De ese modo animal luchaban los dos hombrecillos, uno de los cuales era yo. Nuestra víctima logró liberar de la presión a la que lo teníamos sometido el brazo derecho, que comenzó a agitar desordenadamente en el aire, como el ala de una mariposa medio engullida por una lagartija. Respondimos a ese movimiento, que podría hacernos perder el equilibrio y caer al suelo con consecuencias imprevisibles, aumentando la presión del brazo derecho sobre el cuello y sosteniendo con firmeza el brazo izquierdo de nuestra víctima. Pero la muerte o el desfallecimiento tardaban en llegar pese a que apenas ingresaba aire en los pulmones. Entonces, en un movimiento instintivo, y sin dejar de oprimirle el cuello, buscamos con la boca, debajo del ala del sombrero, una de sus orejas, en la que hincamos nuestros dientes, percibiendo, como a cámara lenta, el crujido de los cartílagos y el sabor de su sangre. Es probable que nuestros dientes liberaran, en el acto de morder, alguna sustancia venenosa, pues el hombrecillo se aflojó de inmediato, como un traje sin cuerpo. Por razones de seguridad, mantuvimos durante unos instantes la presión sobre su cuello y luego, exhaustos, lo dejamos caer sobre la acera.
Mientras contemplábamos el cadáver, mi siamés moral me pidió telepáticamente que fumara y bebiera porque aquella combinación de tabaco, alcohol y crimen le resultaba (me resultaba en realidad) extrañamente placentera. Tras alejarnos del muerto, el hombrecillo y yo perdimos el contacto, de modo que me incorporé, ventilé la habitación, limpié el cenicero y la copa, regresé al dormitorio y me metí en la cama con los movimientos con los que una cucaracha grande se introduciría en una grieta.