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Lo que ocurrió fue que al cerrar los ojos para sentirme más dueño de aquellas acometidas de placer, vi al hombrecillo (la cobertura y la unidad entre él y yo eran en aquel instante perfectas) introducirse en una grieta del parqué que al parecer conducía a otro mundo (quizá todos los agujeros, incluidos los corporales, conducen a otros mundos). Al principio se trataba un conducto húmedo y de paredes de aspecto membranoso que desembocaba sin embargo, a través de una rendija, en una especie de plaza pública muy animada y luminosa, llena de hombrecillos. En esta ocasión, y sabiendo que no se trataba de un sueño, me fijé bien en todo y vi que en una de las esquinas de la plaza, conviviendo con edificios semejantes a los de los cascos antiguos de las ciudades europeas, había una suerte de panal en cuyo centro se hallaba de nuevo la mujercilla reina en actitud receptiva para la cópula.

El espectáculo era al mismo tiempo delicado y atroz, sutil y obsceno, verdadero y falso, incluso orgánico y espiritual. La mujercilla permanecía en su celda en una actitud pasiva, aunque sólo en apariencia, pues pronto advertí que se trataba de una pasividad ágil, de una quietud móvil, de un sosiego feroz. Como en la ocasión anterior, sólo llevaba encima aquella ropa interior sutil cuyo tejido, que era somático, se relacionaba con su sexo y con sus pechos de un modo inexplicable, pues aunque formaba parte de ellos, su elasticidad le permitía desplazarse para dejar al descubierto la vulva o los pezones.

La mujercilla se dirigió por medios telepáticos al hombrecillo invitándole a subir a su celda, pues había sido elegido de nuevo para consumar la cópula. La comunión entre el hombrecillo y yo continuaba siendo de tal naturaleza que en realidad fui yo quien, sin dejar de permanecer tumbado en el diván de mi cuarto de trabajo, me vi ascendiendo hacia la mujercilla por una suerte de escaleras que conducían a su aposento. Ella me esperaba anhelante, como jamás nadie me había esperado nunca, como nadie, nunca, volvería a esperarme. Al tomarla entre mis brazos y comprobar que nuestros cuerpos se acoplaban entre sí con una plasticidad asombrosa, intenté tomar conciencia de lo que ocurría segundo a segundo, para no olvidarlo jamás. Por otra parte, como ya tenía algo de experiencia, intenté conducir los acontecimientos en vez de ser conducido por ellos. Dado que mi ropa, en aquella versión de mí, era orgánica, no necesitaba desprenderme de ella para liberar el pene, que hizo su aparición enseguida, completamente erecto, por una entretela de la que no era consciente.

La mujercilla me invitó con su actitud a que yo mismo le retirara las bragas, lo que hice con sumo cuidado (en realidad, con sumo amor) para no provocar ningún desgarro en aquel extraño conjunto de ropa y piel. Como en la ocasión anterior, examiné su sexo con la intensidad dolorosa del que observa una imagen pornográfica intentando encontrar en ella un significado. Sin necesidad de que yo se lo pidiera, la mujercilla separó con sus dedos los labios vaginales exteriores para facilitar mi examen, pero también -me pareció- en busca de mi beneplácito, como si yo fuera una especie de inspector encargado de comprobar que no faltaba ninguno de los accidentes propios de aquella región orgánica cuyos penetrales exudaban un jugo que ella misma me daba a probar con sus dedos, al tiempo que los míos jugaban con los pliegues de aquellas formaciones húmedas, temeroso de que al dejar de verlas o tocarlas olvidara su aspecto o su textura. De vez en cuando levantaba la vista y nuestras miradas se encontraban.

– Dame más -le suplicaba yo entonces. Y ella recogía con los dedos parte de los jugos que se derramaban por la cara interna de sus muslos y los llevaba hasta mi lengua, que jamás había probado nada parecido, pues ni el sabor ni la textura de aquel elixir pertenecían a este mundo.

Sobra decir que copulamos con desesperación y tranquilidad al mismo tiempo, en un acto que tenía todas las características de los sucesos reales y de los acontecimientos imaginarios, pues ambos territorios se habían fundido una vez más de un modo inexplicable. Y mientras copulábamos yo jugaba con su sujetador orgánico y con sus pezones, cuidándolos y maltratándolos al mismo tiempo, vengándome de ellos -como si me debieran algo- y dándoles las gracias por entregarse de aquel modo gratuito. Y pese a la violencia pacífica con la que los trataba no se produjo ningún desgarro en la frontera por la que la piel y la ropa interior se unían.

También exploré sus labios y su boca, en cuyo interior, tras una empalizada de dientes diminutos, había una lengua afilada, como de pájaro, cuya capacidad de penetración resultaba sorprendente. Alcanzamos el éxtasis a la vez, sin frontera alguna entre su orgasmo y el mío, y con los ojos abiertos, mirándonos el uno al otro en actitud implorante, como si nos pidiéramos perdón. El resto de la población de hombrecillos disfrutó tanto como yo de aquella cópula pequeña, una cópula como de casa de muñecas, en la que, en vez de gemir, piábamos como pájaros.

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